Caprichos: Otras plumas (3)
"Alguien gritó a los chicanos de las plataformas que reanudasen su trabajo. La fila de rostros se transformó rápidamente en un mar de espaldas vueltas. Continuó el incesante proceso de acuchillar, cortar, destripar y limpiar." Tercer capricho, esta vez no tan breve, ni poético... y mucho menos erótico...
"Alguien gritó a los chicanos de las plataformas que reanudasen su trabajo. La fila de rostros se transformó rápidamente en un mar de espaldas vueltas. Continuó el incesante proceso de acuchillar, cortar, destripar y limpiar." Tercer capricho, esta vez no tan breve, ni poético... y mucho menos erótico...
Caprichos: Otras plumas III*
Fragmento de "EL AMO DEL CORRAL"
Una novela de Tristan Egolf.
"John pisó por primera vez Sodderbrook en el apogeo de la estación vacacional, cruzó el aparcamiento de asfalto atestado de furgonetas y, pasando por delante de la plataforma de carga, entró en las oficinas de contratación al sur del edificio. Parecía fuera de lugar allí sentado con sus pantalones de faena del río y el chaquetón minero azul (la única prenda que le restituyó el estado). Aguardó en una silla de plástico del vestíbulo, entre ocho o nueve chicanos formados en fila ante la puerta de los lavabos para el facultativo análisis de orina. El cuarto estaba impregnado del hedor de la muerte, del mismo modo que el aire en una milla a la redonda de la fábrica estaba densamente enrarecido por el olor de sangre y evisceración. Ahora que alcanzaba a oír el zumbido regular de la cadena de limpieza y el silbido chirriante de los carros y las cuchillas rotatorias, sentía que estaba entrando en el vientre de la misma ballena. Esto no le asustó tanto como el hecho de que empezaba a corroborar las afirmaciones de diversos defensores de las armas de fuego y de la cinegética, que sostienen inflexiblemente que los procesos en virtud de los cuales la carne llega a nuestra mesa convierten, en última instancia, en filántropos a las implacables partidas de caza de gnomos que baten los bosques fuertemente armados. Lo que es bien cierto, a pesar de la mentalidad por lo general simiesca de la mayoría de los cazadores; así como es necesario, en ocasiones, «separar al hombre del artista», así también es igualmente esencial reconocer una conclusión correcta, con independencia de la evidente incapacidad espiritual o intelectual de sus autores.
Cuando llegó el momento, le indicaron que se dirigiese hacia una puerta al fondo de la habitación. Tras franquearla, le ofrecieron asiento ante una larga mesa negra, frente a una moza avícola con una redecilla y aspecto de tener la piel llena de granos. La muchacha le acribilló a preguntas para un cuestionario preliminar, encorvada sobre una tablilla con sujetapapeles y punteando las casillas apropiadas conforme escuchaba las respuestas. ¿Tenía alguna alergia grave? ¿Poseía un conocimiento fluido del español o de cualquier otra lengua latina? ¿Tenía un historial de enfermedad mental? ¿Tenía algún reparo en trabajar con un cuchillo? ¿Estaba dispuesto a confirmar bajo juramento todas las respuestas?, etc., etc.; el procedimiento habitual. Todo fue bien hasta que le preguntó si alguna vez había sido condenado por algún delito, momento en el cual John guardó silencio y presentó los papeles de rehabilitación previamente aprobados, como le habían dicho. Hubo un tenso instante de silencio mientras la moza examinaba la información con una ceja enarcada. Cuando finalmente concluyó su examen, asió el último de los cuatro tampones de tinta roja y estampó el sello de MATADERO en letras mayúsculas sobre la hoja de solicitud. Le enviaron sin más comentarios a la fila para el análisis de orina.
Fue «desbraguetado para el chorro» y le suministraron botas de caucho hasta la cadera, una redecilla, un par de guantes hasta los codos y un cuchillo de trinchar de catorce pulgadas con una hoja recién afilada. Le condujeron por un corredor en compañía de seis chicanos similarmente engalanados y le acompañaron a la sala principal, donde reinaba un revoltijo y un alboroto de maquinarias pesadas. Al franquear las puertas junto a los demás, permaneció inmóvil un momento para recorrer con la mirada el centro del techo, de más de veintidós metros de altura y repleto de tubos, las paredes grises donde un regimiento de técnicos montados en escaleras reparaba un ventilador, el dédalo entrecruzado de salidas de incendios de las oficias de la planta superior, el vapor hirviente de las cubas y la hilera de caras vueltas en ese momento en dirección a él desde las plataformas de evisceración. No era muy distinto de la iniciación de un bisoño en un combate campal. Alguien gritó a los chicanos de las plataformas que reanudasen su trabajo. La fila de rostros se transformó rápidamente en un mar de espaldas vueltas. Continuó el incesante proceso de acuchillar, cortar, destripar y limpiar.
El grupo en el que estaba John se dispersó enseguida. Dos de sus miembros fueron enviados a la sala de embalaje, tres a la segunda plataforma, uno a las cubas de escaldado y John al matadero. Bajó lentamente la escalera correspondiente y llamó a la puerta. Un chicano más viejo, que portaba una mascarilla y medía poco menos de un metro cincuenta, se asomó y le ofreció un par de gafas protectoras y una mascarilla de lana. De la sala, a su espalda, brotó una sofocante ráfaga de aire caliente. La puerta se abrió y John entró.
Varios meses más tarde habría de saber que los chicanos del matadero habían hecho apuestas, durante más de veinte minutos antes de su llegada aquella mañana, sobre cuánto tiempo aguantaría en el puesto. Por regla general, nunca nadie conquistó galones y medallas en Sodderbrook hasta después de haber aporreado los yunques y vivido para contarlo. Las estadísticas reflejaban que la mayoría de los jóvenes blancos salían pitando del edificio al cabo de los diez primeros minutos, si es que llegaban a cruzar la puerta. Las apuestas estaban seis a uno a favor de que John habría desistido para la hora del almuerzo.
Había muchos días, como aquella mañana, en que los caños de hierro del desagüe estaban tan obstruidos por plasma coagulado, heces y plumas quemadas, que un lago de sangre cubría el pavimento de cinco por siete metros y medio hasta la espinilla de los trabajadores. Los seis altares del despiece, tres a cada lado de la cadena de encima, se erguían en la oscuridad como pilotes de pozos petrolíferos. Los muros estaban siempre tiznados, de suelo a techo, de un tono carmesí más oscuro, y hasta podían despegarse de ellos escamas quebradizas y semitransparentes que, según la tradición chicana, eran muy alucinógenas ingeridas por vía oral. No obstante la gran potencia de las aspas de ventilación empotradas en cada muro, la fetidez aplastante del baño de sangre resultaba casi insoportable.
La cinta de ganchos transportaba a cuarenta pavos adultos, de distintas razas, por minuto. El proceso completo, de principio a fin, era el siguiente:
Cada remolque que llegaba situaba su parte trasera al nivel del muelle de descarga. Entonces se abrían las puertas para que los grupos de turno, con sus redecillas estiradas y su coraza de protección intacta, se metieran dentro para atrapar a los pavos remisos. Eran monstruosidades químicas; nacidos y criados por medio de dosis masivas de esteroides, hacinados en ringleras de jaulas y transfigurados por impurezas dietéticas que les volvían reacios a prácticamente todas las formas de vida al aire libre. Acorralados por los operarios, a menudo presentaban una batalla feroz, pero a la postre todos eran sometidos, colgados cabeza abajo y enganchados por las patas a la cinta móvil que circulaba por el techo. Se retorcían, aleteaban y graznaban durante todo el trayecto hacia la cabina de electrocución, donde recibían una descarga de doscientos vatios que les traspasaba cada célula de carne y los dejaba inermes e inánimes cuando salían por el otro lado, camino del matadero. Y allí les esperaban de cuatro a seis chicanos armados de cuchillos, con los tobillos hundidos en sangre y en heces nueve horas al día, cortando un pescuezo tras otro. Los operarios precisaban un intervalo de seis segundos para cada ave que pasaba. El pavo que sobrevivía tanto a la cabina de electrocución como al matadero, perecía infaliblemente en las cubas de escaldado, la siguiente parada una vez traspasada la puerta con faldones de caucho al fondo del recinto.
En la temporada vacacional se mataba, limpiaba y empaquetaba un promedio de 25.000 aves diarias. El aumento de la producción exigía el incremento correspondiente de operarios temporeros, entre los que inicialmente quedó encuadrado John. Empezó por un «período de prueba». Al final de la temporada, si se juzgaba que había representado una ayuda notable, le ofrecerían un puesto permanente; de lo contrario, le despedirían a primeros de año con un pavo de dieciocho libras debajo del brazo como expresión de la gratitud de la empresa. Disponía, por tanto, de aproximadamente diez minutos para sellar su destino: las primeras impresiones lo decidían todo en Sodderbrook.
Se colocó al lado de un chicano de unos cincuenta años, que tenía aspecto de estar hastiado de bregar y al que muchos conocían por el apodo de «el Zombi». En su calidad de segundo empleado más antiguo de la fábrica, llevaba diecisiete años dirigiendo el matadero y su opinión tenía peso. De su persona emanaba un aura de hombre muerto. Sus sistemáticos tajos de cuchillo eran lentos y nada dubitativos. Sus movimientos eran rígidos, como entorpecidos por un traumatismo cervical agudo. Tenía la cara pálida y demacrada y los ojos huecos y hundidos como un cura alcohólico, viejo y curtido, que repartiese obleas de comunión con un aire de gazmoñería desvitalizada. Era el ser humano más inanimado en quien pondría jamás los ojos.
A principios de siglo, se había promulgado una serie de leyes progresistas que limitaban el número de horas que se podían exigir o consentir que realizaran legalmente, sin gozar de un descanso, los matarifes de las fábricas. Por ejemplo, los que abatían novillos tenían prohibido trabajar en los tajos durante más de dos horas sin tomar un reposo obligatorio de cuarenta minutos. La finalidad de esta medida era preservar su equilibrio psicológico, o cuando menos evitar el deterioro completo del mismo. Las nuevas leyes cumplieron sin duda su propósito en la industria de la carne del vacuno. Pero por algún motivo se aplicaba una legislación distinta e independiente para las granjas avícolas, de forma que los operarios de los mataderos de todo el estado -por considerarse que sus tareas eran de alguna manera menos agotadoras psicológicamente que las de los matarifes de toros y novillos (escala evolucionista de la vida: mamíferos versus aves de corral)- habían sido excluidos de tales privilegios. En consecuencia, en casi todas las factorías avícolas y las fábricas de conserva de pescado del país había un puñado simbólico de depresiones laborales que empañaban su prestigio. En el caso de Sodderbrook, había habido dos episodios graves en los últimos diez años. Del primero fue protagonista un chicano renegado que había sufrido un acceso de hiperventilación en la sala del matadero, había expulsado del recinto a todo el mundo y, en un frenesí psicótico, había destripado y pisoteado a una remesa de sesenta y dos pavos. Por último fue reducido e internado, y a continuación deportado del país. El segundo fue una inmersión suicida en una cuba hirviendo perpetrada por una operaria que había sido transferida de la sala de empaquetado a las plataformas, al cabo de ocho años de servicio intachable. Todo el mundo estaba de acuerdo en que la naturaleza truculenta y extenuante del trabajo podía a menudo llevar al borde de la locura a una persona medianamente sensible, sobre todo si se le privaba de tiempo para respirar. Pero en todos los casos, cuando se trataba de seres más ajados y oprimidos como el Zombi, el resultado se asemejaba a una anestesia provocada por fármacos que a una revuelta mal refrenada. A los individuos como él, y por lo menos a otros doscientos que laboraban en las plataformas, se les tomaba por autómatas descerebrados que, al cabo de tantos años, apenas percibían ya la luz del día.
John captaría enseguida el valor esencialmente terapéutico de sus pocos ratos de descanso. Para la hora de su primer almuerzo ya había cortado sin ayuda trescientos pescuezos. Aunque había frustrado todas las apuestas existentes sobre la brevedad de su resistencia, había sufrido, con todo, incontrolables convulsiones de vómito tras los primeros noventa minutos en su puesto. Todavía se veían, mezclados con la sangre, todos los ácidos gástricos y las judías a medio digerir de su estómago. Al quitarse la mascarilla y salir al aire frío y reconfortante de la mañana, comprendió que acababa de absorber una dosis masiva de un rincón remoto de una realidad que la mayoría del país ignoraba que existiese. Arrojaba una luz totalmente nueva sobre su concepción de los pavos de fiesta empaquetados que llenaban las estanterías de los supermercados. Pensó en las familias de toda la nación, ricas y pobres, de toda condición social, que vagaban por los estantes de carne edulcorada bajo la luz tenue y el hilo musical. Se preguntó cuántas seguirían siendo carnívoras si se las llevara a presenciar los tajos y las salpicaduras del matadero durante tan solo cinco minutos atroces de su vida. En palabras del propio John: casi todo el país vive sin tener que mirar cara a cara a lo que comen antes de hincarle el diente.
Los treinta minutos de pausa en el aparcamiento, con la larga fila de chicanos fumando despreocupadamente en los escalones y la plataforma de descarga, pasaron entre sus dedos como otros tantos granos de arena. El chirrido de la cinta, que se había detenido para dar paso a un agorero silencio, todavía resonaba en su cabeza con una reiteración desquiciante, del mismo modo que la rigidez de su mano derecha, a fuerza de mantener asida la cuchilla toda la mañana, empezaba ya a ganar sus antebrazos a causa de la inactividad transitoria. Le daba la impresión de no haber tenido apenas tiempo de caminar hasta el borde del aparcamiento y fumar un cigarrillo antes de que la campana volviera a sonar llamando a todo el mundo de nuevo a su puesto. Se reanudó el quejido de la cinta, que volvió a incrustarse en su cabeza, donde no había cesado, por otra parte de grabar su muesca. Se colocó el protector bucal, desenvainó la cuchilla, fichó nuevamente en el reloj y bajó otra vez al pozo.
Había atravesado los campos rumbo a la fábrica antes del alba aquella mañana. Cuando finalmente fichó a la hora de salida, quedaban menos de veinte minutos de luz en el cielo. Había anochecido por completo para cuando recorrió a pie el tramo de carretera, cruzó los bosques, pasó por debajo del depósito de agua y llegó a lo largo de Geiger hasta el edificio de ladrillo rojo donde se encontraba su pequeño apartamento. Una vez en su cuarto, accionó el interruptor de la luz y vio una horda de grandes cucarachas negras desperdigarse por las paredes. Se quitó la zamarra de su padre y caminó en línea recta hacia el colchón. Se desplomó encima y no hizo el menor ruido durante la hora siguiente. En todo ese tiempo no pudo hacer otra cosa que quitarse las botas y sentir el dolor en los pies en aquel cuarto minúsculo como una caja de cerillas, expuesto a las corrientes y sin calefacción."
- transcripto de la novela de Tristan Egolf, "El Amo del Corral", pag. 149-152, Grijalbo Mondadori, 1998.
Una breve parte de la historia de John Kaltenbrunner. Como se imaginan recomiendo la lectura de la novela completa, plagada de imágenes bizarras como las expuestas hasta aquí. ;-)
Un saludo. Escríbanme. R.