Caprichos: Otras plumas (18)

Dos relatos que reflejan la dura realidad de un pueblo. Una gente sojuzgada, durante siglos, por el colonizador blanco, que sin embargo todavía resiste...

Dos relatos que reflejan la dura realidad de un pueblo. Una gente sojuzgada, durante siglos, por el colonizador blanco, que sin embargo todavía resiste...

***La Teresa


por Susana Cereijo.

R AMÍREZ TRABAJABA EN EL ÚLTIMO puesto de la estancia. Lo mandaron allí por provocador y por llevarse mal con sus compañeros. Cuando se enojaba sacaba rápido el cuchillo. El invierno era difícil y en el puesto de Pichileufu más difícil aún. Con la nevada se cerraban los caminos. Ni con el caballo podía uno contar. Él siempre estaba solo. Tenía casi cuarenta años. No se le conocían mujeres. Era limpio, prolijo con su persona y con su trabajo. Un día del mes de octubre apareció de madrugada en la estancia. Su expresión era casi alegre. --Patrona, para el mes próximo traigo a mi mujer al puesto. --Lo felicito --le dije--. Pase por aquí, así la conozco. Llegaron a caballo. La paisana era chiquita, se llamaba Luisa. Tenía cara de mala y rengueaba. Resultaba imposible calcularle la edad. Sus ojos negros y oblicuos no miraban a ninguna parte. La acompañaban dos chicos. La Teresa, de diez años, con formas de mujer de veinte, cara redonda, retacona, el pelo negro muy cortito. El varón, de seis años y al que le decían Patito, tenía el tamaño de una criatura de dos. --Es hijo de una hija que malparió --me explicó Luisa--. No creció más por el abandono-- continuó confidencial. Mirando al pequeño le dijo: --A ver, Patito, guiñale el ojo a la señora--. Patito quiso hacer un gesto simpático que no fue más que una mueca patética. Así llegó la Teresa a la estancia. Los primeros meses casi no tuvimos noticias de ellos. Sabíamos que Luisa estaba embarazada, lo que nos llamó la atención ya que parecía tener muchos años. Teresa comenzó a venir con Ramírez cuando él tenía que hacer algún trabajo en el casco. Se quedaba esperándolo en la cocina del personal. Varias veces la vi allí. Caminaba entre las mesas donde comían los peones. Sonreía provocativamente. Verla era doloroso. Tenía sólo diez años. Los hombres le regalaban caramelos y alguna baratija que traían los mercachifles. ¿Dónde había perdido su infancia? ¿Cómo se había encontrado de golpe con esa adultez lastimosa? Nada en ella parecía real. En el fondo de esa mente, creo yo, debía existir alguna ilusión infantil. Me descubrí angustiada, pensando más de lo deseado en Teresa. Era para mí un desafío ayudarla a ganar una dura lucha. Me decidí y hablé con Ramírez: --No me gusta que Teresa esté siempre entre los hombres --le dije--. No sabe leer ni escribir, quisiera tenerla un tiempo en mi casa. Al rato apareció con la chica, que desafiante como un gallo de riña me increpó: --No quiero vivir con usted, y menos ser su sirvienta. --Nunca pensé que vinieras a servirme ¿No comprendés que te quiero ayudar? Ella rápido respondió: --¿Para qué?, algo querrá ganar o sacarme, nadie lo ayuda a uno por nada. Su inmediata respuesta me hizo comprender que quizás era yo la que no entendía. Tercamente insistí: --Quiero que vuelvas a ser una niña, intentémoslo juntas. --Usted quiere hacer pruebas conmigo, señora, lo que se fue se fue y lo que pasó no vuelve. Sus libros no sirven para ayudarme. Déjese de joder. Déjeme tranquila. Quise tocarla y se retobó como un animal esquivo: -Mire, mi hermana fue a trabajar en una casa del pueblo, una casa como la suya. Le dijeron que querían que aprendiera a leer, que era para ayudarla. ¿Sabe cómo volvió? Con la panza llena. Ella repetía que era el hijo del patrón. Murió cuando nació Patito. El chico nunca la conoció. Los meses pasaron. Se comentaba que Ramírez le compraba ropa a la Teresa y que vivía con ella. Una noche de setiembre torearon los perros. Oí algo parecido a un gemido. Salí con una linterna. En el suelo, casi desfallecida, estaba Teresa. Había venido caminando desde Pichileufu. Su madre la había echado del puesto. --Celos, tiene celos --decía con rabia--. Él me prefería a mí, al final no era mi viejo. ¿Por qué no? --repetía. Comprendí que para ella lo sucedido era parte de la vida. Nada se apartaba de lo que debía ser su historia. A Luisa la había pasado lo mismo. A la mañana siguiente me pidió que la llevara a Bariloche, que la dejara en alguna casa conocida. A la policía no, repetía con insistencia. Era la primera vez que imploraba. Una vez ubicada en el pueblo, me obligué a sacarla de mis pensamientos. Transcurrieron nueve años desde su partida. Mi hija Laura estaba de visita en la casa de una amiga en Bariloche. Al llegar a buscarla me abrió la puerta una pequeña mapuche de unos ocho años. --¡Teresa! --exclamé. --Teresa es mi mamá, señora. ¿Quiere que la llame? De la puerta de la cocina, silenciosamente, surgió la figura de Teresa. Sonrió al verme, me tendió la mano y susurró: --¿Vio que linda es mi hija, señora? --Es tan parecida a vos que pensé que el tiempo se había detenido. --El tiempo no se detiene ¿se acuerda? Usted quería que yo fuera una nena, pero ya no se podía. Mirándome a los ojos, con timidez, dijo: --Hoy, con su ayuda, quiero enseñarle a mi hija que en este mundo existen casas de muñecas.


***Los Manillanca


por Susana Cereijo.

N ADIE CONOCÍA EL ORIGEN DE esos gemelos de tez oscura y expresión salvaje. Los peones los consideraban algo propio. Eran parte del lugar. En las madrugadas, sentados en el piso de la matera, esperaban que Ramón, el cocinero, abriera la puerta que cerraba con candado. Eran iguales; mirarlos llevaba a confusión. Se diferenciaban por una cicatriz en la mejilla; Gerardo en la izquierda, Luis en la derecha. Por la mañana tomaban el tazón de cascarilla y desaparecían hasta la hora del almuerzo. Los más viejos decían que llegaron a la estancia con un mercachifle, cuando no tenían más de ocho años. El hombre los había encontrado cerca de la mina de Pico Quemado. Los dejó en la cocina. --Escuchen la radio --recomendó--, en una de esas alguien los reclama. El tiempo pasó. Nadie quiso llevarlos al Hogar de Niños; les dio lástima que los separasen. Siempre estaban juntos. Hablaban entre ellos en un dialecto incomprensible. Solían perderse con los caballos y volver casi de noche con alguna liebre o zorro atado con tientos a los cueros. Pasaron los años. Se convirtieron en dos adolescentes fuertes, de baja estatura, muy morrudos. Yo los conocí cuando tendrían dieciocho o veinte. En la zona eran los famosos mellizos Manillanca. Impenetrables, corajudos, nunca se consideraron empleados de la estancia, ni cobraban sueldo alguno. En su vagabundez eran libres. Era evidente que a su manera amaban la vida. Los respetaban porque les temían; no se sabía qué pasaba por sus mentes. Eran de reacciones rápidas con el rebenque o con el cuchillo. Dormían al sereno abrazados invierno y verano, a veces tapados con un poncho de castilla o cubiertos por unas chapas. Los rodeaban infinidad de gatos de todos los pelajes. Eran seres en el límite de lo humano. Un día apareció un vendedor de baratijas acompañado por esa mujer vestida de colores. El revuelo fue terrible. El tono rubio de sus cabellos y el rosado de sus mejillas brillaba entre la oscuridad de tantos ponchos. Cuál fue el arreglo del vendedor con el cocinero, nunca se supo, pero Juana se quedó en la estancia. Ese paraje tranquilo, rutinario, se convirtió en un lugar tumultuoso. Todos competían a su manera. Los encargos que debíamos traer del pueblo eran de lo más variados: "Un panqueik y un can can, algunos collares que le gusten a usted, patrona", se sucedían los pedidos. Todos aceptaban que el cocinero era el propietario de Juana: --El hombre me la dejó encargada a mí; no quiero que tenga problemas-- repetía cauteloso. Solamente Luis y Gerardo continuaban con la vida de siempre. La estancia brillaba con el resplandor de tantas fajas y bombachas recién estrenadas. Sospechábamos que los sueldos de los admiradores pasaban a las manos de Juana. Todo era un hervidero de pasiones y odios contenidos. Los hombres se miraban entre sí con recelo. Juana, desde su asiento, con los ojos pintados de violeta, marcaba con un gesto su alegría o desacuerdo con alguna actitud. Creo que fue el capataz el primero en darse cuenta de que algo terrible sucedería. --Hay que sacar a esta mujer de aquí cuanto antes, patrón, rapidito. Si no, va a haber una desgracia. Una helada mañana de junio nos despertó el ruido de un motor y unos fuertes golpes en la puerta. --Es la autoridad --gritaban--, denunciaron que aquí ha habido una muerte. Nos vestimos con rapidez. Dos gendarmes gordos y bigotudos nos miraban con severidad. --Vengan con nosotros, traigan sus documentos. En el piso de la cocina yacía Juana. A su lado, Gerardo, con las manos ensangrentadas, la miraba impasible. Luis, de pie junto a él, era el perro guardián. --No hay ninguna duda, aquí tenemos al culpable --dijo uno de los policías mientras esposaba al gemelo. Apenas alcanzó la fuerza de varios para sujetar a Luis cuando vio que se llevaban a su hermano. Sus gemidos de dolor y sus gritos de rabia han vuelto a mi memoria muchas veces en estos años. Muchas eran las cosas que no coincidían. Las circunstancias aparecían insuficientes y engañosas. Sin embargo, callamos. Los hermanos jamás se habían acercado a la mujer. La autoridad había resuelto y no podía equivocarse. Al no saber hablar como el resto de la gente no pudieron defenderse, pero sabían que el estar juntos era lo más importante. La vida así lo había dispuesto y ellos respetaban su mandato. ¿Por qué nadie acudió en su ayuda? ¿Fue el miedo a la policía, la difícil personalidad de los gemelos o el escaso sentido de justicia que nos invadió a todos por igual? Luis desapareció al día siguiente; llegó a la comisaría guiado por su olfato y la fuerza de su amor fraternal. Estuvo días y días sentado en la vereda, tirando mordiscos a los que por lástima o curiosidad se acercaban a él con un plato de comida. Empezó a desfallecer. Ordenaron llevarlo a la sala de primeros auxilios. No era decorosa la visión de ese hombre sucio que día y noche miraba la ventana de la alcaldía, tirado en medio de la calle principal. Gerardo fue interrogado sin éxito. Gracias a un médico comprensivo, se dieron cuenta de que no entendía lo que le preguntaban. Para la justicia las evidencias eran irrefutables, la sangre en las manos era la prueba definitiva que daría fin a su libertad. Dos meses más tarde, Luis murió repitiendo el nombre de su hermano. Gerardo no llegó jamás a la justicia provincial. Se ahorcó con su faja vieja y raída. Años después nos enteramos que el vendedor de baratijas, con el dinero que aquella noche robó a Juana, se había instalado en un paraje del Sur y era candidato a intendente...


  • dos cuentos pertenecientes a "El sur inextinguible" de Susana Cereijo (Grupo Editor Latinoamericano, mayo de 1977, 96 páginas). "Susana Cereijo conoció la Patagonia a la edad de 27 años, cuando se instaló a vivir con su familia al pie de la Cordillera en la zona de Pilcaniyeu, provincia de Río Negro. El sur inextinguible nació entonces a partir de aquel encuentro con el suelo patagónico y su gente, la gente mapuche. La propia autora nos dice en el prólogo que 'estos relatos expresan mi admiración por la lucha silenciosa con que este grupo humano defiende su modo de vida y su identidad'. Así surgieron estos cuentos, desde la tierra misma, y desde el amor de Susana hacia aquellos parajes de viento y silencio que ejercen un extraño encantamiento sobre todos los seres que los transitamos." (Fragmento del texto en la contratapa, por Teresa Pereda) "... Sé que el lector, como a mí también me ocurrió, pensará, al leer estas historias, que en este pueblo ha predominado un fatalismo autodestructivo. No es así, los mapuches viven su realidad intensamente. Cuando se niegan al cambio, cuando impasibles aceptan una injusticia, cuando vuelven una y otra vez con el 'huinca' menos considerado ignorando al que quiere ayudarlos, toman una posición clara y directa respecto de lo que su cultura significa para ellos. Están diciéndonos con entereza que no pueden ni quieren mezclarse con nosotros, que no nos aceptan, que para ellos somos y vamos a seguir siendo usurpadores y perturbadores de sus costumbres. Cada uno de sus actos tiene una explicación clara y coherente. Cada uno de sus actos nos comunica que son diferentes." (La autora, en un fragmento del prólogo) En estos 'Caprichos' pueden aparecer textos muy diversos. Espero que estos cuentos les gusten, a mis lectores fieles, persistentes, tanto como a mí. Un saludo. Clarke.