Candido o la pesadilla de ser vulnerable

Cándido es un chico que se cree todo lo que le dicen. Necesesita ayuda.

Cándido, o la pesadilla de ser vulnerable

1 – En el colegio

Cándido era un chico que pasaba de curso en curso conmigo. Estudiamos juntos casi diez años y no cambió en ninguno de sus aspectos. Yo pensaba que los padres le habían puesto aquel precioso nombre de pila sabiendo cómo iba a ser su carácter. Era más bien alto, delgado, no muy fuerte y, evidentemente, tímido. Cuando éramos pequeños – a los diez u once años, supongo -, su aspecto era muy distinto al que conocí cuando salimos de aquel colegio. Llevaba siempre el pelo corto, de color castaño claro, cara redondeada y mirada triste. No se distinguía de nadie en su vestimenta, pues ni era desastrosa ni lujosa, aunque llevaba siempre los pantalones bastante ajustados. Me encantaba mirarle los pies. Siempre llevaba unas botas con cremallera y, en rara ocasión, lo vi con zapatos acordonados.

No siendo ninguno de los dos aficionados al fútbol, nos reuníamos en el recreo con otros dos chicos también tímidos y, además, no muy buenos estudiantes.

Hablábamos de todo… bueno, de todo lo que entonces alcanzaba nuestro grado de conocimientos, pero nunca hablaba de chicas (como yo, todo hay que decirlo) y un día me pareció oírle decir algo que le llamaba la atención de un compañero. No recuerdo la frase, por más que me esfuerce, pero yo entendí que aquel chico que corría jugando tras la pelota, le hacía pasar horas enteras pensando en él.

Desgraciadamente, la inocencia de la infancia y la juventud es siempre muy cruel. Los compañeros eran crueles con él. Despedía inocencia y candidez y allí atacaban todos. Era una pesadilla. Pero como casi siempre me tenía a su lado, casi siempre era yo el que daba el paso al frente y, en muchas ocasiones, tuve castigos por defenderle. No puedo decir que entonces estaba enamorado de él; éramos muy jóvenes. Lo que sí puedo asegurar es que Cándido no quería separarse de mí y no se comportaba conmigo como con el resto de los compañeros. Si por un lado era muy tímido y se dejaba llevar a cualquier encerrona, por otro lado, no sentía el más mínimo pudor por cogerme de la mano para andar por la calle y besarme sonriéndome. Era muy guapo, pero cuando salimos del colegio, su belleza había aumentado de una forma tal, que algunas amigas mías me rogaban que les presentase a aquel chico, que, en algunas ocasiones, aparecía con una gorra ladeada con varios pines de colores. No tenía el más mínimo sentido del ridículo, pero podías contarle el cuento más increíble y se lo creía.

2 – En la facultad

Terminamos aquellos estudios y fuimos a la misma facultad. No nos separábamos nunca. Cualquiera con un poco de astucia y malicia podía pensar que éramos pareja, pero yo no sabía nada más que vivía con sus padres y que seguía siendo Cándido. Nunca se me había insinuado.

Un día, en esos comentarios que encajaban perfectamente en su inocencia perpetua, me dijo que había conocido a un chico que se llamaba Esteban. Yo conocía a ese elemento. La forma en que me lo dijo me dio a entender que entre ellos podría haber algo más que una simple amistad, pero no le hice ningún comentario. Lo quería demasiado.

Estuvimos sin vernos casi un mes y me asusté, pero no tenía otra forma de localizarlo sino ir a su casa. Luego, pasó ya tanto tiempo, que pensé que podría haber sufrido un accidente o estar muy enfermo, así que me decidí a ir a su casa un fin de semana.

Cuando su madre abrió la puerta, vi unos ojos ojerosos y muy tristes y el piso estaba muy silencioso. Su padre, por ley de vida, había ido a su trabajo y su madre me hizo pasar casi sin decir una palabra ¡Dios mío! ¿Cómo había salido una belleza tan espectacular de una mujer tan poco atractiva?

Entramos por el pasillo hasta una puerta cerrada y llamó con cautela. No hubo respuesta, así que la madre le dijo que Iván había ido a verle y que estaba allí en la puerta. Se dio la vuelta y se fue para el salón. Me quedé mirando las paredes un rato y ni siquiera quise llamar otra vez y decirle con mi propia voz: «¡Cándido, soy Iván; ábreme!».

Me eché en la pared y mi vista se perdió enfrente. Su madre no había dicho nada. No sabía si estaba enfermo o accidentado y comencé a sentirme muy mal hasta el punto de desear salir al salón y volverme a casa… pero se abrió la puerta lentamente y no más de diez centímetros. Asomaron allí una cara enjuta y unos ojos tristes que me miraron sin expresión. Me pegué a la pared aterrorizado y sin poder moverme, hasta que oí su voz débil.

  • ¡Iván! – dijo - ¡Has venido!

Abrió la puerta y entré en un dormitorio desordenado, oscuro y maloliente.

Estaba en pijama y se sentó en la cama deshecha.

  • ¡Siéntate ahí! – me señaló una silla - ¿Por qué has tardado tanto en venir?

  • ¡Los estudios, Cándido! – le dije - ¡No podemos dejar los estudios! Quiero verte. Te he echado mucho de menos ¿Puedo levantar un poco la persiana?

  • Sí, levántala – dijo -, tú sí me mereces la pena ser visto, pero no te va a gustar verme como estoy.

  • No me importa cómo estés – le dije -; si estás feo o estas mal, voy a ponerte tan guapo como antes y estaremos siempre juntos.

  • ¿Siempre juntos? – dijo asustado -.

  • ¡Bueno, hombre – le aclaré -, siempre que quieras!

Cuando levanté la persiana, se tapó los ojos con el brazo y, poco a poco, lo fue apartando ¡Joder! ¡Aquel chico no era Cándido! Estaba blanco, delgado, con los ojos hundidos y la mirada perdida. Hice un esfuerzo y me acerqué a él.

  • ¡Cándido! – le dije acariciándolo - ¡El chico del que nunca debería haberme separado! ¿Por qué estás ahora tan lejos de mí?

  • Me engañó, Iván – dijo -; aquel tío me engañó.

  • ¿Por qué no me dijiste nada? – le pregunté acariciándole la cara -; tú sabes que yo siempre he estado contigo.

  • ¡No me dejaba ver a nadie! – dijo - ¡Me enamoré de él hasta olvidarme de todo lo demás!

  • ¿De quién?

  • No importa el nombre – respondió mirándome -; me apartó de todo. Me entregué a él hasta que se fue.

  • ¿Te dijo que estaba enamorado de ti… - pregunté con cuidado

  • y te abandonó?

  • Me llevé todo a su casa – dijo -; mi ropa, mis recuerdos, mi dinero… Una mañana no estaba. Lo esperé tres días en aquel piso sin comer ni beber y salí a buscarlo. No estaba. Mis cosas tampoco estaban. Al salir para buscarlo, ya no podía entrar más; no tenía llaves.

3 – En la calle

Me propuse quitarle tiempo a mis estudios y recuperar aquella belleza que paraba a la gente que se le cruzaba – fuesen chicas o chicos -. Le pedí que me esperase para pedirle permiso a su madre. Yo sabía que iba a escuchar mi conversación detrás de la puerta, así que le dije a la madre que me diese permiso y tiempo para hacer que Cándido fuese otra vez el que era; el que yo conocía. Le pedí permiso para ir a su casa todos los días un rato a hablar con él, asearlo, alimentarlo. La madre, deseosa de ver a su hijo llevar una vida normal, me dijo que fuese todo el tiempo que me hiciera falta y, cerrando antes la puerta del salón, me llevó a la cocina y me habló en voz muy baja:

  • Mi Cándido es muy bueno, pero no sabe defenderse de los demás; de esos que siempre se nos acercan a engañarnos, incluso a hundirnos. Volvió a casa después de irse a vivir con un amigo. Yo sé cuáles son sus sentimientos y no me importa; es su vida. Me gustaría que si un día se enamorara de otro chico lo cuidara y lo mimara, pero este se ha aprovechado de él de tal forma que le ha quitado todo. Vino a casa y, cuando llamó no lo conocí. Prométeme que vas a recuperar a mi hijo.

  • Sí, señora – le dije -, se lo prometo, pero además lo va a ver usted con sus propios ojos, aunque algunas cosas le disgusten, porque todo lo voy a hacer aquí antes de sacarlo a la calle.

  • ¿A la calle? – preguntó extrañada -. Vino el médico de urgencias cuando le dio una crisis y, tomándonos aparte, nos dijo a su padre y a mí que Cándido sufre un trastorno mental que se llama agorafobia. Es pánico a salir a la calle y a hablar con gente. Por eso está ahí encerrado. Tiene miedo a que le hagan más daño.

  • Sí – le dije -, es posible que tenga algún trastorno, pero a mí no me teme; me conoce muy bien y siempre he sido su mano derecha. Déjeme primero recuperarlo y luego enseñarle que casi nadie es bueno y que no debe fiarse ni de mí. Lo que vea usted que hago con él en esta casa no debe asustarla, pero no intervenga, por favor, necesito estar a solas con él. Luego tiene que acostumbrarse a salir al salón a comer con sus padres, a ver la tele, a hablar. No me malinterprete, señora, pero quiero a su hijo y lo quiero para mí. Quiero lo mejor para él.

  • ¡Haz lo que quieras; lo que tengas que hacer! – sollozó -, pero devuélveme a mi Cándido.

  • Avise a su marido – le advertí -; dígale que vea lo que vea, no intervenga para nada. Si es demasiado para él, aconséjele que se vaya a dar una vuelta por la calle mientras yo esté aquí. Yo sé que usted va a aguantar; es su madre. Esta tarde tengo clases. Siempre voy a clases por la tarde. Usaré la mañana para estar con él, la tarde para las clases y no sé qué otro tiempo para estudiar y dormir.

4 - La terapia

Fui al día siguiente a su casa muy temprano. Pensaba que debería empezar cumpliendo un horario bastante severo, pero el primer día todo iba a ser distinto. Los ojos enrojecidos de su madre me abrieron la puerta con un hilo de esperanza y me hizo pasar. Le aconsejé que pusiese la tele y se sentase en el salón. Pasé al dormitorio de Cándido, llamé a su puerta y entré sin esperar.

  • ¡Aquí está Iván con su niño! – le dije - ¡Vamos!, levantemos la persiana y despertemos. Voy a venir todos los días a verte, precioso. No vas a tener que ir a ningún lado, pero vamos a recuperar esa belleza ¿Te gustaría?

  • Sí, sí, sí – contestó medio dormido -, ven a verme.

  • Pues vamos a empezar por el principio, guapo – lo destapé - ¡Levántate! Tengo estudios y necesito venir temprano. Son las nueve ¿Sabes? Todos los días te levantarás a la nueve conmigo ¡Arriba valiente, que está aquí Iván contigo!

Se levantó despacio pero sonriendo tímidamente. Le puse sus zapatillas y lo pasé al baño mientras le contaba cosas en voz alta volviendo a su habitación y abriendo la ventana. Avisé a la madre y le dije que, por favor, ordenase y limpiase su cuarto mientras lo llevaba al baño.

  • ¡A ver, Cándido! – preparamos el aseo - ¿Te gustaría verme desnudo como cuando hacíamos gimnasia en el colegio?

  • ¿Desnudo? – se ilusionó - ¿Vas a desnudarte?

  • ¡Hombre, claro! – le dije -, vamos a bañarnos para estar limpitos ¿No pensarás que me voy a meter en el baño contigo con la ropa puesta?

  • ¿Te vas a bañar conmigo? – no podía creerlo -.

  • Sí – le dije sonriéndole y desnudándome -. Hoy nos vamos a bañar juntos; tú y yo. Los demás días ya podremos ducharnos. Espero que me sepas lavar bien. Tienes que asearme.

Entorné la puerta y me fui quitando el resto de la ropa. Luego me acerqué a él y le quité el pijama maloliente poco a poco. Finalmente, con mucho cuidado, le quité los calzoncillos. Estaba claro que no se aseaba desde hacía tiempo, pero no se asustó ni me dijo nada. Se quedó mirándome y seguía sonriendo.

  • ¡Vamos, guapísimo! – le dije -, la bañera ya está llena de agua muy calentita. Me meteré antes yo ¿Vale? Luego te ayudaré a meterte.

Me metí en la bañera y le sonreí.

  • ¡Venga! – lo llamé con un gesto de la mano - ¡Ahora te toca a ti!

Se acercó despacio y lo tomé por las manos. Miraba mi cuerpo sorprendido.

  • ¿Te gusta, eh?

  • ¡Sí! – me miró embobado - ¿Puedo tocarlo?

  • Vas a tener que tocarlo – le dije -, tienes que enjabonarme y asearme bien. Yo haré lo mismo contigo ¿Vale?

Asintió y nos sentamos los dos en la bañera sumergidos en el agua. Yo le fui dando el gel de baño a él y él a mí. Nos reímos mucho cuando tuvimos que lavarnos algunas partes más íntimas y noté que se empalmó. Luego vacié la bañera de agua sucia y lo enjuagué muy bien con la ducha. Lo ayudé a salir de la bañera y, abriendo un poco la puerta, llamé a la madre para pedirle ropa limpia para Cándido. Cuando lo vestí y se puso delante del espejo, me miró ilusionado.

  • Ahora hay que lavarse también la boca – le dije -, pero eso es cosa tuya. Yo me la lavaré antes para que veas cómo lo hago. ¡Traigo mi cepillo de casa!

  • Yo sé lavarme los dientes – me dijo -, pero quiero ver cómo lo haces tú.

Me cepillé los dientes (ya me los había cepillado en casa) y me miró atentamente. Luego le tocó a él.

  • ¿Ves? – le dije - ¡Mira qué guapo estás ahora! ¡Mírate en el espejo y sonríe!

Se sintió muy ilusionado.

  • ¿Te gusta como va quedando la cosa? – pregunté -, pues así irá mejorando todos los días. Vendré a llamarte a las nueve, nos ducharemos juntos (le guiñé un ojo) y te ayudaré a vestirte hasta que lo hagas tú solo ¡Vamos al salón con mamá!

Lo tomé de la mano y salimos al salón. La señora se levantó con la boca abierta al verlo limpio y sonriente.

  • ¡Mi Cándido, es mi Cándido! - me miró llorando -.

  • ¡Vamos, señora! – le dije -, que ya sé que es muy guapo, pero no para emocionarse tanto ¿Ha hecho usted limpieza donde le dije?

  • Sí, sí, hijo – contestó sin apartar la vista de él -; ya está todo como nuevo.

  • Pues ahora quiero que me explique usted lo que ha estado comiendo estos días mi niño – le eché el brazo por encima –; cuando ha estado un poco triste.

Me dijo su madre que los primeros días no quería ni siquiera beber agua, pero que había estado tomando zumos y leche con galletas.

  • ¡Ah, zumos y leche! – lo miré sonriente -, pues ahora, como es temprano, vamos a tomarnos un vaso de leche con galletas y, luego, va a preparar mamá unas lentejas, que se hacen rápidamente, pero las tomarás batidas; en puré. Sólo un poco ¿De acuerdo? Hasta que ya no tengas más ganas.

Volvió su cara hacia mí y, a pesar de la advertencia que le hice a la madre, me sentí muy tenso. Acercó su cara a la mía y me besó en los labios. Su madre no hizo ningún gesto.

  • Sentémonos a ver la tele – le dije -; mientras tanto mamá preparará el desayuno y la comida.

  • ¿Te quedarás a comer aquí, no, hijo? – me preguntó la madre -. Voy a hacer las mejores lentejas que hayas probado.

Necesitaba ir a casa a por los libros para ir a clase, pero sería muy importante que Cándido me viese allí comer con él, así que le dije a la señora que estaría encantado de compartir su mesa. Cuando caminaba lentamente hacia la cocina, volvió la cabeza, me miró y la movió en un gesto de aprobación.

5 – Un paso definitivo

No fueron muchos los días que tuve que ir a recuperar a Cándido, la belleza ingenua. Comenzó a comer sólido y más cantidad; cambió su sonrisa, su comportamiento, el color de su cara y su comportamiento con nosotros.

Pocos días después, estando en la ducha, me cogió la cara con delicadeza y me besó bajo el agua. Me miró sonriente y se dio la vuelta dándome la espalda. Se inclinó hacia adelante y se apoyó en la bañera. Lo miré asustado. Volvió la cara y me miró feliz.

  • ¡Fóllame! – dijo -. Esteban decía que si estaba enamorado de él debería dejarme follar.

  • Pues me parece que Esteban te engañó, bonito – le dije agarrándolo por las caderas -; si quieres, si te gusta, te follo, pero eso no impide que tú me folles a mí.

Puse la punta de mi polla en su culo sin apretar casi nada y seguí hablando.

  • ¿Por qué no me follas tú a mí? Me gusta – le dije acariciándolo -. Yo te quiero y el amor se demuestra de muchas formas. Me basta con que me beses en la mejilla.

  • ¿Me quieres? – se extrañó -. Esteban me dijo que tú no me querías. Por eso no quería que hablase contigo ni con nadie.

  • ¡Te quiero, joder! – le grité - ¿Es que estoy aquí todos los días cuidándote como si fueras un perro?

Me miró extrañado, pero no cambió la postura y, con un tono de cierta agresividad, gritó: «¡Fóllame, cojones! ¿No ves que te quiero?».

Me agaché sobre él y lo abracé empujando un poco.

  • Está claro – le susurré -; nos queremos. Eso significa que voy a darte placer por el culo, Cándido, pero también significa que quiero que me lo des todo. Esta noche no me voy a casa, me quedo aquí contigo porque sé que no te apetece salir, pero vamos a querernos; no vamos a follarnos ¿Entiendes lo que te digo?

Esperó un rato con la respiración agitada y movió la cabeza.

  • No te preocupes – continué -, nadie se va a asustar porque nos acostemos juntos. Entonces, haces lo que desees si me quieres. Yo no pongo condiciones.

  • ¡Fóllame, cojones! – volvió a gritar -; ¡estoy esperando!

Empujé despacio primero, pero me di cuenta de que él empujaba para que apretase más. Le metí la polla hasta el fondo ¡Joder! No podía imaginarme que algún día iba a pasar eso con Cándido, mi amigo bellísimo, el tímido, el que jamás me había dicho «me gustas». Comencé a moverme y lo agarré con fuerzas hasta que volvió su cabeza y tiró de mis pelos y comenzó a morderme los labios con ansiedad. No pude aguantar mucho y me corrí apretándolo con todas mis ganas. Se levantó poco a poco y me miró sonriendo. Nos besamos bajo el agua mucho tiempo y, agachándose, me enjabonó la polla con suavidad y la enjuagó. Salimos del baño y nos liamos en una misma toalla. Ya vestidos, le dije a la madre que tenía que hablar con ella, nos despistamos un poco en la cocina y le dije que tenía que quedarme a dormir aquella noche con Cándido. Aquella mujer, cuya cara había cambiado mucho, cuya belleza comenzaba a asomar, me tomó la cara, me miró riendo y dijo: «¿Por qué me pides permiso?».

Hasta que llegó su padre, estuvimos sentados en el sofá con la madre. No entendía demasiado bien la situación. Cándido me besaba a menudo en la boca y me acariciaba la pierna y la polla. Su madre ni siquiera nos miraba, sino que me pareció sentirse feliz.

  • Tenía un hijo adorable – me dijo -, alguien me lo arrebató y ahora siento que tengo dos hijos.

  • Me halaga, señora – le dije -, si puedo ayudarla en algo más me sentiré muy satisfecho.

  • Sí, Iván – me contestó -, mi hijo te quiere ¿Tú lo quieres?

Me quedé pensando asustado. No sabía qué quería decir aquella mujer, pero le contesté con un poco de ambigüedad:

  • Yo quiero a Cándido como si fuésemos hermanos. Lo quiero, claro… si no, no estaría aquí.

  • Pues si tú lo quieres como él te quiere a ti – me dijo -, no te separes de él. Sé que te puede sonar raro, pero conozco muy bien los sentimientos de mi hijo y sé, sin duda alguna, que quiere tenerte. Ya me comprendes. No temas por lo que yo pueda pensar. He visto lo que has hecho por él. Hay que querer mucho a alguien para hacer eso. Por mi parte, como madre, desearía que ojalá fueses tú su pareja.

  • ¡Señora! – me asusté -, quiero a Cándido mucho; más que a nadie y puedo jurarlo. Eso de la pareja, si no es inconveniente, creo que deberíamos decidirlo nosotros.

Y delante de su madre, me miró Cándido con ojos tristes.

  • ¿No quieres ser mi pareja?

Me abrazó llorando y su madre seguía muy relajada oyéndonos, así que dije lo que me pareció lo más apropiado:

  • Cándido, querido mío ¿Cómo puedo demostrarte que te quiero? Para que tu madre y tú no tengáis la menor duda, mañana mismo estoy dispuesto a preparar los papeles para casarnos. Eso ya no es algo extraño.

  • ¿Te casarías conmigo? – saltó de felicidad - ¡Júralo, Júralo!

  • No, Cándido – le contesté acariciándolo -, no necesito jurar lo que ya está decidido.

  • ¡Mamá, mamá! – gritó a su madre - ¡Nos casamos!

Y ante mi sorpresa, se levantó la madre, nos besó a los dos y dijo sonriente:

  • ¡Hijos, esto hay que celebrarlo! Traeré un buen vino.

6 – Los cambios

Llegó el padre a la hora del almuerzo y la mesa del salón estaba preparada con el mejor mantel, la mejor cubertería, la vajilla para ceremonias e incluso flores y velas. Al entrar aquel hombre, más bien rudo, se quedó perplejo.

  • ¿Hay algo que celebrar?

  • Sí, querido – se le acercó la madre -. No soy yo la que debería decírtelo, pero me hace feliz ¡Nuestro pequeño Cándido y su amigo Iván, que lo ha salvado de su tristeza, van a casarse!

  • ¿Cómo? – dijo el padre disimulando su espanto - ¿Cándido se va a casar con Iván? ¡Joder! – disimuló también su criterio sobre el asunto y se quedó pensativo -. Si se quieren y quieren estar juntos, no seré yo el que me oponga. Son mayores de edad.

Cándido saltó de alegría y fue a besarlo y yo me quedé en mi sitio a la espera de reacciones. El padre se acercó a mí muy serio, me puse en pie y esperé también su reacción. Me dio la mano apretándome y tiró de mí para abrazarme golpeándome la espalda.

  • Mi hijo y mi mujer deben estar muy felices – dijo -, pero no puedo negar que Cándido no va a encontrar a otra persona como tú ¡Celebrémoslo!

El almuerzo fue una verdadera celebración. Cándido y yo nos sentamos juntos a un lado de la mesa y sus padres al otro lado. No sé cómo aquel hombre tan serio y de aspecto de macho aguantó el ver cómo Cándido me besaba y me abrazaba de vez en cuando. Quizá, el verlo feliz después de verlo cerca de la muerte, también lo llenaba de gozo.

Por la tarde fui a la facultad sólo para saber los temas que se estaban dando y, al llegar a la puerta, encontré a Esteban que me miró indiferente. Me acerqué a él y le dije que nos alejásemos un poco para fumarnos un cigarrillo. Cuando me di cuenta de que estábamos bastante retirados, me volví hacia él y, sin gesto ninguno, comencé a hablar.

  • Me parece, Esteban, que tienes una maleta llena de cosas que no son tuyas.

  • ¿Cómo? – me miró asustado -. Yo no te he robado nada.

  • Sí – le contesté -. Me has robado; y mucho. Esa maleta tiene dinero, ropa, discos… Es de Cándido ¿Ya no lo recuerdas? ¡Qué mala memoria! Quiero que dejes cada una de las cosas que contenía en su sitio: que no falte nada. Mañana, a las ocho y media de la mañana, me la entregarás aquí mismo.

  • ¿Mañana? – exclamó -. No sé dónde están las cosas. Algunas ni las tengo.

  • Sí falta algo – le dije indiferente -, lo buscas o lo compras; me da igual. Lo quiero todo ¡Todo! Si falta una sola cosa, te juro que te haré la vida tan imposible como se la has hecho a Cándido, pero tres veces más de tiempo.

  • ¿Qué dices? – comenzó a temblar - ¡Me va a ser imposible!

  • ¿Ves? – le dije -, si no te dedicaras a destrozar con facilidad la vida de la gente, no te sería tan difícil luego reponerla.

Me levanté y tiré la colilla con desprecio.

  • ¡Mañana aquí a las ocho y media! ¡No me faltes, que no soy cándido como otros!

Apreté el paso y seguí oyéndolo gritarme cosas, pero no le hice caso.

Una vez que supe lo que me interesaba, me fui para casa de Cándido ¡Oh, sorpresa!; nadie me esperaba tan pronto.

  • Voy a ir a casa a por algunas cosas – les dije -, pero volveré enseguida.

Me acerqué a Cándido y nos abrazamos.

  • ¡Ah, querido Iván! – musitó -, aunque me dé pánico pisar la calle, estoy deseando de ir a la boda.

  • ¿Sí? – lo besé -, pues ve perdiendo el pánico ese. Si te asusta encontrarte con alguien en especial, vas a ir conmigo y te tengo una sorpresa, porque te va a ser muy difícil encontrarte con quien no quieras. En la calle no te va a pasar nada, porque siempre daré el primer paso como en el colegio. No vas a perder el curso; estudiaremos juntos.

Su padre me miró extrañado ¿Por qué hacía yo todo aquello?

Fui a casa a por algo de ropa limpia y unos libros y volví en menos de una hora. La madre quiso darme una copia de la llave de la puerta, pero le dije que aunque fuese un trastorno para ella, prefería llamar y que me abriese.

7 – El comienzo y el final

Pasamos la tarde juntos, cenamos y vimos un poco la tele y nos fuimos a la cama temprano; le dije que tendría que madrugar. Era la primera vez que me acostaba con él, pues no quise tener en cuenta nuestros besos ni su penetración en el baño. Pensaba que iba a desvivirse por hacerme feliz; y así fue. Nos abrazamos desnudos y nos acariciamos, pero todo terminó en una paja fantástica. Me miró sonriente en la penumbra, me tapó bien con la colcha y se abrazó a mí:

  • ¡Duerme, cariño – dijo -, que mañana tienes que hacer cosas y hay más noches por delante!

Estaba agotado, así que me quedé dormido muy pronto, pero cuando desperté encontré a Cándido mirándome y me besó.

  • He cuidado de ti toda la noche – me dijo - ¿Has descansado bien?

  • Sí, mi vida – le dije - ¡Gracias por estar pendiente de mí! Voy al baño, desayunaré algo y me voy corriendo, que ya casi llego tarde.

  • ¿Traerás los papeles para casarnos?

  • ¡Pues claro! – le dije -, por eso tengo que irme tan temprano. Tengo varias cosas que hacer y, esa, es la más importante ¡Dame un besito, me voy!

Cuando salí a la calle aún era de noche. Tomé un taxi para llegar a tiempo a la facultad y ya estaba allí temblando de frío Esteban con la maleta.

  • ¿Está todo?

  • Sí – contestó no muy seguro -, está todo; de verdad.

  • Pues no me fío de ti, chaval – le dije -; vamos a tu casa que yo eche un ojo.

  • Lo siento, capullo – me respondió con sorna -, en mi casa no entra nadie.

  • ¡Ah! – le contesté -, eso no lo sabía, pero Cándido seguro que sabrá si le falta algo. ¡Adiós, cobarde! La próxima vez aprovéchate de alguien que sepa defenderse. Atacar a alguien que se te entrega es de hijo de puta para arriba.

Me volví con la pesada maleta sin volver a mirarlo y entré en un bar a tomar un café mientras abrían las tiendas. Necesitaba entrar en una casa de pinturas.

Cuando pasó el tiempo, compré un buen bote de silicona, me fui a la casa de Esteban y, con cuidado de que nadie me viese, llené de silicona de secado rápido las dos cerraduras que tenía y la mirilla ¡Joder! ¡Era verdad! En aquella casa no podía entrar nadie.

Llevé la maleta para que Cándido se entretuviese en ver sus cosas. Al verlas, se echó sobre mí besándome y llorando.

  • No me llores, bonito – le acaricié -, quiero que mires todo lo que viene y cada cosa que falte, por muy pequeña o sin importancia que te parezca, me la apuntas en una lista. Estoy seguro de que faltan cosas, pero aparecerán; eso te lo juro.

Después me fui a preparar los papeles para la boda. No puedo decir que el ayuntamiento estuviese a rebosar. Ni siquiera había cola. En poco tiempo, volví a casa y nos sentamos en una mesa a prepararlo todo. La sonrisa de Cándido y de su madre no había forma de borrarlas ni con una bomba. Para mí, sinceramente, eso de casarse no era más que un símbolo, pero ese símbolo lo necesitaba mi niño para creer definitivamente en mí. A partir de entonces, podría decirle a cualquiera que intentase engañarle, que su marido, Iván, le iba a preparar la boca para que fuese al dentista a hacerse algunas endodoncias y a que le colocasen unas buenas fundas.

Cuando salimos del ayuntamiento casados, nos esperaban sus padres con sus mejores galas, algunas primas y primos aplaudiendo y algún familiar más. Me miró y cayeron sus lágrimas con una sonrisa.

  • ¡No, no me llores ni de felicidad! ¡Tu pesadilla se ha acabado!