Camino Soria
La primera vez que hice el amor les sorprenderá; sin duda las circunstancias en que ocurrió mi desvirgamiento son de lo más raro que hayan leído.
Durante los años setenta, años en que transcurrió mi adolescencia y mi despertar a la vida (cursi proposición que viene a querer decir que eché los primeros polvos, canutos, peleas con macarras y demás) mi familia solía veranear con unos tíos míos en un pueblo, camino de Soria, como cantaba Gabinete Caligari; llamaré al pueblo “X” para no descubrirlo ahora, ya que la mayoría de los protagonistas de la historia siguen vivos. De hecho, todos menos el “malvado” del cuento.
Nosotros éramos cuatro (mis padres, mi hermana y yo) y la otra familia cinco (la hermana de mi madre, su marido y tres hijas). De modo que alquilábamos una casa espaciosa y pasábamos el verano tan ricamente los nueve.
Mi padre y mi tío se habían asociado para abrir un garaje-taller mecánico. Durante el primer año que veraneamos en “X” se turnaban por quincenas para trabajar y descansar, y el resto de las dos familias pasamos dos meses en el pueblo.
Mis dos primas mayores, Rosa y Ruth, de 19 y 17 años de edad, salían juntas y, como eran bastante atractivas, no tuvieron ningún problema en entablar relaciones con la juventud del lugar y de los abundantes veraneantes que residían temporalmente allí. Mi prima pequeña, Petri, y mi hermana María, de 13 y 12 años, se apuntaron -o les apuntaron- a una especie de ludoteca (aunque entonces no se llamaba así; era un no-sé-qué-parroquial) y también iban servidas en cuanto a salir por ahí, pasarlo bien, y demás.
Y quedo yo, que temía 15 años por entonces; era tímido, pero simpático –si se me permite decirlo- y, tras unos días de aburrimiento por no conocer a nadie, hice amistad con el hijo de unos vecinos, un año menor que yo, y ya tuve pandilla para tirar los tejos –figuradamente- a las adolescentes de por allí, y tirar las tejas –literalmente- a los adolescentes del pueblo vecino, que por allí eran un tanto brutos y aún se practicaba el “noble deporte” de las peleas a pedreas, con algún que otro descalabro.
Las primeras semanas transcurrieron así de manera bastante entretenida, pero fuera enojoso contar en esta página de relatos eróticos mis aventuras y anécdotas juveniles, graciosas pero inocentes; las pasaré, pues, por alto y me centraré en el punto culminante de aquel verano.
Mi madre y mi tía tenían costumbre en hacer limpieza general quincenal de casa y patio. Como me habían pillado para la del primer día de vacaciones –maldita la necesidad que tenía la casa de ser limpiada, reluciente por el repaso que le habían dado los dueños- y la del día quince, tenía firme propósito de escaquearme del zafarrancho mensual, que prometía ser de órdago por coincidir con el ecuador de las vacaciones. De paso, mis primas y hermana debieron pensar lo mismo, porque argumentaron unas oportunas citas y fiesta de chiquillería, a la que no podían faltar, para librarse al menos de la tarde.
Yo mismo me las prometía muy felices, pues habíamos programado, con los compinches, una incursión en el pueblo vecino para tomar revancha de alguna fechoría que nos habían hecho y que ahora no recuerdo.
Excusada, pues, mi participación en la jornada de limpieza de la tarde, calcúlese mi decepción y horror cuando, pasando el vecino a verme justo antes de comer, me comunica que se ha dado contraorden, que nuestro capitán y nuestro primer teniente (ambos hermanos) han tenido que irse con su familia a ver a su abuelo, repentinamente enfermo, y la batalla queda pospuesta para otro día.
¿Qué hacer ante la adversidad? Confesar la mala suerte ante la familia y quedarme trabajando, mientras mis primas y hermanas se largaban por ahí, era imposible; irme en solitario por el pueblo, donde ellas me pudieran ver y “chivarse”, era muy arriesgado. Ni que decir tiene que tampoco podía pasearme impunemente por el pueblo vecino. La solución se imponía. Aprovechando que tenía un par de libros de Julio Verne, prestados de la Biblioteca del pueblo, decidí esconderlos bajo la pequeña mochila donde llevaba la merienda y, fingiendo salir a encontrarme con los amigos, y tras rogar a mi vecino que no dijese nada a sus padres ni a ningún adulto –hoy por ti, mañana por mí- salí en dirección contraria, hacia un lugar que yo conocía, donde creía que podría pasar la tarde sin que nadie (por lo menos nadie de mi familia) me viese.
Para llegar allí sólo tenía que seguir la carretera, que corría paralela al pequeño río que atravesaba el pueblo, durante dos o tres kilómetros; y luego remontar aguas arriba durante unos doscientos metros hasta llegar a una zona donde el agua hacía un remanso y unas pequeñas cascadas (dicho sea sin ánimo de escandalizar); el ayuntamiento había construido allí un merendero, y no faltaba una fuente de agua helada de manantial.
Para que se entienda la tranquilidad con la que me dirigía a pasar la tarde allí, ha de comprenderse que todo esto sucedía en los años setenta, cuando los lugares turísticos no estaban ni muchísimo menos tan frecuentados como ahora; y menos tratándose de un pueblo de Soria (que apenas empezaba a ser conocido como destino veraniego) y día laborable. Así, confiaba en no cruzarme más allá de una decena de personas, tirando por lo alto.
Llegado a destino, busqué un sitio cómodo, sombreado y fresquito; comprobé que no me podía ver nadie desde la carretera ni caminos forestales; llené la cantimplora de agua y me dispuse a pasar la tarde leyendo.
Como había calculado, la tarde fue transcurriendo tranquila; sólo dos personas se dejaron ver: un pescador que buscaba un sitio más tranquilo aún que el que yo había elegido, y un joven que paseaba a su perro. Ninguno de los dos me conocía, ni yo a ellos.
Después de merendar me quedé dormido durante unos minutos; pocos debieron ser, pues cuando me desperté aún había sol y aún daba sombra.
Al principio no me di cuenta de qué era lo que me había despertado. ¿Un ruido? Sí, unas ramas que se rompían al andar alguien apartándolas. Levante la cabeza unos centímetros y, somnoliento, busqué la causa del ruido.
Me llevé el susto de mi vida. Saliendo del bosquecillo que tapaba la carretera venía hacia mí mi tía Marga.
Obviamente, lo primero que pensé es que me habían traicionado ¿Quién? ¡El vecino, claro! Era el único que sabía donde iba. Sin duda su padre había notado algo, en su actitud, quizás, y le había sonsacado, para luego “chivarse”.
Ya le ajustaría yo las cuentas, pero ahora lo importante era decidir qué hacer. ¿Escabullirme? ¿Salir corriendo? ¿Levantarme y buscar una excusa, hablar de cita anulada repentinamente, mejor decir que me habían dado plantón sin avisar?
Lo cierto es que me hallaba paralizado, no era capaz de mover ni un dedo, y eso fue lo que me salvó. Porque, sin comprender muy bien qué ocurría, vi que la tía se desviaba hacia el remanso del río, a unos cincuenta metros a mi derecha. Aparentemente sin verme, abrió una bolsa que llevaba –que yo, aturullado, no había visto- y sacó una toalla que extendió sobre la hierba.
Aliviado, creí comprender lo sucedido. Al parecer, habían acabado el trabajo en casa; y mi tía había decidido aprovechar las últimas horas de la tarde para ir a tomar el sol y el aire al merendero.
Mi tía se desabrochó el vestido… No iría a tomar el sol en pelotas, pensé yo alocadamente. No, claro que no. Mi tía era una especie de beata, y debajo llevaba el bañador; un bañador de una sola pieza, bastante recatado.
Aún no he descrito a Marga. Por entonces tenía 44 años; era pequeña (1’55 m) y regordeta, con unas tetas tamaño familiar (usaba talla 100 de sujetador, como había comprobado una vez en el tendedero) y caderas y culo ancho. Rubia de pelo, cara sonrosada, pómulos rasgados y un simpático hoyuelo en la barbilla. Aunque para mi edad de adolescente me parecía una vieja (todas las mujeres mayores de cuarenta me lo parecían) reconozco que tenía un morbazo y me había hecho alguna paja a su salud (aunque mis primas dominaban el ranking ampliamente, claro).
El caso es que, evidentemente, mi tía me había cortado la retirada. No había ni que pensar en levantarme y que me viera; así que me dispuse a pasar desapercibido hasta que ella se aburriese de tomar el sol.
Pasó el rato y Marga cambió varias veces de postura. Por supuesto, no se bajó el bañador, ni se levantó a hacer pis, ni nada de lo que mi delirante fantasía imaginó. Pero el caso es que sólo de pensar en ello tuve una considerable erección, que encima no veía cómo aliviar. Me puse a contar ovejas, cencerros y esquiladores, a ver si bajaba…
En esto estaba cuando oí otro ruido que venía del bosquecillo. Qué raro, pensé, si ya casi es de noche y nadie viene por aquí a estas horas, ya casi es hora de cenar.
Me asomé discretamente y vi un desconocido que se aproximaba intentando no hacer ruido. Se trataba de un hombre alto, delgado, sin afeitar, mal vestido y sucio; vamos, un mendigo. Llevaba una mochila con las costuras desechas.
Marga debía haberse quedado adormilada, pues no reaccionó hasta que no lo tuvo encima. Desde donde yo me encontraba, a unos cincuenta metros, lo veía y oía todo perfectamente.
Mi tía se despertó, se sentó en la toalla e, instintivamente, se llevó las manos a protegerse el generoso escote.
-¡Qué susto me ha dado! ¿Quién es usted? –dijo mi tía.
-Un pobre, señora. Un pobre falto de todo. De todo aquello que a usted le sobra.
Desde donde yo estaba pude ver el susto morrocotudo que se dio mi pobre tía. No sólo las palabras no eran nada tranquilizadoras, sino que el tono había sido de lo más extorsionador. Marga echó mano al vestido y sacó el monedero del bolsillo.
-Mire, yo casi no llevo dinero porque venía a tomar el sol, pero aquí tiene cinco duros que…
-No, señora, si no me entiende. Si yo dinero saco los domingos en la misa. Pero, verá usted, de lo que estoy necesitado es de otra cosa. ¿Usted sabe cuánto hace que no me tiro a una jamona como usted?
Calculen la impresión que me produjo escuchar aquello. Si ya estaba convertido en piedra por las horas pasadas sin moverme, pasé al mármol de Carrara categoría ojos como platos. Y Marga, ni te digo. Se había intentado sentar, pero se cayó de culo otra vez.
-¡Oiga, como se atreve! ¡Mire que llamo a la Policía…!
-Como dé un grito será el último que se le oiga –dijo el mendigo desenfundando una pedazo de navaja del calibre Albacete King-Kong y abriéndola- Señora, cálmese y no le pasará nada.
Diciendo esto dirigió el filo de la navaja a los tirantes del bañador, primero uno y luego otro y los cortó. Qué afilada la lleva el cabrón, pensé para mí con un nudo en la garganta. Un nudo más grande de lo habitual y más poblado de bultos, y ya se me entiende.
Marga se llevó las manos otra vez al escote, para evitar quedar con las tetas al aire. Un movimiento prescindible, pues las tetas de Marga sobresalían tanto que evitaban la caída de la tela holgadamente.
-Apártate las manos; ponlas a lo largo de la cintura. Y ponte en pie –dijo el mendigo.
Efectivamente, la delantera del bañador no caía, como observé yo fascinado; y con una erección manifiesta, tengo que reconocer.
Porque, ciertamente, por mi cabeza ni siquiera pasaba en esos momentos ni el salvamento heroico de la dama, ni volverme pudorosamente de espaldas para no ver las tetas a mi tía. Al contrario, casi soplaba para que el viento hiciera caer la tela.
-A ver, bájate el bañador, a ver cómo tienes las tetas.
Marga, roja de rabia y vergüenza, se cogió el escote con ambas manos y lo bajó hacia abajo, liberando sus dos tremendas tetas.
Las mamas de Marga ya colgaban un poco hacia abajo debido a su peso y a la edad. Las aréolas eran muy grandes (a mi, que no había visto tetas al natural, al menos me parecieron inmensas) y los pezones parecían erectos, lo que me excitó aún más.
-¡Bien, bien, bien! –dijo el mendigo.
-¿Estás contento? -dijo Marga- Ahora déjame ir y no diré nada.
-No, hombre, no –dijo el desconocido- Ahora me vas a hacer un barato y me vas a enseñar el chocho.
-¡No, eso sí que no! Lo de abajo, no. Ni hablar –la indignación hacía que Marga respirase más deprisa y las mamas se bamboleaban arriba y abajo.
-Bueno, tú misma. Si no te lo bajas tú, lo hago yo con la navaja.
La navaja era muy grande y muy afilada y la amenaza sonaba sincera. Marga se llevó las manos a la parte de la cintura del bañador y se lo bajó a las rodillas.
Desde mi posición pude ver completamente el felpudo de mi tía. En aquellos años no se depilaban, se llevaban los llamados “palmeras de chocolate”. Pues así era el de mi tía, con el pelo del coño oscuro, enmarcado entre los muslos.
Marga lloraba de rabia. Instintivamente, se llevó la mano a taparse el coño, pero el mendigo le hizo gestos con la navaja y se vio obligado a enseñarlo todo.
-¿Por qué no te desnudas tú también? –dijo, sorprendentemente, mi tía- Ya que yo te he enseñado todo, sácate la cosa tú también y así podré vértela.
-Hummm –dijo el pobre- Tú me quieres hacer un truco. Seguro que me pegas una patada en los huevos, o un estrujón… Tú te crees que soy tonto. Ni hablar. Prefiero hacerlo a mi modo. Sin sacarte el bañador, da media vuelta.
Marga llevaba el bañador en los tobillos, así que se dio la vuelta con torpeza, enseñándonos el trasero. Como ya he dicho antes –y si no lo digo ahora- mi tía tenía unas generosas nalgas, bien formadas, partidas por su correspondiente raja. Nunca había visto el trasero de una mujer, así que me pareció estupendo. Estaba, por así decirlo, a punto de eyacular.
-Anda dos pasos hasta apoyarte en esa roca. Despacio, sin sacarte el bañador. Así, inclínate hacia delante.
El malvado había dirigido a Marga hacia una roca aproximadamente cilíndrica de un metro de alto y, haciéndola inclinarse hacia delante, le hizo colocar el culo en pompa.
-Ni te muevas ¿eh? Que la navaja la tengo en la mano –y, diciendo esto, el mendigo tiró de los cachetes de las nalgas separando los muslos y dejando bien expuesto el agujero del culo.
Como estaba entre Marga y mi posición, en principio no podía ver bien el ano; pero Marga, previendo lo que pretendía el canalla, empezó a remover el culo de un lado a otro para no ofrecer una diana fácil, lo que me permitió una buena vista de su culo, el agujero del ano, y los labios mayores vistos desde atrás. Por cierto que pensé que tanto frotar los muslos podían excitarla y, si lo que pretendía era pasar el trago de la violación menos mal, igual no iba desencaminada.
Al final el mendigo, que se había sacado la polla, le agarró las dos caderas por detrás, con los dedos le abrió el culo, y la ensartó hasta el fondo.
Marga soltó un chillido ahogado y el otro le dijo “¡calla, puta, o te mato!”, lo que hizo que Marga se mordiera los labios (los de la boca) para no chillar. El canalla empezó a bombear hacia atrás y delante. Marga, inclinaba sobre la piedra, gemía y lloraba lágrimas de dolor y rabia.
Entonces fue cuando desperté de mi pasmo. Excitado y todo como estaba, me dije que algo tenía que hacer para salvar a mi tía del violador, y éste era el mejor momento para encargarme de él.
Ni se me ocurrió pensar que tendría que dar explicaciones por encontrarme allí y, quizás, por no haber actuado antes. Tampoco se me ocurrió que si libraba a Marga del tipejo tendría que pasar un destacado bochorno por la erección descomunal que llevaba puesta (a Dios gracias, tenía un paquete bien dotado; cuando Dios repartió paquetes, yo debía estar en primera fila) y el camino a casa podría ser más que incómodo.
No pensé en nada de ello. Antes de hacer un plan, ya había recorrido de puntillas la mitad del camino y llevaba un pedrusco en la mano. Y antes de que se enterase de nada, le había medido la dureza del cráneo con el piedrolo, hallándolo –al cráneo- falto de resistencia.
El mendigo se desenchufó del culo de Marga y resbaló al suelo, donde quedó inconsciente. Y Marga, con el culo en pompa, apoyada en la piedra, me ofrecía el espectáculo del siglo. Pues, hombre, no iba a dejar de mirar.
Lo que siguió sí que no me lo imaginaba. Marga miró hacia atrás y me reconoció.
-¡Pedro! ¡Dame más! ¡No me dejes así! ¡Métemela! ¡Nunca me habían dado por ahí! ¡Dame gusto!
Por mí no iba a quedar. Me desabroché el pantalón corto y saqué el pene. Cogiéndole las nalgas y, como antes, tirando hacia los lados, descubrí el agujero del ano y la ensarté. Mi polla era más grande y estaba más erecta que la del mendigo. Así que le hice gozar más. Cogiéndole las tetas desde atrás, hice sujeción y la empalé con ímpetu. Si de teoría del sexo andaba bien, de práctica llevaba cero, así que en pocas sacudidas me corrí dentro de su culo y, al sacar la polla, dejé la raja del culo llena de semen. Le di la vuelta y, subiéndola a sentarse en la roca, le empecé a besar en la boca, con lengua, luego las tetas y, abriéndole de piernas, exploré con los dedos y la lengua su coño por fuera y por dentro.
Marga debía llevar hambre atrasada, porque se corrió dos veces más mientras le chupaba el cuerpo de arriba abajo.
Mientras tanto, mi pene volvía a levantar cabeza. Con nuevos ardores, separé los muslos de mi tía y volví a incrustársela. Marga gimió como una loca, y empezó a sacudirse hacia delante y hacia atrás, para frotarse más contra el pene. Sosteniéndola con una sola mano y reclinándola contra la roca, bajé la otra mano y acaricié el clítoris, que tenía de un tamaño más grande de lo que yo esperaba (aunque, claro, era el primero que veía al natural).
Intenté pensar en algo que no fuera el sexo para prolongar el placer: el mendigo, la navaja, misa diaria… ¡Uffff! No sirvió para nada; la tía se agitaba como una coctelera, y en cuestión de pocos minutos llegamos a un orgasmo simultáneo.
Mientras sacaba mi pene después de eyacular, me agaché y empecé a pasar la lengua por el canal entre las tetas, el esternón, el abdomen y ombligo, hasta llegar al pubis y los labios mayores y menores. Cogí el coño con las manos y, abriéndolo ligeramente, hundí la lengua en la cavidad. Rápida como un colibrí, traté de llegar a todos los rincones de la vagina. Marga se volvía loca: gemía, sollozaba, suspiraba… Cuando empezaba a gritar, cuando avisó que ya le llegaba el orgasmo, me eché atrás e, incorporándome, le cogí las manos y las llevé al escroto y mi pene. Torpemente, pues tenía poca práctica, empezó a acariciarme; sin embargo, su poca habilidad tuvo la virtud de ponerme aún más cachondo. Volviéndose de espaldas, Marga sacó otra vez el culo hacia atrás. Antes de meterle el pene, separé sus poderosas nalgas y me di el gustazo de contemplar el agujerito del ano. Luego, poco a poco, para dar más placer, introduje la punta del pene, la cabeza, el cuerpo, hasta la base de la polla. Adelante, atrás, adelante, atrás, hasta llegar a corrernos otra vez al mismo tiempo.
Empezaba a anochecer. Ya habíamos tenido bastante sexo por un día y teníamos un problema a resolver. ¿Qué hacer con el mendigo, que seguía inconsciente? Él no nos había visto follar, así que podíamos denunciarlo por intento de violación y no se sabría lo nuestro. Sin embargo, en los años setenta una mujer que denunciase una violación quedaba, para algunos hombres, marcada, aunque no tuviese culpa alguna. El tío no era especialmente celoso, que se supiera, pero sin duda una denuncia de carácter sexual le pondría la mosca tras la oreja, aunque fuera para extremar los cuidados a su mujer, lo que impediría que mantuviéramos más contactos sexuales (cosa que, por descontado, yo pensaba hacer) e incluso cabía dentro de lo posible que exigiese una revisión médica…
Con estas razones en mi mente, convencí a mi tía de que no denunciáramos a la Policía. Dejaríamos al mendigo allí donde estaba; le vaciamos en la boca y por encima una botella de vino que llevaba medio llena en uno de sus desastrados bolsillos (idea de Marga; confiaba que, al despertar, creyera que todo había sido un sueño de borracho) y confiamos que, en todo caso, no se le ocurriera buscarnos para vengarse. Decidimos mantenernos vigilantes por si le veíamos aparecer por el pueblo; y en su caso… bien, tomaríamos la decisión oportuna.
La vida, sin embargo, es más extraña de lo que parece. Al día siguiente, la noticia de la aparición de un cadáver asesinado de un golpe contundente en la cabeza recorrió los mentideros del pueblo; la prensa, radio e incluso la televisión se ocuparon fugazmente de él. El hecho de que el cadáver tenía la bragueta y el miembro fuera del pantalón apuntaba a una relación sexual previa a la muerte. Inconclusa, añadía el forense. No se encontraron huellas digitales válidas en la piedra que había sido el arma del crimen. No se identificaron otros fluidos corporales en la cercanía. La víctima había bebido y se había derramado vino sobre el cuerpo, pero el hallazgo de una botella a unos pasos del cadáver sugería más bien que el asesino había sido quien había vaciado su contenido, quizás para embrollar las pistas.
Imaginen el pavor de Marga y mío. Una cosa era haber golpeado a un violador, pero matarlo y abandonar el cadáver era otra muy distinta. Y si confesábamos, quedaría al descubierto nuestros polvazos de aquella tarde. Afortunadamente para nosotros, por un lado no existían entonces las pruebas de ADN y otras pruebas de Policía Científica que hoy son tan conocidas, y por otro lado las sospechas de la Policía siempre estuvieron dirigidas hacia otros mendigos, una prostituta con la que había viajado hasta hace unos días antes y con la que había tenido una violenta disputa, y delincuentes comunes.
Nunca sospecharon de nosotros. El caso se archivó provisionalmente como “homicidio por persona/s desconocidas”, y ha prescrito como delito hace dos meses..
Nadie más que Marga y yo ha sabido nunca lo ocurrido
Hasta hoy. Ahora usted también lo sabe.