Camino a casa
Volviendo del colegio me escapaba para verte, reíamos juntos y compartíamos nuestra soledad.
«No debes enamorarte de mí». Recuerdo bien tus palabras, cuando estábamos desnudos y abrazados, tendidos en el piso de aquél complejo de apartamentos. ¿Cuántos años hace de eso? El tiempo pasa de prisa y se lleva consigo mi felicidad. Fuiste un aliciente para mis tardes vacías, cuando bajo los abrasadores soles del verano volvía a mi casa del colegio, andando por aquellas calles desiertas, sintiendo el sudor correr bajo la blusa de mi uniforme y escuchando el canto monótono de los grillos. El calor era tan intenso que a lo lejos podía vislumbrar las pequeñas ondas de fuego flotando por encima del pavimento, y cuando llegaba a tu casa me abrías la puerta descalzo, con el pantalón arremangado hasta los tobillos y la camisa abierta. Fuiste otro Eros en mi vida, el primero al que quise amar. Mi mirada iba desde el suave vello de tu pecho hasta los cabellos que caían desordenados sobre tu frente, evitando mirar la cálida sonrisa con la que me invitabas a entrar. Tomabas mi mochila y la dejabas en el piso, y antes de que pudiera evitarlo me tenías ya abrazada por la espalda, pegando tu cuerpo al mío y apretando mis pechos con delicadeza y suavidad. Una de tus manos iba más arriba y se envolvía en torno a mi cuello, haciendo girar mi cabeza para buscar mis labios.
Lentamente nuestras lenguas se amaban. La suave cadencia de nuestros besos poco a poco se tornaba más violenta, y cuando me dabas la vuelta para tenerme frente a ti me empujabas con deliciosa violencia hasta tenerme entre tu exitación y la pared. Tus hábiles manos desataban el moño que ahogaba mi cuello, y uno a uno iban cediendo los botones de mi blusa, que terminaba en el piso junto con mi sostén.
Tu boca ansiosa me devoraba los pezones, yendo de uno a otro como un niño hambriento. Tus manos recorrían mi piel debajo de mi falda a cuadros y me apretaban los muslos, llegando hasta el borde de mi ropa interior. Luego tu boca volvía a subir junto a la mía, apagando con besos los gemidos que pugnaban por salir mientras tus dos manos amasaban mis pechos.
Y desde arriba volvías a descender. Yo estaba de pie contigo debajo de mi falda. Tus hábiles manos danzaban sobre mi cuerpo, y en una violenta caricia tus labios se envolvían sobre la tela de mi ropa interior empapada y un gemido lastimero se escapaba de mí.
Comenzabas a besar mi sexo sobre mis bragas como si quisieras devorarme. Yo llevaba mi mano hacia allí para hacer a un lado aquella maldita tela, pero nunca me dejaste hacerlo. No querías dejarme participar en un juego que era solo para ti.
Podía sentir mi dolorido clítoris latir contra los embistes de tu lengua, y las ganas de llorar afloraban a mis ojos por dejarme torturar así, sin poder sentir tus labios contra mi desnuda piel. Pero me gustaba, me gustaba tanto que ya no podía reprimir mi lasciva voz, y mis piernas temblaron cuando un fuerte orgasmo estalló en mi sexo y recorrió cada partícula de mi ser.
Me hubiese desvanecido del placer si no hubieras estado allí para sostenerme, sujetándome con tus fuertes brazos y volviéndome a besar, en ese momento justo en el que todavía no recordaba mi nombre.
«Ven», me susurrabas al oído, y me llevabas de la mano por el pasillo hasta el cuarto de baño, en donde bajabas el cierre de mi falda y la deslizabas junto con mi ropa interior hasta los tobillos. «Anda, levanta el pie para que pueda quitarte los zapatos», y yo me dejaba hacer, igual que una niña que se deja desnudar por su padre.
El sonido de aquella lluvia que se deslizaba por mi enrojecida piel me llenaba siempre de una agradable calma. Aquél fresco manto de humedad envolviendo mi ardiente cuerpo minaba un poco mis deseos de estar junto a ti. Porque siempre me provocó tu sonrisa, la firme dureza de tu cuerpo y el olor de tus cabellos, la suave presión de tu virilidad contra mi sexo cuando me abrazabas y mordisqueabas delicadamente mi oreja. Sintiendo la fresca lluvia sobre mi exitado sexo dejaba que mi imaginación recorriera mi cuerpo, hasta que lentamente mis manos se convertían en las tuyas. Ya no era sólo mi imaginación, era tu piel pegada a la mía. Eran tus manos ansiosas las que recorrían cada centímetro cuadrado de mi desnudez. Era tu voz la que se acercaba hasta mí para decirme «Te necesito».
Hacías casi siempre que me recostara sobre las frías baldosas del cuarto de baño, porque eras tan ansioso que no podías esperar para llevarme a la cama y me tomabas allí.
Estábamos solos los dos. Escondidos del resto del mundo, mientras afuera el ardiente sol quemaba nuestra pequeña y triste ciudad. ¿Quién era yo, y quién eras tú? Apenas dos amigos que compartían sus cuerpos para entretenerse, porque nunca me dejaste amarte.
En realidad nunca me perteneciste. Eras tan sólo un amigo de mi hermana que por aquél tiempo rentabas un apartamento que quedaba cerca de nuestra casa, todas las tardes yo me escapaba al salir del colegio y llegaba hasta ti para dejarme amar. Preferible a llegar a casa en donde nadie me esperaba. Casi podía escuchar el cuchicheo de las vecinas del piso: «Otra vez va la putilla esa a que se la follen». Y es que en aquellas tardes de mi adolescencia me tomaste en todas las formas en que un hombre puede tomar a una mujer.
Todavía puedo sentir las furiosas embestidas con que acometías contra mí. Sujetabas con una mano tu gruesa y dura virilidad y la restregabas con parsimonia contra los labios de mi sexo, tendidos sobre el piso mientras el agua caía sobre nosotros y mis tobillos descansaban sobre tus fuertes hombros. Fuiste siempre un maldito, te gustaba hacerme suplicar. Te gustaba ver cómo poco a poco me desesperaba hasta llevar una mano a mi sexo y me masturbaba gimiendo de ansiedad. Tenía que pedirte que por favor me penetraras, algunas veces casi hasta me echaba a llorar. Y entonces te deslizabas dentro de mí con la misma facilidad con la que la hoja de un cuchillo caliente se deslizaría sobre una barra de mantequilla, y una vez dentro volvías a salir, para entrar nuevamente con desesperante lentitud. El suave vaivén de tu cuerpo sobre el mío al poco rato se transformaba en auténticas y furiosas embestidas; tan pronto estaba encima de ti moviendo mis caderas con las manos sobre tu pecho, como me tenías contra la pared con las piernas alrededor de tu cintura, gimiendo, mientras me hacías subir y bajar.
En una sola tarde me diste más orgasmos de los que puedo recordar, hiciste que mi cuerpo se volviera adicto a ti. Todos los días al salir del colegio llendo camino a casa volvía para verte, y en tus juegos eróticos no me dejabas ya usar ropa, tenía que estar siempre desnuda, y tú ibas vestido, y así te ayudaba a limpiar. O bien me vestías de sirvienta y me follabas así, fuiste siempre un fetichista sin remedio. Pero a mí me gustaba, me gustaba: éramos dos amantes que con sus besos y sus caricias trascendían de aquellas aburridas personas que pululaban por la ciudad.
Fue en una de aquellas tardes cuando sacando ropa de tus maletas encontré una muñeca. Una linda muñeca con un trajecito hecho hábilmente a mano, que me contaste era para tu hermanita que vivía en otra ciudad. Yo estaba allí, desnuda, con aquella muñeca en mis manos, mientras tú me contemplabas con aquella sonrisa tuya y los cabellos sobre tu frente. En un arranque de alegría infantil me puse a jugar.
Me tomabas en la cama igual que un soldado que vuelve de la guerra se follaría a su mujer. Te reías para mí con la candidez de un niño travieso y me llenabas de tantos besos en las mejillas que me sentía otra vez como una pequeña mimada. Conversábamos de todo, abrazados y contemplando tu techo. Fuiste mi gran amigo y mi amante, nunca te voy a olvidar. Especialmente cuando tendidos en el piso me decías: «No debes enamorarte de mí».
Mis mejillas se llenaron de sal el día en que te marchaste. Nunca volví a saber de ti. Cuando tocando a tu puerta nadie me respondía alguien me dijo: «¿El muchacho del apartamento...? Se ha ido». No fuiste el último Eros de mi vida, pero si el primero. Te lloré amargamente semanas enteras. Y entonces volví a la soledad. Regresando a casa del colegio bajo el abrasador sol del verano que ya moría, pateando las piedras, escuchando el monótono canto de los grillos y las cigarras.
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