Canción de cuna para un monstruo
La vocación de una enfermera es puesta a prueba por uno de sus pacientes.
CANCIÓN DE CUNA PARA UN MONSTRUO
El paciente de la 33-27 , Jacques Dourant , deslizaba la parte plana del cristal partido sobre mi cara, oprimiéndome la mejilla, amenazando con pinchar el pómulo con la punta, hasta el punto en que yo misma podía imaginar con total precisión la herida que me produciría. Cómo el vidrio entraría por mi carne y se deslizaría sobre el hueso sin apenas resistencia, como cortando mantequilla. Apenas un poco de presión, una sensación fría, y la arista saldría por mi párpado inferior, ocupando por un momento todo el campo de visión de ese globo ocular. En los veinte segundos siguientes el corte dolería horriblemente, y habría de hacer esfuerzos para no convulsionarme y convertirlo en un desgarro.
No sabía si tendría suficiente fuerza de voluntad.
Su mirada amenazante y burlona parecía preguntárselo también. A solo un dedo de distancia, Jacques observaba con curiosidad a través de mi pupila la blanca equis de la catarata que acabaría dejándome ciega, con o sin la colaboración de él, como si pudiera ver el interior de mi cabeza. Saber si no me movía por obediencia o si estaba paralizada por el miedo. Había algo en el modo de dejarme hacer que le resultaba sospechoso, como un animal que se hiciera el muerto para que perdiera el interés. Por Dios que eso mismo sería lo que se encontrara si pretendiese violarme: carne inerte. No iba a darle la satisfacción de gritar, arriesgándome a alterarlo aún más. Si de mí dependía iba a obtener tanto placer como si estuviera jodiendo con una esposa.
Tendida en un charco de agua a los pies de la bañera donde lo había estado lavando, solo tenía que mantenerme tan quieta como fuera posible, no darle problemas, y tal vez se conformase con saltarme los dientes, romperme las costillas de un par de patadas motivadas por la frustración de no poder correrse. Los hombres con su patología, lo intuía ya, sentían una necesidad predatoria: pues bien, conmigo se tendría que conformar con carroña o reventar del hambre.
Gota a gota, noté derramarse algo caliente sobre mis labios. Una. Dos. Tres. Cuatro... Un sabor metálico abriéndose camino hacia mi garganta, amargo, inconfundible. Jacques estaba sangrando; el borde afilado del espejo roto le cortaba la mano al asirlo. Había sido tan rápido al partir de un golpe el que había sobre el lavabo y agarrar el pedazo, que no había tomado siquiera la precaución elemental de envolverlo en un trozo de papel higiénico o tela para no hacerse daño primero.
Dourant estaba por lo demás helado. Encaramado a mí como una araña -todo articulaciones, todo ángulos- su cuerpo delgado y desnudo tenía el vello oscuro completamente erizado, acariciando mi piel expuesta por la bata con su carne de gallina. Vibraba conmigo, con cada latido, temblando de frío, nerviosismo y pura excitación.
Buena parte de su cabello mojado se me adhirió a la cara al firmar su frente contra la mía; sus mechones castaños entrándome por las orejas y los orificios de la nariz , pegajosos como algas, mientras me daba un beso de niño pequeño tras otro en la mejilla. Leves, delicados besos de mariposa, con una timidez contradictoria, absurda y temible.
La amenaza del vidrio, después de todo, seguía allí.
El interno me aplastaba contra el suelo de baño, apoyando su rodilla en mi pecho, firmando parte de su peso sobre mí para mantenerme inmóvil. A pesar de su cercanía, no me atrevía a mirar su sexo, por temor a encontrarlo erecto, preparado. Era demasiado consciente de que estaba ahí, de que terminaría haciendo contacto en algún momento con mi clavícula. Podía anticipar el modo en que su glande resbalaría por mi cuello dejando un rastro viscoso, como de baba de caracol, ascendiendo por la garganta hacia el mentón... ¡Oh, joder!
Sentía su respiración acelerada acercándose a mi boca, su aliento ardiente y pesado tan próximo que resultaba asfixiante. El contraste con la temperatura ambiente me producía escalofríos; una sensación extraña, cosquillas de debilidad desde la matriz hasta el tuétano mismo de los huesos, cuando tanteó por fin mis labios con su lengua, abriéndose lentamente camino para pasarla después por mis paletas, recogiendo de mis dientes su propia sangre. Ese sonido húmedo de sus papilas contra mi esmalte, como una mopa deslizándose sobre las baldosas, me mataba de la dentera.
Cerré los ojos para no seguir viendo tan de cerca los suyos enrojecidos, desorbitados, aquellas pupilas dilatadas y muy fijas, de monstruo de pesadilla. Afuera, más allá del goteo incesante del grifo de la bañera, se oía el ajetreo habitual del centro. El rodar de una silla de ruedas, el paso de una camilla. Pisadas en el corredor contiguo, zapatillas que se arrastran, llantos del pabellón infantil.
Nadie parecía haberse percatado de nada. No iban a llegar a tiempo.
* * * 6 Meses más tarde * * *
-A la de tres- le animé, apretando con la uña el blister plateado que envolvía las píldoras, dejando caer una sobre su mano.-¡De golpe, vamos, como un chupito!
Jacques arrugó la nariz, observándola con cautela y una cierta desconfianza, haciéndola rodar sobre la cicatriz de su palma con el dedo meñique, como si fuera algún tipo exótico de insecto y pudiera revolverse, darse la vuelta en cualquier instante para morderlo. El frotamiento y su piel sudorosa por el nerviosismo empezaban a deshacer la cobertura, dejando sobre sus poros un rastro naranja de azúcar y alprazolam.
Aún inclinado sobre la gragea, -la única que tomaba de manera independiente del resto de su cóctel de químicos: aripiprazol, risperidona... para darle un margen de asimilación a su cuerpo-me dedicó una mueca resignada y suplicante, de crío que amenaza con un puchero, la frente húmeda de pura ansiedad, arrugada en un millón de pliegues.
-Ya sabes que no me gusta... beber... solo.
Había un poso de humor amargo en su voz al utilizar el eufemismo, media sonrisa tirante en una de sus comisuras. El tipo de muestras de lucidez que desaparecerían en cuanto la medicación le hiciese efecto, junto con... todo lo demás. Empezando por el brillo frenético e inteligente de sus ojos, abiertos como en permanente sorpresa, que nunca parecían parpadear. Su mirada alucinada, sensual e incómoda, ajena del todo a la noción del espacio personal -casi alienígena- quedaría convertida durante horas en una superficie opaca. Algo así como asomarse a la ventana de un hogar vacío.
-Jacques, por favor...
Cerró el puño de pronto, colocando las manos a la espalda y negó con la cabeza, simulando no entenderme con los gestos. Me abalancé hacia delante, intentando atrapar sus dedos, pero interpuso el hombro, girando hasta realizar una finta propia de baloncesto, obligándome a chocar contra él.
Bajo el pijama gris de interno, le sentí estremecerse de placer ante el contacto humano.
-¿Por favor, qué?
-Tómate la puta medicina. No quiero... trucos de magia.
-¿Como "la increíble pastilla que desaparece"?- preguntó con sorna, dejando escapar una risita nasal al verme asentir- ¡Nuestro número estrella! Pues... déjame decirte que es una pena. Lo he perfeccionado mucho desde la última vez...
-Me consta.
-...Y solo para ti.
-No sé por qué, pero intuía que este tipo de mierdas no se las hacías a los demás.
A los dos enormes celadores que nos miraban recelosos desde una esquina y hacían también las veces de guardias de seguridad, por ejemplo, capaces de reducirlo en cuestión de segundos pese a sus movimientos nerviosos, o esa extraña, sorprendente fuerza maníaca que desplegaba en ocasiones. De dejarle marcas moradas por todos los rincones, como las que podía ver en la carne descubierta por el cuello mal abrochado de su camisa; unas falanges lo bastante largas como para dar una vuelta en torno a su garganta lívida, su piel membranosa y blanca, de planta poco acostumbrada al sol, confinada en habitaciones acolchadas y largos pasillos, casi transparente.
-Es que lo nuestro, nena, es algo realmente especial. ¿No lo sientes...?
Jacques encontraba un deleite perverso en hacerme rabiar. En prolongar todo lo posible nuestros encuentros, los minutos hasta lo inevitable, como si pudiera cambiar el desenlace a base de repetir mil veces el mismo tramo de película. Una, y otra, y otra vez. Casi cada día. Incansable en sus obsesiones, en sus manías. Estaba convirtiendo el resistirse a ser medicado en un peligroso ritual. ¿Pero qué podía hacer yo?
Incluso en aquella ocasión, cuando finalmente me lo habían quitado de encima agarrándolo en volandas, lanzando tajos y puñaladas en todas las direcciones con ese trozo de cristal, me había opuesto en lo posible a que lo golpearan. El señor Dourant sabía que era blanda, que a pesar de mi patético master en psiquiatría legal -que había hecho en un último intento inútil por ascender por promoción interna-, las jeringas y la bata, bajo toda mi autoridad de enfermera veterana, yo le temía.
Los cuatro puntos que había recibido en la cara daban testimonio de la razón.
-No empieces con eso-le advertí- y tómatela de una vez.
-Solo si me prometes que te hará feliz.
-Muy feliz, Jacques.- Suspiré, resignada- Muy feliz...
-¿Y dónde coño quedó lo de "simplemente sé tú mismo"? ¡Joder! ¡A mí me gusta cómo eres!
-Jacques, cariño, no levantes la voz...
-¡¿Por qué a ti no puede gustarte cómo soy yo?!
No me había vengado entonces. En realidad, tampoco había sido especialmente cruel al inyectarle el calmante en el momento en que lo arrodillaron a la fuerza ante mí, chillando y debatiéndose aún, más por piedad que por temor a represalias. Le había retirado el pelo con cuidado, en una larga caricia, intentando dominar el temblor que se negaba a abandonar del todo mi mano. Inclinándole la frente hasta lograr sostenerlo por la sien con firmeza, masajeé su vena hinchada con el pulgar. Le latía a toda velocidad, como el corazón de un pajarillo.
En el fondo de sus iris azul desvaído, pude ver que también Dourant estaba muy, muy asustado: esperaba que me comportara como él lo hubiese hecho en mi lugar. Un golpe final. Apuñalarlo con la jeringa, arrancarle tal vez la yugular de un mordisco -como me pedía mi estómago, mis propios instintos, el torrente de sangre retumbando en mis oídos como un tambor...-. Y sin embargo, el pinchazo en su cuello de la aguja de siete centímetros había sido tan leve como una picadura de mosquito. Casi sin dolor.
Lo que siguió fue una claudicación prolongada, músculo a músculo, pese a toda su fuerza de voluntad. Toda su rabia y resistencia. Lo sentí derrumbarse a cámara lenta, tensando la mandíbula entre gemidos, apretando impotente su rostro contra mis muslos, y no pude evitar pensar lo muy parecido que era todo ese procedimiento a eutanasiar a un animal. Un dóberman desquiciado que atacara a sus dueños. Pobre cachorrito...
Su último recuerdo de aquella tarde había sido quedarse dormido con su cabeza en mi regazo, mientras le peinaba lánguidamente con los dedos. Derrotado, pero querido.
Tardé cuatro días en salir del shock.
Todo esto había terminado generando algo más que gratitud: en su modo retorcido de ver las cosas, mi admirador se sentía ampliamente correspondido. Que me empeñara en seguir ocupándome de él después del incidente -cuando lo sacaron del aislamiento- no ayudó precisamente a disipar esa impresión. Mis superiores me lo desaconsejaron, temiendo por mi integridad y la del propio Jacques por los conflictos que pudieran surgir al atenderle, pero yo alegué que tenía que sobreponerme a mi miedo, por supuesto. Asumir esa responsabilidad. Una no huye de sus pacientes. No, ni siquiera de los problemáticos. No puedes permitirte el despropósito de convertir a un enfermo en un enemigo.
A veces es inevitable sentirse veterinario en un zoo, esquivando los bocados de una fiera a la que se trata de ayudar. No por maldad, no por nada en especial, sino porque está en su naturaleza. Hay personas que tienen ese tipo de pulsiones, sin mucho más control sobre ellas que un niño al que se le aconseja continuamente que no debe rascarse los granitos ¡Y a Jacques le picaban tantas, tantísimas cosas...!
-Te estoy diciendo que no grites. -Insistí entre dientes, señalando con el mentón a los dos hombres que controlaban la sala.- Vas a conseguir que se acerquen.
-¿Y no es eso lo que quieres?
-Sabes de sobra que no.
-A ver si lo he entendido...-se humedeció los labios nerviosamente, mirándome con picardía- ¿Estás diciendo que prefieres quedarte a solas conmigo...?
-Jacques...
-Solos, tú y yo...
-...Con los otros cincuenta internos del espacio común. -Remarqué- Sin tratos especiales. Sin incidentes.
-¿Por qué siempre tienes que echar a perder con detalles lo más interesante de la conversación? ¿No tienes sentido de lo romántico?
-Ninguno.
- Y entonces, chica pragmática...¿Qué piensas hacer?
-Esperar que sepas lo que te conviene, dejes de hacer el imbécil y te tragues la pastilla antes de que se acabe mi turno. El personal de noche es bastante menos razonable...
Él se cruzó de brazos, frunciendo el ceño, visiblemente molesto.
-¿Sabe la directora Lomas que recurres a la coacción?
-Puedo concertarte una cita con ella, si te apetece... para que puedas decírselo. Quéjate de mí, y pídele que te cambie de tutor.
-Eso, tesorito, -agitó su índice frente a mí- es jugar sucio.
-¿Estoy escuchando un "no"?
-Estás oyendo un... "preferiría una cita contigo".
-Si mañana no llueve, te saco sin falta al parque -concedí.
-Me sacas al parque... -repitió, con sorna.- ¡Qué generoso por tu parte! Con correa y bozal, imagino.
-Depende de lo hablador que te pongas.
-¿Me harás mear también contra los árboles?
-No te hagas ilusiones. Las esposas para los tobillos no te dejarían alzar tanto la pata.
-Tendría gracia, si no fuera por lo incómoda que es de por sí esta mierda.-Sacudió una pierna, y las restricciones acolchadas para los pies que le limitaban el movimiento emitieron un tintineo metálico.
Piensa en ello como... el cascabel de un gato.
Si lo fuera, no querrías tener que ponérmelo -replicó, con malicia.
Hoy por hoy, prefiero seguir sin quitártelo.
-Vamos... Tampoco es como si fuera a huir de aquí. Y menos hoy, que nos van a poner "Sonrisas y Lágrimas" después de cenar. Dios me libre de perderme verla una octava vez...
Jacques era rápido, muy rápido en sus réplicas. No tenía el menor desfase en sus reacciones como otros pacientes, esa desconexión entre su mundo interior y la realidad que hace que tarden un tiempo mayor de lo normal en contestar, como si hubiera problemas en la línea.
Su cortocircuito era más bien de otra naturaleza.
-Razón de más para que te tomes el Trankimazin ahora y te ahorres el suplicio de estar "entero" durante la proyección.
-Doy por hecho que sustituirlo por un canuto está fuera de toda negociación...
-Efectivamente.
-¡Joder! ¡Menuda estafa! ¡Estas no son las drogas gratis que anunciaban en el folleto!
-¿Te refieres a la sentencia o al informe del psiquiatra forense?
-A ninguno. A los dos. ¡Yo qué sé!-Dio un saltito, impaciente- ¡Tía, no sobreanalices!
Señalé al reloj de plástico que colgaba de la pared, sobre la puerta que daba acceso a los dormitorios.
-Cinco minutos para las ocho, amigo. Tienes que decidirte ya.
-Es que esa basura sabe fatal...
-Te voy a decir lo que te diría tu mamá: si te jode, es que te está curando.
-No es una puta cura.-Replicó, rechinando los dientes.-Es un jodido neurodepresor.
-...Con sabor a naranja. Lo pone en la cajita. Ya ves, ni siquiera es el de verdad, solo un genérico.
-Eso no cambia nada.
-Sí que lo cambia. Significa que no tienes motivos reales para negarte a tomarla.
-Pongamos que tienes razón...
-La tengo.- Interrumpí.
-¿Qué preferirías tomar, naranja con sabor a mierda, o mierda con sabor a naranja?
-Prometo dedicar toda la noche a reflexionar sobre la cuestión. Y ahora, cállate y traga.
Sonrió, apartándose torpemente el cabello despeinado de la cara.
-¿Cuántas amonestaciones me caerían si te lo dijera yo?
-¡Se acabó!. Recuérdame que solicite que te lo sustituyan por un inyectable.
Jacques alzó las manos inmediatamente, mostrando las palmas en señal de inocencia. Un ademán conciliador.
-¡Vale, tía, vale! Ya voy... ¿Podrías darte un segundo la vuelta para que pueda mantener el secreto del artista?
-No.
El enfermo bufó, decepcionado, pero acabó obedeciendo. Despacio, muy despacio, se agachó hasta alcanzar el dobladillo de su pijama, por encima del tobillo aprisionado. No recordaba haberlo visto doblarse en ningún momento, y sin embargo, tras unos segundos rebuscando en el interior de la costura rota, extrajo la pastilla, con algunos hilillos adheridos.
Sopló para limpiarla, y me la mostró entre índice y pulgar.
-¡Voilà!
Simulé dar un par de aplausos insonoros, y él se inclinó en una aparatosa reverencia barroca, hasta rozar el suelo con las puntas de su larga melena. -Después si me daba tiempo podría esquilarlo, cuando no me diese problemas. Llevaba meses aplazándolo.
-Levántate, anda...
Dourant se incorporó bruscamente, tambaleándose por el mareo producido por el movimiento. Lo sujeté de un brazo, para ayudarle a mantener el equilibrio.
-Como Lázaro, nena... ¿Puedo confiar en que no revelarás el truco?
-¿Y a quién iba a interesarle? Tenía entendido qué solo lo veía yo.
-No me digas que tienes celos...-Sus ojos saltones y pálidos chispeaban de la alegría.
-¿Ayudaría eso en algo para el asunto de la pastilla?
-Ni un poquito.-Confesó, entre risas.
-Ay, Dios...
-Pero...¡Ahora ya tenemos otro enigma en común!... Aunque voy a tener que modificar el escondite la próxima vez, para mantener la sorpresa.
-¿Qué tal si pruebas a metértela en la boca?
Fingió considerarlo durante cinco segundos, para acabar negando con la cabeza.
-Nah... No. Demasiado predecible.
-Pero a veces hay que darle al público lo que quiere... Así que, señor mago, hágala desaparecer de verdad.
Él suspiró sonoramente, expresando su fastidio de un modo muy teatral, antes de colocarse el medicamento sobre la lengua. Cerró la mandíbula y vi moverse su nuez, tragando saliva.
-Ya está.
-Abre, para que pueda mirar.
-¿Puedes revisarme también las caries, ya que estamos? Hace un par de días que me molesta una muela.
-¿Y no le has dicho nada al doctor?
-Hasta el lunes que viene no toca, y no creo que quiera verme fuera de horas. Dice que le hago sentir incómodo... -se arrimó hasta proyectar toda su sombra sobre mí, sobrepasando la distancia social. A pesar de andar siempre cargado de hombros, me sacaba casi una cabeza de altura- ¿Puedes creértelo?
Me negué a dar un paso atrás, aceptando el desafío, luchando contra mi cuerpo y mi lógica interna, que enviaban sangre a las piernas, preparándome para huir. A Jacques simplemente le encantaba dar miedo. Asumía del modo más natural su "papel de loco", extrañamente cómodo con la etiqueta.
-Dudo mucho que le hayas oído decir eso. Martínez es un profesional.
-Por supuesto... ¿Qué crees que me haría por un billete de veinte?
-Él no sé, pero yo a veces te daría una paliza. Gratis.-Puntualicé.
-Sabía que eras así. ¡Justo así!. Que te gustaban las... cosas raras...-Susurró, alargando la mano hacia mi pelo para tocarlo. El roce de sus uñas carcomidas y húmedas al colocarme un mechón tras la oreja me hizo estremecer de grima.- Las cosas prohibidas, secretas y feas...
Se la agarré y le obligué a apartarla con cuidado, forzándole a girar la muñeca, intentando hacerlo del modo menos violento posible.
-Omeprazol.- Coloqué una cápsula azul sobre ella.-El protector de estómago.
Para mi asombro, eso sí se lo tomó sin hacer ningún aspaviento, exactamente como se suponía que debía hacerlo.
-Que conste que estoy abierto a nuevas experiencias...
-Lo tendré en cuenta.
-¿De verdad...?
-Claro que no.- No obstante, entrelacé mis dedos con los suyos, para guiarlo hacia el pasillo, rumbo a su habitación. No quería que el fármaco empezara a hacerle el efecto habitual en la sala de estar, y tener que cargar con su peso o llevarlo hasta una silla de ruedas. Sus buenos setenta y cinco kilos no se los quitaba nadie, y yo no deseaba añadir una hernia a mis problemas.
Caminaba dando pasos cortos, arrastrando las suelas, debido a que las abrazaderas que llevaba en los pies le impedían estirar demasiado las piernas en sus zancadas, diciendo adiós con la mano a todos los compañeros con los que se cruzaba como un parvulito acompañado por su madre. La mayoría se pegaba automáticamente contra la pared: a pesar de su momentanea amabilidad, conocían de sobra su temperamento voluble.
Teniendo en cuenta que alguno de estos internos poseía una memoria difusa a largo plazo, ese comportamiento -junto con los hematomas que había visto en su propio cuerpo- me obligaba a pensar que Jacques seguía exhibiendo una conducta agresiva. ¡Y yo que creía que estábamos haciendo progresos!
Pero, por preocupante que fuese, no podía dedicarle toda mi vida ni a él ni al hospital psiquiátrico penitenciario. No era un tipo de trabajo que aportase nada positivo al llevárselo a casa. solo cansancio y frustración. Ni siquiera resultaba un buen tema de conversación: una vez disipado el primer arranque de curiosidad morbosa, la gente siempre tiende a pensar que la enfermedad mental es algo contagioso. Las parejas raramente se solidarizan con el estrés laboral, ni aguantan una riña sin sacar a relucir la cuestión.
De hecho, llevar a Jacques hasta su cuarto, agarrándonos de la mano y contando los números de las puertas, era lo más parecido a caminar por el corredor de un hotel que había hecho en tres años. Justo el tipo de pensamiento que le alegra a uno la vida: saber que los únicos hombres a los que tocas son esos que salen en las noticias descritos como "vecinos que siempre saludaban".
Monsieur Dourant había saludado a siete personas con un pisapapeles en un arranque de ira, concretamente. Su estresante y monótona vida como ingeniero de proyectos se terminó de ir al traste en el instante mismo en que soltó el puntero con el que había estado señalando en el PowerPoint durante su presentación, y hundió la bola de mármol en el parietal del director de la compañía. Luego fue hacia el responsable de ventas.
El equipo de la policía que se acercó hasta la última planta del edificio lo encontró metiéndole la mano a una secretaria en la trituradora de papeles, sin mucho éxito, pero con notable entusiasmo. En el juicio diría que lo que importa es la intención.
...Y por Dios que él no había escatimado en esfuerzos.
solo había que ver la sonrisa nerviosa y temblona -¡pero tan bonita!- que exhibía cada vez que le tocaba narrarlo en las sesiones de terapia, ruborizado y mirando al suelo, como un hombre que recuerda su primer amor. Un relato casi tierno, que acababa invariablemente in crescendo, con los tendones del cuello abultados "¡tras veintisiete putas correcciones, los hijos de perra no pensaban aprobar el presupuesto!"
Pero la verdad es que incluso antes de todo eso él era ya carne del centro, uno de nuestros muchachos. Una especie de adolescente de treinta y muchos -ahora cuarenta y tantos- solitario y centrado en sí mismo, con una fijación autista por todo lo mecánico, capaz de pasarse horas muertas mirando el motor de una máquina o el blanco de una pared, tratando de intuir el cableado de debajo. Un virtuoso. Un visionario. Un loco que hasta el momento se había limitado a estudiar, trabajar y consumir porno especializado, manteniendo a la bestia en un segundo plano, encerrada tras el caudal de sus obligaciones, convirtiéndose en un ordenador con rostro humano. Volviéndose más extraño, más marciano cada vez.
Atrincherado en su taller, encadenando rabietas y rachas creativas. Viendo la vida a través de un monitor. Y esa era tal vez también su tragedia: un niño inquieto y superdotado obligado a permanecer sentado en una silla, rodeado de personas menos capaces con las que no lograba conectar. El hospital en cierto modo había agravado eso.
Era imposible imaginar la tortura que supondría para él todo aquel tiempo libre, en los días en que no hubiese huerto ni piscina; o las actividades en las que se le obligaba a colaborar con otros enfermos. Horas de aburrimiento interminable sin que tuviera acceso a un teclado o un destornillador.
Últimamente le había dado por dibujar, y la habitación rebosaba de folios garabateados. Cuando abrí la puerta los encontramos volando por la habitación, flotando hasta caer al suelo, esparcidos como una nevada sobre el escaso mobiliario. Por un momento pensé que su compañero de cuarto, un esquizofrénico afectado por catalepsia, había abandonado la inmovilidad voluntaria en la que llevaba cuatro meses y empezado a enredar.
Pero no, Thierry Jiménez seguía acostado en la cama en donde lo había dejado a las cinco la auxiliar tras un breve masaje para mantener sus músculos tonificados y activos, mirando a la nada y haciendo gala de la cualidad por la que lo habían escogido para compartir aquel sitio: un mutismo y quietud absolutos que no activarían los mecanismos internos de Jacques, tan amante de su propio espacio. La ventana abatible de vidrio reforzado estaba abierta, sin embargo, y la temperatura del espacio había descendido bastante desde hacía unas horas.
Me adelanté para cerrarla y acabar con la corriente antes de volverme de nuevo hacia Dourant, que manoteaba entusiasmado, atrapando algunas hojas al vuelo.
-Mira ¡está lloviendo!
-Te lo advierto,-le señalé con el índice- lo que tires a partir de ahora lo vas a tener que ordenar tú.
-¿Has pensado que a lo mejor me gusta más... así?-Señaló a su alrededor.
-¿Así, cómo? ¿Viviendo como los cerdos?
- Es una decoración novedosa, un... concepto más interesante.
-Desde un punto de vista psiquiátrico, desde luego. -Le escuché emitir una pequeña risita de hiena. -Me da que te estás aficionando demasiado a los químicos, cielo. Anda, ven y ayúdame a recoger esto.
A regañadientes, Jacques comenzó a reunir las hojas, apilándolas en varios montones sobre la mesilla. No parecía seguir un orden particular, simplemente agarraba lo que encontraba más cerca, lo cual facilitaba mucho las cosas para mí: no iba a tener que discutir acerca de dónde iba cada cosa, como con otros pacientes. Mientras yo misma los recolectaba, pude observar que la mayoría de las pinturas seguían patrones geométricos y estaban incompletas, realizadas con una sóla cera y unos trazos muy, muy gruesos, seguramente porque además de a las tijeras, también se le había prohibido el acceso a un sacapuntas. Nadie quería arriesgarse a dejar una cuchilla a su alcance.
No tardé demasiado en juntar un par y advertir que se trataba de dibujo técnico, circuitos, mecanismos que seguía diseñando, a pesar de no tener ya trabajo. Cada color debía de corresponder a una máquina en concreto. Yo carecía de conocimientos suficientes para saber si funcionarían o no, pero tal vez pudiera llegar a patentarlas y vivir de esas rentas cuando saliera. Gozar de una cierta autonomía. La mayoría de internos carecían de cualquier perspectiva de un futuro independiente, sin el control y el cuidado constante de un supervisor y sus familias, y se limitaban a percibir pagas del Estado. Él no se rendía.
Entre tantos folios, terminé encontrando otros de un contenido muy distinto, del tipo... anatómico. El ingeniero dibujaba desnudos con mucha menos precisión que los planos, otorgándoles medidas imposibles, poses, ángulos que no se correspondían con un cuerpo natural... o vivo. Articulaciones y miembros dislocados para darles una fluidez más allá de la flexibilidad contorsionista. Había algo escalofriante en sus expresiones faciales, sus actitudes.
También podía ser simple falta de talento, o de gusto. Alcé uno de ellos, enarcando una ceja, esperando avergonzarlo como a un crío, pero se limitó a encogerse de hombros.
-¿Y qué quieres que haga, si aquí no entra ni el catálogo del supermercado?
-Si te sirve de consuelo, en el tiempo que llevas aquí dentro no han empezado a ofrecer servicios de tortura. No te pierdes gran cosa.
-¿Me lo devuelves, por favor?
-Pensaba colgarlo con un imán en mi nevera. -Lo puse a contraluz, para examinarlo de lejos, antes de dárselo- Pero, en fin, tendré que vivir con ello: otro sueño que no se cumple. Y van...
-Si quiere, puede tumbarse en mi diván y contármelo. -Ahuecó la voz, señalando con el mentón la cama.-Le prometo que no estamos aquí para juzgar.
-Jacques, no seas cabrón.
-He aquí un ejemplo de doble estándar. Yo sí, tú no.
-Acuérdate de incluir esta injusticia en la próxima carta al Gobierno.
Me quitó el resto de dibujos de la mano, para guardarlos en un cajón semivacío de su mesita. Puso los brazos en jarras, observándome mientras seguía recogiendo.
-¿Sabías que hasta los subnormales pueden votar y yo no?
-Por preso, no por...
-¿Loco?
-Discapacitado. Esto tiene que ver más con la sentencia que con... lo otro. Se supone que es algo así como uno de los derechos a los que renuncias de facto cuando haces lo que no debes. ¿Ibas a utilizarlo?
-¡Por supuesto que no! Pero me gustaría que eso siguiera siendo decisión mía. Algún día podría cambiar de opinión.
-Y otro día llover caramelos. Traducción: quieres una cosa que no vas a utilizar para nada, sólo porque otros la tienen. Muy maduro, sí señor.
-Hasta ahora había hecho un uso muy responsable de ello.
-No ejerciéndolo en absoluto.
-¿Se te ocurre otro mejor...?
Poco a poco el suelo de la habitación volvía a ser visible, hasta que llegó un punto en que lo único que permanecía sepultado bajo el papel era el cuerpo del otro paciente. Fue al levantar estas últimas hojas, manipulando su cabeza, cuando encontré una muy desgradable sorpresa: detrás de una de sus orejas presentaba una serie de punciones.
A mi espalda, Dourant se removía nervioso, emitiendo el sonido característico de alguien que se muerde las uñas. Siempre le había resultado difícil verme atender a alguien más.
Con mucha precaución coloqué los bocetos bajo mi axila e hice girar el cuello de Jiménez hacia el otro lado, para comprobar que también allí le sucedía lo mismo. Un examen posterior de las juntas de las articulaciones de sus codos y la unión entre los dedos probó la existencia de una infinidad de cortes, camuflados entre las arrugas naturales del área. De buenas a primeras, tenía a un interno inmóvil que sin embargo estaba lleno de magulladuras y lesiones en lugares discretos. ¡Oh, Jacques! ¡Qué hijo de puta tan listo y celoso estaba hecho, usando el canto de un folio en lugar de un cuchillo!
Le sentí aproximarse detrás de mí, desprovisto de las zapatillas de felpa para no hacer ruido, delatado solo por su respiración. Bruscamente cubrí a su compañero con una sábana para que no se sintiese descubierto, eludir el enfrentamiento y darme tiempo de pensar.
-Parece que has decidido que hoy vamos a acostarnos todos temprano...
-¿Estás ya cansado?¿No vas a querer cenar?
-Como si no lo supieras. Es esa mierda que me das.-Sus mostraban tener ya ciertas dificultades para enfocar, y parecían vagar por mi frente, en lugar de estar como siempre clavados en mis pupilas.-Me deja sin ganas de nada.
-Te recuerdo que yo no tengo capacidad para recetar un carajo.
-La tienes para decidir... olvidarte de administrármelo.
-Y quedarme en el paro. Di que sí. Piénsalo de esta manera: eres parte del afortunado cinco por ciento al que le produce somnolencia. Podría haber sido hiperactividad. Deberías estar contento.
-¿Por convertirme en un... zombi?
-Por no tener que pasar toda noche mirando al techo. No hay nada peor que el insomnio.
-¿Es lo que te pasa a...?-Se llevó la mano a la frente, dándose golpecitos- A ti. Por Dios, me cuesta hasta pensar.
-Lo sé, cariño...-Le conduje hasta la cama, ayudándole a sentarse al borde.-En unas horas se te pasará.
-Mañana... volverás... a drogarme.
Cada vez parecía costarle más hablar, arrastrando las palabras hasta convertirlas en silbidos. Le sujeté la cara entre mis palmas, retirándole el cabello con los meñiques, para despejársela.
-Mañana saldremos al jardín a tomar el sol y nos sentaremos en la hierba.-Asintió levemente, y continué- Buscaremos formas a las nubes y... te pasaré el test de Rorschach.
Hizo amago de reír. Si los músculos de la cara apenas le respondían, era señal de que le quedaba poco tiempo antes de aletargarse por completo y dejarme algo de paz. Le apoyé despacio la sien contra el pie de plástico de la cama, casi tan blanco como él.
-Con un poco de suerte, hasta cogerás algo de vitamina D, que falta te hace. Eres muy joven para padecer osteoporosis.
-Mmmh...
Ese era un consejo que me podía aplicar yo también. Las largas guardias que estaban destrozando mi de por sí escasa vida social me estaban convirtiendo en otro vampiro que sólo se exponía a la fría luz de los neones. No recordaba haber tenido ánimos para salir en siglos y cada día costaba un poquito más. La soledad, la pereza echan raíces.
Aunque yo por supuesto seguiría teniendo siempre otra oportunidad. No estaba marcada a ojos de la sociedad, tullida ni enferma. Si superaba esa inercia y, lo más difícil, daba el primer paso, podría empezar hacer nuevos amigos, soltar el lastre y liberarme de la carga de trabajo, cargárselo a algún otro como hacían los demás.
Pero los pacientes por desgracia no son objetos que puedan pasar de mano en mano sin más. Era un asunto tremendamente delicado.
¿Qué iba a hacer con Jacques? Mientras le limaba los picos de las uñas rotas, ensangrentadas de tanto roérselas, no pude evitar pensar en lo que ocurriría si informaba de sus actividades a la directora. Esto le convertiría sin duda en reincidente, aunque pasasen por alto el detalle de la obvia sofisticación de sus agresiones, la premeditación implícita en la naturaleza de las heridas. No iba a poder llamarlo "ataque". Tal vez incluso lo considerasen directamente un acto criminal, no fruto de un trastorno.
Si lo reportaba ahora y lo aislaban, la próxima vez que lo viese seguramente tuviera mordidos hasta los codos. Quién sabe si se habría retraido del todo hacia el interior de sí mismo; él, que ya era una ostra de nacimiento, con una concha realmente dura de quebrar.
Limé con tiento el callo de su dedo corazón, desarrollado por el roce continuo al sujetar las pinturas. ¿Ya le dejarían materiales con los que entretenerse si lo entregaba...? ¿Le negarían hasta los libros, una vez visto lo que era capaz de hacer con el papel? Había pasado alguna vez cerca de esas pequeñas celdas pintadas de un tono pastel tranquilizador, más austeras aún que las habitaciones, sin ventanas hacia el exterior para que los ocupantes no fueran observados ni alterar a otros compañeros. La gente problemática no solía estar en primera línea, a la vista de las visitas. Si lo dejaban un par de meses allí, con su mobiliario diminuto de esquinas redondeadas, casi de juguete, era posible que se volviera irrecuperable. Exactamente igual que si decidían mandarlo a la cárcel.
Pero ¿hasta qué punto merecía un castigo? ¿Dónde acaba el límite de lo psiquiátrico y empezaba lo penitenciario? Estos lugares estaban pensados para ser hospitales, sanatorios, sitios donde la gente va a curarse en lo posible. Si el enfermo es de verdad inimputable, no debería sufrir penas por sus actos, sólo tratamientos... Aunque, por supuesto, esas excusas no podían aplicársele del todo a un loco genial como Jacques.
Él seguía mirando al techo con sus ojos vacíos mientras le arreglaba la otra mano, dócil como un muerto e igual de pesado. Su expresión de robot esperando ser programado no cambió cuando coloqué el peine y las tijeras sobre el colchón: ni una protesta, ni un alegato, ni siquiera al verme desenrollar las gomas de mi muñeca y usarlas para separarle el cabello por mechones, para cortárselo. En ese estado no resultaba muy distinto a su compañero.
Sin los gestos y tics extraños que delataban su condición, hubiera podido pasar por un hombre algo más joven de lo que era. Alguien normal y guapo, pese a sus profundas ojeras, todas esas venas que se le transparentaban a través de la piel. Los labios casi azules que le daban aspecto de ahogado. Tan rígido, tan pálido bajo la luz de los neones que había que tocarlo constantemente para confirmar que estaba vivo.
Me apoyé en sus rodillas para poder levantarme y empezar la tarea, y sin embargo, al hacerlo no pude evitar acercar el oído a su pecho, para oír el latido dentro de él. Era veloz, como si aunque su mente estuviera lejos su carne siguiera reaccionando a los estímulos, reconociendo la proximidad de otro cuerpo cálido. Un anhelo animal por ser palpado, apretado contra la epidermis de otro, tal vez a pesar de él. Le sentí respirar sobre mi pelo. Algo, muy dentro, le inducía a inhalar el olor de una mujer. Era posible que no volviese a tener la oportunidad.
Es una de las razones por las que escogí esta rama de la profesión, poder ofrecer cuidado y afecto a aquellos que no pueden ser amados, las cosas que se arrastran en los sótanos de lo humano. Que están solas. Que dan miedo. Las arrullo, las abrazo y alimento. Le pongo un collar a su enfermedad y la monto. Yo domo a los monstruos, y con Jacques no iba a hacer una excepción.
No podía abandonarlo sin más, dejar ganar a la locura.
No se iba a convertir en un fracaso.
Había que hacer algo con su agresividad, no obstante; esa necesidad suya de hacer daño. Canalizarla de alguna manera, porque ni las pastillas ni la terapia estaban haciendo efecto, y ni siquiera inhibían su líbido, a juzgar por la erección que sentía ya contra mi pecho. No iba a dejar de sentir el impulso aunque estuviera concentrado en una actividad. En otro tiempo trabajar le había servido para mantener a raya esos deseos, pero supuse que con el primer episodio en su empleo había roto un tabú y ya no le valía. Su labor había dejado de ser algo sagrado. Su único freno para no ser veinticuatro horas... aquello, era yo y cada vez se me enfrentaba más. Con sus bromas, con sus juegos, estaba tanteando los límites...
Jacques se amoldaba lenta pero constantemente a mí, buscando mantener el contacto cada vez que hacía el amago de alejarme, pidiendo mi tacto de un modo pasivo pero turbador. Recibía mis caricias por encima del pijama con espasmos y movimientos reflejos, prueba de que su cuerpo también estaba hecho para ser querido. Tenía las reacciones, las terminaciones, todos los nervios apropiados. Las capacidades y el instinto. Sobre todo eso. Rozaba la abertura de su bragueta contra mi esternón al respirar, giraba la cadera de un modo casi imperceptible para llegar a tocar mis senos, con el tiro del pantalón tan tenso que debía resultarle doloroso. No le bastaba con el cariño: necesitaba sexo.
Pensándolo en esos momentos era algo evidente. Todas nuestras conversaciones habían estado plagadas de dobles sentidos, de insinuaciones. Hasta de claros ofrecimientos. El innuendo era algo más que simples comentarios graciosos. Tenía bien poco de inofensivo, estaba claro, y yo le había seguido el juego. Alimentado el deseo con un toma y daca que con un amigo o un compañero no habría llevado jamás a nada, pero que para Dourant era casi una forma de perversión. Una masturbación con palabras que me dejaba a mí siempre perturbada y a él insatisfecho.
Había algo muy roto en mí si disfrutaba con aquello en lugar de reconducirlo hacia un terreno menos invasivo, aunque sólo fuera porque lo encontraba divertido... Pero también era un modo de comunicarme con Jacques y reconducirlo. Me daba cierto poder sobre su intimidad. Unas riendas de las que tirar para que no se desviara del camino, la zanahoria que no podía conseguir de otro modo... Y él ni siquiera lo recordaría, sumido en la semiinconsciencia. No había riesgo, o peligro.
Sólo tenía que ser valiente y desatar -la caja de los truenos- la cuerdecilla que abría el pantalón de su uniforme. Meter la mano, no haría falta ni mirar.
Dejé las tijeras a un lado de la almohada definitivamente y me levanté para cerrar con llave la puerta de la habitación. Por pudor, hice lo propio con los ojos de su compañero, antes de volver con Jacques y recostarlo en la cama, sujetándolo de la frente para que no se golpeara la cabeza contra la pared. Viéndolo así, de espaldas a mí, quieto e indefenso en posición fetal, me parecía estar cometiendo casi un abuso ponerme de rodillas sobre el colchón, rodear su cintura e introducir mis dedos bajo esa camisa gris demasiado grande que le habían adjudicado, tentando la silueta abultada de su pene. Atrapándolo entre índice y corazón a través de una tela ya húmeda en la punta, sopesé con el resto sus testículos con un ansia inesperada, fuera de lugar.
Puede que la excitación fuese algo mecánico, un recuerdo activado al realizar esos movimientos, pero escuchar sus suspiros me incitaba a incrementar la intensidad del rozamiento. La propia situación me obligaba a acercarme para tener un mejor acceso a su miembro y no cansarme el brazo, hasta llegar a acostarme a su lado, acoplándome contra su columna, en posición de cucharilla.
Con mayor impaciencia de la que había esperado, deshice la lazada sobre su abdomen, empujando después la cinturilla hasta dejar el hueco necesario para deslizar mis falanges hacia adentro. No lo hice de inmediato. En su lugar me llevé primero la palma a la boca y escupí varias veces sobre ella, frotando una contra otra para lubricarla por completo.
Todo su esqueleto tembló en una convulsión placentera al notar la calidez de mi saliva sobre su ombligo, la mano resbalando hasta hallar su glande y comprimirlo. Por un instante pensé que iba a eyacular sólo con eso. Hubiera sido comprensible, tras tanto tiempo, pero no sucedió.
Le sentía moverse levemente cuando manipulaba su prepucio, produciendo sonidos húmedos, gemidos entrecortados al repasar el contorno de su capullo con el pulgar. El cuarto entero apestaba a su sexo. Un olor denso, ácido, concentrado, que me llenaba la nariz por completo, creando una atmósfera mareante que me ayudaba a no pensar demasiado. Sólo seguir el vaivén hidráulico de mi codo subiendo y bajando como un mecanismo ciego... hasta que tropecé con algo metálico.
Fue entonces cuando fui consciente de tener una cosa fría en mi costado, algo duro a la altura del hígado de una forma que no sabía determinar -y que llevaría ahí desde hacía sabe Dios cuánto tiempo. No me atreví a incorporarme: algo en mi interior me gritaba que no me moviera, como la memoria suprimida largo tiempo de una situación familiar. De reojo, forzando la vista hasta que me dolieron los músculos, pude ver que se trataba de unas tijeras abiertas, presionando contra mi bata con sus puntas entre dos costillas para asegurarse de acertar.
Jacques debía de haberlas tomado cuando le di la espalda para cerrar la puerta, o tal vez mientras le tocaba. Eso era lo de menos. Lo único que importaba era que el hijo de puta había fingido durante todo el proceso. ¿Pero... cómo?
Los muelles de la cama crujieron a medida que él se giraba, pasando un miembro y luego otro por encima de mí. Intenté contenerme para no llorar. No era posible que estuviera ocurriéndome eso de nuevo. No podía haberme dejado engañar... Pero sus ojos saltones parecían divertidos y muy despiertos, y el sonido del filo raspando contra la tela, muy real.
Tomándolo de las aberturas para los dedos, hacía danzar el instrumento como una bailarina de ballet, con cara de falso aburrimiento, tratando de elegir dónde pinchar. Avanzando en pequeños brincos hacia el sur de mi cuerpo.
Solo podía pensar que debería haberlo dejado pudrirse en su celda después de aquello. Exagerado mis traumas, para que lo castigaran; no encubierto ni una sola trasgresión. Aconsejado una trepanación. Alterado sus medicamentos si era necesario, hasta dejarlo vegetal. ¡Tenía que haberlo matado cuando tuve la oportunid...!
Dourant me besó, y mientras repasaba con la hoja inferior el centro de mis bragas, rasgando poco a poco el encaje de una manera sensual y deliberada, sentí cómo su lengua depositaba algo redondo sobre mi lengua, con un claro sabor a naranja.
Como hacía seis meses, descubrí con horror que la voz no me llegaba a la garganta. Pero ya no sabía si quería gritar...
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Gracias por haber leído mi relato. Espero que hayas disfrutado tanto leyéndolo como yo al escribirlo. Se encuentra en "No consentido" porque considero que hay suficientes elementos en él como para encajar en esa categoría, aunque como "Caníbal" pertenezca más bien al terror erótico.
Me gustaría reconocer desde aquí a nuestro compañero Vieri_32 por su labor como beta-lector, animando, señalando y corrigiendo fallos :) Si os ha gustado el mío, tal vez deberíais hacerle una visita a sus relatos.
Si además queréis dejar un COMENTARIO con vuestras impresiones, sería de mucha ayuda para mejorar en relatos posteriores. Los autores agradecemos mucho el FEEDBACK.