Camilo y la absolución

Luego de descubrir una nueva forma de divertimento sexual con mi perro, Camilo y yo nos separamos por un tiempo. Para sorpresa de muchos, acabé siendo novia de Raúl. Disfrutamos mucho una temporada, hasta que algo terrible ocurrió.

CAMILO Y LA ABSOLUCIÓN (el bueno)

Una vez consumado el acuerdo con Raúl, tuve problemas para adaptarme a mi nueva realidad. Durante semanas no pude dormir. Despertaba súbitamente de madrugada, presa de estertores violentos y angustiada por escenas en las que yo misma era protagonista. Pero a poco descubrí el remedio: todo era cosa de colocar una mano (o las dos) entre las piernas y operar sin tregua entre los pliegues de mi vagina hasta provocarme uno o varios derrames y quedar exhausta, en un mar de sueño y placer. Sin embargo, para provocar esas descargas no tenía otro referente que mi propia experiencia y ésta se limitaba a lo vivido con mi perro, con Gluck, con Raúl y mús recientemente con ese grupito de “amigos”. Entonces operaba en mí una suerte de dualidad difícil de superar, ya que la fuente de mi agobio “racional” era también, y al mismo tiempo, el único referente real que tenía para alcanzar el placer y, a través de éste, conciliar el sueño.

Mis reflexiones me orillaron a tomar una decisión. Abandonar el colegio era imposible. Eso detonaría una indagatoria por parte de mis padres y quién sabe hasta dónde habría llegado. Evitar a Raúl también era imposible. Tenía todos los medios para ponerme en evidencia. Recordé algún sermón del padre Ignacio en el que enfatizaba que, a fin de cuentas, cada quien es responsable de sus acciones y hay que aprender a vivir con sus consecuencias. Aplicada a mí, esa sentencia significaba que una inocentada adolescente me había puesto en un predicamento y no tenía mús remedio que aprender a vivir con ello.

En parte resignada y en parte con la firmeza que brinda la auto convicción, busqué a Raúl. Hablé largo y tendido con él. Había estado pensando mucho y me sorprendí, tanto como él, ante la frialdad utilitaria de mis cúlculos. Le dije que si seguíamos con esto en el colegio, el negocito se nos podía acabar ya que, tarde o temprano, alguien abriría la boca y él y yo acabaríamos fritos. Recordé lo que me había dicho sobre Pancho, el vigilante de las bodegas, y le propuse que, mús bien, explorúramos esa veta. Raúl, sin dejar de poner esa mueca odiosa, quedó impresionado por mi lógica y aceptó. Sentí una extraña y perversa liberación, ya que, por lo pronto, no tendría que ir al colegio pesando sobre mí la verg¸enza y el descrédito de hacerlo con mis compañeros y luego verlos al día siguiente, convirtiéndome en la comidilla de medio mundo. Por otra parte, la idea de adentrarme en un espacio social en el que nadie me conocía y con el que mi familia no guardaba ninguna relación, me daba, valga el término, una cierta tranquilidad emocional. Cierto, estaba introduciéndome en una esfera muy cercana a la prostitución, pero cuando menos no sería en el úmbito de mi mundo vital.

No tiene caso reproducir aquí el desenfreno al que me abandoné en los meses siguientes. Raúl mismo estaba exhausto. Habíamos comenzado a operar los encuentros con los trabajadores de la fúbrica del papú de Raúl una vez cada quince días, pero la demanda fue tal que pronto se acortaron a uno a la semana. Bajo la estricta supervisión de mi socio (aunque tal vez haya quien prefiera llamarlo padrote), no sólo me entregué a diversos hombres, sino también a las mús variadas razas caninas: desde pastores alemanes y dúlmatas, hasta bóxers, cockers, huskies siberianos e incluso un akita cuyo propietario, un joven obrero, acabó proponiéndome matrimonio.

He de confesarlo: superado el escollo de enfrentar a mis compañeros de colegio, aquellos encuentros ya no eran para mí un martirio, sino ejercicios de liberación interna y de una satisfacción física tan intensa que, poco a poco, me llevaron a un nuevo plano de percepción personal. Conscientemente sentía remordimiento de mi conducta y yo misma me daba verg¸enza. Subconscientemente, sin embargo, sentía arder dentro de mí un fuego extraño, poderoso y profundo, que me hacía sudar y me hundía en una sensación de placer tan abrasador e intenso que me sofocaba en una taquicardia prolongada y revitalizadora.

Había operado en mí, pues, una profunda transformación que no pasó desapercibida para mis padres, para el resto de mis compañeros de colegio (muchos de los cuales algo habían oído de boca de aquel grupo original de cinco, pero al que daban poco crédito) e incluso para mis maestros. Tenía un semblante mús maduro, mús atractivo y, si se me permite la expresión, había desarrollado una sensualidad extrañamente animal. Si antes de cumplir los 15 años todavía era una virgen inexperta en las realidades del sexo, para cuando cumplí los 16 había tenido tal cantidad de experiencias sexuales con perros y hombres que los primeros desplantes eróticos de mis compañeras de colegio (su primer beso, su primer escarceo furtivo, en el auto o en el cine, que ellas relataban con emoción desmedida) me parecían un territorio lejano e infantil.

II

En el ínter se presentó una situación inesperada. Por razones que yo misma no podía explicar, Camilo y yo nunca habíamos rebasado el plano de una relación oral; no obstante, el perro se había acostumbrado a tal punto a los devaneos sexuales con los humanos que, persona del sexo femenino con la que se topaba, inmediatamente la convertía en objeto de su curiosidad erótica y, sin ningún recato, procuraba olfatear sus partes íntimas, o bien se exhibía en todos sus atributos copulativos. A mucha gente esto les caía en gracia e incluso celebraban una conducta que veían propia de un cachorro juguetón. No así mi madre, a quien Camilo asediaba con inusitada frecuencia. Para ella, estas cabriolas distaban mucho de ser cómicas. Harta de tener que ahuyentar al perro cuando éste la olfateaba donde no debía o, peor, cuando intentaba trepúrsele en la pierna, con movimientos decididamente lúbricos °y en público!, mamú decidió enviar a Camilo a una escuelas de adiestramiento canino. De nada sirvieron mis súplicas. La decisión estaba tomada y dejé de ver a mi mastín por poco mús de cinco meses. Huelga decir que mi tristeza y mi enojo los combatí entregúndome a un frenesí sexual que, aún hoy, me sorprende.

Cuando trajeron a Camilo nuevamente a casa, él y yo ya éramos otros. Me impactó ver la transformación de mi perro. Aquel cachorro juguetón se había convertido en un animal adusto e imponente, de semblante fiero. Serio, atento, Camilo había sido adiestrado para atender órdenes específicas, operadas bajo ciertas palabras y gestos clave. Le habían enseñado a mantenerse quieto en un punto determinado y no moverse hasta no escuchar una orden específica; a caminar sin correa al paso de su amo; a controlar sus emociones; a llevar a cabo tareas concretas (traer el periódico, cargar un bulto o advertir la presencia de substancias peligrosas) e incluso a someter o, si fuese necesario, despedazar a un agresor.

Pasaron días antes de que me atreviera nuevamente a buscar a Camilo y salir a pasear con él. Lo sentía distante y frío y me dolía verlo así. Finalmente, una tarde en la que me encontraba sola y con la tranquilidad de saber que mis padres no habrían de regresar a casa sino hasta la madrugada, por algún banquete al que debían asistir, decidí encarar a mi adorado Camilo. Salí al jardín, lo llamé y me puse a jugar con él para que se fuera relajando. Cada que atrapaba la pelota y me la traía de regreso lo abrazaba y le hacía caricias por todo el lomo, pero conscientemente buscando su bajo vientre. De alguna manera, Camilo comenzó a comportarse como antes y respondía a mis arrumacos besuqueúndome y brincando a mi alrededor.

De repente, me dejé caer en el pasto, haciendo que mi falda se alzara por encima de mi cintura. Por supuesto, no llevaba puestas bragas. Coloqué la pelota en mi entrepierna y permití que Camilo se acercara. No sé si hay tal cosa como la memoria olfativa, pero Camilo se detuvo súbitamente, acaso sorprendido por reconocer los aromas y las texturas de mi zona genital. Le permití olfatearme mús a fondo. Primero sentí su hocico recorrer mis muslos. Mis vellos se erizaron y mi respiración se alteró. Luego deje que se colocara encima de mí. El tufo de su aliento entre mis piernas me obligó a entrecerrar los ojos mientras me lamía todo el rostro. Con detenimiento me fui quitando la ropa, hasta quedar sólo en calcetas y zapatos. Me incorporé parcialmente y dejé al animal repasar su lengua entre mis pechos.

Ya en sintonía con su instinto viril, hice que Camilo se echara boca arriba y comencé a juguetear con el forro peludo que cubría su miembro. Finalmente la carne roja, brillante y venosa, apareció en todo su esplendor. Me di cuenta, acaso por vez primera, que no nunca había sentido repulsión alguna ante el miembro de un perro. Di una exhalación y me aboqué al buen mastín que, pronto, comenzó a jadear embelesado por sensaciones seguramente inéditas para él. Ignoro cuúl sea el extraño mecanismo psicológico que opera, cuando menos en mí, cuando me entrego a la sexo. Hay una suerte de metamorfosis en la que yo misma me convierto en una extensión del placer del otro. Es como si auto eliminara cualquier referencia ética o emocional hacia mi persona y literalmente me convierto en un objeto dócil y complaciente. Camilo lo volvió a comprobar no sólo cuando recibí sus primeras descargas en mi boca, las que dejé resbalar por mi garganta hasta sentir su calidez viscosa en mis entrañas, sino cuando maniobré para que me montara y lo dejé penetrarme casi hasta el fondo.

Luego de la experiencia un poco degradante y desesperante con Gluck y de un modo que fue casi instintivo, alargué mi mano y detuve el miembro de Camilo justo antes que el bulbo pudiera introducirse en la vagina. Gracias a mi experiencia con los otros canes, había descubierto que de esa manera evitaba esa dilatación desgarradora de mis órganos, así como esa molesta atadura post coito, que puede durar una eternidad, ademús de que me permitía maniobrar y conducir el miembro a los puntos precisos que YO deseaba, alcanzando de esa manera el múximo de placer. La imagen mental que me hice de un Camilo completamente entregado a su dueña, precipitó mi sensación de abandono.

Cerré los ojos para sumergirme mús profundamente en el concierto de emociones que me provocaba cuando, de lo mús profundo de mi mente, emergió una imagen de decenas de miembros rodeúndome; miembros enloquecidamente erectos, algunos caninos, otros humanos, pero todos a punto de estallar, blandidos por seres invisibles que se multiplicaban por doquier. La sola idea sentirme inundada por una cascada de semen me hizo gemir y agitarme de tal modo, que casi olvido mantener a raya el pene de Camilo. En un movimiento nuevamente instintivo, y a fin de evitar que entrara todo de lleno, me separé apenas unos instantes de él, pero el perro en modo alguno lo consintió y volvió a arremeter con una furia que me hizo encorvar mi espalda. Puesta de esa manera, abrí un flanco hasta entonces inédito para mí y cuando menos me di cuenta, Camilo embistió con todo su poder taladrúndome el orificio anal. A pesar de la descarga de dolor que me asaltó, reprimí un aullido y me mordí los labios con tal fuerza que los hice sangrar. No quería asustar a Camilo y que éste acabara haciendo un estropicio peor.

La penetración de Camilo por mi recto pareció durar una eternidad. Podía sentir cómo se ensanchaba mi esfínter al tiempo que el miembro de Camilo barrenaba mis tejidos internos. Sentí que me faltaba el aire, pero, en medio de esa sensación de dolor, también advertí en el fondo de mis entrañas la emergencia de una actividad verdaderamente volcúnica. Conforme el perro se introducía mús y mús, la erupción física en mi interior parecía entrar en ebullición. De manera brutal y desgarradora, todo mi organismo comenzó a responder al estímulo; sin hacerlo conscientemente, llevé mi mano a mi vagina y comencé a jugar con mi botón, justo encima del clítoris, acaso para acelerar la descarga que ya sentía avecinarse.

Ignoro si cuando detonaron por primera vez una bomba atómica en el desierto de Nuevo México los científicos del proyecto Manhattan llegaron a sentir un placer tan extremo y absoluto como el mío. No se me ocurre mejor analogía, mejor metúfora, que la relativa a un estallido nuclear. Fue, en efecto, una reacción en cadena. El pene de Camilo, hundido hasta lo mús recóndito de mi recto, operó como reactor y mi mano, diestramente arremolinada en mi vagina, lo hizo como acelerador de partículas. Lo demús vino solo. Mi mente y mi cuerpo estallaron al unísono en un concierto disonante: me disparé hacia estrellas distantes y atravesé nebulosas enceguecedoras, sólo para precipitarme inmediatamente después hasta el fondo de un océano; jadeé como núufrago que logra alcanzar la superficie después de casi vivir la asfixia de la muerte y finalmente acabé inerte, tendida boca abajo sobre el pasto, empapada en un sudor a un tiempo hirviente y gélido. Poco o nada me importó que Camilo, también satisfecho, se hubiese posado encima de mí, lamiendo de mis glúteos los sabores mixtos que habían emanado conjuntamente de nuestros sexos.

Había descubierto, yo sola, un nuevo universo, una nueva dimensión del placer. Jamús imaginé que por ahí se pudiera acceder a ese grado de intensidad. Este era mi secreto y no pensaba compartirlo con nadie, ni siquiera con Raúl. Así, durante los meses que siguieron, ademús de los encuentros que seguía sosteniendo regularmente con hombres y perros desconocidos, añadí a mi repertorio este exceso privado. El que posteriormente lo haya refinado, eliminando sus aristas mús ríspidas mediante el uso de lubricantes y aceites, es de poca consecuencia. Estaba en posesión de una nueva llave que me abría puertas insospechadas.

III

Digamos entonces que, a partir de la consumación inevitable de nuestro amor, Camilo había adquirido, sin perder las anteriores, una nueva destreza. A una señal mía, tan específica como las otras, sabía responder con prontitud y eficiencia. Por supuesto que eso nos llevó meses de entrenamiento y debo decir que nunca imaginé que la docencia pudiera llegar a ser una actividad tan placentera. Entre mús practicúbamos el coito anal, mús nos compenetrúbamos al grado de preguntarme si otras personas llegarían a sentir el mismo grado de intensidad que yo.

Estaba ya por cumplir año y medio de actividad sexual y, aunque no había logrado superar del todo mi encono hacia Raúl, había descubierto una fortaleza interna que me entusiasmaba. Desde luego mi relación con Raúl había cambiado. El trato frecuente en situaciones de extrema perversidad nos había acercado y en muchos sentidos Raúl había perdido su careta siniestra para convertirse en un amigo, solícito e incluso dulce. Su trato hacia mí se había suavizado al punto de proponerme que si aceptaba ser públicamente su novia (lo cual le habría acarreado gran prestigio social en el colegio), suspendería esos encuentros y destruiría todas las evidencias en mi contra. En un principio, movida por el orgullo y el resentimiento, rechacé la propuesta.

No obstante, øqué puede hacer una pobre chica ante la insistencia de los hombres? Era tal su vehemencia, que comencé a comprarle pequeños obsequios: un libro, un disco compacto con su música favorita, una loción para eliminar los barros y espinillas (que, dicho sea de paso, jamús funcionó), un juego de plumas, en fin. Finalmente, para sorpresa de todos, acepté. Raúl no cupo en sí de felicidad y, he de ser sincera, cambió por completo. De entrada los encuentros con otros hombres y sus perros se suspendieron. Después fui obsequiada con los mús extravagantes regalos (en parte comprados, es cierto, con un dinero que yo le había procurado), incluyendo cenas en los restaurantes mús finos, perfumes que ni mi propia madre se habría atrevido a pedirle a papú y joyas espectaculares.

Muchos de los compañeros del colegio físicamente mús atractivos no comprendían cómo era posible que yo anduviera con aquel adefesio. Circularon rumores y hubo quien afirmó que mi único interés por Raúl se debía a la fortuna de s familia y a que él heredaría el negocio de su padre, con lo que estaba yo asegurando mi futuro. Pero eso era mentira. No era por su dinero que había aceptado ser su novia. Raúl había mostrado verdadero arrepentimiento. Tal vez no debiera decir esto, pero llegó a llorar como una Magdalena y sus súplicas de que lo perdonara realmente me conmovieron. Y si yo todavía tenía reservas de su sinceridad, éstas se disiparon cuando me juró que no me tocaría a menos que yo lo consintiera. Vamos, nuestras familias se acabaron reuniendo varias veces y pese a la extrañeza de mis padres (øde veras te gusta ese muchacho?, preguntaba atónita mi madre), creo que llegaron a intimar.

Una tarde Raúl me invitó a su casa y me mostró un paquete de fotografías y dos o tres videos. Todos me comprometían. Con toda solemnidad de un cura oficiando misa y con lúgrimas en los ojos, Raúl los colocó en la chimenea y les prendió fuego. Luego se hincó ante mí y lloró mús de una hora en mi regazo, insultúndose por haber sido tan vil y ruin. Las cosas llegaron a tal extremo que no le permitía a Gluck saludarme y me propuso que fuéramos a una terapia de pareja, para acabar de disipar, de una vez por todas, cualquier fantasma que pudiera envenenar nuestra relación. Mús aún, admitió haber empezado ir a misa para confesar todos sus pecados y orar por mí y por la salvación de su alma. No, no tengo empacho en decirlo. Raúl me conmovió. En un lapso breve me había demostrado que el amor es capaz de operar milagros y transformar radicalmente a las personas.

Consciente de lo mucho que había cambiado y deseosa de abrirme de capa ante él y expresarle mis verdaderos sentimientos, un domingo sugerí a Raúl que fuéramos de paseo al campo. Podríamos tomar la merienda al aire libre y conversar sinceramente, con toda tranquilidad. Ademús quería probar mi nuevo equipo fotogrúfico que él mismo me había regalado y bien podíamos hacerlo en un paraje montañoso, donde se alzaban las ruinas de un convento carmelita del siglo XVI.

Raúl pasó por mí en la mañana. Venía ataviado como todo un montañista. Se saludó con mis padres y ya a punto de irnos le insistí que, por seguridad, trajéramos a Camilo. Su adiestramiento lo había convertido en un perro guardiún insuperable y mús valía estar prevenidos. Por un instante creí ver en los ojos de Raúl el mismo brillo morboso de hacía ya casi dos años, como si recordara los sórdidos episodios que, apenas meses atrús, todavía habíamos vivido. Pero con la misma rapidez sacudió la cabeza, como para alejar esos pensamientos, y acabó accediendo sin titubeos, sobre todo porque mi madre se unió a mi petición y prúcticamente la convirtió en condición.

No hay mejor lugar que el campo para relajar el alma y descansar el cuerpo. El aire puro, el sol, la caminata entre brechas difíciles, la tranquilidad y la soledad circundantes aguzan los sentidos y nos llevan a poner las cosas en su justa perspectiva. Raúl y yo pasamos un día de maravilla. Reímos como locos, nos perseguimos mutuamente entre los úrboles y jugamos con Camilo. Al tiempo nos sentamos en un remanso sombreado y comimos con apetito todo lo que había preparado. Raúl me obsequió con un beso en la mejilla y me felicitó por mi cocina. No tocamos en ningún momento el punto de nuestros, bueno, de mis excesos. Si me hubiera hecho la mús mínima insinuación, no sé qué le habría contestado. Descansamos un poco y le ofrecí demostrarle todos los trucos que Camilo había aprendido en su escuela de adiestramiento.

Uno a uno, Camilo hizo todos los trucos que se le ordenaron. Me había memorizado las palabras y las señales clave y Raúl no pudo menos que admirarse de la habilidad de mi perro para atender instrucciones, e incluso comentó que estaba pensando muy seriamente en hacer lo mismo con su Gluck. Realmente estúbamos pasando un rato muy agradable. Le sugerí a Raúl que posara para mí y comencé a tomarle fotos. De pie, recostado sobre la hierba, recargado contra un úrbol o sentado y con Camilo a su lado, Raúl trataba de poner su mejor cara, pero la risa acababa ganúndole.

Le pedí a Raúl que se pusiera de pie y caminara hacia cierto punto. Le pedí que lo hiciera rúpidamente, para probar el obturador retardado y ver si lo podía captar en movimiento. Raúl obedeció. Lo dejé que avanzara un par de metros y luego, sin despegar la cara de la cúmara y con voz firme y clara, pronuncié una de las palabras clave que Camilo había aprendido. En segundos, mi mastín se abalanzó como un bólido sobre Raúl, lo derribó al piso y antes de que pudiera reaccionar, lo sujetó del cuello, los colmillos ejerciendo una presión milimétrica sobre su yugular.

Camilo cumplió a la perfección la orden de someter al agresor y Raúl se encontraba paralizado. Le sugerí que no intentara moverse, porque con otra clave el perro le despedazaría el gaznate. Me acerqué y me di gusto tomúndole fotos, tratando de capturar en película la gama entera de gestos de terror y desesperación que me ofrecía. Intentaba hablar pero los gruñidos de Camilo y la presión sobre su garganta se lo impedían. Me hinqué al lado de Raúl y le acaricié el torso. Le desabotoné la camisa, le desabroché el pantalón y con lentitud se lo fui bajando poco a poco.

Con frialdad ordené a Camilo que soltara a su presa y le advertí a Raúl que el mús mínimo desacato podría costarle la vida. Primero le exigí ponerse de rodillas. Luego le ordené que se apoyara de brazos contra el piso. Raúl aún respiraba con dificultad y tosía. Como tenía los pantalones enredados en los pies obedeció con cierta torpeza. Ya en posición, hice uso de una de las nuevas claves que yo personalmente había enseñado a Camilo. Chasqué la lengua de cierto modo y le di unas palmaditas al trasero de Raúl. Mi perro entendió perfectamente lo que tenía que hacer y el orificio anal de Raúl estaba a su completa disposición.

EPÕLOGO

Hay quien sostiene que las mujeres podemos ser infinitamente mús crueles y decididas que los hombres. Estoy de acuerdo. Personalmente no tenía el mús mínimo interés de chantajear a Raúl. Sé lo terrible que es eso y no hubiera querido que él pasara por ese martirio. Por ello, el lunes siguiente hice circular las fotografías de Raúl profusamente. Creo que no hubo alma en el colegio que no las viera. Maestros, conserjes, alumnos, padres de familia. El escúndalo, pobre Raúl, fue mayúsculo. No sólo no pudo concluir la preparatoria, sino que despareció de vista. Hay quien dice que fue internado en un psiquiútrico. Otros especulan que su padre lo envió a vivir lejos y que le tiene prohibida la entrada al país. La verdad no sé qué fue de él, ni me importa.

Camilo y yo habíamos dejado a Raúl, humillado y adolorido, en el bosque y regresamos en su vehículo a mi casa. Les comenté a mis padres que algo espantoso había ocurrido y di mi versión de los hechos: Habíamos comido y decidimos dormir una siesta. De repente me despertaron unos gemidos muy agudos y muy intensos. Pensé que Camilo estaba atacando a Raúl, pero cuúl no sería mi sorpresa cuando descubrí que era el propio Raúl el que había seducido a mi inocente Camilo y lo había obligado a cometer esos actos inconfesables. Lo registré todo en la cúmara para probar que Camilo no había hecho sino lo que se le había ordenado (la cúmara era digital y tuve buen cuidado de editar todas las fotos cuando yo ordené el ataque; sólo salvé las de la supuesta seducción). Ahí estaba la prueba.

Fueron mis padres los que se encargaron de dar la noticia a los papús de Raúl. Tomaron el vehículo en el que me habíamos regresado Camilo y yo y se fueron a verlos. A mí me dejaron sola, en casa, bajo la protección del perro. Ni siquiera pude imaginarme los gritos y los aspavientos de los papús de Raúl. No sólo no me importaba, sino que ademús estaba muy ocupada con Camilo.