Cantos Apócrifos de la Iliada. Aquiles y las amazo
Acercóse Aquiles y hundió su espada en blanda carne del estómago de la guerrera amazona, junto al ombligo, quitándole la vida. Aquiles, blasonándose del triunfo, dijo: "Yaz ahí. Difícil era que tú, mujer virago, aún engendrada por Ares, pudieses disputar la victoria al hijo del poderoso Cronión."
CANTOS APÓCRIFOS DE LA ILIADA. AQUILES SE ENFRENTA A LAS AMAZONAS.
See my chariot run to your ships
I'll drive you back in the sea
You came here for gold
The wall will not hold
This day was promised to me
Hector Storm The Wall (Manowar)
Aquiles, el Pélida, hijo de Tetis y Peleo, Rey de los mirmidones en Ftía, avanzó hollando la arena troyana bajo sus poderosos pies, convirtiéndola en polvo que se arremolinó sobre sus cabezas y se remontó hasta la bóveda celeste. Blandió su espada por lo alto y profirió roncamente un grito de guerra que heló la sangre de sus enemigos en sus venas.
Sus enemigos... Era la primera vez que se enfrentaba a las amazonas, aquellas extrañas mujeres guerreras del Cáucaso, hijas de Ares, que habían acudido con su reina Pentasilea a luchar en el bando de Troya en aquella terrible guerra que tantos años duraba ya. El valiente semidios tembló de emoción cuando pudo ver a una de sus rivales frente a él. La anticipación ante la inminencia del combate le embargó.
Aquiles por fin tenía ante él a una guerrera amazona, con un yelmo dorado y una espada de bronce. Iba desnuda y la mirada de Aquiles recorrió sus generosos senos, que botaban turgentes sobre su pecho, sus musculosas piernas y los muslos que desembocaban en un depilado pubis. Por fin una enemiga a la que derrotar en duelo singular y con la que añadir gloria a su linaje. Se enfrentó a ella ansioso, con un gruñido de placer.
Ella era alta y fibrosa, con aspecto de sobresalir en los combates, ágil como una pantera. Su rostro estaba parcialmente oculto por el yelmo corintio, pero se podía entrever su largo pelo negro ensortijado. Negra sangre teñía la espada de bronce de la mujer. Era la primera que se atrevía a desafiarle personalmente. Giraron cautelosamente en círculo arrastrando las espadas por el suelo hasta que Aquiles vio una oportunidad.
Se abalanzó sobre su enemiga, pero ésta giró y se ladeó. No obstante, Aquiles fue rápido y esquivó el amplio abanico de su espada tan fácilmente como ella había eludido la suya. Al comprender ambos que habían encontrado en el otro un adversario importante, se concentraron en un duelo formal y paciente.
El bronce chocó con el bronce laminado en oro, siempre esquivado, incapaces ambos de herir al otro, conscientes de que mirmidones y amazonas se habían retirado para facilitar espacio.
Ella se rió de Aquiles cada vez que éste fallaba sus golpes, con una risa cantarina y descarada. Aquiles tuvo que esforzarse por sofocar su creciente ira. ¿Cómo osaba reírse? Los duelos eran sagrados. Pero seguramente ella buscaba provocarle para que cometiese algún fallo.
Aquiles intentó dos potentes acometidas, una tras otra y también las esquivó. La mujer habló, con su voz impertinente:
-¿Cuál es tu nombre, torpón? -inquirió entre risas.
-Aquiles.- Respondió el griego entre dientes.
Aquello intensificó su risa.
-Nunca había oído hablar de ti, torpón. Yo soy Orintia, hermana de la Reina Pentasilea.
La irreverente risa de la mujer provocó que Aquiles saltase sobre ella lanzando un grito. La amazona retrocedió a trompicones. La mujer amagó un rápido ataque que Aquiles rehuyó ladeándose. Su voz seguía siendo insolente.
-¿Cómo has dicho que te llamas, torpón? ¿Aquiles?
El sufrimiento y la rabia consumían al griego. Incapaz de contestar por la furia, saltó sobre la mujer, quien a duras penas esquivó el ataque. La amazona trastabilló y logró ponerse de pie y retrocedió hasta una roca. Se pegó a ella, apretujándose contra su ladeada pendiente. Aquiles se lanzó, inmovilizándola a la mujer con su peso contra la roca. Golpeó una vez su rostro con su puño y la dio la vuelta, de espaldas aplastándola contra la pared rocosa.
La erección de Aquiles, excitado ante la perspectiva de la muerte, se clavó contra las desnudas nalgas de la mujer. De un solo golpe, la penetró con su espada de carne, arrancándola un grito. Aquiles embistió con todas sus fuerzas, clavando su verga en lo más profundo de las entrañas de Orintia, mientras abofeteaba su rostro y la estrujó las tetas hasta dejar sus marcas en ella. Sus callosas manos retorcieron y tiraron de sus pezones, inmisericordemente.
Con las frenéticas embestidas parecía que el mástil de carne destrozaría las esponjosas entrañas de la mujer, las paredes de su vagina parecieron ceder ante aquella arma de carne, como si ésta fuera a incrustarse en su corazón.
Triunfante, el divino Aquiles se irguió sobre el tembloroso cuerpo de Orintia y redobló la fuerza de su cabalgada. Una de sus manos elevó sus desnudas nalgas, se introdujo entre la regata de su culo y buscó el ano. Éste estaba bastante dilatado así que acogió con facilidad el dedo índice del guerrero. La otra mano buscó las desatadas correas del casco corintio de la amazona y las apretó enrollándolas sobre el cuello de la mujer.
El rostro de la amazona se amorató, y sus ojos se desorbitaron como brillantes globos, mientras su lengua pendía grotescamente entre sus labios. A la vez, el dedo de Aquiles entraba y se retorcía en el caliente ojete de la aterrorizada guerrera, mientras el musculoso guerrero griego aplastaba a su víctima contra el arenoso suelo. Su espléndido cuerpo brillaba empapado de sudor, asemejándose a una triunfante deidad que sometiera a una desmadejada ninfa que expiraba sufriendo a la par que gozando. Las venas del cuello de la mujer parecían a punto de reventar. El grueso y venoso falo griego entraba dentro de la mujer que, al borde de la asfixia, no podía sino sentir cómo su coñito se abría y cerraba, apretándose sobre aquella titánica verga.
Los labios del guerrero griego se acercaron a la oreja de la agonizante mujer.
-Soy Aquiles, recuerda mi nombre mientras ofrendo tu muerte a la diosa Atenea, Orintia hermana de Pentasilea.
-¡Aaaagghhh... Akkk-ak... uuugghhhh!
Mientras exhalaba su último aliento, puede que por la asfixia o por sentirse derrotada y sometida por aquel impresionante varón que la quitaba la vida, Orintia tuvo el último orgasmo de su vida. Su espalda se arqueó y un grito ronco arrancó desde sus entrañas, sus ojos apuntando al cielo, casi en blanco. Mientras el clímax erupcionaba entre sus piernas como si fuera a desencajarle el cuerpo, su sexo se convirtió en un geiser: un chorro de flujos que bañó falo y muslos de Aquiles.
Pocos segundos después, Aquiles gruñó y rellenó las entrañas de la agonizante mujer con espesos chorros de su espeso puré.
-¡Así, así, mujer, toma toda la leche del mejor guerrero griegooooooo!!!!
La oscura polla de Aquiles abandonó la dilatadísima gruta de su enemiga, todavía embadurnada de flujos de ella y de semen del semidios. El cuerpo de la mujer todavía se convulsionaba y pegajosos ríos de semen escaparon por sus nalgas y muslos hasta que finalmente, quedó inane e inmóvil, desmadejada y desnuda en el suelo, el culo en pompa.
-Yaz ahí, mujer -profirió Aquiles jactancioso. -No has sido rival para un poderoso guerrero griego. No te colocará tu madre en un lecho para llorarte, aunque has muerto para acrecentar mi gloria. Así perezcáis las demás amazonas hasta que lleguemos a la sacra ciudad de Ilio, vosotras huyendo y yo detrás arrebatando vuestras vidas. Así pereceréis hasta que hayáis expiado la muerte de Patroclo y el estrago y la matanza que hicisteis en los aqueos junto a las naves.
Sus hombres corearon su nombre y levantaron al cielo sus lanzas, chocándolas contra escudos o el suelo. A continuación, habiendo descubierto que las amazonas eran simples mujeres que podían ser derrotadas, los mirmidones causaron grandes matanzas entre sus filas.
Las espadas de los guerreros griegos buscaron la tersa carne de las mujeres amazonas, listos para castigar la osadía de aquellas féminas que osaban enfrentarse a los mirmidones, los guerreros más fieros de la antiguedad.
Los hombres alzaron y descargaron sus espadas, cortando carne y vidas de las agonizantes mujeres. Las amazonas, turbadas por la muerte de Orintia, apenas fueron capaces de reaccionar al ímpetu de los griegos, mientras éstos segaban sus jóvenes vidas una a una, como si fueran trigo maduro, extinguiendo y liberando sus almas.
En cada momento del fatal desenlace, Aquiles cortaba sus vidas, penetrando sus blandas carnes con su dura espada, un breve momento de éxtasis antes del irremediable final. Sus cuerpos cayeron desplomados como desmadejadas y desnudas muñecas sumidas en la eterna oscuridad.
Algunas de las amazonas intentaron oponer una vana y aturdida defensa ante el envite de los griegos que no evitó que sus vidas fueran segadas inmisericordemente por los crueles griegos. La mayoría de las muchachas, en cambio, quedaron paralizadas como inocentes ovejas en el matadero. El campo de batalla se sumió en una vorágine de chillidos y gemidos y de jadeos ante la inminencia del fin, mientras el suelo se cubría de desnudas y exánimes guerreras troyanas, segadas como trigo maduro por los aguerridos mirmidones.
La lanza de Aquiles atravesó a la amazona Cleta, clavándose entre sus hermosos pechos, y la amazona cayó a sus pies y ahí la dejó. Al momento, el griego tuvo delante a Lampeda, alta y valerosa, que nada pudo hacer cuando la lanza del héroe griego la hirió en el muslo, forzándola a arrodillarse y luego, el héroe empujó hacia abajo el yelmo de la guerrera, mostrando su nuca y clavándole la espada como un puyazo.
Y así perecieron también Mapersia, atravesada por la espada de Aquiles y Lisipe, la de la larga y rubia trenza, que recibió la lanza de Aquiles por el ombligo, ensartándola a ella y a Otrera tras ella a la vez, pereciendo ambas clavadas por un mismo golpe.
También mató a Pantariste, que vino a abrazarle las rodillas por si compadeciéndose de ella, que era de la misma edad del héroe, en vez de matarla la hacía prisionera y la dejaba viva. Pero, ay, ¡insensata! No supo que no podría persuadirle, pues Aquiles no era hombre de condición benigna y mansa, sino violenta y terrible. Ya aquella le tocaba las rodillas con intención de suplicarle, cuando el cruel griego la hundió la espada en el hígado. Derramóse ésta, llenando de negra sangre su pecho, y las tinieblas cubrieron los ojos de la amazona, que quedó exánime.
Inmediatamente, Aquiles se acercó a Tebe, otra amazona a la que metió la lanza por su tripa hasta que la broncínea punta brotó por su espalda. Y arrebató la vida de la joven Antianira, a la que agarró por el cuello con una garra imposible de romper. Aquiles apretó más y más su presa hasta que la lengua de la muchacha colgaba grotescamente de su boca. Su cuello se rompió como el crujido de una rama seca, mientras su cuerpo, presa de las convulsiones, se orinaba sobre el polvoriento suelo. Más tarde hirió en medio de la cabeza a Esmirna, hija de Talestris. La hoja entera se calentó con la sangre, y la purpúrea muerte y la Parca cruel velaron los ojos de la guerrera justo antes de que Aquiles le cercenara de un tajo la cabeza, que con el casco puesto, rodó lejos, ante el terror de las amazonas supervivientes.
Aquiles, vástago de Zeus, se revolvía furioso con la lanza, persiguiendo, cual una deidad, a las que estaban destinadas a morir, y la negra tierra manaba sangre. Y el Pélida deseaba alcanzar la gloria y tenía las invictas manos manchadas de sangre y polvo.
Como Aquiles tenía las manos cansadas de matar, dejó su lanza arrimada a un tamariz de la orilla del cercano río Jandro, rojizo de la sangre de las mujeres cuyas vidas el griego había arrebatado. Entonces cogió vivas, en la orilla del río, a doce jóvenes amazonas para inmolarlas más tarde en la expiación de la muerte de Patroclo Menecíada. Sacólas atónitas como gimientes cervatillas, las ató las manos por detrás con las correas o cinturones y encargó a otros mirmidones que las condujeran a las cóncavas naves. Y el héroe acometió de nuevo a troyanos y amazonas, para hacer en ellas gran destrozo.
Allí se encontró Aquiles con la hermosa Ainia, la de los pies veloces, la pelirroja de gustos sáficos que, aterrorizada, rezó pidiendo auxilio a la diosa Afrodita. La muchacha vio acercarse al imponente Aquiles, lanza en ristre, mientras el susurro de la voz de la diosa llegaba hasta sus oídos. "Sólo tienes una esperanza si quieres vivir. No ser una guerrera, sino una puta".
Ainia asustada, se lanzó hacia las rodillas de Aquiles, quien levantó en seguida la enorme lanza con intención de herirla, pero falló al arrodillarse la lloriqueante muchacha, clavándose la lanza en el suelo, codiciosa de cebarse en el cuerpo de la chica.
En tanto, Ainia suplicaba a Aquiles, y abrazando con una mano sus rodillas y, sujetándole con la otra la aguda lanza, le decía:
-Te lo ruego, poderoso Aquiles, respétame y apiádate de mí. Seré tuya y haré todo lo que quieras. Matarme te dará poca gloria pues no soy una buena guerrera. Durante las campañas me dedicaba a seguir a mis hermanas para gozar de sus cuerpos y que ellas gozaran del mío. Y ahora dejaré que mi culo sea prisionero de tu cuerpo si respetas mi vida.
La mejilla de la muchacha presionó la creciente erección del griego y lamió poco a poco la venosa verga, cubriendo su rostro de líquido preseminal. Durante un segundo, la mano de la diosa Afrodita, deidad del amor, acarició el rostro y la entrepierna de Aquiles, excitándole. El Pélida rió.
-Ah, joven zorrita, tu lengua va a dejar de probar los coñitos de otras mujeres y se va a enfrentar a la verga de un verdadero macho.
La despiadada mano del guerrero sujetó a Ainia por la nuca y, posando su férreo falo sobre los dulces labios de la amazona, la empujó para que tragase toda su verga. Sólo llego hasta la mitad del estoque, a pesar de que seguía empujándola la nuca.
-Glabs, glap... uf... gla.. agg....
Ainia no tuvo más remedio que abrir todo lo que pudo la garganta e ir tragando cada vez más carne hasta rozar las grandes y peludas bolas de Aquiles con los labios inferiores.
-Aaahhh... Nada como una buena mamada de un enemigo en medio de una batalla. -Rió Aquiles.
El héroe griego tapó traviesamente la nariz de la amazona y siguió empujándola. Casi podía notar cómo la punta de su verga rozaba el estómago mientras Ainia se volvía roja y las venas de su cuello se hinchaban sobremanera. Al borde la asfixia, la amazona comenzó a golpearle débilmente los costados y la cadera para que la dejase respirar. Aquiles no lo hizo inmediatamente. La tuvo unos segundos más, sonriendo, disfrutando de su dulce agonía.
Pronto, con un ronco gemido, eyaculó en la garganta de la mujer hasta tal punto que parte de su semen brotó por la nariz de ésta. Cuando la liberó y la pobre chica daba desesperadas bocanadas de aire, todavía varios chorros de la leche del guerrero brotaron de su verga y cubrieron mejillas, nariz, labios y frente de la desventurada chiquilla.
Desfallecieron las rodillas y el corazón de la troyana que cayó floja al suelo, respirando débilmente, su rostro cubierto de saliva, sudor y semen de su adversario. Aquiles se acuclilló frente a ella, su erección no había decaído un ápice tras descargarse.
-Y ahora, mi hermosa adversaria, tal y como prometiste, tu culo será prisionero de mi cuerpo. Ya sabes lo que tienes que hacer.
Ainia, temblorosa y con la respiración agitada, se colocó lentamente a cuatro patas y apretó su rostro contra la arena, humillada. Apoyó bien las rodillas para elevar su trasero hasta una postura apropiada. Con sus manos aferró sus nalgas, abriéndolas en gran medida para dejar a la vista su íntimo agujero trasero, un arrugado esfínter que hizo las delicias de Aquiles.
El Peleida se divirtió jugando con un dedo sobre el ojete de la muchacha, después metió otro y los movió en círculos. La amazona se quejó, con gemidos apagados y casi sensuales. Pero gimió de verdad, aterrorizada, cuando los dedos fueron reemplazados por un grueso falo de carne, venoso y oscuro.
El ariete fue incrustándose poco a poco por su diminuto y estrecho agujerito, mientras Ainia se quejaba y agitaba desconsoladamente, meneando inútilmente su cuerpo mientras el falo se introducía en sus esponjosas entrañas.
-¡Nggghhh... mi pobre culito... iiieeeaaaggghhh!!!
Pronto, Aquiles se enseñoreó de sus intestinos, partiéndole su interior en dos a cada frenética embestida. Ainia, sintiéndose completamente llena por el falo del héroe aqueo, casi se arrepintió de haber suplicado por su vida, por lo menos una espada de bronce entrando en sus entrañas hubiera sido un tormento más rápido y casi más clemente que ser sodomizada por aquel hombre incansable.
Aquiles rugió de puro éxtasis mientras se vaciaba en las tripas de la muchacha lesbiana. Fue una larga emisión de semen, llenándole las entrañas de su espeso puré y dejándose caer sobre Ainia, aplastándola contra la arena por el peso de su cuerpo. Así pasaron varios minutos, mientras Aquiles se recuperaba del fuerte orgasmo sobre la semidesvanecida amazona.
Cuando se incorporó, dio dos cachetadas a las castigadas nalgas de la chica mientras ordenaba a sus mirmidones que se ocupasen de ella mientras él se alejaba a reanudar el combate.
Ainia, desnuda y tumbada en el suelo como una muñequita a la que han cortado las cuerdas, su cuerpo empapado de los flujos de su vencedor, gimió cuando observó que los tres mirmidones que la observaban sostenían entre sus manos sus grandes vergas, masturbándolas hasta lograr un imponente tamaño, preparándose para poseerla por todos sus desflorados orificios.
-Oh, no... -suspiró la amazona.
Mientras tanto, Aquiles había reanudado la matanza de amazonas. Un carro conducido por dos mujeres se abalanzó hacia él, pero el Pélida arrojó su lanza contra una de las guerreras, Rigma, y la hirió en medio del cuerpo, su lanza se clavó en su tripa, derribándola del carro y crujiendo su cuello con la caída. Y como Aquiles viera que su escudera Areita torcía la rienda a los caballos para huir, le clavó otra lanza en su espalda mientras los corceles huían espantados.
Dos amazonas corrieron cargando contra el aqueo, gritando con furia homicida y enarbolando sus curvas espadas. Sin arredrarse, Aquiles arrojó su última lanza contra la primera, una mujer de largo cabello castaño de nombre Femíbrota, deteniendo en seco su correría y lanzándola hacia atrás varios metros por el impacto como si fuera una muñeca sin peso, quedando la mujer en el suelo desarbolada para siempre con la lanza brotando de entre sus pechos. La segunda, Halikarna, se confió ya que el héroe había quedado desarmado, pero le bastó a éste una bofetada con el canto de la mano para someter a la amazona. A continuación, Aquiles la abrazó por la cintura y la levantó en vilo del suelo, en un abrazo letal que ella fue incapaz de romper. Halikarna gritó desesperada mientras era estrujada hasta que se escuchó un sonido de huesos quebrados y la mujer quedó convertida en un pelele inerme en los brazos del guerrero, aplastada.
El semidios buscó más presas, ávido de sangre y gloria.
Una imponente mujer morena, musculosa y majestuosa, le salió al encuentro llevando dos lanzas. Cuando ambos se hallaron frente a frente, Aquiles fue el primero en hablar y dijo:
-¿Quién eres tú, mujer, y de dónde, que osas salirme al encuentro? Infelices de aquellas mujeres que se oponen a mi furor.
-Mi nombre es Pentasilea, hija de Ares y reina de las amazonas. Soy de la lejana Temiscira y vine mandando a las mis hermanas, aquellas que han sufrido fatalmente las consecuencias de tu cruel ira. Ahora las vengaré. Peleemos ya, Aquiles.
El divino Aquiles levantó su lanza y la reina Pentasilea, que era ambidextra, tiróle a un tiempo las dos lanzas: la una dio en el escudo, pero no lo atravesó por la lámina de oro que la ninfa Tetis puso en el mismo; la otra rasguñó el brazo derecho del héroe, del cual brotó negra sangre, mas el arma pasó por encima y se clavó en el suelo, codiciosa de sangre.
Aquiles arrojó la lanza, de recto vuelo, a Pentasilea con la intención de matarla, pero erró el tiro: la lanza de fresno cayó en la elevada orilla y se hundió hasta la mitad del palo. El Pélida, desnudando su espada junto al muslo, arremetió enardecido contra la reina, quien intentaba arrancar del escarpado borde la lanza de Aquiles: tres veces la meneó para arrancarla y otras tantas careció de fuerza. Antes de intentarlo una cuarta vez, acercóse Aquiles y metió su espada en la tripa de la mujer, quitándole la vida. La hirió en el vientre, junto al ombligo, derramando sangre por su estómago, con un quedo gemido que se apagó inmediatamente. Las tinieblas cubrieron los ojos de la mujer, que cayó anhelante.
Aquiles, blasonándose del triunfo, dijo estas palabras:
-Yaz ahí. Difícil era que tú, mujer virago, aún engendrada por Ares, pudieses disputar la victoria al hijo del poderoso Cronión. Dijiste que tu linaje procedía del dios de la guerra, mas yo me jacto de pertenecer al del gran Zeus.
Con la muerte de su reina, las amazonas huyeron espantadas en desbandada de la furia de aquel hombre invencible. Aquiles levantó su arma, oscurecida por la sangre y gritó su triunfo por toda la llanura troyana. Mas los dioses, le susurraron al oído palabras que el aqueo no pudo o no quiso escuchar.
-Oh, divino Aquiles, a quien engendró un padre ilustre y dio a luz una diosa, sí, parece que ahora eres invencible, inmortal. Pero tienes en el pecho un corazón de hierro. Un corazón que atraerá la cólera de los dioses, y también a ti te aguarda la muerte y la Parca cruel. Vendrá una mañana, una tarde o un mediodía y alguien te quitará la vida en el combate, hiriéndote con una lanza o con una flecha despedida por un arco.
Y el sol se puso en el horizonte, transcurriendo un día más en una guerra que no parecía tener fin.