Camino de la perdición (Rock you like a hurricane)
Basado en hechos reales, relato sobre cómo una mujer puede arruinarte la vida y la cantidad de rotondas que hay en Alcalá de Henares.
“
The bitch is hungry, she needs to tell
So give her inches and feed her well […]
Lust is in cages till storm breaks loose
Just have to make it with someone I choose”
(The Scorpions – “Rock you like a hurricane”)
Para mí, una mujer de verdad, siempre tuvo que tener un buen culo y un par de peras de portada de Playboy; todo lo demás, era secundario, y esa era razón más que suficiente para decirme a mí mismo que tenía que ser mía. Por tanto, cuando me proponía tirarme a una chica, o a dos alguna que otra vez, en una semana como máximo, terminaba con ella en la cama. Digo cama como podría decir parte trasera del coche, descampado detrás del instituto o tribuna alta del Bernabéu, pero tampoco hacía ascos a una chica más... digamos normalita. Bueno, pensándolo bien... vale, sí, que me cepillaba todo lo que tuviera dos patas.
Después de mi primer año de universidad, en el que solo aprobé dos asignaturas, me di cuenta de que eso no era lo mío. Era mal estudiante, repetí dos veces en el insti y ni sé cómo pude aprobar la selectividad. De hecho, la filosofía de 2º de Bachillerato la aprobé porque me follé a la profesora. Sí, sí, como lo oís, pero ahora no me voy a entretener en contaros la turgencia de los pechos o la suavidad de los muslos de Susana Ochoa, la profe más deseada de los dos institutos de mi pueblo, el sueño lectivo de cualquier quinceañero. Y es que las mujeres se me daban bien. Mis amigos me decían que, si en los estudios pusiese el mismo empeño que en ligar, estaría trabajando para la Nasa. Reconozco que dios me había dado un buen cuerpo y una cara resultona, pero el cerebro lo debió coger de un desguace. Hombre, los profesores decían que era listo, que era inteligente, pero no ponía ningún interés, y no hace falta que se hagan juntas de psicólogos, pedagogos y educadores para determinar las causas del fracaso escolar en España, porque el principal motivo es que los alumnos no estudian, y yo predicaba con el ejemplo mejor que nadie. Que no, que era un negado; lo mío era abrir piernas, no libros.
Eso sí, buenas juergas me corrí aquel curso universitario. Me acuerdo muchas veces de Juanma, el Isma, el Curri... Vaya tres eran, la de líos que montamos y la de tías a las que montamos. Qué tiempos aquellos. Dejé los estudios y empecé a currar como buzoneador, pero seguí saliendo con los colegas de la facultad ese verano y el año siguiente.
No obstante,
yo era de Mejorada del Campo y empecé a ir cada vez menos a Alcalá de Henares, que era donde estudié y dónde vivían mis compañeros, así que un día dejé de salir con ellos y terminamos perdiendo el contacto. Solo volví cuatro años después para ver a Rosendo, que dio un concierto por la fiestas patronales de... ¿San Henares?
A mí me gustaba la mecánica, así que me olvidé de patearme las calles y entré de aprendiz en un taller y, dos años después, en un concesionario Peugeot de Coslada, el municipio donde nació y creció mi padre. La mayoría de los trabajadores éramos hombres, excepto la hija del jefe y la cuñada de
e
ste, que, aunque eran vendedora y auxiliar administrativo, respectivamente, follando eran dos diosas. El caso es que tenía un compi, llamado Ángel, que, fijaos en la casualidad, era amigo de mi prima Laura, que también es cosladeña, o como muchos dicen que es el gentilicio de Coslada: flipa'os del Xkandalo.
Así que cambié Alcalá por Coslada como alternativa de ocio de fin de semana a los lugares por los que solía salir con mis amigos, hasta que mi prima se cabreó conmigo una noche y me echó una bronca de tres pares.
–¿Qué te hemos hecho? ¿eh, Néstor? ¿Qué te hemos hecho las mujeres para que nos odies tanto?
–¿Yo? –me quedé tan flipado como si fuera los sábados al Xkandalo–. A mí las mujeres me encantan.
–No, no te encantan, te acuestas con ellas, con todas las que se te ponen a tiro...
–Claro, porque os quiero a todas, os amo –contesté divertido.
–Se la enchufas y luego pasas de ellas, y eso no es amarlas, es despreciarlas. Te has pasado por la piedra a todas mis amigas y no quiero que sufran por un capullo como tú, que a las primeras de cambio las deja tiradas, porque Ana y Silvia, no sé si lo sabrás, se han encoñado de ti.
–Pero, prima...
–¡Ni prima ni hostias! –me gritó–. Me gusta pasar tiempo contigo y que salgamos juntos de marcha, eres mi primo, ¡pero no te vuelvas a acercar a mis amigas! ¿Entendido?
Tenía razón, pero solo en que me había follado a todas sus amigas, y porque mi prima era mi prima, que si no, a ella también. A Ana, que tenía unos pezones como dos fresones; y a Silvia, cuyo potorro come-vergas era un primor, nunca las prometí amor eterno, solo amor de una hora, y deberían haberlo sabido, que antes ya me había pasado por la piedra a otras del grupito de amigas de mi prima. Yo nunca había tenido una relación seria ni duradera porque tendría que haber sido infiel para seguir repartiendo orgasmos sin ton ni son a cambio de sexo, y eso sí que sería faltarle al respeto a la que fuera mi novia. De hecho, pensaba quedarme soltero para siempre, libre, solo atado a la promiscuidad y a la lujuria. Ya lo dice el dicho: si quieres tener dinero, quédate soltero.
Muchas veces me han preguntado si no quiero tener hijos para perpetuar el apellido de la familia. A ver, me llamo Néstor Sánchez, tengo el apellido más común del mundo, así que nadie se preocupe, que el apellido no se va a perder, somos una raza. Hace unos años, nos reunimos y celebramos una cena toda la familia de mi padre, todos los Sánchez, y menos mal que los del restaurante Jarama habían construido el salón Sánchez, ya que dijeron: “Vamos a hacer un salón nuevo por si algún día vienen el Néstor y sus primos”. Éramostantos que casi tuvimos que alquilar el campo de fútbol. Luego quisieron convertir el evento en una tradición, por lo que cada año elegiríamos un restaurante distinto que colapsar. Lo malo es que se correría la voz de alarma y los Sánchez no conseguiríamos el propósito que habíamos venido a buscar a este planeta. Como teníamos la grabación del primer congreso Sánchez, con verlo cada 5 de junio, sería suficiente; total, todas las reuniones familiares son iguales, menos una que vi yo una vez en una peli porno. Al menos, no nos podíamos quejar, que nuestra primera cena fue mejor que la última de Cristo, que también era un Sánchez: nadie fue acusado de traición y comimos chuletas.
Además, mi hermano ya tiene un hijo con su novia. Él sí ha cedido a la monogamia, pero no se ha casado. Quizás no sea tan tonto, pero llevan juntos desde que tenían catorce años. Mi hermano no ha catado otro coñito que el de su amada Mentxu.
No creáis que os cuento todo esto para presumir de ligón y de follador, para presumir os contaría que me enrollé con Amaia Salamanca antes de ser una famosa actriz, que también es de Coslada y por entonces ya había paraíso, vaya que lo había; sino para que veáis hasta donde llegaba mi afán por meter en caliente y coleccionar chicas en una interminable lista de húmedas conquistas. Yo convertí la seducción en un arte.
Pero todo cuento que se precie, debe tener una moraleja, y este cuento se precia, así que aquí va la lección de esta historia.
Hace dos años, por estas mismas fechas, primeros de agosto, entro en Facebook y veo que tengo una petición de un tal Juan Manuel Mediano. ¿De qué me sonaba ese nombre? Coño, pues de que era Juanma, mi compañero de la universidad. Me alegré un montón y, de esa manera, retomamos el contacto diez años después. Tras unos días de mensajes, me mandó un mail con su número de teléfono para que le llamara. Cuando al día siguiente lo hice, nos pasamos dos horas recordando viejos tiempos, riéndonos y hablando de aquellas lejanas amistades que hicimos por aquel entonces.
–Bueno, te voy a ir dejando, muchachote, que tengo que ir a recoger a mi chica al trabajo –me dijo.
–Muy bien. A ver si nos vemos un día de estos.
–Oye, ¿y si te vienes este finde a Alcalá? Estamos en fiestas y te puedes quedar a dormir en mi casa.
–Pues no es mala idea –le contesté–. Te llamo el viernes y concretamos algo, ¿va?
–Vale. Venga, hasta el viernes.
–Un abrazo, tío.
Tenía pensado irme en menos de un año a trabajar a Alemania, que, con un poco de suerte, quizás podría colarme en Volkswagen
.
Aunque pareciese mentira, no tenía carnet de conducir, por lo que me había apresurado a sacármelo para poder comprarme un cochecito majo en el concesionario donde curraba sin que me cobrasen comisiones, ni transporte y con un descuento mayor por ser empleado. Llevaba solamente tres meses conduciendo y era un paquete al volante
.
La torpeza ha sido compañera fiel durante toda mi vida. Cualquiera hubiera dicho que me ganaba la vida arreglando coches, que los mecánicos solemos ser bastante hábiles para estas cosas, si bien no es mi caso.
–¿Crees que sabrás llegar al Parque O'Donell? –me preguntó Juanma cuando le llamé el viernes para quedar.
–Sí, primero espérate que sepa llegar a Alcalá y luego ya miramos lo del parque –respondí socarrón.
–A la rotonda de Parque Grande si sabrás ir, ¿no?
–Hombre, tío, ahí mi cabecita llega. La hago recta y luego cojo la carretera de Alcalá.
–Eso es. Luego ya es tirar para adelante hasta que llegues a la segunda salida –me explicó mientras recordaba a la última zorrita que me había cepillado–. Ve fijándote en los paneles de información. La primera es la de Loeches y Arganda, y, un poco más adelante, está la de Alcalá, pero no vayas lanzado porque es una cuesta y, como te descuides, te tragas la rotonda que hay, si antes no te metes contra otro vehículo, porque suele haber tráfico. Dicha rotonda, la haces a la derecha, y ya es todo para adelante; no tiene pérdida. Pasarás por varias rotondas más y otras tantas raquetas, pero tú recto todo el rato hasta que llegues a una rotonda más grande que las anteriores junto a la que hay una gasolinera de Repsol, de Repsol –repitió haciendo hincapié en ese dato–, porque antes pasarás por otra de BP, pero de esa olvídate. Cuando llegues a la rotonda que te digo, coges la segunda salida. Pasarás por otra rotonda pequeñaja...
–Joder, cuánta puta rotonda –pensaba yo.
–... y luego pasarás por delante del Parque O'Donell, pero tendrás que irte hasta la siguiente rotonda para dar la vuelta y poder entrar al parque y aparcar por ahí. Cuando estés, me das un toque al móvil, que seguramente estaremos por la Zona, en algún garito. ¿Te has enterado?
–Si te dijese que sí, mentiría; y si te dijese que no, parecería gilipollas, así que prefiero mentirte.
–No sé qué coño has dicho, pero vale. Mañana nos vemos.
–Venga, tío –me despedí.
Cuántos recuerdos de magníficos botellones me traía ese parque. En uno de ellos conocí a Luz, que me la follé; en otro conocí a Liz, que no me la follé, pero a su hermana y a su tía sí. El parque es muy extenso y el lugar perfecto para beber al aire libre, porque en la parte oeste, o norte o sur o este, no tengo ni idea; solo hay una fábrica, entonces puedes organizar botellones con tus colegas sin molestar a nadie, y en la calle entre el parque y esa fábrica, siempre hay sitio para aparcar.
El viernes a las 22:00, conducía con rumbo fijo siguiendo, al pie de la letra, las indicaciones de Juanma, el que no me dijo que la carretera de las tropecientasmil rotondas estaba en obras y, por cojones, me tenía que desviar por una arteria, la cual, por cierto, me condujo hasta otra rotonda, sí, otra rotonda diferente a todas por las que debería haber pasado siguiendo el camino que me había explicado mi amigo. Pues nada, me perdí.
Alcalá es muy grande, es una ciudad, y aquel barrio no lo conocía para nada. Tengo una amiga que se llama Sonia, que lleva varios años viviendo allí, y todavía se pierde, pues yo, que llevaba desde 2004 sin dejarme ver, imaginaos lo desorientado que estaba.
Dando vueltas, esperando aparecer en algún sitio que, remotamente, recordase de mis años de estudiante, me presenté, de pronto, en otra ro... ton... da. La diferencia es que de algo me sonaba y la luz se hizo. Estaba en el polígono industrial, por donde debería haber entrado en Alcalá, la carretera de las redondas, como llamaba a las rotondas mi amiga Gusiluz a la que, tranquilos, no me tiré. Esperad... ¿no me tiré a la Gusiluz? ¿Por qué no me la tiraría? ¿O si me la tiré? Joder, pues no lo sé. Buah, da igual, seguro que más de una paja pensando en ella sí que me he hecho. El caso es que me acordaba de que el polígono estaba sembrado de putas, eso era lo que recordaba, que la mayoría eran rumanas y la otra mayoría eran negras, porque había tantas que ninguna etnia era minoría; como las tres que aquella noche esperaban clientes en esa rotonda. Siempre he pensado que preguntando se llega a Roma, y a esas horas, casi las 23:30, ¿a quién iba a preguntar en una zona industrial?
Se aproximó una, alta, con una minifalda dorada que dejaba ver el tanga del mismo color, a juego con un sujetador que a duras penas contenía dos tetas grandes, con la firmeza de un flan, bamboleándose a un lado y a otro, viendo que, en cualquier momento, un traicionero pezón se le escapaba y le sacaba un ojo a quien se arrimase mucho. Su pelo largo, rizado, con el estilo salvaje de un león, me hizo darme cuenta de que, en las distancias cortas, mismamente un león tenía mejor cara
.
–Perdona, ¿sabes por dónde queda el Parque O'Donell? –le pregunté a través de la ventanilla abierta, por la que metió la cabeza para que no me perdiera detalle de su gesto de incomprensión, lo que hizo que, a los pocos segundos, volviera a intentarlo, viendo que la única intención de la muchacha era dejar su pelota leonada dentro de mi coche–. Te preguntaba si sabes cómo ir al Parque O'Donell –y, con esto, ya contestó.
–Folla, veinte; chupa, quince.
–¿Quince qué?
–Uros.
–¿Cómo? No sé qué dices –expresé confuso.
–Folla, veinte; chupa, quince.
–Ahhh –comprendí–. Follar son veinte euros y, chupar, quince. Vale, vale, ya entiendo, pero es que yo quiero ir al Parque O'Donell, ¿vale? ¿Sabes por dónde se va?
–Folla, quince; chupa, diez.
–Que no quiero follar, quiero ir al Parque O'Donell.
–Folla, diez; chupa, cinco.
Seguro que si hubiera insistido un poco, me la habría chupado gratis, y os aseguro que esto es cierto, pero es que las putas me echan un poco para atrás, porque vete tú a saber qué les habrán metido antes a las pobres chicas. Además, ya sabéis que, si algo sabía hacer, era conseguir sexo gratuito con cualquier otra chica que no tuviera el chocho dado de sí. Me despedí y decidí seguir y a ver dónde acababa. De repente, me vi delante de una rotonda que tenía al lado una gasolinera de Repsol. ¡Eureka!
Tomé la segunda salida, pasé por otra rotonda más pequeña y por delante del Parque O'Donell, di la vuelta en la siguiente circular y, unos minutos después, estacionaba mi Peugeot en línea y subido al bordillo. Que sí, lo sé, es difícil de creer, pero os juro que trabajaba en un taller.
–¿Juanma?
–Néstor, ¿por dónde andas? –me contestó al otro lado del teléfono que trasmitía la cantidad de ruido que había en el sitio en el que estaba.
–Estoy en el parque, ¿dónde estás tú?
–Estamos en –se cortó–... ¿Me oyes? Néstor, ¿me oyes?
–Sí, sí, te oigo.
–Estamos en la feria.
–¿Y cómo voy para allá?
–¿Te acuerdas de donde está El Vall? –quiso saber.
–Me acuerdo de El Vall, sí. ¡Hostia! ¿Estáis en la Ruina?.
–Tronco, esto es España: en la ruina estamos todos. No, la Ruina está en la Zona, el Vall es donde estaba el Lolita's.
–Ah, sí, el Lolita's, es verdad. Sí, ya sé, ya sé.
–Sí. ¿Entonces puedes venir? –me preguntó de nuevo.
–A ver, tío, he llegado al Parque O'Donell de milagro. No sé cómo ir allí. Y te oigo fatal.
–Pues... a ver... –parecía pensar–. Coge la Avenida Complutense y tira todo recto, todo recto, y cuando veas unas luces de feria, habrás llegado a la feria.
–Sí, claro, y si bebo cerveza, estaré bebiendo cerveza –ironicé.
–¡No te oigo! –me decía elevando la voz.
–¡Que sí, que ya voy! –grité yo también para que me oyera.
Según recordaba, la Avenida Complutense era la que pasaba por delante del parque, así que volví al coche, fui a la rotonda pequeña para dar otra vez la vuelta y me dirigí al encuentro con mi amigo todo recto, todo recto. E iba todo recto, todo recto, cuando me di cuenta de que, sin darme cuenta, me había salido de Alcalá. Pensé que la Avenida Complutense quizás no era la que pasaba por delante del parque.
–Juanma.
–Dime.
–Que me he salido de Alcalá.
–Joder, apenas te oigo. ¿Dices que estás salido en Alcalá o que te has salido de Alcalá?
–Que me he salido de Alcalá. He hecho lo que me has dicho, pero aquí no hay casas, ni hay calles ni hay nada más que una autopista y un centro comercial a la derecha.
–¿Estás en el Alcampo?
–Pues... no lo sé –le dije reclinándome sobre el asiento derecho para observar el centro comercial–. Veo un Media Markt... un Mc.Donald's... y no sé qué más, pero no hay ningún Alcampo.
–Néstor, soy Isra, amigo de Juanma –me comunicó una voz más grave–. La autopista debe ser la Nacional II, así que cógela y ve dirección Zaragoza hasta que veas algún desvío a Alcalá, que alguno tiene que haber.
La verdad es que no me pareció muy convincente, pero, sin muchas más opciones y el desconocimiento de mi cerebro, decidí hacerle caso y salir a la autovía, porque ya no es una autopista ni se llama N-II, ahora es la autovía A-2. Al cabo de un rato, vi un panel de información en el que ponía “Centro de Recursos Fitogenéticos de Alcalá de Henares”, por lo que supuse que sería un acceso al municipio. Vale, pues no. Me hallaba delante de las puertas cerradas de una finca, donde terminaba la calzada, y sin posibilidad de retorno porque era de sentido único.
–¡Juanma!
–¿Has llegado ya? –me preguntó.
–No, ¿qué voy a llegar? Estoy delante del Centro de Recursos Fitogenéticos de Alcalá de Henares – le dije mientras leía el cartel que había en la entrada de la propiedad.
–¿El centro de qué?
–Centro de Recursos Fitogenéticos de Alcalá de Henares. Es una finca que está cerrada y, obviamente, no puedo pasar; y no puedo ir hacia atrás porque esta carreterucha de mierda es de sentido único e iría al revés. Estoy atrapado, coño.
–Tronco, ¿dónde estás?
–¿Yo qué sé? Hay una incorporación a la autovía, pero hay unos conos que prohíben el paso.
–Pues... no sé... Intenta salir por ahí. Es que no tengo ni puta idea de dónde estás.
Era eso o un acto kamikaze. Quité los conos, pero, unos metros más adelante, los guardarraíles de la propia autovía me cortaban el avance, ya que debía ser una entrada de un trazado antiguo de esa misma pista. No me quedaba otra que dar la vuelta, y, despacio, lo más pegado a la derecha que pudiera, con las luces de emergencia puestas, dando ráfagas de luz larga, volver sobre mis pasos, o rodadas, y seguir dirección Zaragoza. Poco después, en los paneles de información se hicieron habituales las circunferencias rojas de fondo blanco sobre el que ponía R-2, siendo esta una autopista de peaje. Cuando llegase a una de las playas, alguien podría orientarme y explicarme como regresar. No tardé en desechar la idea cuando me percaté de que me había pasado el desvío sin querer, o bien, los paneles, por debajo de los cuales había estado pasando, me habían tomado el pelo.
Era la 1:30 de la madrugada y ya me había olvidado de ver a Juanma y de las fiestas de Alcalá de Henares. Empezaba a pensar que tendría que hacer noche en la capital maña, si es que perdiéndome no me perdía y acababa en cualquier punto indeterminado de vete tú a saber a dónde cojones me manda nadie, cuando llegué a una estación de servicio que contaba con gasolinera, tienda de souvenirs, o algo parecido; cafetería y restaurante. En la puerta de este había dos familias que debían estar viajando juntas y a uno de los dos hombretones me dirigí.
–Pues no te podemos decir, quillo, porque nosotros venimos de Córdoba –me respondió amablemente con la gracia de su acento–. Pregunta ahí dentro, que el camarero lo sabrá.
No sé qué debió entenderme el hombrecillo detrás de la barra para contestarme negando con la cabeza. Me dio la sensación de que me estaba negando la información, porque, normalmente, uno suele conocer la zona en la que trabaja y no creo que el tío viviera en su establecimiento, porque chino no era, y, de todas maneras, de ser así, también debería saber algo que decirme. Vamos, yo me conozco al dedillo el lugar donde curro y en el que vivo, aunque no me creáis viendo lo difícil que se me estaba convirtiendo la existencia, por llamar de alguna manera a ese periplo delirante.
Por fortuna, un hombre a mi derecha, transportista o algo por el estilo a juzgar por su indumentaria, y, por lo tanto, conocedor de las carreteras, me pudo dar una pista.
–Tienes que dar la vuelta, pero no sé a que altura. Luego, sigues dirección Madrid y pronto te saldrán carteles que te indiquen Alcalá de Henares, y, poco después, Mejorada del Campo.
Dirán lo que quieran, pero el horizonte cada vez lo tenía más cerca, y cuando ya se podía vislumbrar a lo lejos el final del mundo, distinguí un oasis: la marquesina iluminada de otra gasolinera, y de Repsol, pero al no ver ninguna rotonda cerca, perdí la esperanza de que, por arte de magia, fuera la de Alcalá, de la que Juanma me había hablado cuando me hizo el croquis mental. Bueno, el croquis no era mental, lo mental era el cacao que llevaba.
Me detuve a un lado del comercio y me acerqué a la caja nocturna, que, por dentro, es la caja más próxima a la cristalera y está protegida, como el resto del establecimiento, por una luna blindada. El cristal tiene un orificio para facilitar la comunicación entre el empleado y el cliente; una pequeña abertura con una bandejita de metal combada para entregar el dinero, la tarjeta de crédito o el recibo, y, en la parte baja, un cajón que pasa de un lado al otro del tabique para entregarte los productos que compres.
El turno lo estaba haciendo una chica de poco más o menos mi edad, con su cabello castaño recogido en un coleta, dejando contemplar los rasgos duros y angulosos de su rostro, que no por ello dejaba de ser hermoso; una cara en la que brillaban dos grandes ojos negros y contenía unos labios finos por los que se deslizaba una voz sensual. Era muy guapa.
–Hola, buenas. Mire, vengo de fuera –le dije para que no creyese que era tonto– y me he perdido, no tengo ni idea de dónde estoy.
–Estás en Azuqueca.
–¿De Henares? ¿Azuqueca de Henares? –pregunté perplejo–. ¿Eso no está en Guadalajara?
–Claro, estás en Guadalajara.
–Pero... ¿Cómo...? Jopé –seguía flipando–... Bueno, ¿sabrías indicarme como ir a Mejorada del Campo? –interpelé decidido a irme a casa y pasar de Alcalá y de mi amigo.
–¿Mejorada del Campo...? Pues –meditó unos segundos y sentenció–... Puedo indicarte como ir a Madrid.
–Me vale, pero, ya que estoy aquí, voy a aprovechar para echar gasolina; solo me faltaría quedarme tirado en mitad de la nada antes de llegar a Toledo.
–¿Toledo? Estoy segura de que Mejorada del Campo está en Madrid, eh.
–Ya, pero si yendo por la A-2 –pensé cómo decirlo–... Si yendo por la A-2 hacia el noreste he acabado en Guadalajata, si voy hacia el suroeste, seguro que acabo en Toledo –ella sonrió y advertí que su sonrisa era otro de los elementos que acentuaban la peculiar belleza de su rostro.
Coloqué el coche junto a uno de los cuatro surtidores que, uniéndolos, formarían un cuadrado, y, cuando cogí el boquerel de la manguera, la voz de la muchacha por megafonía me sobresaltó.
–¿Qué vas a echar?
–No lo sé, voy a llenar el depósito –contesté alzando la voz para que me oyera bien.
–Te dejo el surtidor abierto.
Tengo un colega que dice que soy incapaz de hablar con una mujer, incluyendo a las amigas de mi madre, que en vez de charlar, lo que yo hago es flirtear constantemente, y eso hice cuando fui a pagar.
–Y ¿qué tal llevas la noche? –me interesé extendiéndole mi tarjeta de crédito para pagar.
–Bien. Entre las 22:00 y la 1:00 hay más movimiento, pero a esta hora, si miras a la carretera, verás que apenas hay tráfico –me contó, receptiva, mientras marcaba en la pantalla táctil mi operación–. ¿Me puedes enseñar el carnet?
–Yo no podría currar de noche, y menos aún en fin de semana. ¿No preferirías estar de fiesta en vez de aquí?
–Por supuesto que sí.
–Si fuera por la mañana, vale que tampoco podrías salir, como a mí me pasa los viernes, porque trabajo en un taller y también abre sábados por la mañana, pero sí podrías salir a cenar con tu pareja la noche anterior –largué para averiguar si tenía novio o no, porque en ciertos jardines no me gusta meterme, por muy buena que esté la chica– volviendo temprano a casa, pero el turno de noche ni siquiera te permite eso.
–No todos los fines de semana estoy aquí, solo cuando me toca. Además, ahora mismo tampoco tengo a nadie que me invite a cenar.
Genial. Sabiendo que no tenía compromiso, había que pensar rápido y dar el siguiente paso.
–¿Tienes bocadillos? –le pregunté.
–Tengo baguettes con chorizo, salami, jamón serrano y york con queso.
–Pues van a ser dos... con dos botellas de Coca Cola de medio litro –pedí.
–¿De qué los quieres?
–Me da igual, de lo que más te guste a ti.
La seguí con la mirada al dirigirse a los frigoríficos del fondo, donde estaban las bebidas. Su uniforme consistía en un polo azul marino, con los hombros y la parte de arriba naranjas y el anagrama tricolor de la empresa, cuyo par de botones llevaba desabrochados; y unos pantalones multibolsillos de trabajo, con un culazo redondo y respingón incorporado. También me fijé, cuando volvía con las dos botellas, las cuales dejó sobre el mostrador; en que sus pechos eran de tamaño medio, una 90 calculé. Tenía un buen polvo y la estrategia estaba en marcha.
Tras pagar las bebidas y los bocadillos, que cogió de un refrigerador situado al final del mostrador, los depositó en el cajón y lo desplazó hacia afuera para que los retirara. Solo tomé una Coca Cola y un bocadillo; luego empujé el cajón hacia dentro otra vez con la rodilla diciéndole:
–Esto es para ti.
–¿Para mí? –se extrañó.
–Sé que no te lo he pedido primero, pero te estoy invitando a cenar... sí me lo permites –abrí la botella para dar un trago.
–Cené antes de venir –me aclaró, pero lo hizo con una sonrisa, demostrando que el gesto le había molado.
–¿A qué hora fue eso?
–Sobre las 21:00.
–Yo también cené a las 21:00, pero ¿a estas horas no tienes un poco de gusa?
–La verdad es que sí, porque hoy no he podido tomarme mi media hora del tentempié.
Nos pusimos a comer, con un cristal entre los dos. Yo dejaba la botella de Coca Cola en el suelo y, cada vez que quería beber, tenía que dejar el bocadillo en un pequeño poyato, como un saliente bajo la ranura por la que se pasaba el dinero, y corría el riesgo de acabar a la altura de mis zapatillas, como pude comprobar cuando, las dos partes del pan junto con el chorizo, saltaron al vacío.
–Pues nada, dame otro –me trajo otro igual–. ¿Cuánto es?
–No, deja, este te lo pago yo –y, aunque eso ya no sería invitarla a cenar, todo lo contrario, pues era ella quien me invitaba a mí, no sirvió de nada que insistiera en que cogiera el billete que le ofrecía–. Se te va a caer otra vez, deberías comértelo en otro sitio.
–¿Ahí dentro, por ejemplo? –sugerí haciendo referencia al interior del local.
–No puedo dejarte entrar, lo mismo me quieres robar –me dijo simpática.
–Prometo que no te atracaré. Además, no voy armado –intenté convencerla palpándome a mí mismo para garantizar que no llevaba ningún objeto con el que pudiera intimidarla debajo de mi escasa ropa, que consistía en un pantalón corto, tipo bermudas, con finas líneas azules y verdes que, al cruzarse sobre la tela blanca, formaban cuadros; y una camiseta roja con una media luna y una estrella, simulando la bandera de Turquía, que un amigo me trajo de Estambul. Luego, con los brazos en cruz, giré sobre mis talones.
Se me quedó mirando, con semblante serio, hasta que fue a la puerta y me abrió para entrar. Eso no era un paso, eso era un salto, como el de la humanidad cuando Armstrong pisó la luna... o eso dicen.
–Por cierto, me llamo Néstor –ofreciéndole la mano.
–Yo Luna, encantada –estrechándola y dándome dos besos después.
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Luna, se llamaba Luna, pero ella no reflejaba la luz del sol; su luz era propia.
–Bonito y curioso.
–Yo lo odio –comentó sonriendo y arrugando la nariz–. Suena a cuento de hadas.
–Bueno, no creo que sea inapropiado, teniendo en cuenta que eres tan bonita como una princesa – quizás un poco empalagoso para acabar de conocerla, pero ¡toma piropazo!; la hice ruborizarse.
–Eso se lo dirás a todas.
–La verdad es que sí, a todas las que se llaman Luna.
Seguimos comiendo, pero esta vez solo nos separaba un mostrador y, entre otras cosas, le conté cómo había llegado realmente a su gasolinera, en la que ella llevaba cuatro meses currando, según me contó. Teniéndola delante, me fijé en detalles en los que, en un principio, no había reparado, como sus complementos, que dicen más de lo que pudiera parecer acerca de una persona. Sus pendientes eran dos setitas, de sombrero rosa y pie blanco; un cordón al cuello con el símbolo de la paz, y, en una muñeca, un sencillo reloj de plástico, y, en la otra, varias pulseritas de hilo. En ese aspecto éramos bastante parecidos, pues yo también llevaba pulseras, pero de cuero; y también llevaba un colgante, aunque el mío era una flecha mellada. La verdad es que estaba muy a gusto disfrutando de su afable compañía, de su extroversión y de su desenfado.
Cuando me terminé mi bocata y a ella solo le quedaban un par de bocados, le pregunté porque se había fiado de mí y me había dejado entrar.
–Tengo una especie de sexto sentido... –empezó a explicarme.
–¿En ocasiones ves muertos? –ironicé.
–No, en ocasiones veo payasos, como el que estoy viendo ahora mismo –muy aguda, me dejó por los suelos–. No es exactamente eso –continuó–, pero puedo intuir fácilmente de qué palo va una persona, cómo es, y tú no me pareces peligroso. Una persona que se pierde de Mejorada del Campo a Alcalá de Henares, no puede serlo –y comenzó a partirse el culo de risa.
–Muy graciosa –dije con fingido enfado, pues había sido una simple broma, sin malicia y de buen rollo–. Pero ¿no te da miedo quedarte aquí sola, alejada de toda civilización? ¿Y si se te planta un cabrón ahí delante con un revólver?
–El cristal es blindado –aseveró estirando el brazo y dando dos golpecitos en la luna con los nudillos–. Además, solemos estar dos personas, pero, poco antes de las 22:00, ha llamado mi compañero, el que ha estado conmigo las dos últimas noches, para decir que estaba de camino al hospital porque creía que le había dado un cólico o algo así. El encargado es bastante majo y se ha quedado conmigo hasta poco antes de la 1:00, cuando la afluencia de vehículos ya era menor que a primera hora, porque le he dicho que no llamara a nadie, que me sentía perfectamente capacitada para quedarme sola una noche, al menos. Es que imagínate qué putada para a quien llamase; no solo porque a nadie le mola trabajar de noche, sino porque, encima, es sábado. Le jodería el fin de semana a un compañero.
–O sea, que hoy sería el día perfecto para asaltar la gasolinera –pronuncié sílaba tras sílaba, cada vez más despacio, para darle un poco de suspense y hacer la gracia, pero creo que se asustó cuando vi que fruncía el ceño y se torcía su gesto, por lo que me apresuré a aclarar que solo era una broma que no pensé que fuera inadecuada, dado el ambiente distendido que habíamos propiciado–. Tranquila, Luna, tan solo era una broma. Siento que no la hayas pillado.
–Estamos permanentemente controlados por una empresa de seguridad. ¿Para qué te crees que son esas cámaras? –trazó, con el dedo índice levantado, un círculo en el aire, y yo alcé la cabeza para inspeccionar el techo, en el que conté seis cámaras que cubrían cada centímetro del establecimiento–. En un abrir y cerrar de ojos, se presentaría aquí una patrulla de la empresa de seguridad y la policía. Es una broma un poco arriesgada; ahora no sé si puedo confiar en ti.
–Si te fuera a atracar, ¿no crees que ya lo habría hecho? Llevo aquí ya más de media hora y sabes que no voy armado –insistí ciñéndome la camiseta al tronco para ver que no ocultaba nada debajo de ella.
–Quítatela –me pidió.
–¿Cómo?
–Tengo que velar por mi seguridad. Quítate la camiseta, quiero estar convencida de que no llevas nada. Y el pantalón también –añadió serena.
–Pero, si pueden vernos –intenté disuadirla–, te van a despedir.
–Odio este trabajo. ¿Sabes por qué estoy aquí? –hizo una pausa hasta que vio la interrogación en mi cara– Por mi padre. Yo no quiero esto, a mí me gustan los escenarios.
A continuación, me contó que vivía por y para la música. De pequeña, dio lecciones de piano y, actualmente, se ganaba un dinero como pianista y corista de cámara para otros artistas. Además, cantaba en una de esas orquestas que van de pueblo en pueblo tocando en las fiestas patronales, habiéndose recorrido así toda España. Con algunos de los músicos de esa orquesta, tenía un grupo de rock con canciones propias y habían teloneado a grandes bandas nacionales en sitios como La Riviera o el Vicente Calderón, aunque también tocaban música más clásica y adecuada en bodas y otros eventos para ganarse la vida hasta que consiguiesen un contrato discográfico. Picando de aquí y de allá, todos los meses pagaba las facturas desde que encontró compañera de piso y se emancipó.
Esa es la vida que le gustaba y no le importaba perder el trabajo, un trabajo que, encima, no soportaba y solo cumplía con él por su padre, que estaba empeñado en que esa no era forma de vida y le consiguió el curro para tener un sueldo fijo a fin de mes, por lo que se dijo a sí misma, y me dijo a mí, que, ya que se le había presentado la oportunidad esa noche de hacer algo osado y atrevido, era un buen momento para dejar la empresa.
–Ya estoy despedida por haberte dejado entrar.
–No me importa desnudarme para ti, pero si me despeloto aquí en medio, me van a ver por las cámaras.
–Entonces no puedes defraudar a tu público. ¡Venga, que empiece el espectáculo! –gritó dando palmas y vitoreándome– ¿Necesitas música? –y se puso a cantar con una voz que le auguraba un futuro prometedor como vocalista, y yo atestiguo que también como sex symbol– “It's early morning | the sun comes out | last night was shaking...”
–¿The Scorpions?
–¿No te gusta?
–Para quitarme la ropa me vale hasta “Los pajaritos”.
Comenzó de nuevo la canción, acompañando sus palabras, graves y nasales, golpeando el mostrador con las manos para llevar la percusión y, a modo de metrónomo, no perder el compás. Yo, sin ser un gran bailarín, puedo afirmar que no se me da mal mover el esqueleto, nada ostentoso ni flipado, como los de “Fama Non Stop”, o como se llame ese ridículo reality de la televisión española; pero me defiendo, y, muchas veces, puede ser una baza importante de la seducción, aunque no lo pensaba utilizar con Luna. Solo comencé a seguir el ritmo que me imponía para desvestirme con gracia, lo cual no me llevó mucho tiempo, porque solo era una camiseta y unas bermudas... o eso creía yo. Una vez hecho, me señaló a los gayumbos, tan blancos como sosos, que menos mal que, por lo menos la marca, era de color rojo en la parte superior; y con un par de simples movimientos de su dedo índice, como dando dos toques al botón izquierdo de un ratón, me mandó bajármelos. “De eso nada”, me negué.
En ese momento, me di cuenta de que yo, que siempre me había considerado un don juan, un ligón avezado en las técnicas más legítimas de la seducción y la persuasión, capaz de manejar a cualquier chica por donde se me antojase; hacía rato que había perdido las riendas de la situación y era ella quien me estaba llevando a su terreno, quien controlaba todo lo que estaba pasando. Luna era mi kryptonita y me tenía a su voluntad, pero me gustaba que fuera lanzada y decidida, que no titubease, que me utilizase y me sometiera a sus caprichos. Me pidió que pasara a su lado del mostrador, argumentando que, si no quería deshacerme del bóxer, se veía obligada a cachearme.
Me pidió que apoyase las manos en el mostrador y separara las piernas. Desde detrás, inició la inspección de mi anatomía en los tobillos, y fue, palmada a palmada, subiendo por mis piernas hasta las ingles, y de ahí trepó, por los costados, hasta mi pecho amplio y trabajado, donde aguardó para volver hacia abajo, pero, esta vez, montada en una larga caricia por mi tronco, pasando por los abdominales, notables al tacto, hasta llegar a la goma del bóxer.
–Aquí hay algo duro y, jopé... muy grueso –me acriminó agarrando mi pene a través del tejido de mi única prenda, sin contar calcetines y zapatillas.
No esperó invitación, ella mandaba, y, acuclillada, quiso constatar si aquello que había llevado oculto durante toda la noche, podía ser utilizado como objeto contundente, tomando contacto directo con el elemento sospechoso. Cuando metió la mano, el elástico se vio obligado a ceder hacia abajo, y los dedos de Luna pudieron recorrer la longitud rígida, y, manoseándolo, verificar la consistencia sólida de aquello que podía considerarse una amenaza para su integridad física, e hizo bien, porque estaba deseando clavárselo.
–Tengo que comprobar la naturaleza y características de este objeto. Date la vuelta.
Me excitó ver como su lengua hidrataba sus labios mientras, con tranquilidad y lentitud, bajaba mi bóxer hasta las rodillas. Empuñó mi verga y la observó con gesto serio y atención, con el ceño levemente fruncido, como si la estuviera examinando minuciosamente con la mirada. Retrajo suavemente el prepucio, dejando al descubierto el glande, llevándolo de nuevo para adelante y otra vez para atrás, asiendo con firmeza el tallo.
–Tiene una pieza móvil. Esto –hizo referencia a mis testículos, que, sin cesar el movimiento de ida y venida sobre mi aparato, la mano inactiva sopesó y apretó delicadamente– parece ser el estuche de la munición. Por lo visto, no puedo hacer que te deshagas de ello, por lo que tendré que descargarla.
Empezó lo que era una paja con todas las letras, alegremente, con las pelotas sobre su otra mano, apretando y aflojando la fuerza con que me las estrujaba. Su seriedad, en ese momento, imponía, me sentía empequeñecer mientras las sensaciones de placer comenzaban a despertar, filtrando por mis pupilas una mirada intensa, cargada de deseo, de la misma oscuridad espesa de la noche. Quería ser engullido por esa negrura, devorado tras las cortinas que echaban sus párpados en cada pestañeo, pero fue su boca la que se abrió, todo lo que dio de sí, para embucharse de carne viva y palpitante. Por primera vez, me sentía dominado, como un corderito aceptando su destino, pero no me importaba, su garganta tragaba igual que solfeaba.
Sentí un ridículo pudoroso ante las vigilantes de ojo de cristal e intenté taparme la cara con las manos, pero, sintiendo como mi polla se deslizaba entre esos labios prensiles, me dije a mí mismo: “Sí mañana voy a volver para pedir una copia del vídeo de seguridad”, porque, lo que estaba pasando allí, era para tenerlo en cinta y verlo todos los años en las reuniones familiares.
Aumentó la velocidad, que fue acelerando mientras Luna emitía soniditos guturales, y, poco después, la rebajó de nuevo, llenó sus pulmones de aire, y, al llevar sus manos a su bragueta, nuestros cuerpos quedaron unidos, únicamente, por sus labios y mi capullo, aprisionado entre ellos y sobre cuyo orificio noté que su lengua pulsaba y presionaba.
De pronto, con mi verga todavía alojada en su boca, empezó a reírse. Me quedé desconcertado, os aseguro que solo una vez en mi vida había estado más confundido: unas horas antes dando vueltas por Alcalá de Henares. ¿De qué coño se reía?
–No puedo –gimoteó levantándose y forcejeando con el botón de su pantalón–...
–A ver, déjame –le presté mi ayuda contagiado por su risa–. Hostia, se ha roto –al ver saltar el botón por ahí.
–No importa –dijo bajándose la cremallera y metiendo una mano, llevando la otra a mi cimbreante falo y reanudando de nuevo la masturbación que su apetito había interrumpido–. ¿Quieres que te la siga mamando? –me preguntó una vez pudo controlar sus carcajadas mientras se frotaba por debajo de unas braguitas con un estampado de apariencia indefinida, algo parecido a rayitas de colores sin orden ni concierto.
–Bueno, la invitación para cenar sigue en pie –contesté.
Estrujó sus pechos contra el mío para besarme, primero en la boca, profundamente, intercambiando saliva; y después por el cuello, aprovechando para darme un mordisquito en la nuez cubierta por los pelillos recortados de mi barbita. A medida que se bajaba los pantalones hasta debajo de las rodillas, para, a posteriori, poder maniobrar por dentro, su lascivo músculo húmedo, zigzagueante, partió de camino a mis genitales dejando un húmedo rastro por mi torso hasta llegar al jaral de mi pubis, en el que cogió carrerilla y su punta fue derecha a mi bálano, el que besó y rodeó, para bajar a mis huevos. Primero probó uno, a continuación el otro, y, después de entretenerse un poco con ambos, demostrando que los dos le cabían en la boca, a mi pesar, pues me incomodaba un poco por esas partes tan sensibles; se dirigió de nuevo a mi glande para seguir sacándole brillo a mi polla, lo cual conseguía su saliva cuando su cabeza se retiraba hacia atrás y dejaba al descubierto los últimos centímetros que había deglutido, que se mostraban relucientes y brillantes bajo la luz de los tubos fluorescentes, al igual que sus sensuales labios.
Yo mantenía los antebrazos apoyados en el mostrador, detrás de mí, y a Luna postrada a mis pies, con una mano hurgando en su conejo y la otra acariciando mis piernas, mis abdominales o mi trasero, según se le antojaba. De vez en cuando le acariciaba el pelo, consiguiendo que mirase hacia arriba y me volviera a adentrar en la resplandeciente oscuridad de sus ojazos grandes. Otras veces, simplemente, me preocupaba de disfrutar, de escuchar mis propios jadeos y relajarme cerrando los párpados y dejando caer mi cabeza hacia atrás, regocijándome en la suavidad de la mamada de la chica con nombre de criatura nocturna. Concretamente fue en una de estas, cuando, tras expeler un largo suspiro, abrí los ojos en el preciso momento en el que un turismo entraba en la gasolinera y se paraba al lado de un surtidor.
“Hostia, un coche”. Luna estiró el cuello para mirar por la cristalera y el hechizo se rompió en pedazos de golpe. El hombre, de poca más edad que yo, lo que haría pensar que su reacción al sospechar lo que pasaba sería distinta a la de alguien mayor
, (aunque ya nos daba igual, pues todas las cámaras del establecimiento estarían enfocando al mismo punto),
tardó unos segundos en bajar del coche, lo que tardó Luna en empujarme y hacerme andar hasta al ventanilla. ¿Pretendía que atendiese yo al cliente?
Él se encaminó a la caja nocturna. Al otro lado, estaba yo desnudo y tenía a mi feladora sentada y con la espalda apoyada contra la pared que soportaba la vidriera e impedía que, desde el exterior, alguien pudiera verme por debajo de la cintura; todavía comiéndome la polla y haciéndome estremecer de gusto, aunque me causaba un poquillo de dolor en la base, ya que su boca quedaba por debajo de la línea de erección y tenía que guiarla con sus dedos. Pero ello no era lo único por lo que mi nerviosismo se revolvió, también por la posibilidad de que el cliente me pidiera algo de la tienda y tuviera que ir por ello con el bóxer en los tobillos y porque no tenía ni puta idea de cómo funcionaba la pantalla táctil del ordenador de caja; yo ahí solo veía cuadraditos de colores.
–Buenas noches –me saludó el individuo con gesto de extrañeza al ver que quien le atendía no llevaba camiseta.
–Bu... buenas noches. Qué... oh... Qué calor hacer, ¿eh? –la risa de Luna ante mi patético comentario para tratar de justificar la desnudez de mi torso, vibró en mi miembro y su sonido viajó por mi espina dorsal hasta percutir en mis tímpanos.
–No sé cuánto echaré, voy a llenar el depósito, así que –sacando su cartera del bolsillo de detrás de su pantalón– te dejo la tarjeta –pasándomela por la ranura–. Gasoil, por favor.
–¿Qué hago, ahhh? –le pregunté a la gasolinera mamadora, sin levantar demasiado la voz, cuando el cliente se alejaba.
–Dale al botón rojo que pone “gasoil” –contestó como si para mí fuera obvio vaciando su cavidad bucal y sacudiendo mi rabo con fuerza y rapidez–. ¿Mira hacia aquí?
–¿Có... cómo? Oh, dios, Luna lunera.
–Que si el tipo está mirando hacia aquí.
–No, está mirando a la carretera.
–Vale, agáchate y no te muevas de ahí –dispuso ella levantándose, recomponiéndose la coleta lo mejor que pudo y adoptando otra vez forma de dependienta.
Me quité los gayumbos, solo serían un obstáculo en caso de huida. Agazapado detrás de ella para que el tío que estaba repostando no me viera, tenía a escasos centímetros su trasero. Era precioso, con unas nalgas amplias, elevadas y firmes, de buena consistencia, y con un aspecto suave y liso, sin imperfecciones, igual que su rostro. Me daba un morbazo terrible que una parte de sus braguitas, el elástico de su pierna izquierda, se le hubiera metido por el culo debido a los tocamientos y caricias que le había dedicado a su conejo mientras me la chupaba. Desplacé el otro lado de su prenda íntima convirtiéndola en un tanga. Me di cuenta de que las rayitas multicolor del estampado, formaban corazones; muy fashion.
–¿Qué haces? –protestó, pero hice oídos sordos y comencé a dar besos a sus mollas sólidas–. Estate quieto –volvió a protestar, pero yo ignoraba los manotazos que daba hacia atrás para librarse de mi impertinencia, y volvió a quejarse cuando, de un tirón, bajé sus bragas a la altura del pantalón, por las rodillas–. Joder, Néstor, estate quieto, que viene este tío para acá –pero me iba a vengar del apuro que ella me hizo pasar delante de la misma persona, aunque rogase, porque, pasando el brazo entre sus muslos por detrás, acababa de plantar mi mano en su vulva, cubriendo con ella todo su coño.
Mis dedos ciegos, ávidos de flujo, explorando a tientas ese terreno accidentado en el que resaltaba, en medio de la palma de mi mano, su monte de Venus abultado, de una carnosidad blanda y dúctil; en el que destacaba entre su humedecida maraña de pelo la suavidad de sus untuosos labios menores, que precedían la entrada de una hendidura en que se encajaba mi dedo corazón; encontraron y palparon la protuberancia de su clítoris inflamado. Eso era un coño jugoso, cuya espesura algaida, no muy densa pero significativa, me sorprendió.
–Vaya, parece que hace tiempo que no talas la selva –comenté para saber si se solía depilar el pubis, porque, aunque el vello no me molesta en exceso, pues creo que, como todo, tiene su morbillo, un chochito peloncete, sin nada que esconda la longitud de su rajita ni el color de sus labios, es más bonito y me pone más caliente que el palo de un churrero.
–Soy ecologista. Nohhh... –noh sabré nunca qué iba a decirme, porque, apenas pronunció la primera sílaba, su vagina fue asaltada por dos de mis dedos en respuesta a su sarcasmo, lo que la hizo pegar un brinco y un grito.
Localizado el clítoris, comencé a frotarlo con dos dedos, sin haber dejado ni un momento de aprovechar la oportunidad de halagar con besos semejantes nalgas de forma esférica cuasi perfecta y que conviven en armonía con sus caderas, intentando que su sonido fuera explosivo para que los pudiera oír el cliente, que en ese momento se situaba justo delante de ella para concluir la operación. Mientras, con la otra mano le acariciaba la cara exterior de su suave y, este sí, depilado muslo.
–Son 68 eu... euros con 82. Le co... cobro con la trajeta, ¿ver... hum... verdad? –dijo Luna a duras penas.
–¿Se encuentra usted bien, señorita? –se preocupó el muchacho, a lo que ella asintió con la cabeza –Sí, cóbreme con la tarjeta, por favor.
Tuvo que moverse un poco para marcar el importe en el ordenador, o lo que fuera que hiciese, y para utilizar el terminal de las tarjetas de crédito para efectuar el cobro. Yo escuchaba la conversación entre el cliente, que no podía ver lo que pasaba por debajo de la cintura de la empleada ni como movía las piernas; y Luna, que no podía ver como me regocijaba y me reía por dentro.
–Por favor –pasándole el recibo que tenía que rubricar junto con un bolígrafo– firme ahhh... aquí.
–Señorita, ¿de verdad se encuentra usted bien?
–Sí, si, estoy... estoy bien. Gracias y buen... buen viaje –intentaba despedirle, visiblemente aquejada de un cercano orgasmo.
–Pero parece usted sofocada –insistía el hombre mientras yo seguía haciendo circunferencias con los dedos en torno a su hinchado clítoris.
–Sí, yahhh... ya puede irse. Váyase.
–¿De verás?
–Sí, váyase tranquilo –trataba ella de convencerle de que no le pasaba nada más que la necesidad de intimidad, algo que puede ser contradictorio bajo la atenta mirada de seis cámaras de seguridad.
–Si quiere, puedo...
–¡Que te vayas de una puta vez, joder! –rugió Luna mientras cerraba sus piernas con fuerza, aprisionando mi muñeca, lo que no impedía que yo terminase de fabricar su orgasmo, que
la
dejó sin aliento y jadeante, con las manos apoyadas en un reborde de la ventanilla de la caja nocturna, con la cabeza agachada y los ojos cerrados, recuperándose a medida que rebajaba la tensión de sus piernas y yo podía sacar la mano de entre ellas.
Me quedé arrodillado a su espalda. Sin moverse, abrió los párpados, y, dada su postura, con la cabeza gacha, pudo observar
cómo
chupaba los dedos que habían batallado en su sexo y habían regresado victoriosos con el botín de su sabor.
–Eres gilipollas. ¿Sabes el mal rato que me has hecho pasar? –me recriminó con calma, todavía tratando de sosegar su ritmo cardíaco.
–Sí, claro, pero ¿el orgasmo?
–¿El orgasmo? –hizo una pausa, con una seriedad que pronto permutó por una sonrisa–. El orgasmo ha sido brutal.
–¿Se ha ido ya?
–Sí –respondió levantando la vista a la desierta calzada de la estación de servicio.
Poco después, sin variar su postura lo más mínimo, me dijo: “¿Esperas que te lo suplique o es que no quieres metérmela?” De perdidos, al río
. E
lla ya estaba despedida y a mí ¿qué iban a hacerme? ¿prohibirme volver a esa gasolinera para no follarme a más empleada? Me tenía en sus manos y yo obedecía como un perrillo leal a su dueña.
Cogí una de esas cajitas de tres condones que había en el aparador detrás del mostrador, junto a las pelis porno y los mecheros con escudos de equipos de fútbol. Di un trago de Coca Cola antes de desenfundar una goma y, para coger más vigor, golpear varias veces sus glúteos con el rabo, lo que hizo que ella empinara aún más su trasero y lo sacase hacia afuera, y pasarlo a lo largo de la regata, dejando un leve rastro del líquido preseminal que rezumaba mi glande.
Ambos preparados para la penetración, guié la punta a la zona oscura, que, llamando de esta forma al sexo femenino, pareciese que estuviera haciendo referencia a una parte diabólica y malévola, y, efectivamente, así es: siempre he dicho que el agujero negro más poderoso y peligroso que existe en el universo, es un coño. Sin embargo, temerario de mí, eso no me importó y, dada su copiosa lubricación, mi nabo entró en su vagina cálida como un cuchillo en la mantequilla.
La cantidad de flujo que manaba permitió un bombeo enérgico y constante desde un principio. Alguna que otra vez, el mismo ímpetu que convirtió sus gritos en todo un himno para mí, hacia que se me saliese la verga de su interior, pero rápidamente la volvía a colocar para entrar, porque ese hueco de su pelvis parecía hecho a medida para mi polla. Lo digo de esta manera para no sonar cursi, porque lo cierto es que ese no era un polvo cualquiera, pero no lo digo por lo poco habitual que era el escenario, sino porque, entre nuestros cuerpos, nació algo, y no me refiero a musgo.
El ardor del arrebato con que la taladraba y la fuerza de mis envites, la hicieron cambiar el reborde de la ventanilla, como punto de apoyo de sus manos, por el propio cristal de la misma. Las mías también migraron y abandonaron el perfecto asidero que proporcionaban sus caderas. Metí una bajo el polo, por la espalda, y solté los corchetes del sujetador blanco, para, después, poderme mover libremente por sus pechos compactos y erguidos, en cuyos pezones endurecidos, decorados con dos bolitas metálicas a ambos lados de los mismos, también encontré la excitación que la embargaba y que anegaba de un fluido denso la cavidad en la que mi polla no dejaba de recalar infatigable.
Llenaba mis manos con esas masas tiernas y maleables, las apretaba deformando su redondez y me recreaba gozando de esas puntas inflamadas, en esos punzantes coágulos redondos de morbo y sensibilidad. Notaba quejidos e irregularidades en la repetición rítmica de sus gemidos y sus grititos, cada vez que pellizcaba uno o retorcía otro con cierta saña, a lo cual, ella respondía con un alarido más fuerte. Me inclinada hacia delante y le daba besos en la espalda, se la acariciaba suavemente con la yemas de los dedos, lo que contrastaba con las violentas sacudidas con las que, a todo esto, seguía propinándole a su perfecto culo con mi vientre, por los movimientos de las penetraciones que, una y otra vez, rasgaban el arpa de sus cuerdas vocales para que la serenata de gemidos no cesara en ningún momento.
El polo de la empresa, arrugado y levantado hasta su cogote, me permitía ver el tatuaje que tenía en su omóplato derecho, de un corazón atravesado por el centro por el tallo espinado de una rosa roja. Por su parte, la vidriera me permitía observar su congestionado rostro, de carrillos encendidos, reflejado en el cristal, con los ojos fuertemente cerrados, el ceño fruncido y la mandíbula desencajada, componiendo así, una morbosa mueca de placer y abducción.
Mis embestidas contra su coño eran cada vez más rápidas y más violentas. Luna empezaba a buscar otros sitios donde apoyar sus manos, ya que, sus codos, cada vez parecían aguantar menos y se doblaban ante cada envite de mis caderas. Veía que, de un momento a otro, iba a terminar estampando sus morros contra la cristalera, así que opté por cambiar de postura y darle la oportunidad de un pequeño paréntesis, pero sin permitir que su excitación bajase.
La puse frente a mí, dejé que sus ojos me volvieran a devorar, le aparté unos mechones de pelo, que habían escapado de su coleta, llevándolos detrás de su oreja, y la besé con una pasión enfurecida y un enardecimiento ensalzado. Nuestras lenguas eran como dos peces restregándose, mojados y escurridizos. Esta vez, dediqué un tiempo en presentarme formalmente a sus pezones, en los que pude ver las dos brillantes bolitas plateadas que, a cada lado, los embellecían. Ahí estaban ambos montículos, rosados, de una redondez perfecta, clamando al cielo por el abandono y el descuido a los que yo, pecador por ello, los había confinado, a merced de una olvidada soledad. Los compensé e indemnicé con lametones cincundantes de mi lengua, succiones hambrientas de mis labios y mordiscos delicados de mis dientes, hasta que quedaron satisfechos... y tiesos.
También presté unos minutos a su culo, a todo lo que mis manos quisieron magrear, incluido su pequeño ano, y hundí mis diez dedos en sus nalgas pulposas y sólidas, cinco para cada una, igual que los cinco que rodeaban mi polla y la masajeaban tranquilamente.
Luna se intentó desvestir los pantalones, pero los bordes de las perneras no podían salvar sus grandes botas de trabajo. Me acuclillé para ayudarle a desatarse los cordones y descalzarle un pie, mientras mi polla dura, buscando refugio en alguna cavidad, se clavaba en mi ombligo. “Por ahí no, golfilla”, pensé guasón. A esa altura, aproveché para tirar, delicadamente con los dientes, del arito de plata de su ombligo.
Incorporada, una vez desembarazada de botas, pantalón y braguitas, mientras mi boca continuaba ávida de su saliva, levantó una pierna a mí cadera y buscó mi polla para afianzarla a las puertas de su mucilaginosa almeja.
–Sentirme observada me dispara la libido –musitó.
–Me alegro, porque no pienso parar de follarte aunque venga el rey a echar gasolina.
La dejó a punto para que yo solo tuviera que empujar... y empujé. Mi verga entró hasta el fondo en su acogedora vagina tan suavemente como una espada en su vaina, ante lo que ella ronroneó como si fuera la introducción de una nueva sonata de lujuria, que ponía la más adecuada banda sonora en medio de esa vorágine de sexo inapropiado, solo por el lugar en que se desarrollaba de manera tan lasciva y atrevida, tanto que parecía un relato porno. Era consciente de que aquello iba a ser difícil de creer cuando se lo contase a alguien, aunque soy un caballero y no alardeo de mis conquista
s
en público; se las cuento a todo el mundo en privado.
Se colgó de mi cuello, igual que la flecha mellada; circunvaló mis caderas con las piernas cual enredadera y, clavada como estaba en mi verga, comenzó a moverse mientras yo la sostenía por las corvas. Meneaba su trasero hacía atrás y hacia delante, haciendo que mi polla entrada en ella, y se agitaba sin prisa pero sin pausa, siendo su acción, más bien, un cabalgada al trote. Los brazos empezaban a mostrar flaqueza y los llevé a un lugar más amplio del que sujetar a la
jineta:
sus acolchadas nalgas maravillosas. Otra vez entre mis manos, los apreté con fuerza y los arañé, registrando su firmeza en mis dedos. Yo le lamía el cuello y ella me revolvía el pelo, me acariciaba la cara, me tocaba el pecho y me pellizcaba con ternura los pezones.
En esto estamos cuando veo entrar un coche en la gasolinera. Luna, abducida por la lujuria y la excitación que la hace botar cada vez con más énfasis, no se enteró o no se quiso dar cuenta. Aquella experiencia estaba siendo tan surrealista que, un poco más de dislate absurdo, no se iba a notar, así que no me detuve, es más, fui yo quien también empezó a mover la pelvis incrementando el fervor sexual y los que ya eran gritos guturales de la muchacha.
Salió del coche un niñato bakala de reciente mayoría de edad y, al levantar la vista, se quedó paralizado ante lo que sus ojos veían. En mitad del traqueteo, el polo se le había bajado a la amazona cuyo galope creería alucinar el chaval, pero el culo, posiblemente, sí se lo viera. Todavía tardó unos segundos más en regresar dentro del vehículo y salir escopetado de allí.
La llevé contra la vidriera, gimió un improperio al dañarse en la espalda con el saliente de metal que había bajo la ranura de la ventanilla, la acomodé dejando a la izquierda dicho reborde, y, acochinada contra la cristalera para no caerse de lo alto de mi cipote, mis caderas se propulsaron imprimiendo un ritmo frenético y demencial al bombeo que estaba sometiendo a Luna, que escarceaba y abrió sus brazos en aspa ramificándose por el vidrio mientras vociferaba que se corría. De esta manera, mientras mi mano derecha seguía engarfiada a su trasero, la otra pudo volver a su pecho. Pincé con los dedos uno de sus pezones sonrosados. Quizás fueron las contracciones de su vagina, quizás fuera que mucho más no podía retener mi orgasmo, pero lo cierto es que casi se le arranco la areola entera cuando, sacudiéndome como un muñeco descabezado por la fuerza de un huracán, empecé a llenar el preservativo de blanco esperma que, poco después, antes de detener toda acometida, se extendería por el interior embadurnando toda mi polla.
Casi sin fuerzas, la deposité en el suelo y yo me derrumbé, quedando sentado y apoyado en los codos hacia atrás, intentando recuperar el alma con cada bocanada de aire que entraba por mi boca. Estaba extenuado, el esfuerzo físico había sido brutal. Mi chica, sentada también y apoyada en el tabique que nos separaba del resto del mundo, sonreía satisfecha con los ojos cerrados y la respiración alterada. Me había demostrado las cualidades de su garganta para acompañar a la voz el sonido distorsionado de una Fender o una Les Paul.
Todavía no eran las 5:00 de la madrugada, a Luna le faltaba algo más de un hora para terminar su turno y, quizás también, su empleo. Llevándose las manos a la espalda, abrochó de nuevo su sujetador y se colocó bien las copas abarcando sus pechos. Luego, se subió su ropa inferior, metiendo el polo por dentro del pantalón, y su coleta, toda desmadejada y poco presentable, la recompuso en un momento, cosa que yo nunca fui capaz de hacer en los tres años que llevé el pelo largo. Estuvimos charlando poco menos de media hora, hasta que vinieron dos coches casi al mismo tiempo, aunque el primero tardó más en irse porque pidió dos sandwiches y un bote de Red Bull.
–¿Sabias que el Red Bull está prohibido en Francia? –le comenté–. Por lo visto lleva una enzima cancerígena, pero es una bebida para deportistas que la queman haciendo ejercicio. El problema es que casi nadie que la toma aquí, hace deporte después.
–Pero te da alas –me contestó haciendo gala de su sentido del humor.
–Hablando de alas... hala, me voy ya. ¿Me dices que tengo que hacer para volver a Madrid? –le pregunté poniéndome en pie.
–A unos cien metros está la siguiente salida; verás que tiene un panel en el que pone Alovera, que es el pueblecito de aquí al lado. Ve con cuidado porque está muy mal iluminada y te le puedes pasar sin darte cuenta. Subes una cuesta y hay un puente donde puedes hacer un cambio de sentido. Luego es seguir los paneles de Madrid y ya está. Después, lo que tienes que hacer cuando llegues a casa, es acostarte y descansar bien. Y lo que tienes que hacer por la tarde –cogió un pedazo de papel–, es llamarme a este número de teléfono –y me lo metió
en
el bolsillo.
–Ha sido todo un placer conocerte – le tendí la mano.
–Encantada de haberte follado –me atrajo hacia ella, tirando de mi mano, y me dio un morreo en el que volví a sentir su caliente saliva.
Cuando
salí
a la vía de servicio para incorporarme a la autovía, vi entrar en la gasolinera el coche de la empresa de seguridad. Me extrañó que no hubieran acudido antes, si habían sido testigos de todo lo que allí había pasado. Para contribuir a que fuera más disparatado, a lo mejor estuvieron esperando a que termináramos. Luna me contó que fueron para informarle de que no se marchara hasta que llegara el encargado, el cual, por lo visto, ya estaba al corriente de lo sucedido. “Vaya fiestón te montaste anoche con tu amiguito,
¿
no? Ya no hace falta que vengas el miércoles, estás despedida”.
Al día siguiente, no sabía a qué hora llamarle. Supuse que, aunque hubiese estado toda la mañana sobando, lo mismo querría dormir siesta para recuperar el sueño, así que pensé que las 20:00 era una hora prudencial, por lo que marqué el número que tenía apuntado en el papelito.
–Ya creía que no me ibas a llamar, y hubiese sido una pena, porque, si el primer polvo que echamos anoche fue la hostia, imagínate como será el siguiente...
–¿Va a haber siguiente? –pregunté fingiendo rechazo, pero lo cierto es que me moría de ganas de volver a verla, algo poco común en mí. Que sí, que muchas veces he querido repetir con la misma chica, pero nunca sentía ese cosquilleo en el estómago que, en ese momento, estaba sintiendo.
–No sé, tú sabrás, pero había pensado invitarte esta noche a cenar en mi casa y desayunar por la mañana. En Azuqueca. ¿Crees que sabrás venir?
–Si, sin problema, me pierdo otra vez y ya está. No, le pediré prestado el GPS a mi padre.
–Genial. Cuando llegues, pregunta por la calle Paco Ventura. Es el número 14, 2º A. Voy a preparar mi famosa ensalada de berenjena.
–¿Berenjena? ¿Y qué te parece si mejor pedimos una pizza?
–Vale, de acuerdo –aceptó riéndose–, pero que sepas que por las mañanas tomo leche, y esta no te la perdono.
No sé exactamente
cuándo
podríamos decir que empezó nuestra relación, si aquella noche en la gasolinera o la primera vez que llamé al timbre de su puerta
.
El caso, es que Luna me arruinó la vida. Todo lo que había deseado hasta entonces: tener mi propia vivienda, mantener una economía unilateral, sin cargas, sin obligaciones con nadie, estando un día con una y otro día con otra... Todo eso, poco a poco, se fue desvaneciendo como si se fuera alejando en la niebla, viéndolo cada vez más borroso hasta desaparecer. Y lo de irme a currar a Alemania, por descontado, también era un sueño roto.
Me hizo comprender que, lo verdaderamente importante, no es coleccionar amantes, no es qué talla de sujetador gaste, ni como sea de grande su culo, incluso, ni si es guapa o fea, porque hay una cosa que se llama atracción subjetiva que deforma una imagen dependiendo del concepto que tengas sobre ello, que, en este caso, sería una persona. Lo importante, es lo que esa persona te haga sentir. Luna me arruinó la vida porque me enamoré de ella.
Dos años después, no me importa lo que podría haber sido mi vida sin ella: tener mi propia vivienda, mantener una economía unilateral, sin cargas, sin obligaciones con nadie, estando un día con una y otro día con otra... ¿Para qué quiero todo eso si la tengo a ella? Lo que me importa es que ella me da todo lo que necesito ahora que tengo 30 años.
Y aquí me tenéis ahora, contándoos esta historia porque no sé qué poner en mis votos, porque sí, quiero. Dentro de 72 horas, diré esto mismo delante de un altar y delante de Luna, mientras me salen arco iris de la pinflota como a los Osos Amorosos.
¿La moraleja? Pues que esto solo es una historia, que saques tus propias conclusiones y que el amor te vuelve gilipollas.
“
The wolf is hungry, he runs the show
He's licking her lips, he's ready to win […]
Here I am, rock you like a hurricane”
(The Scorpions – “Rock you like a hurricane”)
Sé que no es el mejor tributo que se le ha hecho, pero tampoco creo inapropiado dedicarle este relato a nuestro compañero Trazada, pues fueron los relatos eróticos los que nos permitieron acercarnos a él, al impulsor del Ejercicio de Autores y por el que se creó la categoría de microrrelatos. Trazada, ahora ya estás más cerca de tu Luna.
Las diferencias disminuyen cuanto más aumentan las distancias. Descansa en paz, maestro de maestros.