Cantos de jazmín
Lastimando mis oídos.
Cantos de jazmín.
Tomé la fotografía de mi madre y llena de rabia le escupí un "te odio". Estaba sentada en la sala, con los pies sobre la mesa, ensuciándola de lodo. Eso nunca le gustó, pero ya no estaba ahí para gritarme sus reclamos. Y mi sonrisa se reflejaba en su retrato. "Mírame, estoy perturbando la enfermiza perfección de tu hogar y no puedes hacer nada para evitarlo", le dije como queriendo obtener respuesta de esa fría mirada, que más que nunca me ignoraba, que como siempre me juzgaba: de loca, de tonta. Más le estaba hablando a una simple foto y mis palabras se perdieron en el eco: el de la memoria, el de los recuerdos.
Regresé el retrato a su lugar y me levanté del sillón. Caminé hacia la cocina, dejando un rastro de negras huellas a mi paso, a ritmo lento, como si tuviera miedo de perderme entre la inmensidad de las paredes, que desde su partida se habían convertido en una galería de telarañas, en un museo de manchas, en un homenaje al descuido y a la flojera. Me deslicé por el pasillo casi sin tocar el piso, como si fuera un espíritu. Mis ojos iban perdidos en el horizonte y mi pensamiento en el hambre, esa sensación de vacío que sí podía satisfacer, ese gruñir de tripas que con algo de comida podía calmar.
Me detuve estando frente al refrigerador y saqué el pomo de la leche. Cogí un par de vasos y vertí en ellos y hasta el tope el blanco líquido. Los coloqué sobre la mesa y me senté en una silla, sin lavarme antes las manos, sintiéndome una rebelde al restregarle en su cara mi falta de higiene, como si en verdad ella me viera, como si ahora que ya no estaba eso le importara. Bebí de mi vaso y fue entonces que me di cuenta de que el otro seguía intacto pues estaba sola, como siempre lo había querido, como todas las noches a Dios le rogaba. Casi pude escuchar al viento burlándose de mí.
De un furioso manotazo mandé al suelo el vaso servido a la nada y decenas de pequeños trozos de cristal quedaron regados por toda la cocina, al igual que la leche que éstos contenían. Algunos incluso saltaron cerca de mis manos y pude mirar mi desfigurado rostro en ellos. Por poco no me reconozco y a punto estuve de sentir temor, hacia mí, hacia lo que ya no era, sin ella, sin sus regaños, sin sus reproches. Los ojos se me llenaron de lágrimas y, en contra de mi voluntad, comencé a llorar de manera desconsolada, como nunca antes había llorado: con el pecho doliéndome y las piernas temblando.
Con cada lágrima se me venía a la mente una imagen del pasado y yo que no podía evitarlo, y yo que me negaba a recordar. Intenté levantarme y correr hacia mi cuarto, para refugiarme bajo las sábanas, entre la compañía de mis muñecos, pero me resultó imposible dar siquiera un paso. Con cada imagen que mi cerebro bombardeaba, un poco de mi fuerza se esfumaba y así fui a dar contra el piso: enterrándose los cristales rotos en mis rodillas y en mis manos, confundiéndose el rojo de mi sangre con el blanco de la leche y el negro de mi alma, esa que por un instante deseó el ya no seguir, el que ese fuera el fin.
Y ahí, tirada y sin ganas de continuar, le volví a gritar un "te odio" que en verdad significó "lo siento", que realmente quería decir "te amo", "te extraño". Y es que por más que en mi en ocasiones retorcida mente me había pensado sola, sin vivir con la fastidia que la mayor parte del tiempo me representaba su presencia, en realidad no lo deseaba, en realidad la necesitaba. Supliqué mirando al cielo que me devolvieran sus defectos, sus insultos, sus castigos. Golpeando mis puños contra el suelo, sin importarme el que los vidrios pudieran clavarse aún más hondo, le pedí que regresara. Le exigí que, como cuando niña, me abrazara.
Nunca supe si mis plegarias fueron allá arriba escuchadas o si fueron simples alucinaciones creadas por mi cerebro para desviarme del camino hacia la locura o el suicidio, pero en el viento empecé a oír un canto, uno hermoso e inundado de paz. Un canto que olía a jazmín, igual que el perfume que ella usaba, y que me envolvió entera y curó mis heridas, las físicas y las del alma. Un canto que me hizo recordar lo que en el funeral todos me decían: "no estás sola, ahora te cuida desde el cielo". Un canto que me devolvió la fuerza, las ganas y la sonrisa, esa que nunca antes, por una u otra razón, había visto en su retrato y que entonces me miró, directo a los ojos y diciéndome "también te amo".
Al escuchar esas palabras que llegaban directo a mi mente, y ya con mis energías de vuelta, me puse de pie y caminé de regreso a la sala, aún escuchando esos cantos con olor a su perfume. Conforme atravesaba el pasillo, en cada telaraña se fueron quedando restos de esos cánticos y cada mancha devolvió a mi alma la rabia que antes había perdido, la furia y el coraje apenas olvidados. Para cuando terminé de cruzarlo, en mi nariz sólo quedaba ese aroma mezcla de humedad y polvo que reinaba la casa ante su ausencia. Otra vez me supe sola. La idea de que me cuidaba desde el cielo me pareció la más estúpida de las mentiras y mi sonrisa desapareció al clavarse mis colmillos en mi labio inferior. Levanté su retrato por encima de mi cabeza y lo azoté contra el piso esperando de ella respuesta, obteniendo un simple crujir de cristal. Luego el silencio, luego el vacío.