Cap.4: El castigo forja el carácter.
Gabriela necesita un castigo mientras conocemos más gente del pueblo. ¿En qué consistirá? ¿Quién visitará esta vez la consulta?
Vivencias de un especialista de la mente
Cap.4: El castigo forja el carácter.
Mientras escuchaba de fondo cómo Gabriela ayudaba a Jéssica a arreglarse en el cuarto de baño dejé la agenda y me puse a mirar por la ventana, dejando vagar la mente. Mi primera sesión en el pueblo había resultado satisfactoria, aunque no debía lanzar las campanas al aire todavía. Cierto es que había conseguido que la paciente venciese su oposición a las relaciones lésbicas y que hubiera vuelto las tornas hasta el punto que pareciese que yo accedía forzado por las circunstancias a follármela, pero no era menos cierto que su personalidad ya estaba inclinada a zorrear. Vamos, que era toda una puta. Follármela habría sido relativamente fácil, de ahí que girase la situación al lesbianismo antes de pasar yo a la acción. Por eso la sensación que tenía era agridulce, cómo si hubiera sido demasiado fácil. Espero que su hija requiera más trabajo. Cuanto más costase el cambio más realizado me sentía.
Ese hilo de pensamientos derivó en la única nota que había tomado de la sesión. Tampoco era necesario que tomase notas, ya que quedaba todo grabado. Cogí la libreta y leí el nombre apuntado en ella. Carmen. Ella sí podría suponer un desafío. Por lo que había entendido se trataría de una mojigata beata que se conformaba con que su marido le fuese fiel de cara a la galería, seguramente ni indagaría en sus prácticas extramatrimoniales por no querer darse oficialmente cuenta de lo que sucedía. La típica mujer que vivía para las convivencias sociales. Sería interesante subyugarla. Además, si era presidenta del APA, en un pueblo como éste, seguramente fuera del grupo de personas importantes.
Justo cuando me decidía escuché despedirse a Gabriela junto con la puerta cerrándose, llamándola para darla instrucciones. Primero la mandé a que hiciese una copia de seguridad de la grabación y escribiese en el dvd el nombre de la paciente y el número de la sesión, en éste caso Jéssica S1, que en lo sucesivo se encargase de hacer lo mismo con las demás, y que mientras lo hacía consiguiese contactar con la mujer llamada Carmen, presidente de la asociación de padres de la escuela, indicando que me daba igual como lo consiguiese, si por teléfono o pateándose el pueblo, pero que la citase para esta misma tarde. A ser posible a tomar el té. Si por lo que fuese no pudiera la citas para mañana por la mañana.
- Sí, Juan – me contestó marchándose a cumplir mis órdenes.
Según salía estuve a punto de no darme cuenta, ensimismado en planificar la próxima reunión, cuando caí en que me había llamado por mi nombre. Taladrándola con la mirada la pregunté, sin levantar la voz pero usando el tono más frío que pude, que qué había dicho. Vi, cuando se giró, que ella misma se había dado cuenta de su error, ya que su cara se tornaba pálida mientras sus ojos se agrandaban lagrimeando, lanzándose a mis pies rogándome que no la echase, que había sido un error, que no volvería pasar, que yo era su amo y que no volvería a equivocarse. Reconozco que su miedo al abandono junto con la nota de pánico que impregnaba su voz me ablandó un poco, pero no podía dejarlo pasar. Tenía que ser inflexible en ese punto. En éste pueblo no me conocían con mi verdadero nombre. Aquí era el Doctor José Fernández. Un nombre elegido por ser lo bastante común y corriente como para no llamar la atención, además de no ser fácilmente rastreable. Decidí que debía darla una lección.
- Escúchame – proseguí con el mismo tono frío y seco, sin tan siquiera dignarme a mirarla, dándola a entender el escalafón que ocupaba en ese acuerdo. – Ha sido tu primer error, con lo que nuestro acuerdo no se romperá pero hazte a la idea de que el periodo de prueba finalizó con él. Ya no hay más intentos ni más fallos. Al próximo error te marcharás de inmediato, ¿está suficientemente claro? – pregunté levantando sutil pero notoriamente la voz en la última pregunta. Cuando ella afirmó con un suave sí, la levanté la barbilla para que esta vez me mirase y finalicé. – No obstante el fallo es imperdonable y tendrá su debido castigo.
Cuando vi que la idea del castigo calaba en ella la solté de improviso, a lo que ella perdió el equilibrio cayendo de culo, y me marché sin más de la habitación ordenándola que cumpliese mis encargos anteriores mientras yo me iba a comer al restaurante sólo ya que mi novia estaba algo revuelta y no iba a comer hoy, dejándola claro que su castigo comenzaba quedándose sola en casa y que tendría excusa si alguien se extrañaba, dándome igual si comía o no.
Sin mirar atrás salí de la casa y me dirigí a uno de los tres restaurantes de los que consta el pueblo, sin dudas el más caro. Necesitaba hacer ostentación para que no me viesen como un mindundi en busca de dinero, sino como alguien acomodado que busca ayudar a la gente. Además, el bar lo regentaba una familia que alegraba la vista, ya que las tres hijas eran las que ocupaban el puesto de camareras, en la veintena las tres, mientras el hijo se ocupaba de la barra y los padres de la cocina. Si la madre era como alguna de las tres hijas entendía perfectamente que el padre hubiese sido tan prolífico a la hora de hacer hijos. Con cualquiera de las tres te daban ganas de arrojar los platos de la mesa al suelo y follársela encima de la mesa a las bravas.
Las tres, supongo que por tema de la adolescencia y de diferenciarse ante sus amigos, habían decidido teñirse el pelo de un color diferente. La primera de un pelirrojo tan colorido que cuando se movía rápido parecía que pasaba fuego por tu vera, la segunda de un rubio muy claro y la más pequeña, recién entrada en la veintena y aún con cari aniñada que daba una impresión de edad muy inferior a la que tenía en realidad, con un tono negro azabache que le quedaba fantástico. Por lo demás los rasgos eran bastante comunes entre ellas, las tres tenían un tipazo, algo delgadas para mi gusto, ninguna llegaría al 60 de cintura, y casi sin culo, 80 u 85 a lo sumo, pero las tres con bastante pecho, dando una idea de los genes de la madre, entre 110 y 120. Además iban con tops ajustados que se le pegaban a la piel de tanto moverse sin parar entre las mesas, haciendo imposible no mirar en su dirección quedándote embobado.
Yo me dedicaba a observar sin ser visto, desde una mesita en un rincón. Pude observar que las chicas eran conscientes de las atenciones lascivas de los ojos de los varones, y de algunas mujeres, y cómo, lejos de incomodarlas, se las veía cómodas en esa tesitura. De hecho, según iba pasando el tiempo, comprobé que casi parecía que iban compitiendo por ver cual se llevaba más atenciones, haciendo movimientos clave en momentos justos. Agacharse a recoger una servilleta o un cubierto caídos, dejar que un pecho roce un brazo al servir, explicar concentrada en el menú lo que había para comer con una lentitud exagerada… No me extrañó que con semejantes atenciones el lugar estuviese lleno a pesar de los precios, ni que el 90% de los comensales fuesen hombres. En eso estaba cuando escuché una conversación en una mesa vecina, en la que hablaban que una vez un vecino del pueblo, estando muy borracho, echó mano al pecho de una de las hijas cuando ésta le servía, y que se llevó una hostia de cada una de las tres, que acto seguido el padre, que según comentaban debía medir casi dos metros y tener una hogaza de pan por mano, salió y remató la faena con dos puñetazos que le dejaron inconsciente. Entonces el hijo, que era un musculito de los que se dedican a ir al gimnasio a hacer pesas, lo arrastró a la salida trasera tirándolo en la acera sin miramientos.
Eso me aclaró, en parte, por qué las chicas iban tan despreocupadas de que no pasase nada, con semejante padre y hermano ahí cualquiera se atrevía. Y por si acaso ya estaba la típica historia que corría de boca en boca como la pólvora, impidiendo posibles conflictos. El acuerdo parecía tácito. Come ahí, alégrate la vista, deja una buena propina y no des problemas. Todos salían ganando. Mientras terminaba la parrillada de verduras que me había pedido dejé que mio cerebro fantasease con dar terapia a las tres hijas a la vez. Sería todo un acierto. ¿Pero cuál podría ser la excusa necesaria para que accediesen? Seguro que con un padre tan gigante las experiencias con novio, por miedo, serían casi inexistentes. Y lo de los distintos peinados podría ser un signo indicador de algo. Podía probar suerte.
Cada vez se me acercó una. La mayor para leerme el menú, haciendo acopio de una lentitud que a punto estuve de quitarle yo la lista para leerla personalmente. Luego la rubia, que era la que más pecho tenía, decidió que tenía que comprobarlo en persona. Poco le faltó para depositar su seno derecho en mi mano pues más que rozar me presionaba el brazo con él, como diciéndome que era todo verídico lo que veía. Para terminar, con el postre que trataba en un cuenco de fresas frescas, la pequeña, después de recoger la servilleta que se le había caído, obviamente por fallo, me dijo que las fresas las recomendaba expresamente y sin corta ni perezosa cogió una de mi cuenco y se la llevó a la boca, saboreándola con la lengua primero antes de metérsela en la boca sensualmente, evocando a que saboreaba otra cosa. Hasta se permitió el gusto de gemir sutilmente expresando después lo rica que estaba.
He de decir, en honor de la verdad, que, aunque aguanté como un jabato haciendo caso omiso de sus atenciones, iba teniendo una erección de bastante calibre, como si no me hubiese corrido ya dos veces en el día. Al finalizar la comida, para dejar constancia de que sí habían tenido sus atenciones efecto sobre mí, saqué una tarjeta de visita de las que tenía prefabricadas, en la que solo ponía “Dr. Fernández, especialista de la mente”, y escribí en ella sólo dos palabras: <>, dejándola junto con el precio del menú y una más que generosa propina. El anzuelo estaba lanzado. Si alguien preguntaba diría que me refería a que la propina era para las tres, haciéndome el inocente de todo mal. No sabía si funcionaría mi estratagema, si vendría alguna de las tres a verme o incluso las tres a la vez. Decidí dejarlo al libre albedrío.
Salí de allí de muy buen humor. Decidí ser algo benevolente en el castigo de Gabriela y fui pensando en las diferentes opciones. Poco a poco una imagen fue ganando a las demás, convenciéndome de que sería la mejor opción. Al entrar a casa lo primero que vi fue que ella me esperaba en el centro del hall, de rodillas, lo cual me extrañó. Ya creyendo que me había desobedecido iba a llamarla la atención cuando ella se me adelantó:
- Amo – empezó, sin levantarla mirada de mis zapatos. – He conseguido contactar con ella. Vendrá a las cuatro de la tarde a tomar el té. Estoy lista para el castigo.
Reconozco que vela tan entregada y dispuesta a recibir el castigo hizo que me apiadase un poco más de ella, con lo que decidí que en el castigo deberíamos disfrutar los dos, pero que ella sufriese lo suficiente como para no desear otro. Ordenándola que se quedase ahí fui a mi habitación al cajón de los juguetes, como yo le llamaba. El cajón, un simple arcón en la pared, contenía todo tipo de juguetes sexuales. Me dejé bastante dinero en conseguir una buena cantidad de los mismos. Rebusqué entre los consoladores y valoré un juego de esposas, que acabé descartando para ese momento. Tenía otra idea en la cabeza. Al final encontré la cajita, aún en su envoltorio. Bajé con ella a dónde se encontraba Gabriela, aún en la misma posición de sumisión, instándola a levantarse. Cuando lo hizo deposité la cajita en sus manos y la pedí que la abriese.
Cuando ella lo hizo apareció un juego de dos bolas enganchadas entre sí con un cordel. Mirando extrañada el juego de bolas chinas que sostenía la ordené que se estuviera quieta, Las cogí y esta vez fui yo quien se agachó delante de ella. La bajé los pantaloncitos y el tanga hasta la rodilla y me acerqué al interior de sus muslos tanto que ella notaba mi respiración directamente encima. Me introduje una de las dos bolas en la boca, ensalivándola y dándola calor, para repetir después con la otra y acerqué mi boca a su sexo. Con calculada parsimonia pasé toda mi lengua por él, provocando un escalofrío y que su sexo reaccionase mojándose, ocasión que aproveché para introducir una a una las dos bolas en su interior. Ella, con cada una, soltó un gemido levantando los talones, sujetándose en mi cabeza. Entonces le subí el tanguita y el pantaloncito, como si nada hubiese pasado, y me incorporé, besándola a continuación.
Cuando vi que ella quería continuar me separé de su lado y, con la voz más firme y dura de la que fui capaz de poner, la ordené que la primera parte de su castigo era tener terminantemente prohibido sacárselas ni llegar al orgasmo sin mi consentimiento expreso. Vi que se le dilataban las pupilas fruto del asombro, pero acertó a mover la cabeza asintiendo. La segunda parte te será más incómoda. Cuando llegue la visita, sin que llegue a verte, irás a meterte debajo de mi escritorio. Lo compré específicamente grande y con un buen espacio para las piernas y lo que pudiera pasar, por lo que no tendrás problemas y tu misión consistirá en darme placer oral mientras la mujer se encuentra al otro lado. No podrás ni gemir ni jadear ni hacer ningún ruido que delate tu posición.
Por el rubor de sus mejillas entendí que le había quedado claro y que las bolas empezaban a hacer su efecto. Aún quedaba más de una hora para que llegase la visita y decidí jugar con ella. La fui mandando a diversos recados, colocar una sábana nueva en el diván, revisar alguna cámara en particular, preparar café aunque no me apeteciese en ese momento… cosas típicas pero que en ese momento le hacían pasar un infierno de placer. Cada vez que se agachaba o se estiraba para alcanzar algo las bolas se movían en su interior. Podía notarlo en sus ojos. Tenía las mejillas completamente arreboladas y se notaba que no sabía cómo colocar las piernas. Si iba con ellas un poco arqueadas las bolas se movían, provocando oleadas de placer, y si las cerraba el roce se hacía más consistente. Estuve a punto un par de veces de apiadarme y darla libertad para liberarse al éxtasis pero me contuve. Primeramente porque si le daba permiso tan pronto el castigo perdería su esencia y de segundo porque estaba disfrutando con la sensación.
Al final llegó la hora convenida por ambas mujeres y con puntualidad meridiana llamaron a la puerta. Busqué con la mirada dónde se encontraba Gabriela, viendo con satisfacción que iba casi arrastrando los pies a colocarse detrás del escritorio. Cuando vi su cabeza desaparecer fui a abrir. No me sorprendió lo que me encontré al otro lado. Carmen era una mujer que ya pasaba los cuarenta, pero que cuidaba su cutis con esmero. Con un maquillaje sencillo y el pelo recogido en un fuerte moño, acompañado de su blusa abotonada hasta el cuello, daba la sensación de ser una institutriz de la vieja escuela, pero aún se podía considerar joven e incluso bella. Aunque la mencionada blusa, algo holgada, y la falda larga hasta los tobillos que llevaba no la hacían justicia se podía apreciar que tenía buen cuerpo. Algo rellenita pero eso no me daba ningún reparo. Si tuviera que adivinar iría por una talla 100-80-90 o algo similar.
- Doña Carmen, muchos gusto – la dije nada más entrar. Cuando me contestó el saludo, mirándome a los ojos sin amedrentarse, entablando una batalla por ver quién llevaría la voz cantante, proseguí sin amilanarme. – Entre a la consulta, estaremos más a gusto.
Entramos en la consulta, pero en vez de dirigirla al diván la llevé al escritorio. La expliqué que no la veía como una paciente, salvo que ella requiriese de mis servicios, que de momento sólo sería una charla normal, para conocer a una de las personas más influyentes del pueblo, mención que pude observar la halagó profusamente.
Una vez dentro me senté, con cuidado de colocar ambas piernas alrededor de Gabriela y me recliné en el sillón colocando ambos brazos en el reposabrazos. No hacía falta darla más instrucciones pues al momento noté sus manos bajando con sumo cuidado y muy despacito, para que no hiciese mucho ruido, la cremallera de mi pantalón. Mi miembro estaba semierecto, fruto de las tres hermosuras de la comida, de la hora que había pasado observando a Gabriela y de la anticipación de recibir una buena mamada mientras al otro lado la señora recta y beata no sospechaba nada. Al principio le costó sacarla y estuvo a punto de descubrirse golpeando sin querer un costado, pero reaccioné disculpándome como si hubiese golpeado yo con el pie la madera, mencionando con voz más fuerte que no volvería a pasar, mensaje que supe que captó la realmente interpelada al sentir un estremecimiento en la mano que sostenía mi masculinidad.
Inicié una charla amena mientras Gabriela iniciaba su cometido. Al principio paseando la lengua por todo el tallo para terminar jugueteando con el glande. Pero esta vez era distinto, notaba que no podía poner toda su atención en el tratamiento que me estaba prodigando. Las bolas deberían, al encontrarse ella en esa posición agachada, estar rozándole las paredes vaginales e incluso la parte interna del clítoris. Cuando se introdujo mi polla en su boca y empezó a subir y bajar la cabeza, un par de veces estuvo a punto de morderme debido a la presión interna a la que estaba siendo sometida junto con el esfuerzo de no dar rienda suelta al orgasmo.
Entonces cometí un error por no estar debidamente atento a la conversación y mencioné el nombre de Jéssica. No quería llevar la conversación a mi antigua paciente pero más adelante lo agradecí. Empezó a hablar en muy malos términos acerca de ella, lo cual no era nada sorprendente, si acaso la vehemencia un poco exagerada, para de repente pasar a mencionar su marido. Lo hizo sin pensar pero capté al vuelo que, como intuía, ella sospechaba lo que había habido entre ambos. Yo desvié el tema y la pregunté que si el que una persona adulta tuviera sexo consentido era algo deshonesto, a lo que ella respondió sonrojándose por el cariz de la conversación y diciendo que Dios sólo exigía el sexo como condición para procrear, que lo demás era fruto del mal y como tal, un pecado.
Tuve un presentimiento por el furor que se notaba en su alegato. Quizás lo que le pasara es que su marido prefería la compañía de jovencitas ignorándola a ella y su método de lidiar con todo ello fuese un odio exacerbado contra todo lo que se relacionase con el sexo, sobre todo en el cuerpo de una joven pecaminosa como Jéssica. Decidí realizar un experimento no programado. Poco a poco fui empujando mi sillón unos centímetros para atrás, ayudado a que tenía un sistema de ruedas para moverse. El movimiento lo hice tan lento que era casi imperceptible. Como no podía permitirme el lujo de mirar a Gabriela desconozco si ella lo notó, pero aunque lo notase no por ello cesó en su trabajo. Supe cuando fue suficiente en el momento exacto que los ojos de doña Carmen se desviaron hacia abajo como una flecha. Podía parecer una apuesta fuerte pero en realidad no arriesgaba tanto. Para ella y el resto del pueblo Gabriela era mi novia, con lo que nuestra reputación estaba a salvo. Además, que aunque ella se ofendiera y marchase, dudo mucho que fuese pregonando que había pillado a mi novia practicándome una felación. Las miradas serían atraídas hacia ella y el motivo por el cual nos vio, y no sobre nosotros.
De todas formas no la dejé tiempo para pensar ya que proseguí la conversación cambiando completamente de tercio, preguntándola por diferentes miembros del pueblo. Ella ya respondía casi sin pensar, le costaba mucho no mirar los movimientos rítmicos de la cabeza de Gabriela, arriba y abajo. Yo no perdía detalle de todo lo que me iba diciendo, había cosas muy provechosas y jugosas. Me lo iba a pasar bien en este pueblo. Ella respondía como una autómata, tenía las mejillas rojas pero no se atrevía a levantarse y marcharse. La situación hacía bastante que había alcanzado mi límite y, con toda mi desfachatez, toqué la cabeza de mi ayudante levemente, regresando a mi posición original, a sabiendas que el movimiento había sido completamente percibido por ambas. Gabriela entonces empezó a mover su cabeza más rápido, bajándola aún más, tragándose mi miembro todo lo que la posición le permitía. Aproveché que ya podía levantar la mirada para indagar acerca de su pasado, de si antes de su marido había habido otros, a lo que ella respondió sin pensar que había tenido un único amante en la persona de Carlos, pero que durante su noviazgo Jéssica le había seducido, quedando embarazada de él y forzando al buen chaval a tener que marcharse, y que se tuvo que casar con su marido ya que nadie la querría a ella, una mujer que no era virgen. En ese momento no pude más y me corrí en la boca de mi compañera, que se afanó en tragárselo todo mientras se agarraba a la parte inferior de la silla para forzar su cabeza todo lo que pudiera hacia abajo, lo cual tomé nota de agradecer.
La situación me había puesto tan cachondo que solté bastante cantidad de semen, como si no fuese la tercera vez que me corría del día. No sé cómo Gabriela consiguió no atragantarse. Cuando cogí resuello pregunté a Carmen directamente que si necesitaba algo más de él, cómo que era cosa de ella el haber acudido a la cita y no al revés, a lo que me respondió atropelladamente que no, que estaba todo bien, que ya pediría otra cita levantándose de repente tirando la silla de la brusquedad, lo que no hizo sino acrecentar el rubor de sus mejillas. Después de eso salió como alma que lleva el Diablo sin mirar atrás.
Al ver eso lancé una carcajada, pero cuando me hice un lado para que Gabriela se levantase mi gozo se fue a pique al ver los ojos vidriosos de ella. Había conseguido solventar la papeleta sin correrse y necesitaba desfogarse. Merecía una recompensa. Con cuidado la senté encima de un periódico viejo que tenía en el escritorio y volví a sentarme. Con cuidado le bajé el pantalón y el tanguita, los cuales estaban encharcados, sacándoselos con cuidado de no hacer el más mínimo movimiento innecesario. Entonces cogí el cordel y mirándola a los ojos fui tirando suavemente de él hasta que salió primero una y luego la otra bola. Con cada una dio un pequeño botecito cerrando fuertemente los ojos. Acerqué mi cara a la parte interior de sus muslos y pude observar como el clítoris lo tenía completamente hinchado. La dije, que había sido buena y que se había ganado el derecho de correrse y con sólo un toque de mi lengua ella dio rienda suelta al mayor orgasmo que había tenido en su vida, agarrándome del pelo presionándome contra su coño con fuerza, lo cual no me importó mientras me afanaba por saborear tal ambrosía. Puro néctar de los dioses. Fue tal el orgasmo que sintió que al terminar cayó desfallecida sobre mis hombros. Hay, querida, el castigo forja el carácter dije en voz baja, aunque lógicamente sabía que no me escuchaba.
Con dificultad conseguí colocarme los pantalones mientras bregaba con que no se cayese, soltando mil maldiciones en el proceso, para luego cogerla entre mis brazos y llevarla a la cama, dejando que reposase en tranquilidad. Aún se ponía ver el rictus del placer en su cara. Estuve tentado de dejarme caer a su lado para dormir yo también una buena siesta y descansar del ajetreado día cuando escuché en mi despacho sonar el teléfono. Me pregunto quién será.
Continuará.