Canal 71, etcétera.

Una fantasía bastante irreligiosa.

No sabía hablar. El muy mojigato, no sabía hablar.

Fue entonces cuando pensé que es mejor ir al infierno, que pasar la eternidad en un paraíso ignorante.

Yo estaba en casa, fumándome una pipa de marihuana (lo admito). Tenía los ojos rojos y la boca reseca; no paraba de reír.

Hubiera podido estar viendo una buena película porno, pero mis dedos ya habían caído en el número 7 y después en el 1 del control remoto, en lugar del 6 y luego el 6, después del 6, reglamentarios para ver erotismo.

Así fue como me encontré con ese inquietante canal sectario, acerca del cual hice varias reflexiones:

¿Por qué la Virgen siempre tenía esa voz tan sosa? ¿Por qué los camarógrafos tenían tan mal pulso? Quiero decir... ¿Acaso se estaban haciendo una paja mientras filmaban? ¡Ah, eso jamás lo hubiera sabido la audiencia, así que hubiera sido posible! Y el mojigato en cuestión, se meneaba como si estuiviera siendo enculado por el Espíritu Santo.

-Gozamos del favor de Dios.- Dijo apropiadamente.

Pero mientras las limosnas pudieran pagar un canal en la televisión privada, ni Satanás tenía el derecho a criticar su negocio.

¡Ah, los canales religiosos! Jamás me habían llamado la atención más que para reír como un sinvergüenza.

Pero cuando iba a cambiar al 666, identifiqué a la joven que conocí en la parroquia hace tres meses:

María.

¡Ah, María...! ¡Cómo abriste los ojos cuando descubriste que me estaba sacando la verga y se la enseñé con mucha gracia a la imagen de Juan Pablo II que había en el altar!

-¡No eres creyente…!- Me dijiste azorada.

-No, no soy. Y tú, eres una impía que se ha lamido los labios gracias a varias ideas infernales.

Ahora, atrapada en la pantalla del televisor, quizás habías adivinado que yo te estaba viendo: Nerviosa, no recordabas tus líneas.

¡Y el cura…! El cura te gustaba. Yo opinaba que se parecía a Roger Daltrey y te lo dije, pero tú no te hubieras podido pajear con la imagen del cantante de The Who, porque no lo conocías: Era demasiado satánico. Así que, por buscar algo menos prohibido, te masturbabas pensando en el cura. ¡Cómo lo contemplabas! ¡Ya sé…! ¿Se veía sensual con la sotana?

Hablando de él, es un crédulo (¿de qué otra forma se explica que nos invite a orar ante su amigo imaginario?). Así que aproveché esa credulidad para mi apropiado beneficio:

-Por supuesto que comparto su religión.- Le dije, mirando con una lascivia tremenda el sintetizador junto al púlpito: ¡Malditos eclesiásticos, debieron haber gastado una fortuna en comprarlo y sólo lo usaban para jugar al órgano barroco! Esa era una vergüenza infernal de la cual yo debía redimirlos.

-Entonces, ¿puedes hacernos una pequeña demostración sobre tus canciones favoritas?

Logré que me contrataran sacándome una alabanza cutre de la manga, haciendo que me prestarn el sintetizador para tocarlo las horas de misa, con la condición de llevármelo a casa para ensayar aquellos preciosos himnos religiosos (y, aquí en secreto, confieso que también un par de covers a Metallica).

Quiero decir… ¿Quién ha dicho que la música es sacra?

Cuando la música te llega al alma, sobre todo en un ambiente como aquél plagado de oro y retablos de muertos llenos de éxtasis, no ves ángeles: Reglamentariamente tienes una erección.

Pero en la iglesia, no puedes sacudirte las gotas de semen mientras el coro canta; eso sería poco farsante y, en la iglesia, uno tiene que Entregar Todas sus Farsas al Señor.

¡Qué bien toco el teclado cuando soy un canalla!

Y durante las misas tú permanecías en silencio, al lado mío, sosteniendo la charolita aquella llena de limosnas y culpas.

-Me gustas, María.- Murmuré a tu oído en cierta ocasión.

Cogí tu mano y sentí tu sobresalto.

No dijiste nada.

Después, se me mojó la entrepierna cuando te vi inclinada para recibir la hostia. ¿Fantaseabas con que te tragabas la verga del cura hasta los cojones?

¿No?

Yo sí.

Y después, viste la mía.

Fue un bochornoso error; yo solamente quería mear a los pies de Juan Pablo II para asegurar mi regreso al Infierno.

¿Era la primera que conocías una verga o ya antes habías espiado al cura cuando, apurado, se meaba en una esquina del confesionario? Y se la sacudía sentado contra el mamparo, escuchando los lloros de las viudas infieles. Se presionaba las espinas de la corona de Cristo contra la rizada pelvis y suspiraba con todo el fervor de La Creación, cuando la nariz del fetiche sangrante le cosquilleaba el glande.

Le había quitado el trapo sucio que apenas dejaba ver los bajos intercostales del crucificado y había llorado al ver no más que un bulto de madera informe, que no era digno de la entrepierna de un dios hecho hombre o viceversa. Lo lamió con dedicación; quiso revivir al Cristo. Pero no había forma: Esa masa de madera color carne, olvidada y dejada de la mano del artesano obediente y santurrón, estaba pegada a las piernas eternamente sangrantes y delgadas, tan bellas, tan bien esculpidas. Hubiera querido que su verga estuviera igual de bien definida; detallada con cada una de sus venas y pulida como si estuviera húmeda. Enhiesta y hermosa, como una promesa de vindicación o flácida, colgante sobre el muslo y mansa como su dueño ante Dios, expectante a las caricias del cordero que se acercara a él, a su redención y a recibir en la boca la sangre del color de la hostia; descubierto, como la tonsura de los franciscanos.

Los escultores lo hubieran podido hacer y lo hacían en privado: Construían miles de penes por cada Cristo castrado que les decía al oído y les martilleaba en la cabeza: “Tú y no yo, eres dios. Haz de tus manos un hombre semejante”.

Pero para el cura no había remedio.

Las santas fueron capaces de descubrirlo, de usar el escroto mutilado como anillo de bodas.

Pero de los curas se reservaba el goce.

Los curas se postraban obedientemente y se santiguaban, con el dedo medio y desnudo apuntando hacia el cielo y el coxis al infierno.

¿Oblación o ablación?

Evocaban en silencio a Príapo… Y nada más.

Pero tú, María, tú soñaste al Cristo sangrando por tu cuerpo. Tú soñaste dilatarte hasta el cansancio para abarcar el diámetro infinito del palo vertical de la cruz y admitiste hasta las entrañas la leyenda de “I.N.R.I”.

Al despertar, te culpaste por ser tan soberbia: Hubieras querido ser la María de la Biblia. Si no la llamada prostituta a la que todos los apóstoles envidiaron, la madre de Jesucristo; la joven que se masturbaba con los penes de madera, comulgaba de todo en los cálices que construía su anciano esposo y fue inseminada por una paloma.

Pero los cisnes la tienen más grande y Leda ganó la gloria antes que tú.

El necio joven de la televisión que nunca se masturbaba o estaba siendo enculado, hablaba como un tarado junto a ti, con las cuerdas bucales embotadas por una inundación que le excedía los cojones y le llegaba hasta la garganta. Por poco la hubiera escupido a buches mientras leía los números de cuenta para depositar la limosna, predicando el mensaje de los espíritus santos y los santos espíritus de mi pipa de agua que tú adivinabas y te llegaban a través de la pantalla del televisor.

¿Sabías que estaba ahí, viéndote? Te incomodaba pensar que estaba ahí, porque te había hecho admitir que las impurezas impensables se santificaban con el calor infernal que te causaban los sensuales ojitos -según las viudas empinadas con crucifijos terminados en curva, llenos de paz espiritual. Llenos de invitaciones calladas según las prostitutas que se apiñaban a las puertas de la iglesia con risas socarronas para columpiar los pechos al compás de los rosarios que llevaban sobre el escote- del gemelo de Roger Daltrey.

Descargué mientras te veía.

Descargué mientras hablaban los carnosos labios del cura y exhalaba en ellos el vapor de marihuana con mis pensamientos. ¡Delicioso!

Descargué mientras tu amigo, el baboso que masticaba semen, también descargaba y descargué mientras tú te agachabas para remojarte los labios.

Descargué mientras Príapo también descargaba, en su ermita en el campo, en el culo de los tres ladrones de la cruz.

Descargué sobre tu imagen o sobre la imagen sagrada, para que cuando me vieras, follándome el sintetizador de la parroquia y tú rezaras en el altar, el encuentro con el cornudo José, Jesús y la fornicada iglesia, te resultara más beatificante.

Para que cuando los -demás- íconos lloraran sangre, tú lloraras carne y te llevaras púdicamente la mano a la abertura que tienes entre las piernas, para acallar las pulsaciones que te hinchaban hasta la médula, los impulsos divinos que te sacudían el clítoris, mientras el cura se hacía sangrar otro reducto con un ídolo grueso, su silicio, detrás de la pila de agua bendita, como los romanos sangran eternamente las costillas del sadista mayor.

Para que te sintieras beata, María, como Pan, el buen pastor del Parnaso.

Para que me lo agradecieras, María, pasando las cuentas de los rosarios entreteniéndote un poco más en las bolas mayores, mientras en vez de órgano toca en la iglesia la siringa de Pan.

Para que des misericordia, tú también, a los fieles que con la lengua fresca se hincan devotamente ante ti.

María…

…Tú, tan puta, pero tan llamada virgen.

¿Por qué, de ser así, te quedan remordimientos?