Calor, fútbol, amigos y desenfreno.
Una encerrona de Mario hace que el juego de la exhibición llegue más allá de lo que nunca antes hubiésemos imaginado.
Aquel fin de semana el calor era horrible. Apenas había entrado el mes de junio, pero la temperatura que llevábamos días padeciendo hacía que las tardes se volviesen poco más que una tortura. A pesar de ello, como el causante de aquella calima insoportable era un sol radiante que nos regaba con sus rayos casi a diario, yo había decidido aprovechar la coyuntura para conseguir un bronceado prematuro que me permitiese llegar al verano con parte del trabajo ya realizado.
— Voy a ver el partido —anunció Mario desde el pasillo.
—Vale, ¿con quién vas? —le pregunté saliendo del dormitorio.
Aparecí vestida con mi biquini rojo, uno minúsculo que solo me atrevo a usar cuando estamos de vacaciones, lejos de las miradas de posibles conocidos que se crucen con nosotros en cualquiera de las playas cercanas a nuestro domicilio. Es un pedazo de tela tan escueto, que mis pechos se sujetan prácticamente solo por los pezones, y la braguita… Bueno, la braguita consiste en un pequeño triangulillo sostenido en perfecto equilibrio por tres hilos de tela, y solo válido para pubis perfectamente depilados. Las últimas tardes de semana al sol habían conseguido que empezara a notarse en mi piel un bronceado bastante más generoso de lo que podría haberme imaginado en un principio.
Mario se quedó clavado en el pasillo mirándome de arriba abajo. Era la primera vez desde el verano anterior que me veía vestida con esa prenda.
―¿A dónde vas así? ―me preguntó un tanto asustado.
―A tomar el sol ―le respondí como si eso fuese lo más coherente en un apartamento del centro.
Su respuesta fue una cara de mayor perplejidad aún. Yo le sonreí y me acerqué un poco a él.
―Voy a la terraza, bobo, quiero aprovechar estos días tan buenos que está haciendo. Así, cuando llegue el verano, ya estoy bien morenita. Mira, ya se me nota un poco.
Retiré con dos dedos uno de los lados del biquini, y dejé que el pezón saliese libre por detrás de la tela. Se podía distinguir una pequeña aureola ligeramente más clarita alrededor, justo por la zona que tapaba la prenda. Pude notar una chispa de excitación en la mirada de Mario, y decidí un poco más allá. Sin taparme ese pecho que acababa de dejar al descubierto, hice lo mismo con el triángulo de la braguita.
―Mira, aquí también se me nota ―declaré dejando al descubierto el pequeño hilillo de vello púbico bien perfilado que siempre me gusta dejar cuando me depilo.
―Joder, qué buena estás ―dijo Mario acercándose más a mí.
Me cogió por la cintura, me atrajo hacia él, me dio un beso en los labios, muy húmedo, y con la mano izquierda me agarró con fuerza el pecho que tenía al aire. Su respuesta en forma de erección detrás del pantalón fue instantánea, y la mía también, porque nada más sentir su mano apretando mi pecho, un chispazo recorrió todo mi cuerpo de arriba abajo, y se me escapó exhalado por la garganta en forma de suspiro.
En ese momento se escuchó sonar en la cocina el timbre del portal.
―Mierda, tengo que irme ―declaró Mario con hastío.
―¿Estás seguro? Es solo un partido ―le pregunté apretándome contra él al tiempo que me desabrochaba el biquini y lo dejaba caer en el suelo, quedándome con ambos pechos al descubierto.
―Si joder, tengo que ir ―parecía que se estaba enfadando―. He quedado con Ángel, un amigo de la universidad que hace más de cinco años que no veo. Vive en Valencia y ha venido con su novia y otra pareja a pasar unos días.
―¿Has quedado en plan parejitas y no me has dicho nada? ―le pregunté con retórica y dando un paso atrás, segura de que ya no íbamos a seguir avanzando por ese lado.
―Anda, boba, he quedado solo con ellos. Las novias se han ido de compras, o algo así.
―Ah, vale. Pues tú te lo pierdes ―afirmé―. Es más, como tú no quieres esto ―dije señalando mis pechos con las manos―, voy a salir así a la terraza, a ver si le alegro la tarde a algún vecino.
Era casi imposible, porque vivíamos en un séptimo y salvo que alguien estuviese arreglando el tejado del edificio de enfrente, una vez en echada en la tumbona, nadie podría verme; pero es que me encanta provocar a Mario.
―No se te ocurrirá ―dijo él.
―¿Qué no? ―pregunté desafiante―. Mejor así.
Y con las mimas, me quité la braguita, muy despacio, y la dejé también el suelo. Su cara era un poema. Después, completamente desnuda me di la vuelta, y eché a caminar hacia el salón, donde está puerta que accede a la terraza. Justo cuando la alcanzaba, se volvió a escuchar el timbre del portal.
― ¡Mierda! ―exclamó Mario desde el pasillo.
Y a continuación oí como la puerta de la calle se cerraba de un portazo.
Me quedé un tanto planchada, desnuda frente a la puerta de la terraza y con un pequeño cosquilleo en la entrepierna. Y entonces, quizás algo frustrada por no haber conseguido retener a Mario, abrí la puerta con decisión y salí a la terraza. El sol apretaba con fuerza, pero una brisa suave que me acarició con placer la piel nada más poner un pie en el exterior, provocó que me quedara estática durante unos segundos, contemplando desnuda el mar de ventanas que se abrían en los pisos más bajos de los edificios del alrededor, sin importarme, o más bien sin darme cuenta, de que cualquier persona, seguramente conocida, que se encontrase oculta detrás de una cortina, podría estar viéndome allí parada tal cual me trajo Dios al mundo. El ruido de una persiana que se subía en un piso cercano me sacó del ensimismamiento, y con agilidad alcancé la tumbona y me eché en ella, ocultando mi cuerpo así detrás del murete de la terraza.
No debían haber pasado ni veinte minutos, cuando un sonido extraño proveniente del salón de mi propia casa me llamó repentinamente la atención. Tardé unos segundos en distinguir de qué se trataba, pero cuando lo hice, enseguida me di cuenta de que lo que sonaba de fondo era la inconfundible retransmisión de un partido de futbol, que cruzaba la sala desde los altavoces del televisor y atravesaba la puerta de la terraza para llegar hasta mi posición en la tumbona.
―¿Qué está pasando? ―me pregunté a mí misma algo confundida.
Esta vez, consciente de que estaba desnuda, en lugar de ponerme de pie, salí de la tumbona, y acuclillada caminé hasta la puerta para poder mirar a través del cristal, y descubrir, cómo había supuesto, la televisión encendida emitiendo un partido de fútbol. Mario se encontraba dándole la espalda, mientras llenaba de whisky tres vasos vacíos que había sobre la mesita del salón. Al momento imaginé que en el sillón, aunque nada más que podía ver los pies de uno de ellos, estaban los dos tipos con los que él había quedado para ver el partido fuera. Y en el mismo instante que me daba cuenta de eso, mi cabeza se inclinaba hacia abajo para recordarme con pudor que me encontraba en cuclillas, con las piernas abiertas y completamente desnuda. Rápidamente lancé la mirada hacia atrás buscando algo que ponerme, pero la imagen de la tumbona solitaria en medio de la terraza me golpeó en la retina con saña. Después, volví a mirar a través del cristal de la puerta.
―Qué cabrón, ¿qué quiere que haga? ―me pregunté un tanto desesperada.
Estaba desconcertada, aunque no tardé mucho en darme cuenta de qué es lo que Mario pretendía. Y cuando caí en ello, aterrizaron en mi memoria las imágenes de los dos episodios similares que ya habíamos vivido juntos. Uno con los jardineros en la casa de vacaciones, y el otro con aquellos desconocidos en un bar de copas. Sin embargo, en esta ocasión había una enorme diferencia con respecto a las otras. Esta vez, era él quién había forzado la situación y además, lo había hecho habiendo actores conocidos de por medio, al menos para Mario. Lo curioso es que eso, en lugar de molestarme, hizo que de pronto creciera en mi interior una excitación mucho más impetuosa que en las ocasiones anteriores, y casi de manera inconsciente, mientras contemplaba escondida como mi chico llenaba los vasos de whisky mientras charlaba con dos tipos a los que yo no podía ver, mi mano se coló entre mis piernas y comencé a acariciarme la vagina. Estaba chorreando.
Me puse en pie y me di cuenta de que la excitación que tenía era tan grande, que me temblaban las rodillas. Eché la mano a la manilla de la puerta, cerré los ojos, respiré con profundidad y entré en el salón con paso decidido.
—¡Mario! —exclamé al estar dentro de casa.
El tiempo se detuvo en ese preciso instante. Los tres, que charlaban entre ellos distraídos, Mario de pie como estaba justo terminando de llenar los vasos, y los otros dos, sentados en nuestro sofá, esperando por la bebida con el partido puesto de fondo, se giraron hacia mí, y con cara de estar viendo un fantasma se quedaron embobados contemplándome allí quieta, desnuda, con los brazos caídos en los costados y la cara de sorpresa más real que fui capaz de interpretar.
—¡Laura! —exclamó Mario haciéndose también el sorprendido—. No sabía que estabas en casa—mintió.
—Pero, ¿no ibas a ver el partido fuera? —pregunté sin moverme un milímetro para tapar mi cuerpo.
—Sí, pero había mucha gente en el bar. Hemos venido a verlo a casa —respondió sin hacer ningún comentario acerca de mi estado—. Ven, que te presento.
—Pero… Espera que me ponga algo, mira como estoy.
—Qué más da, mujer. Total ya —añadió sonriendo—. Aquí somos todos de confianza.
Se acercó a mí, me cogió de una mano, y me arrastró hasta el centro del salón. Yo me dejé llevar como si flotara en el aire.
—Mira, este es Ángel, el amigo del que te hablé.
El tal Ángel era un moreno musculado de más de un metro noventa que no dudó un segundo en ponerse en pie y acercarse a mí para darme dos besos en las mejillas. Besos que fueron más largos de lo que dicta la estricta cortesía entre desconocidos, y que le dieron el tiempo suficiente para acariciarme las caderas con sus enormes manos, atrayéndome hacia él y provocando el roce de mis pezones con la tela de su camiseta de tirantes. Los tenía tan duros que hasta me dolían. Pensé que podía haberle roto la camiseta con solo moverme unos centímetros hacia un lado.
—Y este es Luis, su amigo —dijo Mario señalando ahora hacia el otro que seguía sentado en el sofá.
El segundo en discordia se puso también en pie. En este caso se trataba de un chico más normal en apariencia, algo más maduro que el propio Ángel, de estatura parecida a la mía y bastante delgado, pero que vestía con elegancia unos tejanos azul claro y una camisa de hilo remangada hasta los codos que le hacían resultar bastante atractivo. Se acercó despacio a mi altura, sin poder evitar lanzar la mirada de arriba abajo por todo mi cuerpo, y me dio también dos besos en las mejillas, en este caso algo más recatados que los de su amigo.
—Encantada —dije mirando hacia ellos de manera alternativa—. Bueno, ahora iré a ponerme algo, estas no son formas de andar por casa cuando tienes invitados —sonreí apartándome un poco hacia atrás para volver a ofrecer una perspectiva más amplia de mi anatomía, ahora que estaban los tres de pie en el medio del salón.
—Cómo tú quieras —apuntó Ángel sonriendo y mirándome directamente a los pechos—. Estás en tu casa. Por nosotros no te preocupes —después bajó la mirada y la dejó posada sobre mi vagina desnuda.
Yo miré hacia Mario buscando una respuesta, pero lo único que encontré por su parte fue un gesto con los hombros. Un ademán con el que me decía que era yo quien debía decidir hacia dónde iba el guion de aquella película.
—Ahora mismo vuelvo —aseguré mirando hacia Ángel y lanzándole una sonrisa cargada de intenciones. Estaba como una moto.
Me giré, y muy lentamente salí del salón consciente de que los tres hombres se habían quedado enganchados en mi trasero mientras me alejaba. Ya en el pasillo, en un punto en el que no podían verme, apoyé la espalda contra la pared para no caerme desmayada allí mismo. En mi vida me había sentido tan nerviosa y excitada al mismo tiempo.
—Joder, ¿y eso? —escuché decir a Ángel una vez que salí del salón.
—Eso es Laura, mi novia —respondió Mario con tranquilidad—. Ya te había hablado de ella.
—Joder, sí. Pero no me habías dicho que estaba tan buena. ¿Tú la viste? —le preguntó a su colega—, ¿viste que tetas? Dios, si no estuvieses tú delante me la follaba aquí mismo —le dijo a Mario.
—Oye, que tienes novia —apuntó Mario.
Me quedé de piedra. Aquel tipo estaba diciéndole en voz a alta a mi chico que me follaría allí mismo, y lo único que a él parecía importarle era la infidelidad para con su novia.
—Ya, tengo novia, pero no es como la tuya. Si pudiera me la follaba ahora mismo —añadió.
No sé qué me pasó entonces, pero allí desnuda en el pasillo, saberme tan deseada aunque estuviesen hablando de mí como si fuese un simple trozo de carne, hizo que la excitación creciese en mi interior a un nivel desconocido para mí hasta ese momento. Y de la misma manera que antes en la terraza, mi mano derecha volvió a viajar sola hasta mi entrepierna, y tres de los dedos de esa mano se colaron en mi coño bien depilado y comenzaron a masturbarme allí mismo. No sé qué hubiese sucedido si alguno de aquellos tres chicos llega a salir del salón en aquel momento. No apareció nadie, y yo paré justo antes de ponerme a gemir como una loca, pero en el estado en el que me encontraba, aquello ya no había quién lo parara. Me reincorporé como pude, corrí hacia la cómoda de mi dormitorio, abrí el cajón inferior, y saqué un pañuelo semitransparente que uso en el cuello en primavera cuando refresca un poco. Lo doblé como pude, porque los nervios no me dejaban moverme con destreza, y me lo até a la cintura en forma de pareo. El problema fue que, lo até tan corto, que precisamente lo único que tapaba de mi cuerpo era eso, la cintura. Después, sin dudarlo ni un solo segundo regresé al salón. Cuando reaparecí, de nuevo desnuda de cintura para arriba y con una escueta tela colgando justo por encima de mi pubis, volví a ganarme la atención de la audiencia que había acudido al espectáculo.
—Parece que hayáis visto un fantasma —afirmé quedándome un rato de pie junto a la entrada—. Así estoy cómoda, total ya… —añadí parafraseando a Mario.
Después, cogí una silla de las de la mesa de comedor que tenemos en el salón y la acerqué al tresillo.
—Espera, siéntate tú aquí —apuntó Mario levantándose del tresillo. Se había sentado en medio de los otros dos.
—Qué amable —respondí sonriendo.
Esperé a que saliera él, y después pasé a ese lado de la mesa, y muy lentamente, me senté en el sillón entre los dos chicos invitados. Nada más hacerlo, noté como Ángel se desplazaba unos centímetros para apretar ligeramente su cuerpo contra el mío.
—¿No hay uno de esos para mí? —pregunté señalando hacia los vasos de whisky.
—Sí, claro —respondió Mario—. Coge el mío que voy a por otro vaso para mí.
No esperé a que saliera. Tomé el vaso, me lo llevé a la boca, y lo vacié de un solo trago. Noté como el efecto de la graduación del licor me rasgaba el pecho en su caída hasta el estómago, pero al instante, animada también por el coro de aplausos y vítores que surgieron cuando lo terminé, ese efecto se transformó en osadía, y claro, sumado al estado de excitación que llevaba conmigo, el cóctel que se formó en mi interior fue una bomba de relojería.
—Ponme otra anda —le pedí a Mario—.
Él volvió a llenar el vaso y yo lo cogí de nuevo, aunque en este caso le di un sorbo más suave.
—Voy a por otro vaso —apuntó Mario.
Se puso en pie y salió del salón.
—¿Alguna vez te han dicho lo buena que estás? —preguntó con retórica Ángel, que lo tenía sentado a mi izquierda una vez que me quedé a solas con ellos.
—Anda bobo, no será para tanto —le respondí mirándole directamente a los ojos.
—Joder que no, dice.
Su mirada volvió a caer sobre mis pechos desnudos. Se notaba que estaba lanzado.
—Tienes unas tetas guapísimas —añadió sin dejar de mirármelas.
Me quedé callada unos segundos masticando el siguiente paso.
—Si te gustan, puedes tocarlas—dije de pronto, consciente de que en cualquier momento regresaría Mario de la cocina con el vaso. No me importaba.
El tipo no lo dudó un segundo. Casi sin que me diese cuenta, su manaza cayó sobre mis dos pechos al mismo tiempo, y comenzó a estrujármelos con fuerza. A mí se escapó un suspiro que pareció ser el pistoletazo de salida para algo que ya no había forma de parar, porque al momento, sin dejar de acariciarme los pechos, se abalanzó sobre mí y comenzó a besarme en los labios con desenfreno. Y en ese mismo instante en el que Ángel empezaba a besarme, noté como la mano del otro se colaba entre mis muslos y empezaba a frotarme el clítoris como si quisiese gastarlo con sus dedos.
No sé cuánto tardó Mario en regresar con el vaso, pero debió de ser mucho, porque cuando me percaté de su presencia, estático y sonriente bajo el marco de la puerta del salón, yo me encontraba de rodillas en el sofá, con la polla de Luis penetrándome el coño con fuerza por la espalda mientras me sujetaba por la cadera con el culo levantado, y la de Ángel, que por cierto la recuerdo enorme en la misma proporción que el resto de su anatomía, entrando y saliendo de mi boca.