Caprichos: Otras plumas (13)

Un narrador improbable y su monólogo: para reflexionar... creo que este capricho los sorprenderá un poco.

Desierto y solo

por Enrique Barbieri *

H ay lugares que irradian paz; lugares en los cuales conviven armónicamente la rigidez lineal de la tierra transformada en ladrillos y cemento, la mórbida curvatura de las raíces que parecen mujeres entrelazadas y el espaciado vuelo de los pájaros. Esta placita -por ejemplo- y aquel café oscuro y fresco son para mí el centro de una serie de imágenes que no cesan de atraerse, arrastrándose unas a otras al escenario, como actores tomados de las manos al final de una representación, antes de que el telón los oculte. Y dándoles coherencia, el barrio. Cuando alguien habla de esta parte de Buenos Aires yo me convierto en un vehemente defensor de sus calles, de sus árboles, de su cercano cielo, comportamiento que no deja de sorprenderme, ya que en realidad nunca la recorrí ni la exploré a fondo; por el contrario, me contenté siempre con el paseo entre el bar y la estación, como si uniera dos soledades, una luminosa, otra gris. No conozco nada, pero ahora, en la estación, me parece que el conocimiento que tengo de la zona es esencialmente verdadero y, más que eso, punto por punto exacto y fiel. Acabo de suicidarme. Las nubes corren y se deshilachan sobre el paisaje quieto del que formo parte. El grito de alguien, la frenada inútil del tren, el alarido que no pude evitar, quizá la atracción que la gente siente por los accidentes ferroviarios, hace que varias personas se asomen al andén y empiecen a venir hacia acá. Corren y se detienen, indecisos, impresionados, gigantescos. Un muchacho rubio vestido de azul es el primero en llegar. El tren me deshizo. Por lo que puedo ver, hay pedazos dispersos en un radio de varios metros. En la nuca siento un frío metálico y duro que lentamente me roba el calor. El choque produjo un estallido general y entonces la sangre se desparramó entre los rieles y los durmientes de quebracho que ahora, a mi alrededor, han tomado su antiguo color rojo. Las plantas huyen por donde pasa el tren. Hay tierra pelada y reseca, piedras puntiagudas, feas, un panorama miserable y desolado, al menos desde mi posición. Me rodea bastante público: tienen las facciones deformadas por la emoción: parecen máscaras de goma, rojas caras de papel. En ellos -lo leo en sus manos- el asco supera a la piedad. No pensé por otra parte que iría a quedar tan expuesto, tan a la vista de los curiosos; me había formado una idea privada de este momento, una perfecta muerte en soledad. Claro que siempre me gustó la sensación de saberme observado, pero esto es atroz: no hay ropa, ni sombreros, ni anteojos que oculten los defectos y las proporciones ridículas. Siento mi cuerpo destrozado en el centro de una esfera traslúcida y giratoria y a todos mirándome desde todos los ángulos como si me conocieran o, qué extraño, como si yo los conociera. Llegan hombres de uniforme; son altos y oscuros, se ríen. Según se analice, un descuartizado puede constituir un espectáculo grotesco. Probablemente no se ríen de mí en especial, sino de todos los pobres diablos ahogados, triturados, carbonizados y mutilados que pasan por sus manos, como horrendas ofrendas a un dios que anhelara la deformidad y la fragmentación. Por supuesto lo que pienso no invalida el comportamiento de estos servidores públicos, que al fin y al cabo cumplen una función humanitaria. (Cómo los odio, con qué placer dinamitaría sus cuarteles, sus cuevas, sus cabezas rellenas de inmundicia). Uno de ellos trae un palo larguísimo, una de esas pértigas que se utilizan para manipular sin peligro los cables aéreos. Me toca con la punta, me empuja, es afilada, duele: tiene una enorme boca permanentemente abierta, una boca de jefe que goza mostrando sus dientes. Conozco esa maniobra. Soy nada más que un pedazo de carne fresca. Reunieron mi cuerpo sobre una tela encerada, quizá un mantel de hule. Los veo flotando, moviéndose lentamente, agachándose para recoger pedazos y es como si el aire se hubiese transformado en agua y ésta fuera una escena en el fondo del mar. Ah, se han puesto guantes. Buzos, buceadores, buscadores. Me llevan.

Estoy en un lugar caluroso y oscuro. La pared de la bolsa es pegajosa, siento que no termina de adherirse a pesar del contacto y la inmovilidad, aunque ésta es relativa, ya que de tanto en tanto alguna zona de la tela cambia de forma espontáneamente y produce un ruido sordo y acuático, como si una burbuja reventara bajo la arena. La oscuridad y el silencio son absolutos. Mi cuerpo ocupa menos lugar que el que ocuparía en circunstancias normales. ¿Cómo tener noción del tiempo? Instantes y eternidades de silencio roto solamente por algunas voces sofocadas, lejanas, que llegan desde algún lugar. El interior de la bolsa se ha llenado de un líquido espeso. ¿Quién les avisará a ellas? ¿Estarán juntas en el momento o será mi mujer, sola, la primera en saberlo? Imagino la noticia entrándole por el oído, estallando dentro de su cabeza como la iluminación del fuego. Acepto la oscuridad, he olvidado la luz. Sin embargo distingo manchas móviles, palpitantes, que se alejan y se hacen más densas, granuladas, con reflejos rojizos o cruzadas por líneas de un azul tan intenso que parece un matiz del negro. Piedras gelatinosas. Tengo la sensación de rugosidad blanda, de caverna tibia, viva. Hace mucho calor; sé que no puede ser tanta oscuridad; en el mundo no existe semejante perfección, esto es otra cosa, lo sé confusamente, querría saberlo, mejor dicho, pero las ideas se me escapan, se incorporan a las sombras que me rodean y pierden fuerza y entonces todo es oscuridad y también el temor de que arrojen la bolsa al fondo de un pozo; los pedazos dispersándose hasta llegar al estómago de alguna alimaña, porciones rosadas flotando en caramelo y el brillo centelleante de un arpón que hiende el agua buscando la solidez que detenga su carrera de espacios infinitos para un blanco prefijado, saber que me busca y pierde dulcemente la velocidad y crece como la proa de un barco que parte las olas. Se ha abierto una puerta; jamás había escuchado tan minuciosamente el chirrido de las bisagras y la irrupción del aire exterior en la pieza. Bronce contra bronce. El aire que me rodea ya no pertenece al mundo. Escucho cada uno de los componentes del ruido (cientos, miles de curvas sonoras, multívocas, ramificadas y armónicas; en sus partículas hay música y el silencio no existe). Han encendido una luz, estoy seguro. Un reflector potentísimo está apuntándome; la luz reúne mi cuerpo, lo endurece. Unas manos enguantedas me tocan con decisión y violencia, me separan, me vuelven en la oscuridad. De nuevo estoy solo. Afuera, nítida y lejana, reconozco la voz de mi mujer. ¿Es ella o es su voz la que grita y llora? Sorpresa, dolor: es lo mismo, ya no puede ocurrir nada. Sonrisas, ironías, el amor que desemboca en un precipicio de rocas más duras que el acero del tren y que mi carne. ¿Me llevarán hasta donde pueda reconocerme o entrará aquí, a esta pieza solar? Me está mirando. Estoy deshecho y ella me está mirando. Siento sus ojos quemándome la carne. ¿Qué le muestran de mí? No entenderá, gritará, se apoyará las manos en el vientre. No se acerca; alguien me aleja. Siempre me repugnó la sangre. Seguramente tendrá sus razones paar dejarme solo. Por suerte desangrarse produce alivio; la sangre es tensión, responsabilidad con todos, con el universo. Recuerdos.

Mi madre y mi suegra vivieron siempre con nosotros, juntas y ajenas en un dormitorio lleno de minúsculos adornos de porcelana y de cristal que se amontonaban sobre la cómoda, las mesas de luz y los estantes de madera negra que enmarcan la ventana: tropillas de elefantitos para la buena suerte, con billetes de cien pesos enganchados en la trompa; cardúmenes de peces multicolores, helados e inmóviles como en una pecera de pesadilla; flotas enteras de pequeños juncos chinos, con cordaje de alambre y velas de plástico que imitan el marfil. Jamás dejaron de atenderme; para ellas mi suicidio será inexplicable. Nadie, por otra parte, pudo pensar que haría semejante cosa; los engañé, aunque haya procedido con lealtad. ¿Cómo trasmitir algo valioso, algo que trasciende y sin embargo permanece girando en los sinuosos caminos del cuerpo y del alma como la materia de una piedra preciosa, encerrada, bellísima, sola? Desde hace un tiempo noto en la mirada de los otros una suerte de desconfianza, una intensidad de duda o sospecha, pero no esto. Creo haber procedido con naturalidad. No quita que después saldrán a relucir las lúcidas hienas del velorio; son mentirosos: yo no debía terminar así. Son de alma ciega. Nunca percibieron que yo vivía en el infierno. Nadie se mata en un momento de deseperación; ocurre que somos bestias tristes y aguantadoras y entonces las desventuras se amontonan parsimoniosamente, sin estrépitos, en una lenta geología de dolor. Entonces sí: la muerte es un orgasmo, una explosión de semen negro y estéril como el barro de la tumba. (Lo imagino blando, similar a este líquido en el que estoy flotando). Caras burlonas y desdeñosas; hombres y mujeres sonrientes, de labios carnosos, lívidos. Fantasmas satisfechos. La soledad más absoluta puede confundirse con la convivencia armónica y la felicidad. Murmullos. Sus pasos resuenan en un corredor. Querría saber cómo afronta este momento, me gustaría saber si estuvo a punto de desmayarse. Siempre se jactó de poseer una gran presencia de ánimo. Si mamá pudiera verme. Si no la venciera el asco. Es la única en acercarse; la veo de blanco, con los brazos extendidos, alta, sudorosa; no le importa mancharse las manos, me acaricia la frente (blanda, más blnnda que sus manos), el pelo pegoteado (siento mi sangre entre sus dedos). Sueños de ciego. Me taparon con una tela suave, más suave que la bolsa. Seca y liviana. Pronto vendrán los de la funeraria a reconstruir algo que se parezca al cadáver de un hombre. Ineptos artesanos trabajando con barro, amasando sin respeto una basura muerta para siempre. Se diluyen las formas que me rodeaban. Quedan colores extensos y sedosos, sin límites, como impalpables coágulos del aire. Giro. Giro en calma rodeado de un intenso vacío. Voy a ocupar todos los puntos del espacio. Uno, cada uno y muchos. Única sensación: salgo de mí. Círculos. Curvas. Vértigo de una esférica expansión sin fin.


  • este texto está incluido en "El límite de la luz" (cuentos) de Enrique Barbieri (Grupo Editor de América Latina, Buenos Aires, 1985). "La modernidad de Enrique Barbieri, como temperamento especulativo, radica en la ironía. Se complace abiertamente en construir sus textos como disgresiones o variaciones de prestigiosas cuestiones de este tiempo: la vivencia de lo apocalíptico, los riesgos que en manos del prejuicio corre la lucidez, el papel de la memoria, el miedo, la inconsistencia del Yo: el difuso e inquietante rumbo seguido, en la ciudad contemporánea, por la vida colectiva. Pero, en sus textos, la sonrisa y la parodia tejen su propia trama hasta desbaratar las aspiraciones extremas de la razón sistemática" . ( Santiago Kovadloff )