Campamento e Instrucción (1)

"Fusilado" hace algunos meses aquí por un h.p. caritativo que me hizo volver a él y reformularlo. En sí, narra la "mili" de un joven y como esa crueldad cuartelaria se traduce en dominación en el encuentro entre dos compañeros. La 2ª parte, después de 3 años que lleva este relato por la red, acaba de comenzarse...

CAMPAMENTO E INSTRUCCIÓN (I)

"La infancia puede producir una sensación torturante y es posible que los pequeños vivan con el temor de ser atrapados por tíos y tías mayores que celebran ceremonias espantosas en su honor. Pero cuando estos mismos niños llegan a la edad adulta, pretenden que sus hermanos y hermanas ejecuten en honor de sus hijos las mismas ceremonias que tanto los aterrorizaron o mortificaron (...) Como el preso que ha dormido durante muchos años en un camastro duro sueña con una cama mullida pero descubre, al salir de la cárcel, que sólo puede dormir sobre el primero."

"Compromiso y cultura." Estudio sobre la ruptura generacional

Margaret Mead

"¡Lo llevas claro chaval! No sabes la mili que te espera."

De todo lo aprendido y de todo olvidado, este es el primer recuerdo que viene a mí cuando vuelvo a aquellos años. Ha llovido desde entonces, pero su recuerdo sigue sobresaltándome con el mismo poder del rayo. Igual que éste, aquella recomendación venía vestida de amenaza, y era este vestido el único que captaba tu atención y tu miedo.

De la miseria y esperanza de aquellos años, aquel tiempo lo veo como un nuevo parto, como un nacimiento tardío, pero igual de doloroso, y que llega cuando uno cree que ya lo sabe todo. Pero para esa alba, tenía que llegar antes el olvido de lo que uno había aprendido a lo largo de todos esos abriles; y tras ese vacío la violenta luz se colaba a golpe de tambor, arañando profundamente tu sentir, para hacer hueco a un universo íntimo y profundamente detallado que abarcaba un campo enorme de ritos, valores, códigos morales, que delimitaban cada paso, cada segundo de la vida que allí se perdía.

En ese galimatías, los objetos sufrían las mismas condenas que las personas. Era curioso que se igualara el tratamiento y la consideración ante una escalera que ante un soldado raso. Las dos podían acabar detenidas. La primera, por que soldado que finalmente se suicidó había utilizado ésta para colgar bien la soga en las cuadras; el segundo, por incidentes peregrinos que aquellas voces perentorias transformaba en gravísimas catástrofes. En aquellas cuatro paredes que la gloria había dejado huérfanas, por mucho oropel de mierda patriotera con que se vistieran, la realidad se creaba con mimbres que no tenían la misma lógica ni el mismo sabor de lo vivido hasta entonces; pero que aún así, no discutías por inevitable. Porque eso era la mili: algo inevitable, una parda tan certera como la muerte.

Lo que vivías, y eso ni su apariencia lo borraba del todo, era una cárcel de doce meses; ni un día menos, aunque puede que unos días más, pues los calabozos estaban a la orden del día.

Esa gloria soberbia y hueca se expresaba en gritos terminantes dictados con un nuevo lenguaje, venía empapado de una autoridad de siglos columpiándose al abrigo dictatorial que profesaban. Aquellos gritos se sucedían a una velocidad de vértigo, acelerando a su alrededor una vida hecha para el vacío, pues eso era la mili: llenar el vacío. Sin embargo, pronto aprendías que éste no se daba por vencido y poco a poco iba conquistando el espacio que le era propio dentro de aquella paradójica organización.

La mili era un motor a dos tiempos. El primero determinado por la premura de un campamento donde el tiempo se sucedía a golpe de metralleta, creando la vana ilusión de que se agotaría con la gran cantidad de cosas que había que hacer; después llegaba el segundo, aquí la nada lo llenaba todo y ni el toque de diana era capaz de desviarte un milímetro del escaqueo en el que habías entrado para reinar. Para algo eras el veterano, para algo tenías el mejor hachís, para algo pronto serías abuelo... y un montón de memeces más, con las que comenzabas a escudarte de ese orden, del que contabas los días que faltaban para huir y olvidar.

Leí no hace mucho que las gallinas también gozan de cierta organización social. Situadas en sus palos, el gallo caga por encima de todas ellas, y así en una implacable y misteriosa disposición, cada una defeca sobre su inferior, hasta que esa procesión continua termina encharcando de mierda a las pobres parias que malviven al ras. Cuando lo leí, no hallé metáfora más perfecta para describir la prepotente jerarquía que holgazanea tras los sólidos muros cuartelarios, ajenas a cualquier control y empapadas en una legitimidad que el paso de los años aún cuestiona.

Pero sobre esta mancha negra y espesa, que el recuerdo evita remover, hay otros colores que me reconcilian con aquellos años.

Estoy en pelota, con mi cuerpo de diecinueve años. Estoy musculado, pues en mi estupidez me he estado mamando un montón de gimnasio. Quiero ir cachas a la mili y lo he conseguido. Mi polla esta dura, llena de esa sangre que corre veloz en la juventud, y tengo que follar una peseta que me espera seca sobre la litera. Intento seguir la coña y lo cierto es que estoy erotizado. Algunos de mis compañeros de quinta están en cueros y verlos me la pone dura. Se tapan las vergüenzas con temor y soportan con la misma carga la burla y el toqueteo de los veteranos; pero miran, no paran de mirarme. Buscarán consuelo, creyendo que lo que a mí me pasa es todavía peor que lo que les ocurre a ellos; ¡pero no es así! ¡Ni de coñas es así! Estoy disfrutando, mi polla está disfrutando, y la muy puta sólo está dura cuando lo pasa de puta madre.

Me excita que no dejen de mirarme. Los que temen, los que se burlan...; y también los otros. Me la pone durísima que miren como el gallego se folla a ese hijo de puta ferrolano, a ese Franco hijo puta muerto en la calle, pero aún vivo en estas paredes. Entre embestida y embestida observo con detenimiento qué ojos arden al verme de este modo. Tengo un rabo guapo, de la misma altura que mi edad y que se yergue sobre unos cojones achicados y llenos de vello formando en su unidad un mismo cuerpo. Mi pija comienza a babear dándole brillo a mi acampanado capullo. Noto que en sus miradas no hay pasión, sólo miedo. Puede que también haya envidia. Ésta siempre aparece cuando se ve un buena polla, y la mía lo es. Es guapa, y la muy puta es viciosa. No sabe de límites, por eso los cruza todo. Le gusta existir, porque existir significa follar. Sigo follando a la peseta, mientras escucho las burlas de esos veteranos de mierda; pero hay uno que no sólo sonríe.

Él no tiene miedo, en su rostro no hay venganza por toda la mierda que ha comido, tampoco se distingue ningún asomo de burla o curiosidad: él tiene pasión; y su único miedo es esconderla. Así que follo para él. Quiero que vea mi leche, quiero que vea lo que gana el puto Franco, que me mira desde la moneda hacia la derecha, para que sepa lo que ese cabo puede perder sino espabila.

El miedo que se alojaba en mis huevos ya no está. Me la pajeo frenéticamente. Los comentarios jocosos enmudecen. Todo está en silencio. Todo ese corro de maricones hijos de la gran puta mira para ver hasta dónde voy a llegar. Mi mano se desliza por el tronco de mi pene a gatillazos rápidos, como los de una metralleta. Me importa un nabo que me miren, quiero que ese cabo vea mi leche, quiero que la envidie, quiero que me la pida. Distingo, a las puertas del orgasmo, su paquete. Desde mi ceguera, brilla. Tiene cuerpo, color y calor. Pone sus manos sobre él ocultándolo; pero no son manos hechas para ocultar. Pienso que lo que desea en ese momento no es tapar, sino abalanzarse sobre su polla, o la mía, y escoltar a paso marcial el pajote tan suculento que me estoy marcando.

Los huevos se me achican y ese conocido cosquilleo comienza su danza. Me convulsiono como una puta. No es la primera vez que me pajeo delante de alguien; pero sí es la primera vez que ese alguien es desconocido y no terminamos follando como locos. Esa circunstancia y el hecho de desear con todas mis fuerzas al cabrón que no deja de mirarme con lascivia, hacen que galope en uno de los orgasmos más bestiales que me dio mi juventud. Los trallazos de leche salpican a ese hijo de puta impasible que me mira desde su cárcel de cobre. La carrera continúa y los siguientes, cuando ya domino mi cuerpo, los dirijo a ese grupo de veteranos que protestan y esquivan mi virilidad; sólo el cabo está hipnotizado. Permanece quieto, estático, sin salir de la atadura de mi cacho polla que aún sigue manando. No dice nada. Todo está dicho. Al grito de "¡Apártate, guarra maricona!" salgo del escenario. Le toca el turno a uno de esos tontolabas que pensaba que lo que temía no iba a ocurrir; pero allí estaba: tocándose una polla que no se empalmaba ni para dios. No tenía mala pinta, seguro que bien tratada haría las delicias a más de uno; pero no era una polla para actuar en público, era una de esas de en privado y en postura de misionero.

Sigue meneándose con brío la minga sin que el muerto reviva; mientras yo me escurro las últimas gotas de semen que aún guarda la mía y la acaricio entre mis dedos, y con calma, con mucha calma me visto al lado de "mi cabo", despreocupadamente pero sin perder de vista ese cemento armado que aún sigue cubriendo con su vergüenza de machito. Me pregunto, mientras termino de vestirme, si las costuras del ejército están preparadas para soportar la tensión de un semental como "mi cabo". No alcanzo la respuesta, cuando el maricón se marcha. El murciano sigue sobándose la polla con ganas, pero sigue igual de muerta, sin ningún signo de vida pese al empeño del maricón.

Miro su marcha, sus pasos firmes y serenos. Sé que lo voy a follar. Es cuestión de tiempo; pero tengo claro que ese macho me chupará la pinga, como que me llamo Matías Castro.

Han pasado dos semanas. Ya no he follado más pesetas, aunque si me he pajeado abundantemente pensando en ese macho. Ya sé un poco más. Es zamorano, de plena capital. Tiene un nombre que en ese momento se me antoja precioso: Ángel Salcedo; aunque todos lo conocen por "Chuski", sin que sepa aún la razón. Dejó de ir a putas por unas ladillas que tomaron sus cojones como lugar de veraneo; pero se cuentan historias asombrosas de su masculinidad. Eso me calienta más, pues sé que estoy tratando con una maricona que es puto macho.

He tratado de entrarle, pero el cabrón me evita. Con buenas maneras pero me evita. Es una prueba que para mi lujuria no pasa desapercibida. Así que por la noche, en la ruidosa litera acompaño ese coro que producen los muelles de todo el pabellón. Me pajeo con ganas, hablo de tal o cual tía; lo cierto es que me la sudan. Sólo pienso en él. Mi polla sólo se pone firme ante mi cabo.

Tiene una cara esculpida como a hachazos, de una fortaleza que amilana. Sin embargo, cuando sonríe esa dureza se suaviza hasta convertir en arrebatador su bello rostro. Unos ojos oscuros y recónditos desnudan todo lo que miran hasta que terminas hundido en la profundidad de su mirada. Todo acentúa su masculinidad. Su metro ochenta reforzado con ese atajo de músculos que lo distingue; su porte marcial que subraya toda la parafernalia de la que nos rodean en ese tiempo. Todo en él huele a macho, a un macho bravío y agreste; seco como la piedra, duro como el acero, pero tierno como el cielo, pues así lo ve mi corazón cuando mi pinga no se mete por en medio a calibrar el espécimen que le espera.

Toda esta coraza es tan palmaria que pocos se atreven a hacerle sombra. No inspira temor, inspira resolución. Uno sabe, pues así lo presiente, que él que se cruce en su camino tendrá todas las posibilidades de no contarlo, pues es un hombre que ataja en los desenlaces hasta lograr hacerlos suyos y moldearlos a su gusto y forma.

Se aproxima el primer permiso. Estamos como perros antes de salir de caza: olisqueando ya la libertad del campo sin parar de mover el rabo. La conversación ha variado; aunque seguimos hablando de lo hijos de la gran puta que son, ahora intercalamos estas verdades con las infinitas juergas, borracheras y polvos que nos vamos a correr una vez que crucemos la puerta. Yo no digo ni que sí ni que no. No paro de comerme el tarro pensando en cómo lograr que ese Ángel descanse en mi cielo. Fantaseo todo el rato. No para de empitonarme salvajemente partiéndome el culo, de mamármela y mamársela, de follarlo hasta que diga "basta", de besarle esa cara y que su lengua se enrede con la mía, de comerlo, de que me coma. Creo que me paso el día follando con él, y así me paso el día con la bandera alzada. Es un puro juramento todas las horas del día, ni las pajas consiguen matar a mi calentura.

Cuando me quito el calzoncillo una gran mancha de presemen señala la calentura. En ocasiones estoy tan empapado que recojo ese fruto como si fuera un ovillo de lana, y un hilo elástico y suave, insípido pero sabroso, se enreda entre mis dedos antes de que mi boca los engulla. Cuando me descapullo unas secreciones blancas, como avanzadilla guerrillera de mi espesa leche, adornan las comisuras. De nuevo junto toda esa semilla y a la boca, pensando que es la suya y no la mía la que trago. Tiene una leche deliciosa.

Lo veo, la cosa se agrava. La pija se endurece con ese juego de mira y no mira en el que me enredo con sus profundos ojos. Él sonríe, no dice nada, y yo tengo unas ganas de darle de hostias y follarlo hasta morir. ¡Eso si que sería una buena muerte!: Dar la última gota de mi semen, y todo por la patria. No parar de follar en todo lo que me queda de mili, ¡y todo por la patria! Una patria hija de las mil leches.

Desde que lo conozco no me conozco. Estoy todo el día instalado en esa puta calentura que me hace ver lo que no sé si existe, que me hace interpretar cada uno de sus gestos para traducirlos todos al lenguaje de mi carajo y pensar en cada instante que él me desea con la misma fuerza que yo.

Mañana, a las tres de la tarde, salimos a la calle. Le he entrado de nuevo con una disculpa pijotera de la que ya ni me acuerdo a estas alturas; pero sí recuerdo una disculpa peregrina que vuelve a situarme en tierra de nadie. Faltan horas y no tengo ni puta idea de cómo hacer. Recuerdo que en mi delirio pensé en secuestrarle, atarle a la pata de la cama y no parar de follarlo hasta que se licenciase. Desecho esta idea pues tengo dos zánganos, uno de Vitoria y otro de un pueblo perdido de Badajoz, que no se despegan de mí ni a sol ni a sombra, aparte del corro de gallegos, con los que aún no he intimado, pues todos son del sur y a mí me consideran un pijito de La Coruña.

Intento buscar en ellos lo que encuentro en él, consolarme con un segundo plato cuando veo que ni coñas tomo el primero; pero no hay manera. Ni despierto ni soñando arranco de estos mercenarios una pequeña luz con la que hacer sombra a "mi cabo". Llevo muchos días pajeándome por él como para engañar a mi polla con una patraña de gilipollas mama coños.

Ya tenemos preparado el macuto. A la salida, queremos ir de civiles, pero estamos tan apijotados que ni cuenta nos damos de la pinta de militronchos de mierda que tenemos. Ni tres capas de pintura simularían el abandono en el que vivimos; pero a los diecinueve años sirve lo que piensas, no lo que ves. He decidido llevar mis mejores galas; si salgo a romper: rompo con todo. Deseo con toda el alma llevarme el mundo por delante, volver a disfrutar de un tipo al que no conozco entre tantas ordenes y gritos, y que durante diecinueve años tantas alegrías me dio.

Como perros de Pávlov, babeamos. Creo que si en aquel momento nos dicen que no salimos, nos atrincheramos en el cuartel y los pasamos a todos a tajadas de bayoneta. La cantina está animada. El bullicio es ensordecedor y aumenta a cada paso recordándonos que es el único modo de saber que aún estamos vivos. Lo veo entrar con su grupito de mierda y buscar sitio a lo largo de la barra. Va hacia una esquina y allí se queda mientras piden las consumas. Se le ve feliz, como un gallo con sus gallinas, como si supiera que el resto de su vida se dirige hacia ese destino de dormir, comer y follar. Me tomo la cerveza de un trago y pido una copa de coñac del más peleón, del "Fundador" de toda la vida. Unos diez minutos después la tengo entre mis manos. En ese tiempo no he parado de hacer elucubraciones. "Si ahora mira hacia ese lado significa que me quiere; si el vasco me suelta una pijada es la señal de que tengo que ir allí y entrarle; si ahora entra el sargento es señal de que esta tarde me lo follo..." Y así chorrada va y chorrada viene.

Me tomo un trago de la copa y ese coñac canalla baja arrasando por la garganta. Con ese ardor me digo que le entro ahora o nunca. Así que me aproximo con ese arrojo de soldado que no sabía que tenía. Serpenteo por entre la gente sin perderlo de vista. Sabe Dios de qué estará hablando, pero las risas son muchas. No me ve, ¡el muy hijo puta no me ve!, y estoy esperando su mirada como si fuera una señal; pero la muy cabrona no viene. El valor que llevaba me pesa y se baja a los pies; otro lingotazo y vuelve a subirme a los cojones, y ocurre una cosa muy curiosa: lo tengo tan centrado que sólo está él. Mientras me acerco todo ese barullo ensordecedor pasa a segundo plano hasta desaparecer para mí; lo mismo ocurre con la gente, todos esos guripas de mierda comienzan a tomar un tono como metálico en el que pierden toda su textura hasta deshacerse en sueños, en chiribitas que se unen en sombras difusas hasta perder todo su cuerpo, todo su significado.

¿Qué pasa "follapelas"? (De este modo me entero de cómo me llaman, aunque ni siquiera me molesto en contestarle a ese burgalés de ful, pero el nombre me quedará para lo que me queda de mili) ¿Andas perdido? ¿Buscas cambio para montarte una orgía esta tarde?

Estallan las risas, pero me la suda. En ese momento ni existen. Él también se ríe, pero al momento corta esa sonrisa tan deliciosa como si estuviera avergonzado. Ese pequeño gesto que pasa desapercibido para los demás, aunque no para mí, me anima a continuar. He pensado en decirle mil cosas, las ensayé de todas las maneras posibles, pero le suelto lo primero que se me viene a la cabeza.

Mi cabo, quería hablar con usted –digo acercándome a su oreja. Él asiente y se aparta hacia la ventana. Los demás dejan de prestarnos atención y comienzan a soltar sus sandeces en una especie de ping-pong compartido.

¡Dime! Tú dirás –me responde hablándome a la oreja. Escuchar su voz así me excita.

Quería pedirle un favor mi cabo. Es una tontería, pero le estaría muy agradecido. Hoy quedé en el centro con mi tío para pasar inspección. (Él me mira extrañado, por su mirada sé que la mentira va por buen camino.) Es para dar el visto bueno a todas las llamadas que he hecho a casa. Es que antes de venir tuve bastantes follones con el hachís y querrá comprobar que ando con buenas compañías (me sonríe) y la única que tiene esa pinta es usted, mi cabo (vuelve a sonreír, ahora hay un pequeño reflejo de incredulidad). No es peloteo mi cabo, que me vea con usted le indicará que ya ando por buen camino. Total sólo será un momento.

No sé si debo.

El taxi lo pago yo y usted puede quedar después con la basca. No será más de cinco minutos. Le aseguro que mi tío es puntual. Es banquero (Se ríe de nuevo, esta vez francamente y escucho una risa que espanta a las palomas). ¡Bueno, claro! Los banqueros nunca llegan tarde: time is money.

Vale. Nos vemos a la salida. ¿Te parece dentro de veinte minutos?

¡Hecho, mi cabo! A sus órdenes.

Estoy tan feliz que ni siquiera me preocupo porque no exista ese tío banquero. Lo que sé es que lo voy a tener conmigo, y que por lo menos durante quince minutos o media hora lo tendré para mi solo; después, el tiempo dirá.

Estuve luchando contra el reloj, pero aunque llego siete minutos antes, él ya está allí. Yo sigo con la felicidad a flor de piel y rezando para que ésta no la joda con ninguna estupidez, pero a la muy puta se le dio, mientras estamos esperando el taxi, de salirse por peteneras y comenzar a comportarse como una estúpida enamorada. No recuerdo las mariconadas que dije, pero es que para los malos recuerdos tengo el antídoto de que los sepulto en el olvido. Por fin llega el taxi y cargados con nuestros macutos nos ponemos atrás. De no parar de hablar como una cotorra pasé a una fase contemplativa en la que, fuera de la dirección de la pensión, no dije esta boca es mía. Estaba demasiado nervioso para decir algo; pero es que él tampoco hablaba. Cada vez que lo miraba él estaba mirando el insulso paisaje; en ocasiones cruzábamos nuestra mirada y al momento, como si quemaran, volvíamos al muermo de paisaje que nos acompañaba.

Sin venir a cuento me desabroché el pantalón. Ni tan siquiera lo miré. No quería estropearle la vista que me brindada a ofrecerle.

¿No le importa, verdad jefe? Así llego a la pensión y ya puedo salir.

Para nada, hijo. Lo que te pida el cuerpo. ¡Quién tuviera vuestros años! –contestó el veterano taxista ya acostumbrado a otros espantos.

Y ahí comenzó a darnos el coñazo durante todo el camino, sin importarle que no le prestáramos puñetera atención, pues los dos estábamos a lo que estábamos: yo a exhibirme y él a mirar. Me bajé con cuidado y lentamente los pantalones dejándolos en el tobillo y abriendo el telón que tapaba la puñetera de la camisa. Me coloqué el paquete para que luciera bonito: con los huevos bien puestos y la polla en el mismo centro pidiendo espacio. Desabroché los cordones de aquellas botas interminables, y como si fuera una starlet barata, que tras el zapato quitara con sensual movimiento la media, obré de la misma manera. Me desabroché la camisa y me la quité tratando de moverme lo menos posible para que la ropa cayera por su propio peso. Y allí me quedé, con mi camiseta de tirantes y gayumbos, disimulando sin saber qué venía después del desvestirse.

Busqué una postura en la que los músculos de mi cuerpo mostraran su lenguaje. Me levanté los brazos palpándome los sobacos para recoger el sudor y que me viera con todo lujo de detalles. Lo mismo hice con mis tetas. Más que un aseo era un magreo puro y duro, en la que cada parte de mi cuerpo recogía su merecido homenaje.

Durante cuatro o cinco minutos sólo presté atención a mi cuerpo. En ese momento lo adoraba, pues era el único método que encontré para no sucumbir al suyo. Pero pasado ese tiempo, cuando mi falo ya estaba como el hierro miré por el rabillo del ojo para ver cómo estaba la suya. Y lo que vi me la puso aún más dura, pues reventaba. Hasta que la pudiera tocar no quería mirarlo. Así que comencé a vestirme con lo que rompía en ese momento: un vaquero de pitillo, desechando la camiseta, pues la de tirantes me quedaba de puta madre. Tuve que volver a hacer una coreografía y deslizarse como un loco para que aquella ajustada prenda marcara lo que tenía que marcar. Tras este cierre el taxista volvió a su estado catatónico escuchando la COPE y las loas de Encarna Sánchez a sus admirados taxistas.

Así cuando llegue a la pensión bajamos a ver a mi tío y cuanto antes termine, antes queda con la basca – dije a modo de disculpa para cerrar el espectáculo que le había ofrecido.

Tampoco tengo tanta prisa. Además no quedé a ninguna hora. Me será fácil localizarlos porque la ruta no cambia.

Ya. Pero no sé que me da que por mi culpa aún tenga que hacer otra misión.

¡Bueno! La tarde es larga y hay tiempo para todo. Y puedes tratarme de tú, ya no estamos en el cuartel.

Sí, claro.

Lo que nos sobra es tiempo, aunque no lo parezca. Es sencillo pillar una moña si lo que queremos es pillárnosla. Algunos con cuatro tragos están como con cuarenta.

Sí. Yo soy de los que voy rápido; no siempre. Pero he tenido pedos con cuatro duros; en cambio, otras veces he privado como un cosaco y ni de coñas agarraba la torrija.

Yo voy más lento. Me gusta saborear las cosas. Tomarme mi tiempo; pero también me ocurre lo que tú dices; pero con las cosas caras y guapas me tomo mi tiempo; sólo las baratas las tomo rápidas.

No es un mal método.

Pruébalo y ya me contarás.

Cuando esté montado se lo comentaré;¡perdón!, te lo comentaré.

No todo se prueba con dinero. Si lo tienes, bien; si no lo tienes, sólo perderás aquello que no puedas comprar.

Poco a poco comenzaba a entender de lo qué estábamos hablando. Era un modo de bordearlo, pero de no perderlo de vista; de no citarlo a gritos, pero de no parar de susurrarlo. Estaba convencido de que raspando un poco, saldrían a relucir nuestras pollas con el lustre que ya lucían.

¿Y quedan bastantes cosas que sean buenas y gratis?

Para los que pueden pagarlas, no; para los demás, más de las que crees.

Mujeres, por ejemplo.

Esa sería una –dijo sonriendo con picardía-, pero no la única.

Sexo, drogas and rock and roll.

Todo depende de lo que quieras. Era como antes. Si lo que quieres es beber, es fácil beber.

¿Y así con todo?

Si te lo sabes montar, te puedo decir que con casi todo.

¡Interesante...!

Claro que tiene sus riesgos, pero como dice un gallego de la compañía... ¿Cómo es...? Si quieres...

Percebes tes que mollar o cu por eles.

¡Claro! El que no se moja el culo nunca sabrá el valor de los percebes. Lo que hay que saber es lo que merece la pena.

¿Y cómo se sabe eso? ¿Cómo puedes saber que no estás equivocado?

Bueno... A mí no me importan muchos los errores. Creo que tengo una edad que aún puedo permitirme cometer todos los errores que quiera sin que vaya la sangre al río. ¿Y cómo se sabe eso? Es fácil –se quedó un momento reflexionando, buscando ese atajo que condensara un pensamiento sin duda más extenso-. Se sabe porque lo deseas. ¿No es así, patrón?

Así es muchacho, así es... Sino que jodido sería ser pobre –agregó el taxista-. Si nos quitan los deseos a los pobres, ¡jodidos quedamos!

¡Ni que lo diga!

Quien me diera a mi tener deseos y años –dijo para sí.

¿Algo quedará digo yo? –pregunto.

Sí: mujer, hijos, hipotecas y este trabajo en el que el día menos pensado acabo acuchillado por cualquier yonqui.

Ya.

Pero quítame años... y no veas los deseos que me montaba.

Lo ves –dijo dirigiéndose a mí y empleando un tono que me llevó a la segunda lectura-. Lo creas o no, todo es cuestión de deseo y años...

Y así llegamos al final del viaje y entramos en el principio del paraíso. Era una pensión cojonuda, llevada por un ovetense que sólo tenía ojos para su mujer a la que no perdía de vista, pues tenía el convencimiento de que se la pegaba a la mínima de cambio. Esa obsesión hacía que poco o nada se preocupara por los visitantes de aquella gruta infecta, pues sólo el dinero y su mujer lo movían, así que una vez pagada la habitación, la paz estaba asegurada.

Subimos el desconchado tramo de escaleras para meternos, tras pasar unas cortinas roídas y sucias, en un pasillo umbrío lleno de puertas. Una de éstas era la nuestra. No podía distinguir muy bien su rostro, pero el mío ardía. A esas alturas tenía el firme convencimiento de que no abandonaríamos esa habitación sin habernos follado bien. Claro que aún quedaba un pequeño tramo de representación para entrar en el meollo del drama que nos unía, pero la dureza de nuestras mingas indicaba que aquella figuración duraría lo que un suspiro.

No tiene duchas, pero te puedes cambiar igual –dije al entrar- La ducha, creo que es una de las puertas del pasillo.

No está nada mal; esperaba otra cosa –dijo inspeccionando todo con serenidad mientras se dirigía hacia la cama y se sentaba como si fuese un trono, y con la voz de rey continuo dictando- ¡Acércate, follapelas!

El valor con el que ardía mi deseo se desvaneció ante esa orden cargada de rotundidad. Aunque desde que tenía uso de razón, y pija para jugar, siempre había estado en el mismo bando, intuía que lo que había aprendido de poco iba a servir estando con un hombre escrito en mayúsculas. Al acercarme me tomó entre sus manos, y con la seguridad de un terreno ya conquistado me sentó en su regazo.

¿Era esto lo qué buscabas?

Yo ni respondí a la pregunta. Estaba turbado. Ahora que lo tenía allí, todo me parecía demasiado grande para mí. ¡Dios, lo deseaba tanto que lo temía! Era un hervidero a punto de estallar.

¿No dices nada?

Mi silencio se arrulló en mi rubor. No sabía qué decir pues en mi cuerpo había como una tormenta que desechaba cualquier hilo de pensamiento. Él buscó la respuesta en mis labios, y aquella cara esculpida, con la belleza de las veinte primaveras, se acercó a mis labios que se abrieron como una tímida flor a los suyos. Fue un beso breve, pero intenso. El solo contacto con sus labios, la ternura que en ellos depositó, hizo que la pasión que sentía tomase un rumbo más sereno, pues así obraba él con las cosas que le gustaban.

Veo que sí era eso lo que buscabas –sentenció sonriendo con complicidad, mientras me abrazaba-. Te lo dije en el taxi, hay un montón de cosas que se pueden conseguir si te lo propones. ¿No dices nada?

No sé qué decir –respondí murmurando.

No hará falta decir mucho. Creo que sobran las palabras, ¿no te parece? Tenemos deseos y años... ¡Todo está bien!

¡Dios, sí!

Él sonrió ante esta salida que reflejaba el mismo estado de ánimo que uno puede sentir tras pasar una dura prueba.

Tranquilo. Ya te dije que tenemos toda la tarde, aunque creo que se nos pasará como un suspiro –dijo besándome en la mejilla para tranquilizarme.

Creo que en este momento no me llega toda la tarde.

¡Coño para el salido del gallego! Aún no empezamos y ya siente morriña. ¡Sois la hostia!

¡Joder! –asentí avergonzado-. Es que ya la estoy gozando. Desde que llegué la estoy gozando como una perra.

¡Ya lo veo, cabrón! –dijo palpándome el paquete- Eres muy guapo, ¿sabes? Eres la hostia de guapo.

¡Tú sí que estás bueno! Eres un semental...

Me gusta la gente guapa; pero me gusta más la gente guapa que se ama (yo lo miré con cara de alucinado). Me refiero a los que se cuidan. Y tú te cuidas –dijo acariciando mis bíceps.

Creo que ninguno de los dos nos podemos quejar.

Eso será lo que no haremos: quejarnos. Puede que un poco... (volví a mirarlo alucinado). Se descubre más del placer, si también se descubre un poco del dolor. ¿No crees?

No sé... Nunca lo pensé. Lo que no paro de pensar es que tengo unas ganas tremendas de que me folles.

Coincidimos entonces en lo de los deseos. ¡Yo también quiero follarte, maricón! –subrayó esta palabra de un modo especial, dándole un giro que hizo que llegara a mis oídos como un piropo- Yo también quiero follarte...

Y ahí volvieron nuestros labios a fundirse en un beso tórrido y húmedo que señalaba los grados de nuestra pasión. Su lengua se enroscaba en la mía, la perseguía para atraparla y volverla a abrazar, para después dejar el turno a nuestros labios que se besaban con gula mordisqueándose levemente. Las caricias comenzaron a homenajear nuestros cuerpos que luchaban por abandonarse al placer. Cambié la posición para situarnos frente a frente y que fuese la pasión de nuestras caricias el amarre de nuestro precario equilibrio.

Nuestras pollas rugían con su dureza. Sabían del ardor que se estaba cocinando, y el aroma del sexo las hizo entrar en un delicioso vaivén que marcaba el ritmo a nuestros besos y magreos. Era delicioso sentir como incluso oculto tras aquella camisa su cuerpo seguía marcando su glorioso empaque. Deslizar la mano por aquella pujanza era darse de bruces con la virilidad rotunda que aparece en nuestros sueños más húmedos.

Aunque yo había ido al gimnasio y presumía de cierta carnosidad, seguía habiendo en mi una suavidad que evitaba las inserciones bruscas y marcadas; en él, el concierto era otro. No era una musculatura exagerada, de esa que por su desmesura, termina perdiendo la perfección por el camino. Su estilo hacía que cada parte de su cuerpo estuviese perfectamente delimitada, sin que se llegara a confundir con otras vecinas, sumando tan solo su singular gallardía a la del conjunto. Esa cualidad hacía que no fuese necesario desnudarlo para tener una idea certera del tesoro que se guardaba entre esos paños. Para los ojos avariciosos de un maricón como yo, él estaba siempre en cueros .

Sospecho que era todo lo que llevábamos. Desde que lo vi, lo deseé; desde que me vio, me deseó. Esa combinación sólo puede hacer fuego. Menos es nada. Y desde ese calor, continuó nuestro encuentro. La sensación que recuerdo era como la de subir a una montaña rusa. Primero esperas en la cola, deseas que la puñetera avance de una puta vez; una vez que te sientas en el coche, tu adrenalina comienza a multiplicarse y a viajar por tu cuerpo; y no tanto por lo que vives, sino por lo que se anuncia en ese horizonte, al que te aproximas a una velocidad moderada subiendo una inclinada pendiente que te lleva a un clímax del que no bajas en todo el viaje. Pues así fue aquella tarde. En esos primeros minutos caminábamos lentamente por la pendiente, entre caricias y magreos que calentaban nuestros cuerpos; después nos deslizamos ferozmente en una follada enérgica y sin límites que señaló cómo serían nuestros encuentros y de qué pasta estaba hecha nuestra naturaleza.

Sentía su verga deslizándose bajo mis cojones, pues no dejaba de cabalgar mientras morreábamos como posesos hechizados por el olor de nuestro sexo. Aprisionada sobre aquel dril caqui la pujanza de mi encendida amiga supuraba sus fluidos, y el aroma de su sexo me decía que su polla estaba secretando el mismo sustento. Nuestros labios estaban empapados, babeando por las comisuras, extendiéndose por la cara, pues no parábamos de viajar hacia otras partes tan apetecibles como la que abandonábamos momentáneamente. En esos lapsos de tiempo, nuestras miradas se unían reconociendo en esa milésima de segundo la pasión que nos dominaba. No hacía falta decir más que lo que decíamos. Las palabras frente a nuestras mingas y deseos, parecían como pequeños intrusos indeseables, por lo que sólo aparecían aquellas que atizaban más el fuego.

Hubiese deseado tener un coño. Desenfundar su tranca y sentir como ésta penetraba en mis ardientes entrañas hasta hacerlas reventar de puto placer. Aquel meneo lascivo que imprimía a sus caderas, llegaba a su cirio alumbrando una intensidad que te cegaba. Sus manos recorrían con fiereza todo mi cuerpo, magreando aquellas partes que despertaban su apetito. Sobaba mi culo con avidez, exaltando toda la lujuria que allí se alojaba. No podía dejar de menearme ante sus ataques, intentando, dentro del descontrol en el que me hallaba, armonizar nuestros movimientos en choques cada vez más violentos e intensos.

Una fuerza arcaica, nacida de nuestra entrepierna, pedía no sólo la consolación del deseo, sino la violencia del instinto. Éramos dos machos, cuerpo a cuerpo, enfrentados en una lucha sin cuartel por poseer el mando de una calentura que nos calcinaba. Su polla seguía con esa embestida muda que me exaltaba, hasta que mi deseo no pudo más y me lancé como una maricona hacia su rabo.

Despuntaba en el pantalón como una especie de carpa de circo apuntando hacia el cielo. Allí lance mi boca, y por encima de la tela comencé a mordisquear ese apetitoso chorizo. Embadurnaba mi cara en su potente virilidad, restregándome sin sentido por aquel mástil que me había llevado a ese estado febril. Comenzó a jadear y a realizar movimientos guiados por un espíritu refinado, que dilataba cada una de sus embestidas dibujando en el aire sensuales virguerías. Yo apretaba con fuerza sus pelotas al tiempo que mordisqueaba con gula, empapando la tela que ocultaba el tesoro al que se abrían mis carnes.

Aún oculto, su poder era inmenso. El aroma de su masculinidad atascaba mis sentidos, embotándome para cualquier otra cosa que no fuese su mango. Ese pijo duro que arañaba desde su guarida la obscenidad en la que nadaba. Hizo un leve movimiento tratando de desabrochar el cinturón, y mis diestras manos lo adelantaron en la carrera. Dejé de magrear sus bolas y quité la hebilla en una sacudida rápida, a la que sucedió inmediatamente la apertura de su bragueta, hundiendo mi cara en el pozo de los deseos.

Una ola de calor acarició mi piel. El olor de su polla era ahora más concentrado, casi físico, apuntando con su acre dulzor la delicia del manjar que se cubría tras el calzoncillo blanco. Allí sepulte mi cara moviéndola violentamente tratando de tragar todo aquel aroma que se escapaba por ese aire que tragaba a bocanadas. Su aroma intenso martilleaba mi deseo, adelantándome la fiereza de la pieza que seguía con su dureza de cemento armado. Él me tiró del pelo aumentando los movimientos que la desesperación de mi deseo se había marcado. Mi lengua lamió con profusión el algodón de su calzoncillo, empapándolo poco a poco, para extraer todo el jugo que su nabo había depositado durante todo el día. Mis jadeos se mezclaban con los suyos, igual que mi saliva con el sudor de su polla que degustaba con una glotonería insaciable. Toqué mi polla que pedía a gritos salir de su cárcel. De nuevo, me tiró violentamente del pelo hasta subirme a la altura de su cara para besarme con una efusión caníbal que le hizo morder mis labios con la rabia de su calentura.

El dolor era placer. Aquel meteisaca no estaba escrito con la delicadeza de los sentimientos, sin que estos desaparecieran, pues los había, sino con el hierro candente de nuestros falos, que pedían estar a la altura de nuestra fortaleza. Éramos dos machos cara a cara, despojados del más mínimo barniz de civilización, vestidos tan solo con la lujuria y la avidez de nuestros apetitos, que de puro encerrados, salían como toros del chiquero: a la arena para matar.

Me quitó la camiseta de un tirón y comenzó a lanzarse sobre mis pezones para encharcarlos y morderlos a placer mientras yo me derretía entre sus brazos, gimiendo como una puta. El mismo hambre que destaparon mis pezones erectos, lo llevo a mis axilas y allí restregó su lengua con furor en una de las caricias más deliciosas que he vivido. Mientras una de mis manos apretaba con fuerza su pija, iniciando un suave pero violento masaje, pues se la apretaba con saña, él mordisqueaba mis pelos arrancando algunos que, en su voracidad, no escupía dejando que estos cayeran por la comisura de sus labios llevados por la saliva. Volvimos a besarnos, a calmar la sed de nuestro apetito, a enredar nuestras lenguas y mordiscos en un lenguaje que sólo aparece cuando el sexo hierve.

Seguía meneando su nabo y tras finalizar el beso me lancé a mamársela. Seguía allí, cubierta por su blanco e impoluto calzoncillo, que a estas alturas había tomado una leve transparencia que permitía entrever su magnifico rabo. Metí el glande en mi boca guiado por sus jadeos hasta sentir la carnosidad y el sabor de su pujanza. Bajé los pantalones hasta la rodilla y me asombré de la hermosura que concentraba aquella parte de su cuerpo precisada por una marcada dureza. Con mis dientes mordí la goma de su calzoncillo y el glande apareció repentinamente, como si surgiera de una caja sorpresa. Estirando la goma al máximo, la solté batiendo la goma con su acorazado capullo. De nuevo repetí la jugada, como unas cuatro o cinco veces, hasta que hipnotizado por su poder de seducción, baje violentamente los calzoncillos con mis dientes y una codicia inaplazable.

Seguía deslumbrado por su visión. Permanecí estático durante unos segundos, hechizado por la visión, como quien contempla un espectáculo que la naturaleza tardará milenios en repetir. He gozado de muchas pollas, grandes y torpes, chicas y virtuosas, y viceversa; pero ninguna se aproxima a la que portaba este Ángel. Ahora, analizando esto desde el recuerdo, creo que era la única polla que podía casar con su envergadura.

Estaba marcada por el mismo sino que su musculatura. La definición de sus partes era palmaria, pudiendo trazar un croquis de semejante ejemplar. Medía como unos dieciocho centímetros, aunque esta medida era engañosa pues era un arma preparada para engañar a la vista. Su tronco se fundía con los cojones haciendo un todo recio que se veía surcado por infinidad de venas que bañaban de pujante y brava sangre aquel regalo de carne. De un grosor medio, que no variaba en todo su recorrido hasta acercarse al glande donde mermaba ligeramente, de un modo casi imperceptible; apuntaba una rectitud que resultaba arrogante, sino fuera por lo apetecible que se mostraba. Después venía la nota más curiosa de ese instrumental. Un bálano acampanado y desproporcionado culminaba aquella obra de ingeniería. Parecía que aquel glande había sido colocado allí tras un transplante, pues la diferencia de su perímetro, te llevaba a pensar que aquello no se correspondía con el tronco que la sostenía ya que, en ningún momento, la unión de su glande se mostraba a la luz pública. La piel era tersa y oscura, igual que sus pelotas cubiertas de un vello ensortijado; pero aquella negritud saltaba de alegría en su capullo regado por un color rosado y carnal que sugería la salud de la pieza.

Su punta supuró un chorro manso de presemen que cayó suavemente por la fuerza del vértigo. La punta de mi lengua se acercó a ese manjar y con un movimiento compulsivo tomó los primeros sabores de aquel portento. Como todo lo bueno, una vez probado, uno siempre quiere mas. Cogiendo la pinga por su base, cerré mis labios en torno aquel dócil surtidor que empapaba con su brillo la fortaleza del bálano. Sorbí aquel jugo de su virilidad y mis labios sucumbieron abriéndose a la pieza, engulléndola en una cálida mamada. Tuve que tocarme la picha que comenzó a babear del mismo modo al enfrentarme al vigor de su hombría. Mis labios abrazaron codiciosos aquel sabroso glande llegando hasta el borde mismo de ese barranco que continuaba con la tranca que ahora le meneaba.

Todas las pollas saben a macho, no pueden saber de otra manera, saben a lo que son; pero ese baluarte desplegaba una artillería pesada que terminaba embriagándote pues no dabas consumido su sabor. Parecía que la energía su interior renovaba constantemente ese fuerte sabor que enaltecía tu voracidad. Mis labios subieron y bajaron por ese glande empapado mientras la punta de mi lengua masajeaba el meato de su capullo. Él me tomó por la cabeza para acariciarla. Sus dedos surcaron mi pelo en movimientos descoordinados que me hablaban de su goce y de mi maestría. Mi estriada lengua repasaba ahora los bordes de su apetecible glande intentando buscar un resquicio inexistente, pero sorprendiéndose de la rugosidad que encontraba. Cada uno de los movimientos de salida terminaba en un beso; para después dirigir una mirada al rostro que sucumbía, y volver, tras otro húmedo beso, a iniciar aquel celestial viaje. Mi mano seguía masajeando su tranca, de arriba abajo; de ahí, a sus cojones para estrujarlos con pasión y hurgar tímidamente por la vía hacia el ano; para volver de nuevo a asentarme en la robustez de su mango que me permitía un poder temporal sobre este macho. El sonido de la saliva acompañaba a sus jadeos, teniendo como línea de coro el magreo que le estaba pegando a mi minga por encima del pantalón, que armonizaba su ritmo con la mamada que le estaba realizando. Comenzó a revolverse como una puta, y aquellos dedos, que momentos antes acariciaban mi pelo, presionaron para que me tragase aquel cipote. Su capullo se alojó en mi campanilla, y mi nariz reposó en el mullido colchón de su vello respirando el seductor aroma de su sexo. Fueron unas penetraciones deliciosas, guiadas por el más puro instinto que rejuvenecía con cada embestida, como si para su movimiento necesitara alimentarme del sabor y aroma de su férrea virilidad. Mi lengua pulió cada pulgada de su miembro, trabajándolo con el primor que me inspiraba. Él follaba mi boca, y en un par de ocasiones su pija tropezó con mis dientes, sin que ese dolor momentáneo supusiera alguna quiebra en su ardor, más bien al contrario. Retiré la picha de mi boca y lamí toda la superficie de aquel pasmoso engendro y me dirigí hacia sus cojones.

Levantó un poco la pelvis y tragué aquellos huevos peludos de narcotizante aroma y sabor. Eran ovalados y pequeños, si los comparamos con su vecino; de hecho, se podía pensar que era la envidia la que transfiguró a estos cojones que alargaban la extensión de la verga hasta confundirse uno y otros. Restregué mi cara por su anegada pija, aumentando la brusquedad de mis movimientos como si hubiera entrado en un trance infinito.

Me cogió por los hombros y me tumbó sobre él para comenzar a magrearme sin límites. Sus expertas manos recorrieron todo mi cuerpo, hurgando aquellas partes que aún estaban encerradas. Era un intercambio intenso, pues lo mismo que él perseguía lo buscaba yo. Nos revolcamos por la cama, sumando nuestros delirios con una ferocidad caníbal. Éramos dos bestias en celo, dos apetitos insaciables que buscaban en cada centímetro de nuestro cuerpo la llave que saciara nuestra obscena lascivia.

Todos sus acciones eran bruscas, viriles; aunque a la vez dejaban un poso que continuaba afilando tu placer aunque el dueño atacase con su hombría por otro flanco. Pocas veces gocé de una sensación así, de sentir que él estaba en todas las partes. Ese cuerpo que imanaba todo lo que tocaba, comenzó a desvestirme con rudeza, como si en vez de un polvo consentido, fuese una violación. Aquel ímpetu resultaba exquisito, haciéndote comprender que la pasión del momento no era sólo la suma del deseo, sino la violencia con la que se manifestaba este. Ahora comprendía su aviso: sin dolor, no había placer.

Marcaba mi cuerpo como si fuera una res, dejando los rastros de su paso. Si en un principio, mi juego fue el mismo, pronto sucumbí al placer de su fortaleza. Ya no respondía con la misma hostilidad que él, sino que me corría de gusto ante ese ardor que me enrojecía y violentaba, porque era yo, y sólo yo, quien se lo estaba provocando. Ángel notó ese pequeño cambio y se empleó con más saña en el camino que había tomado su polla. Me quitó violentamente el pantalón, mientras yo, en mi placer, fingía resistirme para que incrementase más su pasión. Comencé a darle patadas, que él devolvía con mayor discordia, variando el menú con cachetes y sopapos que se repartían por todo mi cuerpo, con esa saña que sólo pone la locura en la pasión.

Yo me corría de gusto. Su violencia, la virilidad de todos sus ataques, lograba que mi pensamiento se embotase, sin tener una idea clara de por dónde irían los tiros. Era alucinante, una experiencia única que me llevaba a disfrutar del poder de su masculinidad mayúscula, de enfrentarme una y otra vez a una fortaleza que me derrotaba de gusto, siendo únicamente la acción la que catapultaba a la acción, con tal poder arrollador que yo me sentía como barro entre sus manos. Así que buscaba el perdón en sus besos, acariciándole primero sus labios con ardor para después comérselos con rabia. Una ira que incrementaba la suya y con ella mi placer. Un goce que a esas alturas se expresaba con toda su rotundidad.

Se tumbó encima de mí, aprisionándome con su cuerpo y me dio uno de los morreos más salvajes de mi vida. Eran como dos movimientos contrarios, como dos coches que se dirigen a toda velocidad el uno contra el otro. Yo trataba de zafarme de su excitante intimidación, él de apresarme. Nuestros cuerpos ardían y mordí sus anchos hombros en un intento por tragar a mi amante. Aquello despertó aún más su gula y con el encarnizamiento que alumbraba comenzó también a morderme con encono despertando un placer inaudito hasta ese momento. Jadeábamos como locos, pues aquella violencia, por su intensidad, no se manifestaba en gritos, sino que, como en las cloacas, viajaba más soterradamente, como si temiéramos que el grito vampirizara la energía de nuestros combates.

¡Te costará follarme, cabrón! ¡Antes te mato que dejar que esa pinga de mierda me toque!

¡Cállate maricona de mierda! Te voy a follar a gusto. Lo quieras o no. Te voy a matar follando –susurró esto apretándomelo fuertemente- Y voy a dejar tu miga seca y pidiendo papas...

Mi nabo quiere una mierda.

Tu nabo, mi amor –dijo bajándome los calzoncillos y cogiendo de la punta del capullo una muestra de mis fluidos para llevársela a la boca-, está pidiendo a gritos que se lo coman.

¡Cuánto más me deseas, más te odio!

Así me gusta.

¡Te odio, hijo de puta!

Y yo creo que no he odiado a nadie tanto en mi vida como a ti.

De nuevo nuestros labios se mordieron para expresar el odio que sentíamos. Y tras esto un delicioso sesenta y nueve abrió el segundo acto de la función.

Mamaba que daba gusto. Su lengua recorría mi picha con extrema ansiedad despertando en ella rugidos hasta ahora nunca alcanzados. Comencé a follarle la boca hasta atragantarlo; pero cuanto más le jodía, más le gustaba. Me tomó por las nalgas y en un mismo impulso las magreo con saña dándoles de hostias y empujándolas hacia él para pasar toda mi polla de un trago. Eran movimientos tan violentos que en ocasiones no era su rugosa lengua o sus succionadores labios los que llevaban el mando, sino sus afilados dientes los que tomaban el castigo. Aquel dolor intenso, como un latigazo restallante, afinaba aún más el sendero de mi placer, que estaba entre la polla que tenía en la boca y la fiereza que la dominaba. Cuando no la embuchaba hasta la empuñadura, su lengua recorría alocada con su excitante rugosidad toda mi polla. Era increíble la velocidad de este instrumento. Creo que mamo muy bien las pollas. Es uno de mis platos preferidos y llevo bastantes años cocinándolo como para no hacerlo bien; sin embargo, ni en mi mejor día me acerco a las revoluciones con las que era capaz de actuar su lengua, desde una frecuencia vivísima y sincopada, a una lamida larga y mansa que esclavizaba tu sensibilidad encumbrándola cada vez más alto, cada vez más lejos, presintiendo siempre un clímax que volvía a alejarse pues aún llevaba más elementos de los conocidos hasta entonces.

Sus manos separaron mis nalgas y con su nariz comenzó a hurgar en el jebe. Hacía aspiraciones profundas, tratando de sorber todo su aroma, de llenarse de mí. Restregó su cara por mi culo y comenzó a comérmelo. ¡Lo hacía de puta madre!, pues serpenteé como la mayor de las putas. Cada lamida era realizada con mayor frenesí, como si buscara un empacharse. Yo por mi parte presionaba con fuerza mi culo para que su rostro quedara marcado en él, cogiéndolo entre mis piernas para privarlo de cualquier movimiento.

¡Cómeme el culo, maricón! –ordené despojándolo de aquel abrazo y levantándome para quitarme el pantalón- ¡Cómeme el puto culo, comemierdas!

Tras eso me situé de pie a la altura de su rostro, dejando que por un momento contemplará mi polla tiesa, que babeara por ella como un perro hambriento. Él miraba con los ojos abiertos de par en par y su lengua salió de su escondite para pedir su ración, lamiendo frenéticamente el aire que lo separaba de su objetivo. Yo me toqué los huevos, levantándomelos con lujuria para después continuar un breve tramo hasta que mis dedos entraron en el pantano de mi culo. Tenía los dedos empapados con sus babas y los bañe con las mías. Después, en un viaje lento y caprichoso, aquellos transeúntes encharcados recorrieron mis pezones, mi capullo, mis cojones, y siguieron hacia mi culo. No lo dejaba de mirar mientras ejecutaba esto que me salía de lo más profundo de mi nabo, me costará olvidar su cara cuando abrí un poco mis nalgas para sepultar el dedo índice en la gruta que él tanto anhelaba y allí hacer un breve meteisaca. Sabía que, en ese momento, deseaba con todas sus fuerzas que mi dedo fuese su polla; pero no era él único, yo también lo deseaba.

Moviéndome como una maricona cesé repentinamente la penetración y caí con toda la fuerza sobre su rostro.

¡Cómeme el culo, maricón! –mandé arrastrando mi culo por toda su cara

Mis huevos quedaron a la altura de su boca y en un momento ésta actuó tratando de tragárselos, casi comiéndolos literalmente, avanzando a mordiscos hacia ese culo. Mis manos le ayudaron. Abrí las nalgas para mostrar en toda su amplitud la gruta en la que sucumbiría su hombría. Sobre ella lanzó su avaricia. La humedad de mis jadeos se mezcló con el goteo de sus chupadas. Su lengua circuló por todo el perímetro en una carrera vertiginosa por llegar primero a meta. Yo dilataba y contraía mi ojete para permitir que su rugosa y magistral lengua cavara más hondo, hasta mis entrañas.

¡Te gusta, maricón! La estas gozando como una perra en celo. ¡Lo estás haciendo de puta madre! Mi culo ya chorrea. Sigue así, calentando mi puto culo hasta que arda. Quiero que arda, para que después tu polla, tu leche de polla, se cargue este incendio que estás provocando. ¡Sigue, maricón, sigue!

¡Sabe a Dios! ¡Y cómo traga!

¡Claro que sabe de puta madre! Este culo es tu premio. Es aquí dónde vas a gozar como una maricona, pues te va agarrar la pija de puta madre. Nadie te va a apretar la picha como yo, con toda la fuerza de mi deseo, con toda la maestría de mi culo, con todo el calor de mi polla.

Y yo seguía cimbreándome como una puta pues su lascivia me estaba quemando el culo. Notaba como su lengua encharcaba todo mi ojete, como sus dientes me mordían las nalgas, en una sucesión frenética y descontrolada. Mi pijo chorreante chocaba con su frente, marcándosela con mis fluidos, yo arrastraba mi culo, tratando de controlar tanto placer, por toda su cara hasta sepultarlo entre mis nalgas, para volver después a bajar y encontrarme con aquella lengua maravillosa que lamía con su rugosidad esa gruta que deseaba ser horadada. Era un placer intenso e insólito. Me habían comido el culo un montón de veces, era una práctica que me encantaba, pues ese cosquilleo tomaba caminos imprevistos hasta situarse en mi polla y desde allí irradiar a otras partes. Pero pocas veces me comieron el culo como en aquella ocasión. Sus mordiscos y la astucia de aquella puta lengua, subieron varios grados la temperatura de aquella jugada, hasta que noté que, de seguir así, me correría sin remedio. No es que me desagradara la idea, pero aquella leche que hormigueaba en mis cojones llevaba mucho tiempo macerándose y quería finalizar sus días en las entrañas de aquel macho devorador. Así que, con fuerza, sepulté mi culo en su cara hasta ahogarlo y fui arrastrándome poco a poco, venciendo sus protestas, hasta quedar mis nalgas en su nariz y, ahí, tomar su huida.

¡Fóllame! ¡Fóllame, joder! –imploré a un macho más que dispuesto- No. Pero así no. ¡Átame! ¡Átame bien fuerte!

Merece la pena describir su mirada. Era ardiente, como de fuego, pero, sin embargo, tras este ruego, subió unos grados más, mostrando la ardorosa condición que guardaba mi hombre. Mordió su labio empapado y una sonrisa maliciosa se cruzo por décimas de segundo en su rostro, hasta juraría que su verga también se rió, pues le dio un meneo con fuerza, como diciéndole: "¡Prepárate, amiga! Esto era lo que estabas esperando desde que creciste". Su recia musculatura se lanzó como un perro de presa a la búsqueda de un cinturón. Yo, mientras tanto, "reposaba" en la cama, trémulo como un junco, sabiendo que a partir de ese punto, nada sería igual a lo que había gozado, presintiendo, en una palabra, que iba a tener lugar EL POLVO, y que pocos se acercarían ni remotamente a lo allí alcanzado.

Esto servirá. ¿No crees? –dijo mientras su descomunal polla portaba el cinturón del uniforme.

Pégame. ¡Pégame por qué te odio!

Primero tocó su polla con arrogancia; después cogió suavemente la hebilla del cinturón y dejó que éste se deslizará con elegancia por su miembro. El cinturón cayó pesado, sin vida, pero amenazador. Su color negro y su anchura mostraron en su mano la diabólica cara que ocultaban.

¿Qué haces, joder? ¡Pégame, por qué te odio, hijo de puta! ¡Me cago en tu madre!

El cinturón seguía inerte. El sudor regaba aquel cuerpo vigoroso hecho a hachazos. Él estaba petrificado, concentrando toda su energía en esa quietud amenazadora que deambulaba por sus formados músculos. El rostro estaba serio, lacónico, sólo sus ojos mostraban el mismo odio que nos teníamos, entendiendo en ese instante todo el amor que se reunía en la humillación. Pues era la humillación el amor más desenfrenado que se podía entregar.

Como un rayo el cinturón restalló violentamente sobre mi piel, dejando su rastro sobre mis piernas.

¡Así que me odias, hijo de la gran puta! Más me vas a odiar. Tus carnes van a quedar marcadas como reses por mi odio. El puto odio que te tengo.

Ni tiempo me dio a contestar, una segunda firma se depositaba sobre mi sorprendido abdomen. Él avanzó hacia mí, se subió a la cama y abriéndose de piernas me encerró en la cárcel de su belleza. Yo me abracé extasiado de placer, tratando de protegerme de lo que más ansiaba, y dispuesto a recibirlo, pues nada deseaba más. Las lágrimas anunciaron con su urgencia todo lo que estaba disfrutando.

¿Me oyes? ¿Escuchas lo que te digo?

Te odiaré. ¡Te odiaré con toda mi alma! –contesté sollozando entre jadeos-. ¡Un hijo de puta como tú sólo lo puedo odiar!

Pues aún te queda mucho por aprender... Voy a escribirte una carta –dio otro latigazo más-. Línea a línea escribiré mi carta hasta que la contestes como yo quiero. ¿Te has enterado, maricón? Dime... ¿te has enterado de todo lo que te digo?

Y aquella mole empezó a azotarme con violencia. El canto de mi cuerpo se fundía con el silbante viaje del cinturón, trazando una melodía casi continua. Su maldad tomó el mando, llevándome a un placer salvaje, pues de improviso, mis huevos comenzaron a cosquillear, iniciando ese viejo llamado que anunciaba una corrida deliciosa. Yo lo miraba agradecido, mientras restallaba el cinturón en mis carnes, dejándome en cada uno de sus viajes un dolor placentero que luego creía en una comezón que me esclavizaba. Cada golpe dejaba su rastro en mi piel como un camino abortado que pronto tendría continuidad en el siguiente golpe que su cegada entrega no tardaba en darme. Nunca fue más masculino que en ese momento. Su fortaleza empleaba todo la ira que almacenaba entre ese amasijo de músculos ferreos. Pero ésta no venía sola. Una malicia tan dolorosa como su certera puntería venía a sumarse a ese dolor gozoso con el que marcaba mi cuerpo. Muchos de sus latigazos caían en tierra de nadie, a escasos milímetros de mi trémulo cuerpo, consiguiendo un efecto similar al que conseguirían si estallasen sobre mi piel.

Tengo que explicar que el placer de esto estaba repartido en todo el conjunto. Se iniciaba cuando su poderoso bíceps erguía su vuelo restallando el cinturón que silbaba al cruzar el aire; después, allí suspendido, daba tiempo para que tu cuerpo asimilase el placer que venía a continuación, y que se precipitaba en décimas de segundo hasta explotar, en un viaje adrenalítico, marcando tu piel y mostrar otra naturaleza cuando ésta escocía e irradiaba por todo el cuerpo el ardor de la violencia. Me di cuenta que la leche de mi polla, se abría paso, era un orgasmo distinto a todos los que de allí habían salido, y necesite compartirlo con mi macho.

¡Ven, ven, rápido! –imploré ahogando mis palabras- ¡Abrázame rápido, cabrón!

Él me miró con extrañeza, pero entendió al instante por dónde cabalgaba yo en ese momento y se lanzó sobre mi cuerpo, y comenzó a besarme apasionadamente. Mi rabo quedó sepultado por el suyo, pero una fuerza diabólica y descontrolada lo hacía ascender como un cohete, y comencé a cabalgar, a saltar alteradamente, tratando de dirigir aquella poderosa corrida a algún sitio difícil de localizar, pues el orgasmo se expandía por todo mi cuerpo. Él mordía mis labios, su lengua hurgaba mi boca, todo con una voracidad creciente, parecía un animal feroz, poseído por la misma saña que a mí me transportaba a una muerte súbdita. Nos abrazamos fuertemente y mi polla comenzó a eyacular copiosamente sobre su abdomen, al tiempo que no paraba de saltar y gemir en un orgasmo sin fin. No sé el tiempo que estuve así; sí puedo decir que nunca tuve otro orgasmo igual, tan dilatado, tan explosivo; los demás, ya fueron conocidos, este era totalmente nuevo.

Mi leche unía nuestros ardorosos cuerpos, y seguía manando sin fin, mientras yo continuaba con movimientos taquicárdicos que elevaban el cuerpo de Ángel hasta el cielo donde yo me encontraba. Le clavé las uñas en su espalda, le mordí su hombro, así hasta que desfallecí y quedé resoplando como una mula cansada después de un duro día de trabajo. Mis ojos estaban cerrados y él seguía besándome, lamiendo toda mi cara, mordisqueando como un perro todo lo que estaba a su alcance.

Era delicioso estar con él, disfrutar de una entrega que no tuvo igual, estar al cobijo de su hombría, desfigurado por su placer que aún en esos estertores te situaba en cotas muy altas. Tantas que ese deseo que ahora embadurnaba nuestros cuerpos ni tan siquiera se vio alterado. Mi pijo seguía duro, como hipnotizado por la potencia de su verga que marcaba a fuego mi cuerpo. Su pasión trazaba su escritura por mi ser, rindiendo lo que ya estaba entregado, pues desde que lo vi me había encoñado como un colegial, aunque pusiera mil disculpas que sólo podía discurrir mi nabo.

¡Fóllame! ¡Átame y fóllame! ¡Quiero tenerte, mi vida! Sino te tengo, muero.

Esa era la carta que quería que respondieras. ¡Cómo te odio, hijo de puta, cómo te odio...!

¡Yo también te odio! Te odio desde el primer momento que te vi, y creo que nunca te dejaré de odiar.

Al momento, sin salir de mi regazo y deslizándose ayudado por mi leche, hizo un nudo con el cinturón en mi muñeca y ató la otra extremidad al barrote de la cama; después saltó a por mi pantalón y le sacó el cinturón, repitiendo la misma jugada y atándome fuertemente al barrote de la cama. Y allí quedé, atado de manos a la cama, y de cuerpo a mi amante. Él se subió a la cama y se puso de rodillas frente a mí. Después pasó su mano por mi abdomen, que respondió a su caricia, y sustrajo avariciosamente la leche que allí había hasta embadurnarse la pija. Con la que él tenía hizo lo mismo, sólo que la escondió en su boca, deleitándose de su sabor y sacando su lengua para hurgar entre sus dedos en busca de las pequeñas migajas que guardaban. Mientras aquella polla extraña y descomunal mostraba su apetitosa cara, haciendo que me corriera de gusto sólo con verla. Estaba húmeda, encharcada, vibrante, viril, recia, tersa, dura, potente, arrogante, feroz, avariciosa... Eran tantas las palabras que me venían a la mente que no paraba de adorar aquel sensible ejemplar que tanto me odiaba, y que se hallaba situado a las puertas de mi acogedora gruta.

Cogió mis piernas y las levantó, poniéndome el culo a la altura de su gran capullo. Éste husmeó la entrada, y agarrando la base de su polla se dispuso a arrasar. Fue doloroso y duro alojar aquel ejemplar, pero consciente de su naturaleza su capullo permaneció quieto durante unos segundos en los que no paró de decirme cuánto me odiaba y que culo tan rico tenía. Sus palabras calmaban mi dolor, pues espoleaban el deseo de mi magullado cuerpo, implorando que aquel recio ejemplar me perforase totalmente. Mi rostro dolorido fue mudando lentamente su cara, al tiempo que me acostumbraba a tan caliente y delicioso intruso, para asentarse en una mueca placentera que no abandonaría en toda aquel glorioso polvo. Estaba literalmente agujereado. Su peculiar glande mostraba su férrea naturaleza, su propósito invasor, sacando unas notas de dolor que pronto se convertirían en un inenarrable placer. Hacía ademanes de querer abrazar su robusto cuerpo. Mi cara intentaba morder sus bíceps, su cara, pero era una marioneta manejada por su ardiente rabo. Siguió allí quieto, dejando que mi culo se adaptara a su pija, hablándome del placer que sentía y de lo mucho que me iba a matar. Recuerdo que no paraba de decirlo: "¡Te voy a matar a polvos!" Y yo allí, sabiendo que lo que me contaba era una pura verdad, pues tenía el cuerpo blando como el merengue y sólo mi cipote estaba duro para la pelea. Me estrujó los huevos y me retorcí como una alimaña. ¡Qué rico era todo aquello! Aquella equilibrada muestra de dolor y placer, estar enganchado a un macho como él, que me iba a partir por la mitad, a matar a polvos, que me iba a dejar pal arrastre.

Introdujo un poco más el mango. De nuevo el dolor volvió con saña, pero en segundos mi intestino se adaptó a mi inconfundible invitado. Cada una de sus pequeñas incursiones era recibida con un pequeño grito. Si los primeros fueron agudos, ahora eran graves, soterrados, como si surgieran de una profundidad difícil de dominar, pues no era yo quien hablaba, sino mi nabo. También él gemía y me decía en su fiebre "¡Cómo agarras, cabrón!" Repentinamente, cuando aún no llevaba ni un tercio de su tranca, me empitonó en un único movimiento que remató con sus huevos incrustados en mi culo con un sonido húmedo, encharcado en todo el sexo que llevaba su cacho polla. Creí morirme de dolor, y por la misma razón de gusto. Con él, estas eran las dos caras de la misma moneda. Cuando por fin la tuve dentro, sentí su polla en todo mi cuerpo y como éste respondía haciendo un hueco al placentero huésped. Notaba con una claridad limpia toda la fibra de ese mango que me empalaba como un condenado a muerte. Lloré. No de dolor, que lo había, sino por la abundancia del goce que me trastornaba.

Así como estaba mi deseo era comerlo. Llegar a tenerlo siempre dentro, como ahora lo sentía, sin más separación entre él y yo que esos interminables centímetros que me horadaban con su sabiduría. Yo ronroneé y cómo pude me volví a retorcer de placer, pues me aprisionaba con fuerza haciéndome sentir todo su cuerpo. Allí quedó parado, hasta empezar un meteisaca delicioso. Sus primeras embestidas, fueron largas, pronunciadas, tanto que podía sentir como su glande araba deliciosamente mis entrañas, destapando ese frasco que desde nuestro primer beso seguía ardiendo. Mis jadeos se sumaron a los suyos y aumentaron su potencia cuando las incursiones se hicieron más feroces, casi animales. Tenía una fuerza tremenda y me deslizaba por la puta cama. En un par de ocasiones su polla salió de mi culo y con su férrea dureza golpeó mis nalgas, para introducirse, de un solo movimiento, nuevamente en mis entrañas, pues era allí donde reinaba. Me encantaba la sensación de verme abandonado, de ser un puto títere a las órdenes de su lujuria, de que de nada sirviese implorar para suspender la follada de mi macho. Estaba drogado, estábamos drogados, poseídos por la mejor droga que se pude conseguir: una buena polla, un buen culo; lo demás, sobraba. En aquel momento, sólo existíamos él y yo. Nadie más. Teníamos los sentidos ahorcados, sólo respiraba, sólo existían para ese instante.

Su empuje me llenaba. Cada embestida hacía que esta viajase por todo mi cuerpo marcando a fuego la pasión por él trabajada. Creo recordar que no paraba de hablar, de decir lo mucho que me odiaba, de mezclar polla con corazón. Así palabras ardientes que sólo podían estar pensadas con el capullo, se mezclaban, en perfecta armonía, con otras que sólo podían ser tejidas por un gusto fino como el suyo. Pues esa era nuestra comunión: una alianza de cuerpos condenados a disfrutar de su naturaleza. Sus frenéticos asaltos acrecentaron su cadencia, hasta llegar a un ritmo sincopado en el que mi semental quedó repentinamente mudo, y a partir de ahí, sólo la pija habló con sus taladradoras palabras.

Yo era un guiñapo ahogado, sofocado por todo ese mar de placer en el que nadaba en medio de un oleaje tempestuoso, que llevaba a nuestros sudorosos cuerpos a un más allá alucinante. Estábamos en un punto tal de sensibilidad, de afinidad, que aún teniendo los ojos cerrados por el ardor del momento, presentí cuando se correría, pues como una pequeña corriente eléctrica, como una vibración que se sumaba a sus trémulas penetraciones, tomó la sincopa de su follada.

Sentí como mis ardientes entrañas se regaban de su fogosa leche, como los trallazos salían en un todo continuo, sin que él frenará su perforación, hasta inundar mis intestinos con su deliciosa hombría. Ni un gemido salió de su boca, su ahogado grito era lo único que pude vislumbrar desde la ceguera que me acompañaba. Yo, en cambio, no dejé de jadear, como si aquella leche no fuese la suya sino que saliera de mi dura verga. Fue una sensación extraña, como un orgasmo seco, si es que éstos existen; pero así lo viví.

Diez segundos después se derrumbó sobre mi cuerpo, exhausto y sofocado, como recién salido de un ataque epiléptico. Aplastó mi rabo haciendo un poderoso masaje con la hondura de sus resuellos. Yo lo besaba tiernamente, agradeciéndole todo el goce que había vertido en mí. Él sonrió, con una sonrisa que expresaba la felicidad de lo que había vivido y de la que aún se estaba recuperando. Su polla agradecida seguía palpitando en mi culo, dando con sus agonías los últimos coletazos de la gloria que había alcanzado. Yo continuaba atado, siguiendo con mis movimientos inútiles tratando de abrazarlo, de mimar a tan poderoso caballero, sólo mis labios depositaban toda la ternura que afloraba un Ángel como aquel. Al poco, respondió a mis besos, con una ternura que contrastaba con la ferocidad de segundos antes. ¡Dios, era tan dulce! La punta de su lengua bailó con la mía una marcha sincopada, para después situarse con suavidad sobre mis labios y besarlos con todo el amor que contenía un hombre como él. Así estuvimos como unos ocho minutos o más, sin hacer otra cosa que intercambiar nuestros besos, como una pleamar en la que sobraban las palabras. Su polla se fue achicando mansamente, hasta ser expulsada de la gruta que lo acogería con agradecimiento en todas las ocasiones que nos restaban. Su semen, espeso y cálido se escurría por mi culo dándome un gustillo particular, pues aún en ese estado, parecía tener vida propia, como si esos minúsculos animalillos viniesen dotados de espuelas.

Aunque atado, seguía embriagado por su seducción, por la pasión que concentraban todas sus acciones. Mi pija seguía dura, poderosa, rezumando todos los jugos que contenía y que él llamaba con el calor de su cuerpo. Como en una especie de broma, cuando hurtaba mis besos, yo respondía con sacudidas que simulaban una penetración y que intentaban hacerlo caer de mi cuerpo, del que, por supuesto, no quería que se separase. La broma le gustó y nació un juego en el que él me robaba los besos y yo fingía que lo penetraba. La historia pareció gustarle, pues en breves instantes el ejemplar que iluminaba su entrepierna volvió a alcanzar el brillo deseado. Aquello que emergió como un juego se convirtió en el elemento central de nuestra entrega. Los besos se sucedían, y nuestras húmedas y férvidas lenguas se unían en sus abrazos a los pollazos que nos brindábamos. Repentinamente se levantó. Por un segundo, pensé que volvería a follarme, y, por supuesto, no me desagradó la idea. Pero situó su espléndido cuerpo a la altura de mi cabeza, y girando se agacho para comenzar a mamarme la polla, situando su precioso ejemplar a las puertas de mi boca. Comenzamos un delicioso sesenta y nueve. Un número mágico donde los haya, pues éste me llevo a las puertas de un orgasmo. Tragaba toda mi polla con una facilidad pasmosa, situándola en calidad humedad de su boca para allí, en el viaje, de vuelta chupar con fervor y sacar todo el juguillo que se puede quitar a mi minga. Mi mamada no era fácil, no quería morderle y, en ocasiones, su rabo salía de mi boca pese a la avaricia de mi chupada. Él me ayudó a mi propósito, y empujándola hacia mi boca mantuvo la gloriosa pija a buen recaudo. Fue una mamada sabrosa, pues al tiempo que saboreaba ese rico manjar sus dedos se metían en mi boca para jugar con mi lengua. Mientras él continuaba su chupchup delicioso. La hacía con tal exaltación y desenfreno que la saliva parecía gorgotear ese canto rico que se da en una buena comida de polla. Yo seguía lavándole la cabeza, respondiendo al placer que recibía. Mi estriada lengua se conducía por todo el glande, circulando por su perímetro a una velocidad fogosa. Estas maniobras lo derretían y lo hacían perecer en un marasmo arrebatado, cambiando la magistral chupada que me realizaba, y tragándose de un solo golpe mis diecinueve centímetros y resoplando por su nariz a la altura de mis cojones. Era un bufido fuerte, que refrescaba el calor de mis cojones haciendo aumentar mi temperatura.

Repentinamente paró su mamada y quitó su polla de mi boca. Se giro, y después de darme un beso que finalizó en un mordisco en mi labio inferior, puso su polla a la entrada de mi boca, situando sus rodillas encima de mis brazos. Y con su voz determinante, adoptando esos aires de cabo o sargento que tan bien se le daban, ordenó un mandato sencillo: "¡Cómeme la cabeza!" Y allí lamí con fruición su peculiar y arrogante capullo, besándolo tiernamente, lamiéndolo con lascivia, saboreando ese sabor a macho que no se daba extinguido. Mientras le hacía esto, él se masajeaba su talle, se sobaba los cojones, se tocaba el culo, todo con una elegancia natural que aumentaba los gestos que en otro pasarían desapercibido. Así estuve como unos quince minutos, y podría haber estado más, pues lo estaba disfrutando segundo a segundo, sin darme saciado de tan abundante plato. Y pasó una cosa muy curiosa, que nunca más me volvió a pasar.

A las puertas de su orgasmo él aumentó su meneo y me indicó con la mano que parase de mamársela. Y de nuevo ese grito ahogado tomó el camino de su boca y vi que me esperaba el rico manjar de su leche de polla; ¡y eso era algo que no me perdería por nada del mundo! Así que abrí totalmente mi boca, dejando el paso libre para ese torrente, y esta palabra no está empleada al azar. Sino que fue eso lo que salió de su nabo: un torrente de espesa y tórrida leche. Me pilló tan de sorpresa que me atraganté, pues a la abundancia se le sumó la fuerza de sus eyaculaciones. Tosí con fuerza, evitando el atragantamiento, y su leche ¡me salió por la nariz! Parecía un sifón. Los restos de su corrida cayendo en lamparones por mi nariz, y todo el acre y viril sabor de su fruto comiéndome de gusto por las húmedas paredes de mi boca. Tuvo un orgasmo delicioso, con risas y trallazos que salpicaron todo el ring. Yo, cuanto más me reía, más me atragantaba, pero no podía parar, aquello tenía demasiado coña como para no celebrarlo. Saqué mi lengua y lamí toda la leche que caía de la nariz, pero cada gesto que hacía, por muy lujurioso que pretendiera ser, tenía la coña de ver la leche salir por mi nariz.

Cuanto terminaron las risas, su culo aplastó a mi rabo, que por aquello de los jajajás, había perdido un poco de su consistencia. Pero su cuerpo tenía el efecto milagroso de resucitar a un muerto, y a los pocos segundos, tras pasear su culo por el talle de mi polla, ésta volvió a jurar bandera, y dar la última gota de semen por la patria que quería invadir.

Agarrándola por la base se la metió de un golpe. ¡Cómo apretaba el muy cabrón! Tenía un culo sabroso, que hacía notar su presencia en toda la follada. Y allí, pellizcándome los pezones, acariciándose como una puta, saboreó mi nabo a todo meter. Como había hecho cuando me follaba, las primeras penetraciones, tras la entrada triunfal con la que se inició, fueron largas, meditadas, deliciosas; después el ritmo iba ganando en frecuencia, como si cada perforación no saciara el hambre que la guiaba, sino que la aumentaba hasta valores difíciles de categorizar.

Lo más jodido y lo mejor de este polvo era que yo no llevaba el control. Cuando te follan, aún te puedes acoplar de alguna manera, tratar de contrarrestar sus acometidas, cerrándote un poquillo más, o por el contrario azuzarlo para que te dé más caña. Pero cuando "follas" de esta manera, no hay modo de llevar el ritmo. Estaba atado, y sus incursiones eran tan frenéticas y potentes que me sepultaban. Así que durante todo el polvo no hice otra cosa que jadear como una perra en celo, moviendo la cabeza de un lado para otro, pues mi leche estaba hirviendo a toda presión. Y así fue. Estalló en un volcán sin que él parara de meterse mi pijo como un poseído. Cuando eyaculé, deseaba con todas mis fuerzas que parase, que me dejase correrme en paz, que no aumentara ninguna de las sensaciones que se apelotonaban en mi cuerpo, pues creía morirme. Pero no fue así. Al contrario, su fogosa follada multiplicó por mil todo lo que sentía y que un grito desgarrador escribió en el aire. Palpitante y agitado, sin ningún control sobre mí fui desfalleciendo poco a poco, como si tras el orgasmo mis fuerzas se perdieran por mi cipote. Tardé tiempo en recuperarme, pues Ángel continuó durante un minuto o más con su follada, hasta que sintió el culo roto. Después, poseídos por la misma turbación caímos uno en brazos del otro. Y allí permanecimos en nuestra vibrante agonía.

Lo que restaba de tarde, no paramos de hablar, de acariciarnos, de besarnos, de gozar del ritual que habíamos descubierto. Parecíamos dos quinceañeros ilusionados con el regalo que habían recibido. Tanto él como yo teníamos claro que aquello no había sido un polvo como los demás, y en pequeñas porciones, con la timidez de los primerizos, nos juramos un odio eterno. Sabíamos que nuestra historia no era fácil. Nunca lo fue. Pero en aquellos tiempos con los maricones no se hacían películas, sino chistes. Así que decidimos que aquel odio que nos quemaba se expresase en un código secreto, lleno de disimulos y miradas esquivas, de encuentros casuales y broncas representadas. Cada una de aquellas artimañas era una declaración de rencor en toda regla. Sabíamos qué se ocultaba en cada uno de nuestros movimientos, y no desaprovechábamos la ocasión para gozarlo con todo el odio que nos teníamos. Y así vivíamos felices, sabiendo que ese odio profundo, y que considerábamos eterno, era nuestro pequeño secreto y nuestro gran tesoro.

Años después, cuando la historia ya era otra, me encontré en Valencia con un antiguo compañero de aquellos años. Sin quererlo terminamos haciendo el amor, y a la hora del pitillo me preguntó por Ángel; yo le dije a qué venía preguntarme por él, su respuesta me dejó sorprendido: "Se os veía muy enamorados". En ese momento me percibí que se pueden ocultar muchas cosas, pero difícilmente el amor; y aunque nosotros nunca lo nombramos así, dejándonos engatusar por la pasión de nuestros encuentros, quizá termináramos por hacerlo.

Me asombró ver aquel secreto en boca de todo el mundo. Creíamos que el laberinto con el que realizábamos nuestra comunicación, llena de códigos, rodeos y encuentros febriles, mantenía al resguardo nuestra única protección: la discreción. Una herramienta más que necesaria para tratar de vivir durante aquel secuestro de doce meses; que aquel murmullo, del que no éramos conscientes, no llegara a nuestros oídos se debía a la ceguera que produce la pasión, al egoísmo del placer y quizá, ¿por qué no?, al amar y sentirse amado. Todo puede ser, aunque mi recuerdo no tiene muy presente ese sentir, dejándose llevar por las cicatrices del cuerpo, pues las del corazón ya ni las distingo.

Avanzamos por ese pasillo umbrío y antes de traspasar la roída cortina, nos besamos con avaricia, dejando que nuestros labios quedaran encharcados con la marca de nuestros deseos. Bajamos las escaleras cogidos de la mano como una pareja de novios en lo mejor de su romance, contemplando, uno y otro, los cuerpos que profanáramos con gusto. Nos acariciábamos la palma de la mano con ternura y ese deseo que se negaba a extinguirse. Al llegar a la recepción, el deseo se fue a nuestros ojos, precipitando su partida. Nos despedimos del cornudo marido que regentaba aquel nido y con nuestros macutos al hombro, salimos a la calle. Ya era de noche y teníamos que volver al cuartel. Hacía frío pero no lo sentíamos.

En el taxi volvimos a sentir el calor de nuestras manos, sabiendo que aunque miráramos el oscuro paisaje, uno y otro estábamos pensando en lo mismo.

Poco antes de parar, a la entrada del cuartel, el miedo separó nuestras manos.

Pagué el taxi, y cuando bajé para buscarlo, él ya no estaba allí. Me quedé quieto, esperando que su miedo y el mío se alejaran, tejiendo en su lejanía la disculpa, la mentira.

El taxi partió y una luz rojiza iluminó mi soledad mientras el sonido del motor se ahogaba en el silencio de la noche. Estaba feliz, aunque estaba solo.

Cargue el macuto al hombro. No creí que pesara tanto.

A Manolo F.

Por todo lo que aprendió en la "mili" y se encargó de enseñarme.

¿Dónde estás que no te encuentro?

Os informo que estoy enfrascado en un nuevo proyecto. Se titula "Postales desde la otra acera". El fin no es otro que trazar una panorámica sobre nosotros con todas las historias que vaya recibiendo. Próximamente colgaré aquí dos de las historias que he terminado, para que veáis un poco por dónde van los tiros. En principio, vale todo. Todo lo que seáis vosotros es lo que va a reflejarse. Puede que seáis un polvo glorioso, algo parecido a lo que habéis leído; pero puede que no, puede que estéis en esa búsqueda; o que no siendo la gloria si estéis en el cielo, o en el infierno, que tampoco es un mal sitio para encontrarse. Lo que me enviéis no tiene porque estar elaborado, sólo lo que consideréis importante, cuatro o cinco líneas que resuman vuestra historia. Un saludo y, por supuesto, ¡ un GRACIAS así de grande!

Fuera de esto, si queréis mandarme, aparte de vuestro recuerdo, algún comentario sobre la historia que habéis leído, crítica, sugerencia, lo que sea... podéis escribirme a: primito@imaginativos.com

Prometo responder. Un saludo y gracias.