Cálida como las Nieves (3) La habitación caliente

Carla está como hipnotizada cuando ve a su amiga Nieves desnuda. Unas emociones que pasaran de la vista al tacto, y que sólo son el preludio de la segunda noche que pasarán juntas.

[ Es la tercera parte del relato “Cálida como las Nieves”. Las dos amigas se vuelven a encontrar después de la segunda jornada del encuentro universitario al que asisten. El deseo y la sensualidad vuelven a aflorar, y la comunicación sin palabras, cada vez es más potente dejando el camino abierto a formas no verbales de hablarse. ]

Continuación de “Cálida como las Nieves (2) A oscuras”

/…/

No oí el despertador

—¡Venga! ¡Corre! Que se nos ha hecho tarde, te has de levantar ahora mismo —iba diciendo Nieves que había saltado de la cama y me había dejado medio destapada.

Yo continuaba con los ojos cerrados, pero empecé a notar el frío intenso de la habitación. Un frío que me hizo volver a taparme con las mantas. Decidí quedarme así un momento, solo un segundo más. De fondo oía el ruido de la ducha.

No había más remedio, me tenía que levantar. La idea de entrar en el baño y ver, por primera vez, a Nieves desnuda, fue lo que me sacó de la cama.

Casi tiritando abrí la puerta del baño, y allí estaba Nieves envuelta en una gran toalla blanca, y secándose la cabeza con otra más pequeña. Al parecer el segundo había durado algunos minutos.

—¡Va! que nos retrasamos, yo me visto, voy bajando y pido el desayuno para las dos ¡Corre!

Bien, al menos ella sí me había visto desnuda, pero no noté que con las prisas o el frío se emocionara mucho.

Me metí en la ducha, y el agua caliente me hizo reaccionar. Solo agua, no había tiempo para más. Mojando el suelo, salí, tomé las toallas, y volví a la habitación justo cuando la puerta se cerraba. Tampoco era tan tarde… Me vestí con una toalla en la cabeza todo el rato, luego me medio peiné, i, finalmente, cogí los papeles para la sesión de hoy.

En el comedor, Nieves me esperaba sonriente en una mesa de dos y con el desayuno a la francesa ya preparado.

La madamme del hotel que sabía que yo hablaba francés, siempre solícita, preguntó:

Tout va bien ?

—Le respondí que sí… salvo que hacía mucho frío.

Oh, pardon, je n'ai pas allumé le chauffage —que no había encendido la calefacción.

Puso cara compungida y entonces, dijo dos frases muy típicas de su país, que a mí siempre me han hecho mucha gracia.

Je suis désolé —en todo caso nosotras éramos las que podíamos estar desoladas, o más probablemente, congeladas.

C'est dommage —“es una lástima”. Sí, claro, para nosotras.

Le traduje rápidamente a Nieves que se lo tomó mejor que yo, poniéndose a reír

Se nos había pasado el despertador, pero todavía llegaríamos a la hora si nos apresurábamos un poco. Salimos rápidamente del hotel, y caminando deprisa nos dirigimos al instituto.

No me di cuenta hasta que nos paramos en un semáforo. Un “f eu rouge ”, fuego rojo, dicen los franceses. Con las prisas, ninguna de las dos nos habíamos puesto los guantes, y estábamos caminando cogidas por la mano. Impulsivamente, con este pensamiento en la mente, antes de que el semáforo se pusiera verde, la besé en los labios.

Y todavía ponía cara de felicidad cuando nos separamos para ir a nuestros respectivos grupos.

❀ ❀ ❀

Al salir, después de la sesión de tarde del encuentro de estudiantes, fue Nieves la que me besó, delante de todo el mundo. La vergüenza que hubiera sentido un mes antes, ahora ya no existía, pero pensando fríamente, el “todo el mundo” eran una serie de chicos y chicas de culturas diversas que probablemente no volvería a ver nunca.

—No voy a ir al concierto, ya he dado una excusa— le dije.

—Pensaba que te gustaba y que querías ir.

—Sí, pero hay algo que todavía me gusta más —y nos volvimos a besar, esta vez con rosca, en plena calle. Nadie se fijaba en nosotras.

Volvimos hacia el hotel, una vez más, tomadas de la mano, paseando lentamente por el centro de la ciudad, y deteniéndonos en algunos escaparates, especialmente los que ofrecían productos distintos a los que se pueden encontrar en nuestro país.

Cenamos temprano, justo al llegar al hotel y sin subir a la habitación. Nieves me estuvo tocando con el pie todo el rato. Yo le sonreía y pensaba:

»Aquí soy yo la que no tiene experiencia, pero ahora es ella la que está nerviosilla.

Y me sentía orgullosa de gustarle, y le devolvía sus caricias por debajo de la mesa con sonrisas. De repente le solté:

—¿Te has fijado que todavía no te he visto desnuda?

—Sí, ahora que lo dices. No te preocupes, ahora te podrás desquitar…

Subimos lentamente los dos pisos de la vieja y algo oscura escalera. Cuando llegamos a la puerta, me di cuenta que tenía a Nieves agarrada con la mano derecha. Nos echamos una mirada de complicidad, y ella abrió la puerta.

El panorama visual era el mismo que el día anterior. Pero había algo muy distinto. Sí, había calefacción y al parecer había estado en marcha todo el día, realmente hacía calor.

Dejamos los papeles y las bolsas en la mesa, los anoraks en el armario y entonces Nieves me tomó por pos hombros y me llevó al centro de la habitación, que quedaba bastante amplio a pesar del tamaño de la cama. Me hizo un leve gesto de silencio, se separó un poco de mí, y con un pie, se quitó el zapato del otro, sin desabrocharlo.

Sentí un escalofrío. Estaba como paralizada mirándola intensamente porqué sabia lo que vendría. La mirada, algo autoritaria de Nieves, muy claramente me decía que debía permanecer quieta. Luego el otro zapato con el otro pie. De una patada los mando cerca de la cama. Hice un gesto de descalzarme también, pero la mirada que hablaba, me dijo que no, que me quedara quieta y pasiva.

Entonces se empezó a sacar lentamente el jersey. Muy despacio. Primero apareció su ombligo, luego un poco de estómago. Se giró y le vi aquella zona del cuerpo que yo llamo la “lunita”, la parte de la cintura por la espalda donde está de moda hacerse tatuajes. No era el caso de Nieves. Siempre me ha atraído mirar allí, en verano naturalmente que es cuando queda al descubierto con las camisetas cortas. A veces, se ven las bragas o el tanga, aunque no es cierto lo que cuenta mi padre de que una vez vio a una chica que llevaba los pantalones tan bajos, que mirando por allí —mira por donde, le he heredado esto, debe estar en los genes—, a parte del tanga le vio los calcetines.

Nieves se contorneaba mientras se iba subiendo el jersey a rayas de colores. La piel que veía era bastante más morena que la mía. Dejo al descubierto sus sujetadores de color crema, y por un largo rato quedó con la cabeza oculta dentro de la lana mientras daba vueltas lentamente. Cuando apareció su cara, la expresión era la misma que la que hacen los bebés cuando, jugando al escondite, ven aparecer el rostro de su madre. Jugó un instante con el jersey dentro de sus brazos que estaban en alto, y, finalmente, la prenda voló hacia la cama.

Los movimientos sensuales no cesaban y me tenían embelesada. Aleteó los brazos, hizo pasos de danza, se inclinó, dio vueltas y finalmente quedó de espaldas a mí. Entonces aparecieron sus manos desabrochándose el sujetador. Instantes después volaba hasta la cama.

Se giró lentamente, muy lentamente. Los pechos de Nieves eran muy redondeados, no muy grandes y con los pezones pequeños pero muy oscuros. No le pude ver marcas del bikini. Seguramente hice un gesto como para abrazarla, pero una vez más, una mirada y una sonrisa me lo impidieron. Miles de veces había visto pechos: de mis compañeras cambiándonos en el gimnasio, la piscina o en casas de colonias, también de multitud de chicas y señoras anónimas en la playa, pero ahora era distinto, ahora los podía mirar sin disimulo ni rubor. Es más, me los estaban enseñando para que los miraba. Y yo los devoraba, viendo como vibraban al saltar ella, recordando ayer, cuando los tuve en mis manos, aquella suavidad, pensando que muy pronto los besaría, los chuparía, los notaría estremecerse de placer. Esta vez, veía unos pechos con unos pezones oscuros, que ayer se frotaron contra los míos y que, manifiestamente, ahora volvían a estar duros del gozo de mostrarse a mi vista. La visión de mi amiga desnuda de cintura para arriba me perturbaba ¿Cuantas veces había visto una chica así al cambiarse y la había deseado? ¿Cuantas veces me había masturbado en solitario pensando en esta imagen fugazmente robada sin que la destinataria de mis miradas hubiera jamás llegado a pensarlo?

Nieves bailó, saltó, se contorsionó quedarse parada, piernas algo abiertas, delante mío. Mis ojos, al contrario que mi boca muda por su sugestión, le contaban de mi deseo, de mis frustraciones pasadas, de las veces que había sentido placer, retrospectivamente, con esta escena que sabía que algún día vería. Sus manos, que estaban en la cintura, de dirigieron a la hebilla del cinturón. La soltaron. Luego bajaron la cremallera y volvieron a los costados. Entonces agarraron los pantalones y los empujaron hacia abajo, al mismo tiempo que unas braguitas bikini de color claro.

La danza sensual de Nieves continuó mientras desnudaba su vientre. Apareció su vello, abundante y concentrado, y los pantalones siguieron su camino hacia abajo, ya sin manos, por gravedad y los movimientos de las piernas. Cuando quedó con solo los calcetines puestos, de un chut digno de un delantero de primera división, envió pantalones y braguitas a la cama…

Volvió a danzar, a saltar, a hacer algunos pasos como los de la gimnasia rítmica pero sin los utensilios.  Con habilidad y sin parar, se quitó los calcetines que también volaron a la cama, quedando sus pies desnudos encima de la moqueta cálida de la habitación. Yo estaba totalmente embelesada mirando. De repente, se detuvo. Sus ojos continuaban diciendo que no me moviera, y sus manos avanzaron hacia mí. Estaba como hipnotizada, en un estado de total pasividad. Sudaba, tanto por las emociones como por la temperatura realmente alta de la habitación. Evidentemente no era la primera chica desnuda que veía, pero otras veces había sido fugazmente, o en una situación en la que no me atrevía a mirar a fondo. Los muslos y las caderas de Nieves formaban un óvalo, que se intuía perfectamente por encima de la ropa pero que ahora apreciaba en detalle. Los muslos estilizados y musculados, el vientre plano de una deportista. Y en el centro del óvalo, enmarcado por aquel pelo tan negro, su vulva palpitante que cada vez que abría las piernas se me mostraba acogedora. Cierto que anoche la había acariciado, ahora gozaba con la vista e imaginaba que pronto haría algo más que acariciarla con los deditos, haría como ella me hizo ayer a mí.

Cuando quedaba de espaldas a mí… La espalda fuerte con los omóplatos bien marcados, aquella piel suave sin marcas del biquini, aquellos dos hoyos en su parte inferior, justo donde termina la espalda, aquellos hoyos que a veces, en verano veía en alguna chica que iba con la camiseta corta por la calle, pero que sólo podía imaginar el resto de la escena, aquellas dos nalgas torneadas, continuación de sus muslos, pero abultadas y firmes sin ser demasiado grandes. Me moría de ganas de volverlas a acariciar, de volverlas a amasar, de notar el estremecimiento de Nieves cuando los dedos se volvieran a meter entre ellas explorando los puntos sensibles.

Nieves Se arrodilló, tomó uno de mis pies, y con suavidad me quitó el zapato y después el calcetín. Igual con el otro pie. Luego, se levanto y fue a por mi jersey, verde oscuro liso, muy aburrido comparado con el suyo. Y muy lentamente me lo quitó. Entonces me desabrochó los pantalones, también verdes de pana, y me los bajo lentamente. Toda la ropa siempre volaba a su destino, así nunca se alejaba ni distraía de mí. Quedé en ropa interior.

Llevaba unos sostenes negros, pequeños y ligeritos y unas braguitas algo más grandes que las de Nieves de color azul oscuro. No, casi nunca voy de conjunto, busco la comodidad y a menudo me pongo las primeras que salen. Hice un gesto como de bailar para imitarla, pero una vez más, sin palabras, me detuvo. Fue ella la que giró a mi alrededor para verme por todas partes. Y en uno de estos circuitos por la espalda, me desabrochó los sostenes, casi sin tocarme. Me los tomó por las tiras y sacó por los brazos. Volaron a la cama.

Entonces, Nieves se volvió a arrodillar, y mirándome a la cara sonriente todo el rato, me quitó las braguitas. Aunque ella sí me había visto antes desnuda unos instantes, por la mañana cuando entraba a la ducha, se levantó y giró a mi alrededor escudriñando cuidadosamente todos los detalles de mi cuerpo, en el trance en que me encontraba en aquellos momentos, era como si su mirada me acariciaba, de alguna manera la notaba en mi piel con inmenso placer.

Entonces, como si de una mentalista se tratara, me tomo por las manos, las agitó, y fue como si me despertara del sueño hipnótico, ya podía volver a hablar.

—Ufff ¡Qué bonito que ha sido! Nieves, eres maravillosa. Eres mi maestra del amor.

—La maravillosa eres tú —replicó Nieves—, y aquí no hay ni maestras ni alumnas, las dos enseñamos, las dos aprendemos, las dos damos y las dos recibimos…

—¡Bésame! —le dije casi suplicante.

Nieves me miró, otra vez sin palabras me mandó que esperara. Fue a su maleta y sacó algo. Era un reproductor de música, lo manipuló, y empezó a sonar no demasiado fuerte. Era rock clásico, quizás Elvis, rápido y con ritmo.

—Me gusta más que el pop —dijo como si se justificara.

Y empezamos a bailar. Movimientos de la pelvis la una delante de la otra, las manos se agarraban y se soltaban, los cuerpos, rozaban fugazmente, la agitación no cesaba, las dos al ritmo de la música.

Y otra canción, y otra. Segura que había preparado cuidadosamente la selección. Cada vez el ritmo era más rápido y más sincopado. No parábamos de bailar y empezamos a sudar. Yo soy harto patosa bailando, pero ahora no lo notaba, si dudaba, sencillamente la imitaba.

De repente, la música cambió, también era rock, pero ahora lento, con un ritmo marcado por el bajo que dominaba por encima de la melodía.

Nieves se aproximó, y me agarró. Era el baile próximo. Una mano en el hombro y la otra en la cadera. Los pechos casi rozando, y al final rozando del todo. Al cabo de tres o cuatro piezas ye estábamos agarradísimas, y besándonos al compás de la música, cada una con los brazos en la espalda o las nalgas de la otra. El sudor, facilitaba el baile, haciendo que los cuerpos deslizaran. Algunas veces me giraba, ella, desde la espalda, con las manos me agarraba los pechos y se refregaba. Luego invertíamos los papeles, para acabar otra vez de frente, continuando los besos.

Mucho, mucho rato estuvimos así. Hasta que se terminó la selección musical. Nieves rompió el silencio:

—¡Venga! Vámonos al baño, ya verás qué bien que lo pasaremos duchándonos juntas

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[ Dedicado especialmente a las lectoras que aprecian los sentimientos y vivencias que quiero comunicar. Una de ellas, me ha influido con sus consejos en un correo. Espero no haberla defraudado y, evidentemente, estoy abierta a todo tipo de sugerencias o consejos, de ella o de cualquier otra persona sensible ]