Cantar de algas y ungüentos
De cómo un viril caballero / sufrió de oprobioso infortunio / un buen día de verano / (pongamos que fuera Junio)
CANTAR DE ALGAS Y UNGÜENTOS
Bajo un sol plomizo y justo,
Bordeando un bosquecillo
De chopos y de eucaliptos,
Cabalgaba un buen soldado
De su Majestad, vetusto.
Retornaba, y agotado,
Después de meses
De muy duro batallar.
Le dolían los brazos tanto
De tanto blandir la espada,
De montar las piernas tanto,
Y tanto la frente como las manos
Le sudaban polvorientas.
Por tanto, se iba acercando
Al castillo del Señor,
El Conde del Encinar,
Donde habitaba al abrigo
De la muralla cercana
Junto a su esposa y dos vástagos
Que lo esperaban con ansia
Desde hacía ya semanas.
Ya el grueso habría llegado
De la soldadería. Él hubo
De demorarse un buen rato
Por la herida en su montura,
La cual hubo de cambiar
Con una aldea topando.
Oyendo rumor de agua
Desvióse el caballero
Adentrándose en el bosque
Buscando descanso breve
Para él y su jamelgo.
Cruzaba el verdor del bosque
Un riachuelo limpísimo
A cuya orilla acudieron
El caballo y el jinete.
De bruces sobre aquel agua
Se saciaba aquel soldado
Y estaba el agua tan fresca
Que cayendo el caballero
En cuán desaliñado iba,
Decidió tomar un baño.
Y no hacía mal. No era cosa
Primordial ni indispensable
Para un soldado el aseo,
Mas, estando tan cercano
Con su señor el encuentro,
No era ningún desatino
Quitar la roña del cuerpo.
Desnudóse aquel buen hombre
De su pesada coraza,
Del escudo y de la lanza,
De su casco, de sus mallas,
De su calzado y sus calzas
Y, aspirando aire profundo,
Se zambulló en el agua.
Tras deleitarse la piel
Con el frescor del arroyo
Decidió frotarse el cuerpo
Con unas algas flotantes
Que en aquel río abundaban.
El arroyuelo fluía
Con una corriente afable,
Ni muy fuerte ni muy lenta
Que entre los muslos del hombre
Juguetona se metía
Meneando dulcemente
El badajo del soldado
Que, entre las piernas, sobre dos bolas,
Colgando bien se veía.
Habiendo estado el buen hombre
Durante meses sin hembra
Aquel meneíllo dulce
Le despertó la herramienta
Y pronto como una espada
Guerrera y desafiante
Se puso turgente y tiesa
asomando la cabeza
Encima del agua fresca.
Parecía aquel soldado
Un fauno terrible y fiero
Tan velludo y musculado
Con aquel miembro tremendo
Colorado y bien armado.
Se acarició el caballero
Con un puñado de algas
Su fierísimo instrumento
Pues claro está que aquél era
El más urgente de aseo.
Lo que no sabía el soldado
Es que por la su ignorancia
De la más simple botánica
Se estaba frotando el miembro
Con urticantes acuáticas,
Puede que anabaenas
O puede que con ribularias,
Algas aquestas dos
Que por igual abundaban
Y guardan en su interior
Un espeso jugo que
Al contacto con la piel
La incendian y la arrebatan
Con un furioso picor.
Al instante el caballero
Sintió el salvaje dolor.
Se le inflamaron las partes
Más nobles de entre sus carnes,
Lívidas se le pusieron
Y casi el doble de grandes,
Y por más que con el agua
Quiso el pobre refrescarse
No hubo manera ni maña
De que aquello se bajase.
Pasó el dolor poco a poco
Pero tornóse picor
Y rascando el hombre estaba
Cuando escuchó aquella voz.
Era la de algún mancebo
Que profundo resonaba
Tras el recodo del río
Que unas peñas ocultaban.
Temeroso el caballero
De algún rufián desalmado
Empuñó su larga espada
Y sigiloso acercóse
Oculto tras los matojos
De juncos que bordeaban
La orilla de aquel arroyo.
Era curioso de ver
Aquel hombretón peludo,
Desmarañado y barbudo
Con dos armas bien blandidas
A cual más brillante y larga.
Se asomó tras de la peña
Que formaba aquel recodo
Y descubrió a un hombre joven,
Barbilampiño y forzudo
Que como él se bañaba
En el arroyuelo manso.
Hablaba con su caballo
El joven mientras nadaba
Con voz fuerte y melodiosa,
Viril y muy bien timbrada.
Por las armas y el arreo
Del caballo, y por las ropas
Que al pie de un árbol se hallaban,
Pudo el caballero ver
Que viendo a un soldado estaba,
Y aún así siguió observando
Oculto entre las matas.
Salió el joven de las aguas,
Desnudo también andaba,
Y al salir, graciosamente,
El agua le resbalaba
Por en medio de las nalgas
Que eran, vio el caballero,
Carnosas, prietas y blancas.
Agachóse el jovenzuelo
Para recoger las riendas
Que de su caballo, sueltas,
Junto a la orilla flotaban
Y presentó al agacharse
Muy cerca de las narices
Del caballero escondido
Una esplendorosa raja
Que dividía las dos partes
De las remojadas nalgas.
También asomó un botón
En lo bajo de la raja,
Rosado, como un ojal
Encima de dos pelotas
Que colgaban encerradas
En sendas bolsas de piel
Brillantes del agua clara.
Sería culpa del picor
Que le atormentaba el alma
O puede que del ayuno
Forzado de la batalla,
Pero el caso fue que al hombre
Aquella visión viril
Nada le desagradaba
Pues su mástil contra el vientre
Le daba cabezonadas.
Un crujido de algún junco
Traicionero resonó
Rompiendo el agua
Y el muchacho, a viva voz,
Gritó: " ¿Quién vive?",
Enarbolando la espada.
Tuvo el oculto soldado
Que revelar su persona,
Mas sólo mostró cabeza,
La de arriba, se comprende,
Pues la de abajo, doliente,
Oculta tenía furiosa
Llevado de una vergüenza
Comprensible, aunque graciosa.
--"¡ Sal afuera y da la cara,
rufián, ladrón, o quien seas!"
--"No soy ladrón ni rufián,
sino caballero armado
de su Noble Majestad,
y si no salgo ni asomo
más que de mi cuerpo el rostro
es porque he sido víctima
de un desventurado mal
fortuito y vergonzoso".
Quedó el joven intrigado
De las palabras del rostro
Vetusto, barbudo y bravo
Y queriendo saber mas
Los dos hablaron despacio
Hasta que bien explicado
Y entendido quedó el caso.
Rióse entonces el joven
A mandíbula batiente
Y rogó al buen caballero
Que saliera de los juncos
Sin vergüenza ni pudor
Pues eran los dos soldados
Y hombres de mucho valor.
Salió el bravo caballero
Con su espada y con su porra
Mal escondida y doliente
Que morada e inflamada
Se mostraba reluciente.
Posó el joven la mirada
En el bulto prominente
Y su risa se cortó
Y cara de asombro puso
Y hasta le subió un rubor.
De pie y frente por frente
Ambos sobre aquella orilla
Sin hablar se contemplaban
Mirándose bien callados,
Uno por su gran pudor
Y el otro con la sorpresa
Petrificada en la cara.
Pues lo que el caballero
Entre las ingles mostraba
Excedía varias veces
Cualquier mazo o cualquier vara
Que el mancebo contemplara.
Sobrepasaba el ombligo
En medio cuerpo la fiera
Y por el grueso y la traza
Parecía berenjena.
Como el silencio azaroso
De la cuenta se pasaba
En la cuenta cayó el mozo
De que tal vez en su alforja
Encontrase algún remedio
Que su precavida madre
Sabiamente preparaba.
Buscó despacio y sin prisa
Y desnudo como estaba
Al agacharse, de nuevo,
Las nalgas le presentaba
Al turbado caballero
Que cada vez más inflado
Con la mano se apretaba
Todo el grosor de aquel monstruo
Que tanto le atormentaba.
Al fin pudo el jovenzuelo
Encontrar lo que buscaba
Y ofrecióse muy gustoso
A administrar el remedio
Al caballero afectado
De tan risible tormento.
--"Tumbáos, si a vos os place
para mejor acceder
a la parte dolorida.
0s aplicaré este ungüento
que casi todo lo cura,
igual herida de flecha
que pedrada o picadura".
Extendió cuan largo era
Su corpachón el soldado
Sobre los musgos mullidos
Del escondido ribazo
Y allí despuntó su lanza
Enarbolada en el viento
Tremenda cosa morada
De picor y sufrimiento.
El joven puso en sus palmas
Una pizca del ungüento
Y rodeando con ellas
El poderoso instrumento
Lo extendió con mano experta
Del tejado a los cimientos.
Tuvo que usar mucho más
Pues aquel tronco caliente
Lo absorbía con una sed
Insólita, de una vez,
Casi inmediatamente.
--"¿Os duelen también aquestos?",
preguntó el joven valiente,
sopesando en una mano
los dos cojones ardientes.
--"Sí que duelen, a fe mía,
más que un dolor de dientes".
Y siguió con su pomada
El soldadito extendiendo,
Palpando, acariciando,
Repartiendo lentamente
El maravilloso ungüento.
Y aunque valiente y bravío,
Estando también privado
De todo roce carnal,
Turbado y entrecortado
Tornóse su respirar,
Y poco a poco en su rabo
Fue quemándole un furor
Y cual pitón enroscada
Fue desenroscando presto
Toda su larga extensión
Hasta quedar bien enhiesto.
Por el rabillo del ojo
Vio nuestro caballero
Aquel reciente suceso
Y mucho más encendido
Por las suaves caricias
De aquella mano calmante,
Preguntó el descarado:
--"¿ Qué os sucede, bello infante?
¿Acaso también usasteis
de las algas urticantes?".
Dicho esto, incorporóse,
De las caderas asióle,
La vuelta de un golpe dióle
Y contra el culo apretado,
Estando tan lubricado,
Con prontitud enculóle.
--"¡ Ay, señor, que me matáis...!
¡muerto soy! ¡me desfondáis!
¡ay de mí,
que en dos trozos me partís!
¡ay, señor, señor, señor!
¡ay, ay, ay!
¡pero qué bien que me enculáis!
En corto espacio los dos
Soltaron sus humedades,
Vistiéronse, despidiéronse,
Y doloridos los dos
Cada uno de sus partes
Marcháronse cada uno
A sus respectivos lares.