Cama fría

Este es el primer intento de relato erótico que escrib y necesito opiniones por favor.

El día que Paula conoció a Mario sintió que conectaron. Quedaron varias veces para ir al cine, cenar y tomar una copa. Luego él la acompañaba a su casa y dentro del coche hacían que la temperatura se elevara a pesar de estar en pleno invierno. Paula prefirió no cometer los mismos errores de siempre y evito el sexo hasta estar segura de sus sentimientos, así que ambos acababan con una desazón que terminaría por causarles una combustión interna.

No pasó más de dos meses cuando estaban enamorados y decidieron llegar al siguiente nivel. Esa primera vez, aunque algo decepcionante para Paula, se quedó grabada en su memoria y cuando la recordaba sentía una ternura especial por Mario. Tantas citas desando ese instante que cuando llegó pasó tan rápido que Mario, tartamudeó varias excusas mientras recobraba fuerzas y, volvió a empezar. Paula se negaba a pensar que entre dos personas en la que existía esa complicidad carecieran de química en la cama.

Siempre que se veían acaban acostándose. Repetían si hacía falta. Y en alguna ocasión pasaron el día en la cama, levantándose sólo para ir al baño, comer algo o cambiar de postura. Arriba, de lado, por detrás, a la inversa… De tanto insistir consiguieron transmitir parte de ese entendimiento al sexo.

Mario prefería la tranquilidad, por lo que Paula cambió su personalidad aventurera por una vida casera y dejó sus amistades de juerga entre las que se encontraba Lucía, una amiga de la infancia que llevaba la fiesta tatuada en la cara. Mario dirigió sus vidas de tal forma que compraron una casa y organizaron la boda. Paula trataba de reprimir la fiera que llevaba dentro cuando discutían y aprendió a controlarlo hasta convertirse en una gata mansa. Gracias al amor superaron las crisis.

Quizá no tuviera sentido que tras diez años juntos, aunque ya no quedaba mucho de esa complicidad del principio o de la pasión, siguieran queriéndose. Paula estaba cómoda con él y no sabía por dónde empezar sin alguien que la guiara, Mario, por su parte, sabía que nadie le aguantaría como su mujer.

El sexo se redujo a unos encuentros casi programados y sin florituras.

La fidelidad era algo sagrado para ambos a pesar de no quedarles motivos para conservarla, aunque cada vez que hacían el amor, Paula le ponía los cuernos con la mente. Fingía que Mario era otro, pero, por mucha imaginación que tuviera, la falta de técnica de él no se podía disimular.

Una noche Paula salió a una discoteca con sus compañeras de trabajo y encontró a su amiga Lucía.

-¿Cuánto tiempo sin verte? –dijo Paula.

-Desde tu boda –dijo Lucía.

-Sigues igual, ¿no tienes pareja?

-La ciudad es mi compañera y la noche mi vestido de gala –dijo sonriendo y moldeando su silueta de treintañera bien conservada.

-Cómo te envidio –murmuró Paula.

-Estoy tomando unas copas con unos amigos –dijo señalando a un reservado donde se encontraban dos mujeres tan despampanantes como Lucía y cuatro hombres, que parecían ejecutivos, sin corbatas y alguno sin chaqueta-, ven conmigo y revivamos los viejos tiempos.

Paula no pudo resistir la tentación. Necesitaba saber cómo sería su vida si no estuviera casada.

Sobre la mesa había una de botella del whisky más caro para ellos y cócteles para ellas. Las joyas de las chicas no parecían imitaciones de mercadillo y los Manolos Blanihck eran tan auténticos como la silicona de sus pechos. Todas, incluida Lucía, parecían modelos del Vogue. Pudo leer Armani en la etiqueta de una de las chaquetas de ellos, las camisas marcaban sus músculos y por los cinturones de los pantalones no sobresalía ni un gramo de grasa. Ellos le dieron un único beso en la mejilla a la vez que la agarraban por la cintura como si palparan un melón para saber si está maduro, pero lo hicieron con tanto disimulo que Paula no se percató.

Pasados unos minutos ya no recordaba sus nombres. Ellos las llamaban: guapa o preciosa; y ellas les decían: cielo o cariño. Él único que no entraba en aquel juego de palabras era Roberto que estaba tan perdido como Paula. Los hombres decían cosas al oído de la chica que tenían más cerca o sentada sobre sus rodillas, hubo caricias furtivas a los traseros que no importaba si era de una o la otra, y besos cargados de un deseo al que Paula no estaba acostumbrada. Roberto y ella miraban aquellas escenas desde un rincón como el que observa un espectáculo fantástico.

Paula empezaba a relajarse cuando vio a Sandra, una de sus compañeras, acercarse.

-Nos vamos –dijo Sandra.

-Yo me quedo –dijo tras dudarlo unos segundos.

-Quedamos que dormirías en mi casa y tengo tu bolsa de viaje –insistió mirando de reojo a Lucía.

-No pasa nada –dijo esta vez sin titubear.

Sandra desistió y se fue.

Varios cocteles más tarde Paula estaba integrada en el grupo. Todos los amigos de Lucía bailaron con ella y rieron sus bromas. Incluso Roberto acabó cediendo a la diversión de Paula.

Estaba bailando pegada a Roberto una canción que describía lo que hacer a una mujer desnuda y él la tarareaba en su oído. El aliento sobre su piel la hizo estremecer. Roberto deslizó la mano por debajo de la cintura de Paula. Ella contuvo la respiración al sentir una creciente humedad donde no debía tenerla. La besó. Sintieron una sacudida que subió desde el estómago hasta sus labios. Cuando se retiró, Paula dio media vuelta y Roberto se quedó plantado sin saber qué hacer. Ella recogió su bolso del reservado donde estaba Lucía entretenida haciendo manitas por debajo de la ropa con uno de los hombres. Salió con la vista fija en el suelo.

Estaba en la calle pensando qué hacer, ya que Mario no la esperaba para dormir y Sandra se había marchado. Lloró por culpabilidad y por rabia. Buscó dentro del bolso el dinero que le quedaba.

-No tengo ni para un bus –murmuró entre dientes.

-Perdoname por lo del beso –susurró Roberto detrás de ella.

Paula giró con el corazón paralizado. Él se quitó la chaqueta y, al pasarla por los hombros de ella, Paula fue consciente que estaba tiritando. Imaginó que aquella chaqueta eran los brazos de Roberto estrechándola con fuerza.

-¿Amigos? –dijo limpiando las lágrimas de ella con sus dedos.

-Lamento haber montado un espectáculo –farfulló a la vez que se obligaba a calmar los nervios.

-Ha sido culpa mía. Demos un paseo –dijo él sonriendo y metiendo las manos en los bolsillos de sus pantalones.

Caminaron mientras ella habló de su vida a grandes rasgos, pero con verdades que pesaban como losas sobre su conciencia. Roberto le contó que estaba allí en un viaje de negocios y la enseñó su anillo de casado. Al parecer sus compañeros estaban acostumbrados a llevar una doble vida, pero él nunca lo había hecho.

-Eres especial, por eso te besé –dijo mirándola a los ojos.

Paula sintió que algo se revelaba en su interior. Le besó. Un éxtasis enloquecedor la cegó. Pensó en Mario, pero como si pareciera un sueño y Roberto fuera el único real.

En la habitación, del hotel de Roberto, Paula dejó de temblar. Disfrutó de cada instante. Él se deleitó con cada centímetro de cuerpo que desnudaba y la hizo sentir más deseada que nunca. El tacto de sus pieles desnudas crearon chispas invisibles, los envites de él provocaron terremotos en las habitaciones contiguas, sus gemidos se alzaron como el canto de dos tenores y las caderas de Paula se movieron y giraron como jamás lo habían hecho. La habitación alcanzó la temperatura del cráter de un volcán. Pasaron el resto de la noche hablado y haciendo el amor, dormitaron unos minutos y volvieron a empezar hasta que no pudieron más.

Paula extendió el brazo para buscarle. No había nadie. Abrió los ojos creyendo que lo había soñado. La habitación estaba vacía. El armario mostraba las perchas desnudas, nada sobre la cómoda, nada en la mesilla. Encima de la almohada, que conservaba el olor de Roberto, había un sobre con el nombre de Paula escrito.

Paula agradeció que Roberto se hubiera marchado porque estaba segura que habría acabado enamorándose de él. Cogió la carta. Respiró hondo para contener las lágrimas. Al abrir el sobre sintió que el techo se iba desplomar. Lo tiró al suelo como si fuera una bomba. De un brinco estaba en pie y, a medida que encontró la ropa, se vistió. Desde la puerta echó un vistazo para cerciorarse que no olvidaba nada. Al lado de la cama estaba el sobre con los billetes desparramados y una hoja con algo escrito entre medias. Vaciló unos segundos antes de coger la nota: “ Sé que no eres así, pero ha sido una de las mejores noches de mi vida. Perdóname. Roberto .”

-Joder –murmuró después de contar el dinero.

La carcomía la rabia de que la hubiera tomado por una puta, y sabía que si cogía el dinero eso es lo que sería, pero…

-Para que se lo quede otro –susurró guardando el dinero.

Cogió un taxi y fue a casa de Sandra para buscar su mochila.

-¿Dónde has dormido? –preguntó Sandra.

-En casa de Lucía –dijo sin mirarla.

-Supongo que no debo decírselo a Mario –dijo con perspicacia. Paula se encogió de hombros-. No mientas y tápate el chupetón del cuello.

Paula entró corriendo al baño con ojos desesperados y la cabeza a punto de estallar. Buscó en el cuello la marca de su pecado. Sandra la siguió.

-No tienes nada, pero ahora sé la verdad –dijo Sandra con tranquilidad-. Puedes hacer con tu vida lo que quieras, pero me has defraudado como amiga.

Paula comenzó a llorar y la narró lo ocurrido. Sandra comprendió por qué no la había contado nada.

-Tomátelo como un descanso remunerado del matrimonio, pero ten más cuidado con tus amistades –concluyó Sandra.

Paula regresó a su casa. Ella creía que Mario sabría que era una adúltera porque debía llevarlo escrito en la cara o algo así, pero Mario no se enteró de su affaire.

Apenas durmió durante los siguientes días pensando en cómo había llegado a la situación en la que un hombre se hubiera planteado que ella podía ser una prostituta. El viernes decidió telefonear a Lucía para hablarlo con ella. Pidió a Sandra que la cubriera ante Mario y aceptó de mala gana.

El bar tenía una decoración chic y la carta de los precios sirvió para que Paula se hiciera una idea de qué clase de clientes tenía el local, y ella no cumplía los requisitos. Lucía estaba frente a ella cuando trajeron la tercera ronda precedida por conversaciones banales.

-¿Sabes lo que pasó con Roberto? –dijo Paula al fin.

-Recibí una llamada de Fernando, el amigo de Roberto, para comentarme que debía ficharte –dijo como si estuviera hablando de una transacción de negocios.

-Yo no me prostituyo –dijo sin acritud.

-Pues deberías planteártelo. El grupo de Fernando sabía que tú no estabas en el lote y era así porque Roberto nunca folla y no quiere compañía. Yo le admiraba por ser un hombre fiel, pero… –explicó cruzándose de piernas a lo Sharon Stone.

-Si sabía que yo no era una pu… -se calló para no ofender a Lucía.

-Puta, no te cortes.

-¿Por qué me pagó?

-Para limpiar su conciencia, supongo. Algunos de mis clientes consideran que acostarse con una prostituta no es una infidelidad, puesto que no hay connotaciones sentimentales.

-A eso le llamo hipocresía.

-Yo inversión segura –añadió riendo-. Siento lo que hizo Roberto, pero nadie te obligó a follar con él. ¿Por qué lo hiciste?

-Llevo muchos años casada y la pasión del principio la debí lavar a noventa grados con la ropa de color porque ha encogido.

-En este trabajo vivimos de pasiones y, si eres tan buena como dice Fernando, puedes hacerte con una clientela fija.

-¿Y Cuándo me acueste con Mario debo tomarlo como una obra benéfica?

-Eso es –asintió Lucía riendo.

-No podría –dijo Paula creyendo que ella no tenía la elegancia ni la belleza de Lucía y sin darse cuenta que ambas parecían el mismo reflejo sacado de una revista de moda.

-Chica, podrás olvidarte de apuros económicos y hasta de tu marido –dijo Lucía guiñando un ojo.

-Quiero a Mario.

-Ningún matrimonio es perfecto. Cuando a unos les falta comunicación buscan a una amiga para esfogar y cuando es el sexo lo que va mal tienen un amante. En tu caso es obvio de lo que careces.

-Las broncas son diarias y el sexo ni lo menciones, pero mientras haya amor –aclaró Paula para auto convencerse.

-A la mierda el amor, no es práctico. Además, todos esos problemas al final acaban con él –dijo Lucía defendiendo su postura como si estuviera en un mitin-. Prueba una temporada. Tengo algunos clientes que, cuando yo no puedo quedar con ellos, se los paso a alguna compañera. Para empezar te buscaré algo fácil. Todos son hombres adinerados que respetan los límites que ponemos. No por ser puta debes dejar que den por el culo si no quieres, aunque eso dé más dinero.

Paula vio acercarse un hombre trajeado y atractivo. Lucía se levantó. Él la besó en la mejilla y la sobó con disimulo el culo.

-Me voy –dijo Paula levantándose.

-Puedes quedarte, pagaré el doble –dijo él desnudándola con la mirada.

-No está de servicio, cariño –intervino Lucía-. Chica, piensa en lo que hemos hablado –murmuró.

Tras pensarlo decidió probar suerte. Le dijo a Mario que se iba a apuntar a clases de inglés. Su marido puso mil pegas: espero que no lo dejes a medias; más vale que no nos cueste mucho el capricho…

Pero para comprar unas llantas de la ostia si tenemos, ¿verdad? –le recriminó mentalmente Paula, pero mantuvo la mirada impasible y agachó la cabeza porque sabía que ponerle los cuernos no tenía excusa. Le dio, a Mario, un beso antes irse, que miraba en el ordenador videos de coches.

-Recuerda, Sr. Morano. A este cliente le gusta llevar la voz cantante, así que debes ser complaciente. Sal y entra de la habitación con la ropa de guerra, ya te cambiarás en el coche –le explicó Lucía por teléfono.

-Puede verme cualquiera –repuso.

-Tómalo como otra obra de caridad, le vas a alegrar el día al tío que te vea las tetas –bromeó.

-No sé si podré –dijo con un nudo en la garganta.

-Este cliente es muy bueno follando y está como un tren, creeme. ¿Recuerdas el precio?

-Sí –dijo casi sin voz.

-Todo saldrá bien.

Tardó más tiempo en maquillarse del que calculó, pues la temblaba el pulso y llegó a soltar alguna lágrima. Al final consiguió un aspecto recatado que acentuó sus labios carnosos y las sombras de los ojos ocultaron el miedo. Entró en el hall pensando que todos sabían que era una puta.

El recepcionista la miró con indiferencia.

-Busco al Sr. Morano –dijo más seria de lo que pretendía y él respondió con parsimonia.

Cuando entró en el ascensor la temblaban las manos. Repitió una y otra vez el número de la habitación para no olvidarlo. Cuando el ascensor paró el estómago de Paula quiso salir por la boca. Caminó por el pasillo con las mismas emociones que sintió cuando perdió la virginidad: excitación y miedo. Encontró la puerta. Hizo un rápido inventario de la ropa, agitó su melena y dio unos golpecitos con los nudillos.

Oyó unos pasos que se detuvieron al otro lado de la puerta. Su corazón latía como si fuera una caballería. Pensó en Mario y comprendió que debía elegir su futuro: cruzar esa puerta o volver a la otra punta de la ciudad.

Abrió un hombre que parecía un modelo, vestía un traje oscuro, su olor creó una nebulosa que la envolvió y la amabilidad de su sonrisa le hizo irresistible.

-¿Me esperabas? –ronroneó Paula al entrar y cerró la puerta.