Camino de los 60 años de sexualidad

Biografía sexual de un salido que, ni con la edad, deja de serlo.

Pensado en escribir la historia de todos mis recuerdos y prácticas sexuales, que ya adelanto que no son ni gloriosos ni abundantes a pesar de ir camino de los sesenta, no tenía claro por donde empezar, ni en que categoría lo podría calificar.

Intentando hacer memoria para mi autobiografía sexual, los recuerdos se amontonaban desordenados a pesar de que no hayan sido tan numerosos como hubiera deseado. Y lo peor es que no espero que, a estas alturas, se incrementen significativamente.

Decidí que la categoría más adecuada sería la que correspondiera a la experiencia más placentera. Pero finalmente, como es una confesión, la cuelgo en CONFESIONES.

Y empecé mi biografía sexual desde el principio. Y digo principio en el sentido más bíblico de la palabra.

Lo cierto es que el primer recuerdo corresponde a una experiencia que se produjo, como muchas de mis experiencias, una sola vez y que duró muy poco, pero que nunca he podido olvidar.

No debíamos tener más de tres o cuatro años mi vecina Marisita y yo (por cierto, me llamo Tomás), cuando, estando sentados en dos sillas altas, eso es lo que recuerdo aunque no comprendo porqué habría dos sillas altas en mi casa, salvo que la hubieran traido para sentarnos juntos y dejarnos solos. Porque juraría que estábamos solos cuando, no sé quien empezó o tuvo la idea, nos enseñamos nuestras cositas y nos las tocamos. Recuerdo, aunque puede ser un falso recuerdo, el olor a orín. Y de joven me saqué muchas leches con este recuerdo, pero aunque Marisa vive donde nació, en la misma calle que nací yo, nunca jamás comentamos esa experiencia. Tampoco era Marisa una chica despanpanante que me hiciera romper mi timídez.

Mi siguiente recuerdo pertenece a una práctica que realicé frecuentemente, empezó cuando ya tendría cinco o seis años y no recuerdo que acabara totalmente hasta ser bastante mayor, cumplidos los 14. Teníamos en casa una mesa de madera con el sobre hecho de una piedra roja con piedras blancas, que pesaba un montón. Sin saber porque, cuando me sentía excitado, me ponía a empujar la esquina de aquella piedra tan pesada haciendo presión sobre mi pubis y mi pequeño pene, hasta conseguir un gustito que entonces no sabía que era un orgasmo. Me corría como muchas veces ahora, sin soltar leche. Entonces porque aún no la tenía y ahora porque, con la medicación para la próstata, a veces no sale nada. Sufría un cierto dolor porque empujaba con todas mis fuerzas.

Me follaba la mesa del comedor delante de quien estuviera allí y no recuerdo que nadie me riñera. Mi madre me tenía que ver desde atrás y debía saber lo que me ocurría pero no recuerdo que nunca habláramos del tema.

Durante mucho tiempo me masturbaba así, sin saber siquiera que me masturbaba. Me exitaban las cosas más diversas: Escenas de miedo en la televisión, las piernas de mi madre, la vecina dando el pecho a su hijita. Y me ponía sin ningún rubor y delante de ellas a cepillarme la mesa.

La vecina era joven y tenía unos pechos grandes y llenos de leche, y además Mayte era muy guapa. Ella hacía comentarios que no entendía entonces: “Míralo, como se pone”.

Mi madre me tuvo de mayor y estaría entonces algo por encima de los cuarenta. Estaba rellenita pero era la mujer más guapa del mundo, porque era mi madre claro. Hoy veo sus fotos de entonces y en ellas tiene una mirada triste y no la veo tan guapa. Mi padre tenía una amante y paraba poco en casa. Ahora veo a mi madre como era, muy normal y nada excepcional.

En los sesenta, en España, la gente se iba, no había divorcios. Pero mi padre no se fue de golpe, se fue iendo poco a poco, hasta que llegó a venir solo de vez en cuando. Alguna pajilla me hice pensando en Magdalena, la amante de mi padre. La llegué a conocer y lo cierto es que, influenciado por mi madre, siempre la consideré una golfa de mucho cuidado. Con la mirada de una zorra calentorra.

Ya de mayor me la encontré en un hospital visitando a mi padre que estaba ingresado por un accidente laboral. Me saludo por mi nombre y me dio la sensación de ser una mujer muy cariñosa. Me sentí mal conmigo mismo por no verla como “era” en realidad, tal como querría mi madre. Una golfa ladrona.

Mi madre, Margarita se llamaba, estaba rellenita pero no estaba gorda. Sus brazos eran carnosos y suaves, me encantaba palpar la cara interna de sus brazos. Una vez me llegó a reñir mi madre por lo pegajoso que fui, la única vez que acudimos, en las gradas de la plaza de toros, mientras veíamos una función del Empastre. Ese contacto me ponía muy cachondo sin que yo viera maldad alguna en ello.

No me decía nada, cuando nos sentábamos solos en casa viendo la tele, me abrazaba a ella, pasaba mi brazo por debajo del suyo, quedando pegado a su pecho. Eran grandes y estaban llenos. Lo sé porque en ocasiones la veía desvestirse para ir a dormir, ya que yo dormía en su habitación en una cama aparte, en la recámara que más tarde alojo un gran armario. Pasando yo a dormir en una habitación interior que daba a la entrada de la finca. En verano hacía mucha calor, por lo que dormía frecuentemente con muy poca ropa en verano. Notaba que mi madre me tapaba a media noche con la sábana cuando acababa totalmente desnudo. Es evidente que venía a verme y era evidente que me debía encontrar frecuentemente con el mástil saludando.

Mi madre dejaba muy poca luz para desnudarse, dejándose solo sus bragas para dormir sin sujetador y con un camisón encima. Ella me pedía que me girara cuando iba a desnudarse y yo le hacía caso. Pero si algún día no me lo pedía o me hacía el dormido previamente, podía ver esos grandes pechos y a mi madre en bragas. Mi pequeña pollita se ponía dura y yo ponía mis dos manos debajo y empujaba hasta que me llegaba el gustito.

Con el tiempo, mi madre cambió el comedor por uno más moderno y mucho más ligero, con el sobre de madera labrada y unas esquinas muy afiladas. Sería menos dolorosa que la de piedra al golpearse con ella las caderas o la cabeza cuando era tan bajito, pero la esquina de la nueva mesa me hacía más daño del deseable por lo puntiaguda, y con mis empujones, ya habiendo ya crecido algo, pues tendría para entonces más de diez, desplazaba la mesa al empujarla descaradamente.

En esa época ya empecé a pajearme polla en mano. En el colegio te enseñan rápido. Las prácticas masturbatorias corrían como la pólvora y era mucho mejor hacerlo con una mano suave que podías apretar o aflojar, que la esquina afilada de un mueble que no pesaba lo suficiente para aguantar mis envites sin desplazarse.

Hasta después de los doce, en alguna ocasión, entre paja y paja de las manuales, seguía empujando la mesa pero aguantándola con los brazos para no empotrarla en el aparador. Aunque ya en privado. Estaba perdiendo la inocencia sin saberlo, porque me llegaba la vergüenza.

Curiosamente, si algún día mi padre dormía en casa, posiblemente por alguna bronca con su amante Margarita, mi padre elegía dormir o no con mi madre y, si no le apetecía, dormía en mi habitación y yo en la cama con mi madre.

A los trece años, en una de esas pajas casi diarias, note un olor especial al correrme, como de almendras amargas muy penetrante, y unas minúsculas gotitas de un líquido pegajoso. Me sentí muy orgulloso, ya era un hombre.

Más quisiera yo, las hormonas iban en aumento y las pajas aumentaron, el volumen del líquido aumentó y dejé de notar el olor.

Un día que estaba durmiendo con mi madre, con mi padre en mi habitación, mi madre se sinceró conmigo:

“Esa puta (la amante de mi padre) es una guarra sin vergüenza, pues no me ha dicho tu padre hoy que le pusiera la mano en sus partes cuando me ha llevado con la Lambretta a casa de los abuelos”.

“¿Sus partes mamá?

“Sí, aquí”

Y me agarró el paquete que estaba bien empinado. Debo decir que hasta entonces mi madre me seguía duchando y frotando, porque teníamos una ducha de depósito colgado que se llenaba con agua calentada previamente y templándola con la fría. Y si me duchaba solo, me quedaba sin agua en un plis. Ella me daba un agua, cerraba, me enjabonaba, me aclaraba y sobraba agua.

“¿Y esto qué es? ¿Desde cuando te ha crecido esto tanto?”

“Mamáááááá”

“Vale perdona” Me lo dejó, se giró y apago la luz con la pera que colgaba del cabecero de la cama.

Yo ya era casi tan alto como ella y me puse, como solía hacer, detrás de ella, sin apoyarme, solo rozando.

Casi no dormí, no paraba de imaginar a mi padre Fernando con su amante en la Lambretta y la mano de la tal Magdalena en su polla.

Sin darme cuenta empecé a empitonar a mi madre por encima de su camisón a la altura de su trasero. Y me corrí. Mi madre no dijo nada como si estuviera dormida. Pero ella tenía el sueño muy suave, con lo que tuvo que notarlo.

No volví a dormir con ella. Pero me pajeé muchas veces soñando en acostarme, más que dormir, con ella.

A esas edades, todos los chicos de la pandilla del barrio, estábamos salidísimos y hasta hacíamos competeciones de a ver quién sacaba la leche antes. Siempre ganaba un tal Fede. Nos la sacudíamos furiosamente y ver a otros correrse ayudaba a conseguirlo más rápido.

Íbamos en verano a la piscina de un complejo deportivo de curas de un barrio obrero. Los recuerdos más vivos que tengo, son, las mamadas que nos hacíamos debajo del agua y las pajas que nos hacíamos, con el codo izquierdo sobre el borde de la piscina y la derecha en la polla, mirando a las mamás tomando el sol y chafardeando con sus amigas.

Eran madres, casi todas amas de casa con sus maridos en el trabajo, no había hombres, no había paro o preferían estar en el bar. Eran madres con niños pequeños que no podían ir solos como nosotros a la piscina, por lo que eran muy jovenes, mujeres que, con toda seguridad sabían lo que estábamos haciendo, mientras las mirábamos o, mejor dicho, las admirábamos, con sus bikinis con sóstenes de copa.

Y ellas disfrutaban con ello, separaban sus piernas dejando salir parte de su pelambrera muy abundante. No había depilación de esas partes en esa época, y ver esas matas de pelo nos ponían a cien. Nos corríamos mirando descaradamente y seguro que a ellas les encantaba.

Un chico del barrio, Julián, unos tres años mayor que nosotros, vino con nosotros al vestuario al tiempo de irnos,  y nos dijo que nos había visto pajearnos y que le habíamos puesto caliente. Se sacó la polla, mucho mayor que las nuestras, y empezó a pajearse.

Se hizó el cansado, diciendo que le dolía la muñeca y nos pidió ayuda “A ver quién se anima”. Nos había visto hacernos mamadas submarinas, en las que los más afortunados eran los que tenían a los que más aguantaban bajo el agua amorrados a sus pollitas. Yo era de los que aguantaba bastante y me pasé cachondo toda la mañana, con lo que  agarré la polla y empecé a meneársela. Al poco tiempo se corrió abundantemente, me lleno la mano y los pies a través de las chanquetas Me puso muy caliente y, mientras íbamos andando hacía casa por el descampado, me la estaba meneando con la mano metida en el bañador.

El chico mayor se dio cuenta y me preguntó si necesitaba ayuda. Le dije que no, me dio vergüenza enseñarle mi pequeña polla, sobre todo comparada con la suya que era larga y gorda con el glande acabando en una punta muy pronunciada, la mayor que había visto nunca. Tenía esa imagen grabada mientras me corrí.

A los pocos días, cuando mi madre había ido a la compra, sonó el timbre y era él. Había estado vigilando a mi madre que tenía para un rato y me pidió para entrar. Tenía claro a lo que venía pero no tenía claro lo que yo debía hacer.

Me lo puso fácil.

“¿Qué te pasó el otro día? ¿Te empalmaste y te tuviste que pajear después de pajearme a mí?”

“Bueno no, es que llevábamos toda la mañana en la piscina y…”

Me interrumpió “Déjate de puñetas, te pusiste caliente. ¿La quieres tocar otra vez?”

Y sin esperar mi respuesta se la sacó y empezó a masturbarse.

Yo me saqué la mía y también empecé a darle.

El soltó la suya y cogió la mía, poniendo su polla a mi alcance, pidiendo sin decir ni pío, que yo le pajeara a él.

Yo me corrí como nunca hasta ese día, la leche en gran cantidad salió disparada. Y él no tardó mucho más y me lleno la mano otra vez.

Sus visitas se repitieron y empezaron las mamadas. Él tenía experiencia y supo como llevarme al huerto. Me la empezó a mamar y luego me pidió que le correspondiera. Y tanto que le correspondí.

Yo le insistía en que no se corriera en mi boca, pero en la segunda ocasión que hubo mamadas, noté un calorcito en la garganta con un sabor amargo y rasposo. Escupí lo que pude y el resto lo tragué. Me habían follado la boca y él nunca llegó a mamar lo suficiente para que le devolviera el favor. Si acaso, le daba una mamadita a mi pollita y me pajeaba mientras yo se la chupaba.

La última vez fue en su lugar de trabajo, estábamos solos y nos estuvimos dando fuerte y me puse muy caliente. Tanto que estaba dispuesto a mamársela hasta que se corriera y así se lo dije pero, antes de llegar, la sacó. Yo seguí dándome y tuve la corrida más fuerte de mi vida creo, la leche salió a mas de dos metros de distancia, el me había puesto periódicos en el suelo, la corrida pasó por encima. Nunca más volvimos a “vernos” ni hemos vuelto a hablar de ello. De hecho, nunca más he vuelto a tener experiencias homosexuales, pero las pajas que me habré hecho con estos recuerdos son incontables.

Me pasé muchos años echando de menos esas mamadas. Tanto, que hice todo lo posible para mamarmerla yo mismo. Mi poca flexibilidad y la mediocre longitud de mi pene, lo hicieron imposible. Pero era lo suficiente flexible para ponerme doblado con los pies y las piernas por encima de mi cabeza, con mi polla apuntando a mi boca, y llegando a recibir la corrida en ella, lo que no me daba por la cara, el pelo o el suelo. Era amargo y rasposo, pero era muy excitante.

En esa época teníamos un perro y un gato en casa,  la lengua de los gatos es más rasposa que la de los perros, cuando te lamen la polla. El gato no se dejaba, pero al perro le encantaba que le masturbara hasta que se corría convulsamente. Me corté de probar su esperma.

En esa época solo pensaba en el sexo, ahora, cerca de los sesenta, solo pienso en el sexo y la comida, y cada día menos en la comida.

Recuerdo una vez en que me puse en la punta del pito miel o mermelada, no recuerdo bien, porque una mosca se empeñaba en acercarse a mi polla mientras me pajeaba, pero no llegaba a posarse, se puso a libar y con sus patitas me hacía unas cosquillitas, tan agradables que me corrí. La mosca quedó empapada de mi lechecita.

A esos 13 años de edad, fui con mi madre a pasar unos días a un lugar de la costa. Estando allí conocí a una chica del lugar, no recuerdo su nombre, recuerdo que era de mi edad o poco más, llevaba un bañador negro de lycra muy ajustado. Recuerdo un cuerpo perfecto, cinturita, pechos, caderas, y que me dio mis primeros besos con lengua. Me enamoré de inmediato, me duró semanas, quería volver a ese lugar y a mi madre le hacía gracia y pena verme melancólico y enamorado.

Poco después tuve una de las experiencias más fuertes de mi vida, la tuve poco antes de cumplir los catorce años con una vecina que no tendría más de cuatro, que con frecuencia dejaban a mi cuidado cuando su madre y la mía se iban a la compra.

Siempre llevaba unas falditas cortísimas que, al sentarse de cualquier forma con los pies encima de la butaca de mi madre, dejaba las braguitas totalmente a la vista. Yo miraba sin cortarme un pelo la entrepierna de Juanita, cuando va ella que me ve y me suelta:

“¿Quieres comer chichi?”

Al tiempo que se aparta la braguita a un lado, dejando su rajita rosadita al alcance de la vista. La primera almeja de mi vida, porque cuando toqué la de la vecinita Marisa, lo hice sin ver gran cosa, estando sentados en las sillitas altas. Pero esta rajita, la de Juanita, se veía totalmente de frente.

No le respondí, simplemente me puse de rodillas a sus pies y empece a lamerle la rajita.

La bebita disfrutaba con mi mamada y estoy seguro que se corrió.

Llegué a la conclusión de que a esa criatura le gustaba que le comieran el chichi y suponía que se aficionó con las prácticas del típico “¿De quién es este chichi? que me lo como?” de sus padres. Por no pensar que se tratara de algo peor.

Me la dejaron a mi cuidado en más ocasiones y siempre le tocaba y lamía, pero me cortaba enseñarle mi cosita. En una ocasión le pedí que cerrara los ojos para una sorpresa, me puse azúcar en la punta y se la puse en la boca y le pedí que chupara. Y la chupó un poco pero abrió los ojos y me dio corte y la escondí precipitadamente.

La vez que le llegué a poner la punta de mi polla en la entrada de su chochito, me corté al ver que estaba a punto de penetrarla y que era una burrada. Nunca más volvimos a quedar solos. No me fiaba de mí mismo.

Cumpliendo los quince empecé a salir con chicas, sin grandes éxitos en el plano sexual. Besos con lengua, que te ponían como loco y, algunas, te dejaban tocar teta y poco más, sin llegar a chupar pezones, ni tocar abajo, hasta cumplidos los 17.

Cuando se habla de generaciones pérdidas modernas, uno piensa siempre piensa en los jovenes que tuvieron que sufrir la Guerra Civil Española. Como mis padres, que tuvieron que esperar muchos años después de la guerra para plantearse casarse. Un poco como hoy en día con los jovenes que, con la crisis iniciada en 2007, no se pueden plantear formar una familia con la facilidad con que lo hicimos los de nuestra generación, los nacidos a mediados de los 50. No es que tuviéramos muchos más recursos, es que no teníamos tantas necesidades, y muchas menos posibilidades. Por eso muchos optamos por casarnos y formar una familia, siendo muy jóvenes, básicamente porque no teníamos muchas alternativas.

Nuestra generación podrá considerarse que fue afortunada porque vivimos el boom de la economía y vivimos la revolución social y sexual tras la muerte de Franco. Pero lo cierto es que fuimos la generación que tuvo que aceptar que todo lo aprendido era erróneo. Sobre todo los que tuvimos una educación en colegios de religiosos, de confesión y misa semanal. Lo que en si mismo ya era demasiado, porque ir entre semana a misa en el colegio no te libraba de ir en domingo.

Fuímos menores de edad hasta cumplir los 21 años; las chicas debían llegar vírgenes al matrimonio; y casi todo era pecado. Por aquel entonces yo tenía claro que ya tenía una plaza en el Infiermo y, además, masturbarse te volvía loco. A estas alturas yo debería llevar años en un manicomio.

Con diecisies tenías la posibilidad de tener un ciclomotor, pero no podías llevar pasajeros, yo tuve mi vespino con casi diecisiete. Y me movía con facilidad por las cercanías de mi ciudad. Pero no tuve más que “novias” de discoteca que cambiabas o te cambiaban con una frecuencia inusual.

No recuerdo exactamente las “novias” que tuve, fueron lo que hoy ni siquiera se califican como pareja. Nos dábamos el lote, les metíamos mano, ellas nunca a ti. Siendo motivo de rotura, el querer algo más, cansados de calenturas sin solución, sin éxito claro. Creo que la tengo algo torcida hacia abajo de los calentones sufridos llevando mis Levis 501 apretados.

Debieron ser seis o siete, Loren que era algo mayor que yo y a la que pedían el carnet en la disco y a mí no, creo que fue la primera, tenía buenas tetas y aún hoy las tiene bien grandes; Lorena, una chica chilena de mal aliento y buenas tetas duras y de tamaño perfecto; Bultaco, por una camiseta de esa marca que llevaba casi siempre; la Tetis por sus enormes tetas, las mayores de toda la pandilla, y la última de esta saga (casi una novia de verdad) fue una tal Manoli, la más lanzada. Interminables besos con lengua y sobadas de tetas. Incluso me dejó tocar su rajita mojada por encima de sus braguitas, pero no por debajo, porque si me dejaba, decía, seguro que follaríamos y eso no se podía hacer. Y claro, yo la entendía. Puñetera educación de curas.

Llegué virgen a los 18 y, con ellos, pude sacarme el carnet de conducir y conseguir un Seat 600 de enésima mano, aún recuerdo su matrícula, y eso que no recuerdo la del coche que ahora tengo.

El coche abría posibilidades nuevas, los asientos permitirían, o eso esperaba, lo que era imposible en los sofás de las discotecas.

Podías llevar una chica a las playas más alejadas de tu ciudad, eran nuevas posibilidades efectivamente.

Y llegó mi primera novia de verdad. Nos conocimos unos años antes y le pedí que nos volviéramos a ver siendo más “maduros” porque la quería de novia de verdad y no de rollete. Que inocencia por Dios.

Empezamos nuestra relación como las demás, pero fuimos progresando, muy despacio ciertamente, pero aunque fuímos despacio, lo hicimos sin pausa.

Sus pechos eran perfectos, no grandes, pero eran unos pechos adolescentes con los pezones de punta, siempre que los tocaba estaban erguidos. Era delgada, cinturita fina y un buen pandero, de metro sesenta y algo, morena, de nariz aguileña, grandes ojos negros con una mirada a juego con su sonrisa, avispada, simpática y muy atractiva.

Patricia y yo estábamos enamorados hasta las trancas, los dos, los besos eran distintos, eran largos pero no cansinos, sus pechos eran los mismos un día tras otro, pero siempre eran una fiesta, una gozada.

El día que dimos un paso adelante, fue estando en las rocas de una zona a la que se llegaba andando por el pinar un buen rato. El agua era de un verde increible y cristalino. Hoy está todo urbanizado y no tiene nada que ver pero sabría llegar al mismo sitio en el que le acaricié su coñito por encima de su bikini. Estaba mojado, pensé que era del agua del mar, aunque llevábamos rato fuera, ahora entiendo que eran sus jugos, ya estábamos a la sombra después de pasar el día en el mar y muy a gustito. De pronto noté algo distinto al tacto, no era textil, era carnoso y jugoso. El bikini tenía un agüjerito, o lo hice yo de tanto hurgar. Estaba chorreando y era muy carnoso, metí el dedo hasta donde pude. Nos pusimos muy cachondos y decidimos irnos al coche. Andamos muy abrazados haste el coche y conduje hasta una calle muy discreta cerca de allí. No se me había bajado en todo ese tiempo y ella me preguntó si no me dolía. Le mentí y le dije que sí.

Se ofreció a ayudarme, me la saqué y abrió sus grandes ojos asombrada. No había para tanto pensé yo, 17 centímetros solo con grosor proporcionado, pero supongo que la admiración era porque era la primera para ella. La cogió sin que se lo pidiera y empezó a acariciarla, me preguntó qué debía hacer, le pedí que la frotara arriba y abajo, y al rato me corrí por primera vez delante de un chica, mi chica. Cogió un pañuelo que llevaba y lo limpió todo.

Debió quedarse muy caliente pero no se me ocurrió ofrecerle un alivio. Me faltaba experiencia.

Seguimos con nuestra relación y el paso siguiente fue durante una excursión con la pandilla, acabamos en un agujero que había en la zona donde descansamos después de comer. Le pedí y me empezó una corta mamada. No era el sitio más adecuado con todo el mundo alrededor y, además supe luego que había otra razón para parar. Descubrí que nunca debes ofrecerte para una mamada sin haberte lavado recientemente.

Mi madre tenía una tienda y en esa tienda en horario de cierre, llegamos a todo salvo desvirgarla. La chupé y me chupó, me encantaba comerle su chochito, era carnoso, rosado con las orillitas oscuras como las tienen las mujeres mediterráneas. Nunca me cansaba de chuparla y ella me lo agradecía con buenas mamadas, aunque no recuerdo que nunca se tragara mi esperma.

En la tienda estuvimos acostados en pelotas, abrazados, enamorados, pero no fue, hasta ya cumplidos los 20 de edad por mi parte y los 19 de ella, y tras dos años de noviazgo, que al tener a medias con otra pareja, un pisito en un barrio muy antiguo de nuestra ciudad de rentas muy bajas, en el que, después de muchas tardes de sexo, decidimos dar el paso sin esperar al matrimonio, de desvirgarnos los dos.

Le puse la punta y empecé a penetrarla, pero no podía romperlo sin empujar más fuerte y, cuando lo hacía, le dolía. Después de varios intentos, me senté en la cama y le pedí que se sentará encima de mí y que fuera ella la que controlara la presión, después de colocarse, se dejó caer y, en realidad, fue ella la que nos devirgó a los dos. Fue el 7/6/1977.

Tuvimos sexo con frecuencia, del que no recuerdo gran cosa, salvo una noche en el coche, en una zona de discotecas, en la que Patricia me hizo una mamada y yo tan feliz iba a poner el coche en marcha y, ella, la muy cachonda que iba sin bragas levantó una rodilla y me dijo "Pues así voy a ir yo" me quedo claro que pedía que la aliviara la calentura y lo hice. Le pajee con unas lamiditas difíciles de llevar a cabo en un 600. Debo reconocer que no era, en esa época nada buen amante. Me centraba en mí más que en ella y esoe fue, como siempre es, un gran error.

A mediados del 78 me dejó por Julián, mi mejor amigo de entonces, eso creía yo, menudo amigo, el peor enemigo y, si no han roto hace poco, siguen juntos.

Después de confesarme que se había enamorado de mi amigo, del hijo puta gordo cabrón de mi amigo, tuvimos una última sesión de sexo en la que me pidió que la preñara para tener que casarnos porque no quería hacerme daño dejándome. No quise correrme dentro. Estaba convencido de que me había engañado y que ya lo había hecho con Julián aunque lo negara y, fuera cierto o mentira, nunca se lo podría perdonar por mucho que la quisiera.

Me costó asimilarlo, pero no la había cuidado lo suficiente. No tenía experiencia y acabé con una mala experiencia.

A partir de aquí, tenía claro que todo lo aprendido y asimilado hasta 1978, camino de los 22, era erróneo o servía de poco.

Si este relato gusta lo suficiente, seguiré con mi biografía.