Cambio de fusibles (4º de la Serie Látigo)

Un profesor solitario. Un rudo electricista. Un fallo en la electricidad les cambiará la vida para siempre.

CAMBIO DE FUSIBLES

(Este relato esta protegido por Derechos de Autor)

Siempre desconfíe del amor a primera vista. De hecho, jamás creí que existiera…Pero como en casi todo…volvía a equivocarme. Y es que Thomas Alba Edison, creador de la electricidad, me había regalado la experiencia más violenta y excitante de toda mi vida.

Fue un hombre. Pero no un hombre cualquiera.

Su nombre, no podemos desvelarlo en este texto por respeto a su intimidad bien a cogida a los cánones que establecieron nuestros padres y abuelos.

La experiencia que me ha llevado a reflejarla en este papel comenzó en 2005, un año de cambios para mí. Tras un duro lustro de oposiciones, conseguí una plaza como maestro de historia del arte en un pueblecito de la baja Alcarria, cerca de Alcazar de San Juan. Logré comprar una pequeña casita a dos kilómetros del centro de la localidad; así ahorraría tiempo en atascos y madrugones.

No tardé en instalarme. Decoré, pinté y limpié, hasta conseguir el resultado que siempre había soñado para un hogar. Mi hogar.

Llegó el invierno y comencé a tener problemas con el servicio eléctrico. Poca potencia contratada o algo así. El caso es que cuando encendía cualquier aparato adicional a la calefacción eléctrica, el generador saltaba. Harto de pasar frío y no poder disfrutar de mis comodidades hogareñas decidí llamar a la compañía del suministro eléctrico y poner fin a tal problema doméstico. Me comentaron que a lo largo de la tarde un operario pasaría por casa para solucionarlo. Y así fue. El electricista no tardó en llegar, poniendo fin a la baja temperatura de mi casa..., y dicho sea de paso la de mi cuerpo.

Impresionante. Así es como describiría al hombre que llegara a pisar el felpudo de mi dulce hogar. Posó sobre la mesa del recibidor manchando el cristal que con tanto afán había limpiado hacia un par de horas. Se presentó su cuerpo, enfrentado, en toda su magnificencia : complexión atlética, metro noventa, unos cuarenta años, rostro duro, moreno, ojos negros, pelo rapadito, todo un hombre, un macho. Y una voz, que voz

— ¿Dónde tiene el problema? —me preguntó con un arqueo de ceja.

"¿Qué problema?, pensé. "¡Ah! El problema...El problema". La cabeza no me daba para mucho frente a esa escultura helénica.

Le invité a pasar al trastero. Encendí la desangelada bombilla que pendía sobre nuestras cabezas. Le miré sin querer. Quizás mis ojos le contemplaron durante demasiado tiempo. Y de pronto sucedió. Sonrió al ver mis cuadros de figuras masculinas desnudas en la pared.

Me sentí avergonzado; no solo por los desnudos que tanto me recordaran a mis matrículas de honor en arte griego, sino también por mi atuendo. El despiste me había llevado a abrir la puerta con mi cuerpo desnudo cubierto sólo por una desobediente bata que dejaba entrever parte de mi anatomía. Él se acercó con una mejilla tiznada de grasa. Me cubrí apresuradamente.

—Por mí no lo haga. Así está estupendo— arguyó con su espectacular voz.

Le devolví una sonrisa incómoda al tiempo que su mano viajaba a su paquete, bien descifrado bajo su vaquero desgastado.

Comenzó a tocarse.

— Antes de cambiarle los fusibles quiero tomarme un tiempo de relax ¿no le importa?— Aprovechó a arrinconarme contra la pared del fondo, frente a cuadro eléctrico.

— Está usted en su casa — le contesté a riesgo a mi integridad moral.

Pero un fuego interno me llevó a no ser responsable de mis actos. Me lancé a su bragueta, se la bajé, saqué su enorme polla, y me dispuse a comérsela y a tragármela hasta que fuera capaz de romperme el cuello si hiciera falta. Él se desprendió de los pantalones, mientras yo continuaba como un auténtico poseso deleitándome con ese enorme y jugoso rabo. Succionando su prepucio me obligó a tragar más, hasta que una arcada me sobrevino. Pero él no estaba dispuesto a que eso terminara en una rápida mamada. Me levantó, me quitó la bata, y me apoyó de espaldas contra la pared de cemento. Noté sus dedos húmedos en mi ano, y pronto algo mucho más duro y grande. Sus envestidas fueron salvajes. El muy cabrón me estaba follando con una fuerza atroz. Posó su mano en mi cara y me la apretó contra la pared. Mi ano al paso de su polla manifestó, sorpresivamente, su acomodo ante semejante sable. Cuando se vio satisfecho me la sacó, me levantó del suelo y me llevó hacía la cocina. Allí me tiró contra la encimera, levantó una de mis piernas y me la volvió a meter, con un ritmo tan frenético, que pensé que me iba a reventarme el culo en cualquier momento. Bajé la persiana, apresurado, mientras aguantaba sus envistes para que la buena señora Milagros no fuera testigo de aquello, una posible causa de infarto a sus 82 años.

Mordiéndose su labio inferior, el electricista me tiró del pelo, bien hacia atrás, buscó mis labios y los besó al borde del mordisco.

— Voy a correr en ti, profesor — me soltó.

Su gesto, su palabra, lubricó más mi agujero. En veinte segundos cumplió su advertencia. Con movimientos repetitivos de pelvis y bruscos envistes, terminó por correrse dentro de mí, soltando un sonoro gemido que proclamó cuan largo fuera su orgasmo. Cayó sin fuerzas sobre mi cuerpo. Tomó aire. Medio minuto más o menos. Y volvió a follarme, yo aproveché para masturbarme y correrme encima de la encimera, mientras contenía entre mis nalgas semejante polla.

Una vez vestidos, el electricista hizo honores a su profesionalidad y cambió los fusibles dañados por otros nuevos. Se despidió con un "adiós". Y yo, con un estúpido gesto de mano. Rememoré en ese instante la escena acometida. El vello se erizó en mis brazos. ¿Cómo había sabido cuál era mi profesión? "Voy a correrme en ti, profesor", recordé en su voz.

Pasaron los días, las semanas, los meses, y nada. La luz en mi hogar continuaba funcionando a las mil maravillas y por tanto no calibraría la oportunidad para un nuevo intercambio de fusibles. Lo cierto es que el polvo con aquel electricista me sumió sin quererlo en una letanía de soledades y añoranzas. Todo en mí quedó transformado. Mi rutina diaria dirigida por la primera experiencia sexual con un hombre, sin haber probado con anterioridad a ninguna mujer.

Un mes más tarde, justo antes de las vacaciones de Navidad, mis alumnos de 16 años cómo sanguijuelas hambrientas de carnaza exprimieron casi toda mi auto estima, intuyendo mi baja moral tras la "accidental" pérdida de mi virginidad a mis 36 años. Por aquel maldito electricista, por aquel maldito cambio de fusibles me sometía, día y noche, a un estado de sonambulismo perpetuo. Ese estado de ánimo era imposible de soportar si se sumaba la endemoniada presencia de Óscar... ¡Maldito niñato! No era capaz ni por un momento de permanecer callado en el tiempo que duraban mis clases. Si de por sí, me costaba concentrarme, con él todo era mucho más exasperante. No aguantaba más, me agotaba, y no estaba dispuesto a que sus niñerías púberes alejaran de mí lo poco que me quedara de cordura. Decidí hablar con el director del instituto y me las apañé para que esa misma mañana le expulsaran a su casa una semana.

— ¡Se lo voy a decir a mi padre, cabrón marica! En cuanto te vea te partirá la cara — vociferó Óscar mientras salía del aula sacudido por mi impaciencia.

Por supuesto, necesité de las mentiras para echar al maldito niño de mi clase. "Señor Director, ha de saber que ese niño fuma en clase y se mete no se que sustancias delante de todos". El argumento de las drogas bastó, aún sabiendo que las reacciones no se harían esperar. En el primer lunes sin Oscar y al terminar mi última clase tuve la primera de ellas.

— Soy el padre de Óscar — dijo alguien desde la puerta de mi aula.

No daba crédito, no podía salir de mi asombro. Pensar que le había perdido para siempre y nunca lo había tenido tan cerca. Estaba ahí, frente a mí, en la misma puerta de mi clase. Él, mi hombre…ahora sí estaba seguro de que jamás le volvería a perder.

Me reconoció al instante. La cara de perros que traía —supuse que por tachar a su hijo de drogadicto— se desvaneció por completo. Y con la misma decisión que entró a enfrentarse con el profesor cabrón de su hijo, se sirvió para darse media vuelta. Desapareció con su enorme rabo entre las patas.

Sonreí sentado tras mi mesa. Lo había encontrado. Ahora le tenía cerca, demasiado cerca. Apoyé los pies sobre la mesa y mi cabeza comenzó a idear la forma de recuperarle utilizando — esta vez a propósito—su don con la eléctrica. Pensé en la última frase que lanzaba al aire la gran heroína del séptimo arte. Una frase que levantó con rapidez mi ánimo para volver a llamar a mi electricista: "A fin de cuentas, mañana, será otro día".

Y fue otro día. Provoqué un apagón en mi propia casa. Nada serio.

Le llamé. No tardó en presentarse. Me sonrió bajo el marco de mi puerta.

Levantó su sucia caja de herramientas a la altura de su erección bajo su mono azul.