CAPRICHO de NIÑERA
Los Velarde son un matrimonio adinerado. Carlo es un gran escritor y Beatriz se dedica a la política. Tienen sus respectivas agendas muy apretadas, por lo que requieren de la ayuda de una canguro que suele echarles una mano con sus hijitas. Mia es una adolescente con voz de niña y altura de tapón.
MOSQUITA MUERTA
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-sábado 25 junio-
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Carlo conduce su oscuro coche de gama alta junto a su mujer. Es media noche y amenaza tormenta; por de pronto, algunas gotas empiezan a estamparse en el parabrisas, mimetizando el rojo de los faros traseros de los coches que les preceden.
Han ido al teatro, pero ya están de regreso. Su casa está situada en el barrio residencial más suntuoso de Augusta; no en vano, los dos tienen profesiones altamente retribuidas.
Beatriz está metida en política y Carlo, a sus cincuenta y dos años, es un prestigioso escritor que ha vendido millones de libros en todo el mundo. Galardonado en los más importantes certámenes literarios, goza de fama internacional.
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BEATRIZ: No lo sé, Carlo. No me gusta esa niña.
CARLO: Fuiste tú quien quiso contratarla.
BEATRIZ: Me equivoqué. ¿Es que tú nunca te equivocas?
CARLO: Ahora estaría feo decirle que no venga más y contratar a otra.
BEATRIZ: Podemos contratar a una cuidadora profesional. Nos daría más garantías.
CARLO: ¿Pero de qué hablas? Si Mía es un ángel, y se lleva muy bien con las niñas.
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Después de activar el intermitente, Carlo voltea ese volante forrado con piel negra, para encaminar el auto por su calle. Al fin han llegado a casa. Una cálida luz se asoma por algunas de las ventanas de tan lujosa vivienda, nutriéndola de vida.
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BEATRIZ: Tú espera aquí. Querrá que la lleves.
CARLO: Pero si vive a solo unas manzanas.
BEATRIZ: ¿No ves que está a punto de estallar una tormenta? No seas así.
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Un sonoro portazo pone fin a esa conversación mientras Carlo, retocando sus gafas, acierta a darle la razón a su mujer. Es verdad que las gotas de lluvia cada vez son más insistentes.
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“Creo que Beatriz está celosa. Ahora que es verano, Mía va más ligera de ropa y... resulta que no es tan pequeña como parece. Menudas tetas tiene la niña. ¿Quién lo iba a decir? Con esa escasa estatura y esa carita de muñeca”
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La canguro de los Velarde es la hija de un amigo, compañero de trabajo y vecino de Beatriz. Ella es muy joven pero también muy responsable y madura para su edad. Es estudiosa, reservada y tiene mucha paciencia con Astrid y con Kiara. Por si fuera poco, ha leído muchos de los libros de Carlo, y tiene una inquietante, aunque recatada admiración por tan exitoso escritor.
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“Tan segura que es mi pareja para todo lo demás... Parece mentira”
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La esposa de Carlo es una mujer de armas tomar. Ya de pequeña zurraba a los niños de su clase y, ahora que es madre, educa a sus hijas con mano firme e implacable disciplina. Da mucha guerra en el seno de Populus: un partido político, de nueva cuña, que ya lleva unos años en auge, y que empieza a interferir en los intereses de los poderes más tradicionales.
A pesar de haber superado la treintena, se trata de una mujer muy hermosa que se mantiene joven y en forma. Va al gimnasio y corre por las mañanas, a primera hora. No se maquilla en exceso, pero cuida su cutis con dispares cremas y tratamientos. Un flequillo intransigente, de pelo negro, dota su oscura mirada de cierta frialdad, pero en el fondo es una persona afectiva con una gran sensibilidad artística; no en vano, solía verter su talento creativo sobre lienzos, cuando no era una mujer tan ocupada.
No se puede decir que haga muy buena pareja con Carlo; al menos a primera vista. Si bien él es más alto que ella, las dos décadas que les separan llaman la atención de quien se percata de su matrimonio, pues él ya luce muchas canas, y sus notables entradas capilares no le ayudan a aparentar menor edad.
Sentado en el asiento de su coche, Carlo solo oye a Mozart mientras observa cómo esa niñera adolescente se despide de Beatriz y se apresura a dirigirse hacia él intentando sortear las gotas de una lluvia creciente. Finalmente, abre la puerta:
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-Hola, señor Velarde- dice con su voz aguda al tiempo que entra en el coche.
-Llámame Carlo, por favor; ya te lo dije- encendiendo de nuevo el motor.
-Lo siento. Es que se me hace un poco raro- con risa nerviosa, tras cerrar la puerta.
-Tienes que relajarte más conmigo, que no voy a morderte-
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Mía le responde con una muda expresión llena de significado, humedeciéndose los labios con su jugosa lengua. Carlo le mantiene la mirada demasiado tiempo, consternado por esa belleza naif, bajo la condicionada luz que consigue proyectar la farola a través de una ventanilla cada vez más salpicada.
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CARLO: Bueno, en seguida llegamos a tu casa.
MÍA: No. Voy a casa de mi padre. En el centro. Pensaba que lo sabía. Lo siento.
CARLO: Ah. ¿Es que tus padres ya no viven juntos? Yo pensaba que…
MÍA: No. Se divorciaron después de navidad. Se llevaban fatal.
CARLO: Es muy raro que Beatriz no me lo contara. Es amiga de tu padre.
MÍA: Bueno. La verdad es que mi padre también está peleado con ella.
CARLO: ¿Con Beatriz? ¿Por qué? ¿Es que no me cuenta nada esta mujer?
MÍA: Cosas de la política. Disciplina de partido, apoyos, jerarquías de opiniones…
CARLO: Ahora lo entiendo todo.
MÍA: ¿Qué es lo que entiende?
CARLO: Nada… Bueno sí… Mi mujer quiere despedirte. Más vale que estés advertida.
MÍA: Nuuuu, pero si yo quiero mucho a sus hijas.
CARLO: Ya lo sé. Y créeme, ellas te adoran, pero…
MÍA: Yo no tengo la culpa.
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La entonación de Mía parece llevarla al borde del llanto, pero es solo una pose. Suena música clásica, acorde con el elegante interior del auto. El bajo volumen de las cuerdas sucumbe al ruido de la lluvia que, ahora sí, golpea con más fuerza esos impecables cristales oscuros. Carlo, ya conduciendo, sonríe y niega con la cabeza en un gesto que no pasa desapercibido.
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-¿Qué?- pregunta Mía invadida por la curiosidad.
-Nada, nada. Déjalo- más enigmático de lo que pretendía.
-Vamos. No me haga esto- con tono infantil de súplica.
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Carlo no quería desvelar su relato, pero, llegados a este punto, piensa "¿Qué más da?" y se arranca con su inadecuada hipótesis:
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CARLO: Pensé que Beatriz estaba celosa, y que por eso no te quería cerca de mí.
MÍA: ¿Celosa? ¿De qué? No lo entiendo.
CARLO: No lo sé. De que me sedujeras o de que yo me fijara en ti.
MÍA: ¿Y no podría ser verdad?
CARLO: A ver… … Mía… … eres una niña preciosa, pero…
MÍA: Noooh. Digo que… … que ella estuviera celosa. Que Beatriz pensara que…
CARLO: Ahora que me has contado lo del divorcio y lo del enfado con tu padre…
MÍA: Pero eso no dice nada en mi contra. Ni me descalifica como niñera.
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Carlo no responde a eso. Conduce por una vía que subraya la costa de la ciudad. Sin dejar de atender a la carretera, pulsa una sola tecla en su manos libres:
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-Dime- se escucha, con femenina pronuncia telefónica.
-Cariño, estoy llevando a Mía a casa de su padre, en el centro-
-Sí. No me acordaba que me avisó ayer y le confirmé que la llevaríamos. Está bien-
-¿Cómo están las niñas?-
-Kiara ya duerme, y Astrid se está lavando los dientes. Corto; conduce con cuidado-
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Beatriz a colgado sin siquiera despedirse. Carlo esgrime un profundo suspiro mientras mira a su joven acompañante. Ella le observa con interés en el preciso momento que una eventual iluminación frontal hace brillar sus grandes ojos azules místicamente. Un lento parpadeo, de largas pestañas, abanica su curiosidad al tiempo que siguen circulando por el asfalto mojado.
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M: Ella es Claudia. ¿No Mauricio?
C: … … … … No se te escapa una, ¿eh, Mía?
M: Su mujer ha leído ese libro. Estoy segura.
C: Sí. Aunque no creo que se viera reflejada en aquel matrimonio sin pasión.
M: Pero usted hablaba de su vida en ese libro, de ella… Usted es Mauricio.
C: A ver. No saques conclusiones precipitadas. Todo escritor vierte un poco de su vida en cada una de sus novelas. Hay un poco de mí en Mauricio, un poco de Beatriz en Claudia, un poco de nuestro matrimonio en el suyo… Eso no significa que…
M: Ustedes siempre discuten; muy educadamente, eso sí.
C: Todos los matrimonios se pelean cuando llevan muchos años juntos.
M: Pero muchas tienen un trasfondo apasionado. Una apuesta emocional. Discuten sobre la manera de demostrar su amor, el modo de implicarse en la relación. ¿A cuánto está la apuesta de su partida?
C: Pero ¿tú te estás escuchando? ¿Qué niña de tu edad habla con esas palabras?
M: Una que lee mucho.
C: ¿Ese es el último libro que te has leído? ¿Me habías leído antes de conocerme?
M: Sí y sí. Y… …tengo que decirle que le admiro mucho por su talento literario.
C: Me halagas. Nunca pensé que mi prosa pudiera llegar a gente tan joven.
M: Creo que, a través de su obra, le conozco muy íntimamente.
C: Eso es un poco presuntuoso, Mía.
M: ¿Por qué? Usted mismo ha dicho que hay un poco de su persona en cada libro.
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Esperando que el semáforo le alumbre con su preciada luz verde, Carlo siente una extraña sensación de desnudez. Intuye que la niña ha leído muchos de sus libros en las últimas semanas, y que, a cada línea, ha intentado establecer lazos entre la realidad y la ficción; entre el escritor y sus personajes; una relación mucho más cercana de lo que él mismo se ha atrevido nunca a revelar. Siente que esa pausa muda tiene que acabar ya:
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CARLO: Por fin estamos llegando. ¿En qué calle vive Javier?
MÍA: Jaime primero… treinta y seis… ¿Por fin? ¿Es que se le ha hecho largo el viaje?
CARLO: No, no. Claro que no. Han sido… … nada. Cinco minutos.
MÍA: Me ha parecido un instante. Quisiera que mi padre viviera mucho más lejos.
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Carlo guarda silencio, mientras maniobra, para procesar esas últimas palabras. Es la primera vez que Mía verbaliza el deseo de pasar tiempo junto a él más allá del interés que le suscita su obra literaria; más allá de sinuosos gestos o interpretables insinuaciones; más allá de una admiración platónica que no osa desafiar tan infranqueable barrera generacional.
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-Podemos… … podemos tardar un poco más en llegar- inundado de dudas.
-¿Cómo sería posible eso?- eludiendo deducciones obvias.
-Puedo dar un rodeo. Puedo acercarme al mar… … Conozco un mirador que…-
-¿No será un sitio para ligues?- con cierta picardía.
-!Claro que no!- protesta ofendido -¿Te crees que voy ligando a espaldas de Beatriz?-
-Entonces ¿le va a contar que me ha llevado a un mirador para estar más conmigo?-
-No, déjalo- algo molesto.
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Carlo dota de brusquedad su conducción mientras recupera el rumbo, momentáneamente debilitado, de su ruta. Su mirada, fijada sobre el pavimento, se ha vuelto fría. Mía tarda unos instantes en suavizar aquella situación con su angelical voz.
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-Quiero ver esas vistas marítimas- ajena al enfado contenido de su chofer.
-Será mejor que no… … No me gusta que jueguen conmigo- dando voz a su orgullo.
-Perdóneme, Carlo. No quería ofenderle. Todavía soy una niña, y las bromas son inherentes a mi carácter. No lo puedo evitar- se excusa con una voz aún más aguda.
-Dime tú ¿qué niña usa palabras como "inherente" y "trasfondo"? Dime, ¿qué niña usa metáforas como "apuesta emocional"?-
-La metáfora sería la… … "la partida", ¿no?- le corrige -¿A cuánto está la apuesta?-
-Se perfectamente de dónde has sacado este concepto- negando con la cabeza.
-¿Se cree que le digo que leo sus libros sin leerlos realmente? ¿A caso piensa que me resbala su retórica? ¿Que no aprendo de ellos? Usted sí sabe motivarme para la literatura. Debería saber que es mucho mejor maestro que Encarna, mi señu; que su capacidad para empatizar con tan distintas personalidades me estimula de un modo mucho más íntimo del que puedo explicar. Y sí, ya sé que todo es ficción, pero estoy segura de que, detrás de tanta fantasía, hay una buena dosis de realidad. Es este misterioso binomio lo que tanto me atrae de usted. El reto de conocerle a través de sus historias; sacar el entresijo a base de poner atención a los detalles más reincidentes. Estoy segura de que, si su mujer leyera con más atención su obra, vería destellos rojos y sirenas de alarma… … … … !Anda! !Qué chulada!-
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Carlo gira la llave para apagar el motor, dotando de un súbito silencio a aquel nuevo escenario. El coche permanece detenido en lo alto de la muralla románica, a cierta distancia del siguiente foco lumínico, en un rellano que escapa de esa anacrónica carretera que tan bien aprovecha la altura de dichas construcciones milenarias. Tal anacronismo podría equipararse al de un vocabulario que incluye: binomio, señu, retórica y chulada…
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-¿Este es el sitio que me decía?- pregunta con un interrogante lleno de entusiasmo.
-No. El mirador está a un par de kilómetros más al norte. Este sitio lo he encontrado de casualidad ahora, en cuanto he sentido la necesidad de detener nuestra marcha-
-¿Y por qué ha tenido que parar? ¿Es por todo lo que le estaba contando?-
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Mía ha dejado de observar el exuberante océano que se exhibe, bajo la luz de la luna llena, para regresar su atención hacia su interlocutor. Carlo permanece en silencio. Solo unos cinco metros los separan de la carretera de la que provienen, pero un gran arbusto, que parece especialmente diseñado para la ocasión, les nutre de una cierta discreción frente a los faros que siguen curioseando a su paso.
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CARLO: Nadie diría que estamos tan cerca del centro de la ciudad.
MÍA: Caprichos de la naturaleza. Si no fuera por este enorme pedrusco esto estaría lleno de casas y edificios.
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Augusta tiene una geografía curiosa en su perfil más costero. Un gran monte rocoso invade la urbe dándole forma de un comecocos ochentero que intenta darle un mordisco al mar. Un agradable silencio, que dista mucho de la incomodidad, les acompaña mientras observan tan bello paisaje nocturno. La lluvia ha ido menguando, y cada una de las gotas que aún impactan sobre el cristal parece ser la última.
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-Soy un hombre muy engreído, Mía. Puede que saber eso me quite un poco de arrogancia, como la consciencia de su propia locura rebaja la demencia de un loco; pero, aun así, nada me satisface más que la admiración de los demás: aplausos, premios, ventas, difusión, notoriedad… es una droga dura para mí-
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Un lejano trueno pone punto y final a esta elocuente confesión alimentándola de dramatismo. Los atentos parpadeos de Mía no aspiran a pronunciar ninguna réplica.
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CARLO: ¿Es que no vas a decir nada?
MÍA: Si digo lo que pienso me va a perder el poco respeto que me tiene.
CARLO: Pero ¿qué dices? Te respeto, Mía. Cuanto más te conozco más te valoro.
MÍA: ¿Valoraría igual a una loca? Porque estoy un poco loca… … aunque no mucho.
CARLO: ¿No mucho? ¿Cómo es eso?
MÍA: Si estuviera muy loca no sabría que estoy loca. Cómo usted dice.
CARLO: Pero ¿por qué? No te entiendo.
MÍA: Porque quiero hacer cosas malas… … ahora… … aquí… … con usted.
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Carlo relaja su postura mientras divisa ese profundo horizonte oceánico. Respira hondo. Se siente como si fuera el protagonista de una de sus novelas que, finalmente, deja de ser definido solo por miles de palabras y se adentra en el mundo de lo real. Es un hombre íntegro, pero no es de piedra. Mía es una chispa de luz intensa que ningunea la pasión de un matrimonio apagado.
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MÍA: He visto cómo me mira, desde hace días.
CARLO: Yo no pretendía…
MÍA: Claro que no. Usted es un hombre educado, no como los niños de mi clase.
CARLO: Podría ser tu padre, Mía. ¿Qué digo?… … incluso podría ser tu abuelo.
MÍA: Sé que eso le gusta. No me diga que no. Le conozco mejor de lo que cree.
CARLO: No sabes nada de mí.
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Intenta mostrase molesto, pero las palabras de Mía son certeras a la hora de definir esa tesitura. Su aplomo no aguantará demasiado en pie frente a tan perniciosas perspectivas carnales.
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M: Sé que su mujer era alumna suya, y que lo que más le atrajo de ella era su juventud.
C: Eso no tiene nada que ver.
M: Claro que sí. Beatriz le admiraba cuando usted daba clases de ciencias políticas en la universidad. Ya entonces era un hombre muy respetado en la comunidad académica. Dejó a su primera mujer por una alumna mucho más joven. Pero los años han ido pasando y… Ella ya pasa de los treinta.
C: Pero es que ella… … ya es mucho más joven que yo.
M: Podría ser su padre… … y mi abuelo si apuramos un poco. Puede repetírselo una y otra vez, pero eso no hará más que avivar su deseo por mí.
C: … … … … ufh… … ¿Qué es lo que quieres, niña?
M: Quiero que recline su asiento… … … … del todo.
C: Pero ¿acaso sabes lo que… … lo que haces?
M: No mucho, pero he soñado con esto, y sé que usted es demasiado decente para llevar la iniciativa con una niñita tan joven. Solo toque un botón y yo haré el resto.
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Carlo busca entre las tenues lucecitas del salpicadero. Tras localizar su objetivo, aún vacila unos momentos; puede que para darle un poco de relieve a su moral vencida o, simplemente, para no parecer ansioso. Solo alcanza a señalarlo antes de que su avispada acompañante le tome la delantera, y lo pulse con su puntiagudo dedito de uña pintada de rosa pálido.
El modo en que ese oscuro asiento de piel acuna al escritor, en tan uniforme declive eléctrico, llega a resultar cómico en un contexto tan atípico. Mía esboza una sonrisa al contemplar la inerte compostura de su víctima.
Las palabras parecen haber sido desterradas del elegante y oscuro interior de ese Audi, como si su lascivo secreto fuera más estanco bajo aquel manto de silencio. La cabina es tan hermética que apenas se puede escuchar el canto de los grillos que, a escasos metros, son el único público para tan libertina función.
Con la mirada fijada en el techo, y los dedos de ambas manos entrelazados sobre su barriga, Carlo espera, temeroso de Dios, los acontecimientos que están a punto de arrollarle. Nota un sutil balanceo de la suspensión que delata la movilidad de Mía, quien, por su cuenta, se está desnudando de un modo mucho más proactivo. Él ni siquiera se atreve a mirarla y cierra los ojos.
Pronto siente cómo el pequeño y ligero cuerpo de su niñera se encarama encima de él, con cautelosos movimientos, provocando una sublime cuadratura labial de lo más asimétrica.
El cincuentón escritor regresa, fugazmente, casi cuatro décadas atrás, cuando le dio su primer beso a una prima lejana; en su pueblo natal; en el verano del setenta y ocho. Mientras saborea los tiernos labios de la chica, intenta liberarse de sus complejos físicos, pues su soberbia intelectual nada tiene que ver con el orgullo que le suscita su complexión madura.
Mía se encuentra en un plano muy distinto. Su atracción por ese hombre nunca podría emanar de unos abdominales marcados o unos bíceps poderosos. Ella es una chica mucho más cerebral. Le abruma el intelecto, la experiencia, el talento y el mundo que tiene su presa. Se siente intimidada y vulnerable por la seriedad de aquel tipo tan distinto a los chicos con los que le tocaría experimentar en circunstancias normales. Atrevida como nunca, está pisando terreno pantanoso, sometiendo la voluntad de ese dócil barón.
Aquellos respetuosos besos pierden la inocencia a medida que ambas lenguas entran en tan mojada escena.
Las grandes manos de Carlo trepan por los muslos de la chica sin encontrar una sola prenda de ropa interior. No tarda en comprobar que una ancha camiseta blanca es lo único que protege, ahora, la desnudez de su joven acompañante.
Finalmente, se decide a apoderarse de esas precoces tetas que tanto le habían llamado la atención días atrás. Son grandes y firmes; más duras que ningunas que haya tocado nunca. En un torso tan pequeño, adquieren mayor protagonismo, y nutren la silueta de la chica de una sexualidad anormalmente pronunciada a tan tierna edad.
Los dedos de Carlo deambulan, con premura, por debajo de una permisiva camiseta que suele tener un papel decorativo sobre otras prendas ahora en el exilio.
Turbado, no puede evitar apretar aquellos turgentes pechos adolescentes demasiado fuerte, arrancando el primer gemido dolorido de esa mosquita muerta que está pisoteando, vilmente, su honrosa rectitud.
Mía pone un poco de pausa a sus perniciosos entuertos vocales para desabrochar la camisa negra de aquel entregado adúltero. Un pecho peludo y canoso hace acto de presencia sobre una barriga razonable e igualmente velluda. En el preciso momento en que nota cómo la chica le desabrocha los pantalones, Carlo toma consciencia, por primera vez, del desenlace que le espera a esa indecente situación.
El alzamiento de su erección ha sido tan lento que ha pasado inadvertido, pero llegado el momento de dar la talla, ese pedazo de carne está a punto de caramelo. Su aparición es estelar, y le arranca una sutil exclamación a Mía:
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-!Oooh! Que pedazo de polla que tiene ahí. Se la tenía muy callada- susurra.
-¿En serio vas a seguir tratándome de usted a estas alturas?- preguna desconcertado.
-Es que yo tengo un gran respeto para las personas mayorehes- responde entre risas.
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Mía se sube un poco la camiseta, y acomoda su postura para poder empezar a restregar su virginal choco inundado a lo largo de ese miembro tan viril. Carlo acompaña dichos movimientos pélvicos sujetando, fuertemente, aquellas redondas nalgas.
Cabría pensar que unos atributos tan recatadamente vestidos no serían dignos de ser laureados, pero lo cierto es que, tras haber disfrutado de unas tetas tan sublimes,
Carlo no descarta que aquellas suaves redondeces traseras sean el mejor relleno imaginable para sus golosas manos.
Una imperiosa impaciencia bilateral se apodera de la motricidad de ambos cuerpos. Ese libidinoso balanceo se ha ido intensificando a medida que la chica magreaba el nutrido torso de su amante, quien dobla sobradamente su peso; Carlo no es gordo, pero tiene cierto grosor y una altura considerable.
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-No quiero tener un bebé tan pronto- murmura con picardía.
-No te preocupes, Mía. Me hice la vasectomía después de Kiara-
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Sin mediar más palabras, la chica se mete ese duro falo con cuidado. Se muerde el labio y emite ciertos gemidos que revelan su desfloración de un modo tácito. Haciendo uso de su valentía, no pone límites a la profundidad de aquella gloriosa penetración.
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MÍA: O0oOh… … sí… … folleme, señor Velarde… … hhh… fólleme bien.
CARLO: Hhh… … hhh… … ¿Cómo puedes?… … hhh… … no me llames… … hhh…
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Contra toda lógica, y a pesar de su discreta oposición, al señor Velarde le calienta mucho que esa nena lo llame por su apellido.
Carlo se siente tan bien acogido que una cálida y embriagadora sensación nubla su mente. Hacía mucho tiempo que no entraba en una mujer, ni dentro ni fuera de su matrimonio. Su erotismo había quedado relegado a ficticias figuras literarias, pero ahora, esa niña ha puesto punto y final a la prematura jubilación de su fogosa virilidad.
Una vez ahuyentadas todas sus contradicciones, una placentera sensación de gratitud inunda su corazón.
La cabalgada se va acelerando, salvajemente, flexionando los amortiguadores de aquel ostentoso auto que, desde fuera, define un elocuente vaivén más propio de otros lares y de otros protagonistas que no de esa inédita pareja improvisada.
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MÍA: Qué bieen… … que bieeen… … sí… … síií… … síiíií…
CARLO: ¿Te gusta Mía?… … ¿te gusta?
MÍA: Me encantaah… … es lo mej0Oor…
CARLO: Eres mía… … hhh… … hhh… … ahora eres mía.
MÍA: Soy suya… … síiíiíií… … o0oOh…
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La ajetreada intimidad que zarandea esa cabina empieza a verbalizarse con sonoros jadeos de muy distinto tono; y es que la aniñada voz de Mía dista mucho del profundo tono de su galán.
Carlo se siente afortunado por su aguante. Cuando era joven, en su plenitud sexual, no hubiera resistido tanto tiempo, pero parece que los años, en este caso, juegan a su favor. Sabe que esta puede ser la única vez que disfrute de su angelical niñera, y no quiere desperdiciar tan valioso premio. Intenta tomar conciencia de cada gesto, de cada caricia, de cada gemido… No quiere que sus manos omitan un solo rincón del cuerpo de la niña: ni una sola curva descuidada, ni un solo magreo olvidado.
La poca luz lunar de la que dispone le capacita para observar el enérgico traqueteo que dibuja el claro pelo de su pequeña pasajera. Ella no para de hacer rodar las nalgas sobre su cintura mientras sus grandes tetas revolotean dentro de la camiseta.
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MÍA: Aaai… … aaahy… … hhh… … hhh… … oOh…
CARLO: ¿Te duele? … … hhh… … ¿Te duele el grosor de mi polla?
MÍA: Sí… … La tienes demasiado… hhh… demasiado gorda… … nunca pensé que…
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Una pertinente relajación da lugar, de nuevo, a unos besos babosos y ya muy desatados que fusionan ambos alientos extasiados de cansancio.
Mía no ha rebajado el ritmo porque sí, pues se está corriendo de un modo extraño que ni siquiera ella sabría explicar. Nunca antes le había sucedido algo así. No se trata de una sola explosión arrolladora. Son una multitud de orgasmos que se encadenan como si de las balas de una ametralladora de placer se tratara. Su gozo es inédito:
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MÍA: Siíiíiíií… … oO0h… … que bieeeeeeen… … que bieeen…
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A medida que consigue volver en sí, Mía se envalentona, de nuevo, e intensifica su trajín pélvico para poder seguir persiguiendo la estela de sus placenteros estallidos.
La postura que han adoptado le otorga, a ella, el máximo protagonismo, pero su maduro cautivo no se conforma precisamente con una actitud pasiva. Carlo pone todo lo que puede de su parte para dar vigor a cada una de esas obscenas embestidas al tiempo que nota llegar su gran advenimiento.
Largos años habían dejado en el olvido aquellas maravillosas sensaciones que tanto sentido dan a la existencia de un hombre. Dicha demora hace aún más excepcional esta peculiar hazaña.
Un tono preestablecido de llamada empieza a sonar:
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“Triiiiiiiit – Triiiiiiiit – Triiiiiiiit – Triiiiiiiit”
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- Carlo, ¿Estás ahí? ¿Hola? Pásate por el veinticuatro horas y compra un par de briks de leche, que nos hemos quedado sin para desayunar mañana.
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A penas pueden rebajar el ritmo mientras Beatriz se hace partícipe, sin ella saberlo, de aquel bochornoso embrollo extramatrimonial. Esa oportuna anécdota sonora termina de calentar a Mía, quien implosiona en un nuevo orgasmo, esta vez más oclusivo y definido, que le quiebra la voz al tiempo que derrama un par de lágrimas emocionadas.
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MÍA: !oO0Oh!… … !0OoOH!… … !0oOh!… … !síiíií!… … !!p0r Di0oOs!!
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Para Carlo, la intrusión de su mujer ha tenido un efecto muy distinto. Una bocanada de pánico ha frenado su eyaculación, y le permite aguantar todavía un poco más. Aun así, el explícito clímax de la pequeña niñera revierte la situación y acaba por verter la caudalosa eyaculación del escritor dentro de la chica.
Extasiado, Carlo siente como su sistema nervioso se funde y se va derramando dentro de esa tierna chiquilla, quedando él desparramado como un simple residuo invertebrado.
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[CAPRICHO DE NIÑERA]
-Por GataMojita-