Camionero

Sin pensarlo comencé a desabrochar su pantalón, su verga en alto parecía rogar por mis labios que pronto no podían casi abarcarla. Era hermosa, gruesa y dura como nunca antes había probado, su salado sabor me inundaba, y su aroma embriagaba mis sentidos. Su mano bajaba por mi espalda adentrándose...

Ay, si esas cabinas hablaran... secretos entre kilómetros de ruta que puede guardar el simple camastro de un camión. Ser camionero otorga automáticamente la "chapa" de Macho. Manos viriles, firmes al volante, pueden estremecer al más precavido de los viajeros de la ruta -que sin medio ni destino buscan quien los lleve por esos caminos de Dios- cuando un camión se orilla y abriendo la puerta del acompañante invita a subir por igual al ingenuo y al experto. Ocupar la butaca de al lado, implica devolver el favor con una charla amena que distienda y conforte al abnegado trabajador del volante. Y si la suerte ha querido que nos regale una sonrisa seguida de una mirada escrutadora de nuestra pequeña humanidad mochilera... como decirlo... poco podremos hacer para no derretirnos cual miel empalagosa entre sus piernas sedientas de labios, saliva y piel.

Cierta vez, en que bajo mi mochila trepé hasta la cabina de un camión, pude ver de inmediato esa sonrisa de la que les hablo. Me tendía su mano para ayudarme a subir, me así con fuerza a su antebrazo musculoso y surcado por venas, mientras él también tomaba el mío con su mano fibrosa. Jaló sin esfuerzo y me tuvo a su lado, medio tumbado por el peso de la mochila enorme. Me indicó que la dejara sobre el camastro y no más decirlo me encontré con medio cuerpo perdido tras los asientos acomodando mis trastos. Me volteé unos segundos y pude ver sus ojos clavados en mis nalgas. Demoré intencionadamente unos instantes demás, los mismos que él demoró en volver a la marcha. La carretera parecía interminable y desierta, la charla discurría entre partidos de la liga Europea y la Sudamericana. Me contó de la forzada lejanía de su familia, y caímos, como era de esperar, en los medios que utilizaba para mitigar el ardor de la soledad.

Hacía trece años que era camionero, me dijo que al principio no había nada que sus manos y una buena revista no pudieran solucionar, pero pronto todo cambió, lo mismo ocurrió con las trabajadoras de la vida, que más pronto que tarde, terminaron por aburrirlo con sus gemidos sobreactuados y sus chicles globo sabor a uva. Así llegó el día en que por primera vez levantó una travesti, pero su curiosidad no era fácil de colmar y quiso ver cuanto pudiera, y se encontró jugando con un pene por vez primera, ya no con curiosidad, sino con deleite y comenzó a mirar con mayor atención hacia los lados del camino intentando encontrar viajeros  errantes, a los que se hizo adepto irreversible. Ya no había vuelta atrás, le gustaban los hombres, y cuanto más hombres mejor, nada de niñerías ni plumas, su afición eran los machos.

A esta altura de las confesiones, yo ya estaba que no me podía contener, pero por aquellos tiempos era aún demasiado cauto. Miré por algunos instantes hacia la derecha intentando distraerme, vi el comienzo del atardecer. Un leve rose en hizo girar nuevamente la vista, las miradas se cruzaron y mientras el sol se hundía en el horizonte, dentro de la cabina se alzaban impúdicos mástiles que portaban los estandartes de la pasión.

No dijo nada, solo aparcó en el próximo parador donde vimos desvanecerse las últimas luces del día. Acercó su mano a mi nuca y la acarició reciamente. En la penumbra notaba sus ojos brillar. Con firmeza me acercó a su rostro y me dio un beso tan profundo como el mar. Sus manos acariciaban mi cuerpo y sin pensarlo comencé a desabrochar su pantalón, su verga en alto parecía rogar por mis labios que pronto no podían casi abarcarla. Era hermosa, gruesa y dura como nunca antes había probado, su salado sabor me inundaba, y su aroma embriagaba mis sentidos. Su mano bajaba por mi espalda adentrándose en mi pantalón, sus dedos jugueteaban y diestramente deslizaron la prenda quedando mis nalgas expuestas y dispuestas a sus caricias, su otra mano gobernaba sobre mi cabeza en la felación. La razón estaba casi ausente, solo deseaba aquel trozo en mí. Poco más podía hacer, solo abandonarme a mis deseos en consonancia con los suyos. Me apoderé de esa verga como si no hubiese un mañana y la erupción se adueñó de mi boca. Tragué placenteramente hasta la última gota y sentí sobre mis nalgas, la fresca brisa que entraba por la puerta del acompañante que había olvidado estaba abierta, y poco me importó. llevó mi cara hasta la suya y saboreó las escasos restos de su propio semen mientras aún jugaba en mi orificio anal, su lengua danzaba con la mía y en un desborde de caricias dadas por sus dedos y su lengua, llegué a una explosión sublime que nada pudo contener, rociándonos con su blanca humedad. Solo reímos y seguimos besándonos. La luz del sol naciente entrando por el parabrisas nos despertó, la puerta todavía abierta y mis nalgas casi petrificadas por el frescor matinal.

Nos lavamos a un lado del camión. Dispersos por el playón había algunos camiones más, cuyos cuyos conductores deambulaban como .sombras que poco a poco adquirían color y ritmo. Fuimos al restaurante del parador, desayunamos sin que nuestras miradas se perdieran un instante.

Mientras mi Camionero pagaba la cuenta en el mostrador, me dirigí a los servicios, solitarios y no tan aseados como debieran. Frente al mingitorio no dejaba de divagar pensando en la noche pasada. A mi lado se ubicó un hombre, alto, rudo, de espaldas anchísimas. Me saludó secamente. El potente sonido del chorro de su orina atrajo mi atención. Su miembro estaba casi en erección total. Una mezcla extraña de sentimientos se apoderaba de mí, por un lado el deseo casi irrefrenable de lanzarme rodillas al suelo en pos de aquella verga, y por otro una creciente lealtad hacia mi casi desconocido Camionero que tanto placer me prodigara hacía unas escasas horas. Quizá porque notó mi indecisión, o tal vez por simple desfachatez, giró completamente hacia mí con su miembro entre las manos, y el chorro aún potente dio de lleno sobre mí. Me volteé sobresaltado.

-Esta el la verga que tu culo necesita. Estuve de pié junto a la puerta del camión anoche, incluso he jugado con ese hoyito profundo hasta que te corriste. Luego me retiré. Pero ahora estamos solos, y esta verga reclama lo suyo...

No pude reaccionar, solo lo vi acercarse más aún y tomarme por los hombros. Presionó mi cuerpo contra la pared de los mingitorios y su palo enhiesto buscó camino hacia mis nalgas. Con mi rostro pegado a los azulejos húmedos, apenas si logré rogar que no lo hiciera, pero su pene con decisión recorría mi raja mientras la boca de aquel intruso mordisqueaba mi cuello. De algún modo la situación casi llegaba a excitarme, pero bien claro tenía que ese no era el modo en que lo hubiera deseado. Volví a rogar, pero solo logré que aumentara su determinación. Escupió sobre mi raja y su verga mientras me inmovilizaba sin mayor esfuerzo. Una estocada certera me quitó el poco aliento del que era capaz sostener. Se hundió en lo profundo sin contemplaciones. Sentía esa verga que me invadía, la humedad, el hedor a orines, y sentí también la separación abrupta de su cuerpo y el mío, tanto o más violenta que su intrusión. Y sentí, como en un rugido leonino, la voz de mi Camionero:

-Este pibe es mío y nadie me lo toca -dijo y empujó hasta un rincón al infame que inmóvil quedó-

Pensé que se trataría de algún tipo de código entre camioneros que no entendía, pero no, había algo en la mirada de mi macho que exigía obediencia absoluta, así lo corroboré cuando el desconocido permaneció en aquel rincón sin pestañear ni articular palabra mientras mi Camionero me rodeaba con sus brazos desde atrás, y comenzó a besarme el cuello y los hombros con una voracidad casi animal. Sus manos me acariciaban rudamente y me despojaban de las ropas húmedas. Noté la mirada aterrorizada del otro, y no hizo más que excitarme, lo miraba y sonreía disfrutando la revancha. Mi verga lo apuntaba amenazante cuando mi Camionero me llenaba brutalmente. Mu lengua recorría mi espalda, mis axilas y mi boca, yo llevaba mis manos hacia atrás para cruzar con mis dedos toda su anatomía de macho marcando terreno.Sus embestidas bestiales me sabían a merecida venganza, y cuando supe que me vendría, hice que nos acercáramos al imbécil invasor y descargué profusamente sobre él. Al instante mi macho hizo lo mismo, y no nos marchamos sin antes hacerle lamer mis ropas mojadas con su propia orina. Mi Camionero acomodó sus ropas y yo tomé las mías, pero así completamente desnudo como estaba, salí de los servicios tras mi hombre con la frente en alto y una gran sonrisa dibujada en el rostro. Allí quedó el intruso, inmóvil, con la mirada perdida.

Muchos fueron los caminos recorridos juntos en aquel camión, muchas las risas y muchas las pasiones y tormentas desatadas. Todo transcurría según el devenir de los días, sin detenernos a pensar más allá del llevar la carga a destino y destinarnos cuantiosas cargas de adrenalina, sudor y semen para nosotros mismos. Así pasábamos los días y las noches, nada más necesitábamos que el uno del otro.

Pasaron días, meses, incluso un par de años de verdadera pasión, pero la desventura llegó a nuestro camino. Nos separamos un par de semanas, las semanas más extensas de mi vida. Fue un tiempo en que a pesar de mi enojo, no hacía más que pensar en él, en su boca, en sus manos, su sudor y su lengua. Añoraba aquella verga en mí, pero también sus brazos rodeándome tiernamente estando a la vera del camino bajo las estrellas fumándonos un pitillo de María.

En este corto tiempo de separación, mi Camionero salió a las rutas retomando aquellos hábitos anteriores a que me conociese. Buscaba y buscaba, quizás a mí, pero yo me mantenía recluido en espera de él, que nunca llegaba. Una mañana, cuando apenas despuntaba el alba, de tanto buscar por los caminos enrevesados de la vida, encontró el frío acero de un facón argentino, que en los servicios de un parador cualquiera le arrebató la vida. Lloré amargamente su muerte durante meses, hasta que un buen día armé mi mochila con unos cuantos trastos y me hice nuevamente al camino. Tras cada puerta que se abría buscaba desesperado la mirada seductora de mi Camionero, su mano fibrosa tendida hacia mí, mas no las encontraba, solo sudor y camisetas gastadas. Jornada tras jornada la ilusión me preparaba para un posible descubrimiento, pero noche tras noche la desazón embargaba mi alma. Tuve momentos de ardorosas pasiones, alguna que otra vez un buen sexo rutero que legaba a estremecerme, pero nunca a colmarme. Me adueñé de un par de vergas dignas de elogio, y las deseché al pasar por un puente o en alguna quebrada profunda. Hubo otras, igualmente dignas, pero de olvido. Tuve un amor pasajero con un inmigrante lituano que me juró amor eterno, pero me bajé en el siguiente parador para desaparecer entre la polvareda de los camiones que aparcaban. Y luego... nuevamente el andar sin rumbo ni destino por  rutas lejanas.

Una tarde, cerca del ocaso, una llama de esperanza parecía encenderse en mí. Se orilló un camión y la puerta del acompañante se abrió. Alguien me tendía su mano para ayudarme a subir, me así con fuerza a su antebrazo musculoso y surcado por venas, mientras él también tomaba el mío con su mano fibrosa. Jaló sin esfuerzo y me tuvo a su lado, medio tumbado por el peso de la mochila enorme. Recorrí con la mirada desde su bulto apetecible en el que se insinuaba una incipiente erección. La llama en mí parecía cobrar fuerzas. Continué recorriéndolo con la mirada hasta llegar a su rostro que no había contemplado aún, el corazón galopaba con la sensación de lo ya vivido, el pulso aceleraba al ritmo en que lo hacía el camión sobre aquella ruta casi desierta. Y allí su rostro. Con un sopor que me paralizaba los sentidos, descubrí que se trataba del intruso, aquel de los servicios del primer parador. Bajé con tristeza la mirada para notar sin sorpresa alguna su bulto creciendo, y a un lado de su butaca el brillo de un facón argentino.

Javi.

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