Calàbbria

Un muchacho de dieciocho años se siente atrapado en un pueblo rural y aburrido. La prolongación de esta situación le hará hacer cosas que jamás habría pensado.

C A L À B B R I A

I

Da igual lo importante que haya podido ser una familia, la caída, la decadencia, es un riesgo real. No importa llamarte Tommaso Dulbecco cuando se te condena a vivir en un pueblo deshabitado entre los estrechos valles calabreses. Antaño el apellido producía respeto en toda Italia, tanto por la Cosa Nostra o la Camorra como por los políticos, los carabinieri o la gente de a pie. Mis tíos Frank y Rocco junto con mi padre Giuseppe, el menor de los hermanos, se encargaron de que el apellido Dulbecco prosperara y fuera temido en todo el país. Nunca la ‘Ndrangheta , la mafia calabresa, había estado tan fuerte como en aquellos buenos años. Recuerdo perfectamente mi infancia en Milán, lejos del pueblo y del sur de Italia. Recuerdo las casas elegantes, los coches de lujo y el nivel de vida.

De todo eso, ahora que tengo dieciocho años, no queda nada. Un par de malas decisiones nos llevaron hace cinco años a tener que volver a nuestro pueblo natal, pobre y completamente envejecido. Manteniendo siempre un perfil bajo para no llamar la atención, siendo yo el más joven con diferencia de los escasos treinta habitantes del lugar. Los siguientes eran mis padres, Giusseppe de cuarenta y tres y Gianna de treinta y ocho. Ambos eran primos, pero la endogamia de segundo grado era bastante común por el sur, sobre todo en pueblos pequeños y más aún dentro de la ‘Ndrangheta, organización basada en los lazos familiares.

A mí no me quedaba ni la ilusión de las primas. Rocco estaba casado pero sin hijos y Frank tenía dos hijos varones mayores que yo, Antonio y Marco. El primero, de más de cuarenta años, estaba casado con Carmen, una mujer que con los años había, por lo menos, triplicado su peso. De Marco los rumores eran que era gay, pero eso era algo prohibido por nuestra sociedad. Yo siempre pensé que simplemente era feo, tonto y demasiado mayor. Probablemente víctima de las uniones entre primos durante generaciones. Que mi padre fuera el más joven, llevándose diez años con el segundo de los hermanos, Rocco, no ayudaba a que tuviera demasiadas cosas en común con mis primos. Más cercanos a los adultos a que a mí. El resto de habitantes del pueblo, tías políticas incluidas, no eran más que viejas o simplemente difíciles de mirar. Era normal que mi madre destacara de sobremanera en un ambiente así, más joven, sofisticada y atractiva. La que más se había impregnado de la moda milanesa.

II

—Hijo, en una hora me vas a ayudar a sacrificar un par de corderos, hoy vienen a comer tus tíos y la familia Pozzo.

Los Pozzo, otros viejos del pueblo. Entre todos ellos no debían sumar ni diez dientes sanos.

—De acuerdo, papá.

—Traedme también unas cuantas berenjenas del huerto —ordenó mi madre mientras terminaba de poner la mesa del desayuno.

Ese era el mayor plan de la semana, comida, alcohol y viejas historias. Todo en una extraña ceremonia, mezcla de viejas tradiciones mafiosas y costumbres pueblerinas aún más viejas. Pero yo sabía que todo aquello era una farsa. Desde que los hermanos Dulbecco cambiaron las pistolas por las azadas, la cocaína por los tomates, todo eso no era más que una solemne estupidez. No me extraña que ningún joven se quedase a vivir en aquel lugar. Ninguno excepto yo, claro, que tenía prohibido ir a ninguna ciudad medianamente importante e incluso casi salir de nuestros dominios. Lejos quedaban mis sueños de ir a la universidad, a Roma, a Milán o a España.

La comida transcurrió como era habitual, entre besamanos, alabanzas y risas. La mayor de los Pozzo reía ahora enseñándome su dentadura podrida mientras alzaba su copa de vino. El calor había hecho su primer acto de presencia pero la gente parecía no haberse dado cuenta, predominando aún los jerséis de lana e incluso algún pantalón de pana. Todos luciendo sus mejores ropas granjeras. Todos excepto mi madre, que el terreno algo pedregoso donde instalábamos la gran mesa de madera no la había privado de ponerse unos zapatos negros de tacón, elegantes y algo extremados. Al resto del conjunto le seguían unos vaqueros ajustados y una camisa negra.

Probablemente había dos deportes nacionales en el pueblo, seguir las andanzas del Crotone en la serie A italiana y mirar obscenamente a mi madre. Con el suficiente respeto para no llamar la atención de Giuseppe pero de manera claramente lasciva en ocasiones. Una vez de borrachera con mis primos, Antonio me confesó que probablemente se podría llenar una piscina olímpica con los fluidos obtenidos de las largas noches de onanismo que le había dedicado a mi madre. Bien, exactamente lo que dijo fue: “podríamos llenar la piscina de Catanzaro de leche con las pajas que me he hecho pensando en tu madre”. Intenté devolvérsela pero me pareció inverosímil decirle que yo me masturbaba pensando en la morsa de su mujer, así que decidí dejarlo pasar y hacer ver que no recordaba la escena debido al licor.

Ahora mi madre nos rellenaba las copas de vino, pude ver cómo los ojos de Antonio casi se salían de las órbitas. La camisa se abría más de lo debido al extender el brazo y Gianna dejaba a la vista buena parte de sus inmensos pechos, cortesía del cirujano Domenico Pace de Milán. En el seno izquierdo llevaba tatuada una rosa roja, aunque sospecho que mi querido primo no pensaba, precisamente, en flores al repasarla con la mirada. La comida se alargó hasta el anochecer, mi madre y yo recogíamos con la mayoría de los invitados volviendo a sus casas mientras que mi padre despachaba asuntos familiares con Frank y Rocco. Cuando por fin nos quedamos solos anuncié:

—Mamá, papá, tengo que pediros algo.

III

—De ninguna manera, ¡sabes perfectamente que eso no es posible! —fue la reacción de mi padre ante mi petición de ir a la universidad.

—Papá…

—Tommaso, para de decir sandeces y céntrate, no volvimos al pueblo por gusto.

—¡¿Pero yo que culpa tengo?!

—Las cosas están como están.

—¡Me cago en todo!, primero tenía que ser un mafioso y ahora un puto ganadero en esta mierda de pueblo de viejos, ¡joder!

Enseguida vi a mi padre levantando su gran mano decorada con varios anillos, crítico con mi airada respuesta.

—¡Nunca te he cruzado la cara, pero como sigas así…!

—Giuseppe —advirtió mi madre con voz queda— deja al muchacho.

—¡Muchacho ni hostias!, por mucho menos mi padre me habría molido a palos, yo a su edad ya era un hombre, un giovani d’onore , ¡mocoso consentido!

—¡¿Cómo me voy a hacer un hombre viviendo entre viejos y cabras?!

A mi padre le temblaron los labios por la rabia, bajó la mano lentamente y se obligó a calmarse.

—Entiendo que esta no es una situación ideal para ti, pero vas a tener que ser un poco paciente, lo que pides no es fácil, es demasiado peligroso. Tenemos un pacto, y debemos cumplirlo.

Sabía que eso significaba que tenía que aguantarme, que debía seguir viviendo entre animales, casas rústicas, ancianos, y paletos. En un lugar donde no llegaban ni las prostitutas ni siquiera las pizzas a domicilio. Pero también sabía que si seguía tensando la cuerda no solo no lograría mi propósito sino que corría grave riesgo de irme a dormir “calentito”, así que decidí aceptarlo con un gesto afirmativo de cabeza.

Desde el a cocina que daba al patio, fregando los platos sin hacer ruido, pude oír a mis padres siguiendo con la discusión:

—Debes comprender al chico, aquí no hay nadie de su edad, no tiene nada que hacer en todo el día.

—Ya lo sé Gianna, mujer, ¿te crees que no lo sé?

—Habla con tus hermanos, quizás entre los tres podéis encontrar una solución. Me apena perderlo, pero prefiero que se vaya a estudiar al extranjero, lejos de aquí, que verlo como se consume por el aburrimiento. Tiene dieciocho años, y sabes mejor que nadie que a esas edades hay muchas necesidades que cubrir.

—No lo entendéis, ¿tú tampoco lo entiendes? Si se va del valle puede que lo pierdas, sí, ¡pero para siempre! ¿Es que quieres que nos lo devuelvan en una caja de pino?

—Giuseppe, mi vida, solo te pido que lo intentes.

—De acuerdo, vale, lo intentaré, pero solo conseguir una entrevista con “ellos” de manera segura probablemente me cueste meses, y veremos si Frank y Rocco me quieren ayudar

—Gracias, mi amor.

IV

Las semanas pasaron y entramos en pleno julio, con el calor apretando y con mi ilusión de salir de mi prisión natural desvaneciéndose poco a poco. Ni siquiera sabía seguro que mi padre fuera a intentar conseguirme una especie de salvoconducto, pero era prácticamente lo único que me daba fuerzas para levantarme cada mañana. Antonio, Marco y yo, jugábamos a la consola en el salón de casa.

—¡Gooooooool, gol, gol, gol, goooool del Nápoles! —celebró Antonio su tres cero ante mí a pleno pulmón.

—La próxima te pillas tú al Crotone, a ver si eres tan bueno —me defendí yo.

Quizás era la única cualidad de mis primos, que a pesar de ser incluso mayores que mi padre y pasarse el día entre huertos y ganado, les encantaba echar unos partidos a la Play Station de vez en cuando. Esos momentos eran los más parecidos a tener un auténtico grupo de amigos. Mi madre pasó momentáneamente por delante del televisor, distrayendo sin lugar a dudas la atención de mi primo que no pudo evitar seguir su imponente trasero con los ojos. Vestía tan solo con unos shorts de color rosa y una camiseta blanca de tirantes y, mientras rebuscaba entre un cajón cerca del televisor, su postura “en pompa” hizo las delicias de Antonio.

La verdad es que no podía culparle, con semejante vaca esperándole en casa y en un pueblo sin alternativas de ningún tipo. Encima con una tía “caliente” tan cerca de casa. Debía reconocer que mi madre habría hecho girarse a cualquiera, ya no solo en el valle, también en cualquier gran ciudad. Su metro setenta y su cuerpo absolutamente voluptuoso, con un busto tan exuberante habiendo pasado por el quirófano, eran una auténtica tentación. Lo remataba todo con una cintura delgada y una cara bonita y armoniosa, de rasgos finos, ojos grandes color avellana y pelo negro y liso. Gianna encontró lo que buscaba y volvió a dejarnos solos a los tres chicos.

—Tommaso, ¿puedo hacerte una pregunta?

—Dime —dije yo reiniciando un nuevo partido, riéndome mentalmente porque Marco no reclamaba su turno.

—¿Sabes las medidas de tu madre?, ya sabes…el clásico 90-60-90.

—¡¿Qué!?, ¡¿qué dices?!, ¡¿qué coño voy a saber yo?!

—Vale, vale, no te sulfures —calló unos segundos para volver a insistir:— Apuesto a que por lo menos 100-65-95, o incluso 100-65-100.

—¡¿Te quieres callar?!, es mi madre, ¡eh!

—Vaaaaaaleeeeeee.

La calma duró poco:

—Pero ni Pamela Anderson en su buena época.

—Eres un puto salido, ¿hablo yo de tu madre?

—No me jodas, tiene más de sesenta años.

—¿Pues de tu esposa?

—Ah, jejeje, habla si quieres,

Me sentí indefenso, así que, nuevamente, decidí desistir. Los comentarios socarrones se terminaron al entrar mi padre con el semblante muy serio. Ni siquiera nos saludó y fue directamente a buscar a mi madre. Le cedí el mando a Marco y, casi a hurtadillas, anduve hasta el pasillo que daba a su dormitorio para poder escuchar la conversación:

—No hay nada que hacer Gianna, lo he intentado todo pero estas malas bestias no entienden ni de hijos, ni de universidades, ni de nada.

—¿Pero de verdad es indiscutible?

—Me lo han dejado muy claro, diez años son diez años. Dulbecco que salga del valle, Dulbecco muerto.

—¡Menudos animales!

—Cariño, llevamos cinco aquí, con veintitrés Tommaso seguirá siendo joven y te prometo que cumpliré todos sus sueños, aún nos queda un buen dinero ahorrado, ya lo sabes.

—Cinco años es demasiado tiempo ahora mismo.

A mi madre no le faltaba razón, tuve que concentrarme para no llorar al oír que solo había pasado la mitad de tiempo de nuestro destierro. O mejor dicho, de nuestro entierro en vida. Me alejé silencioso por el pasillo, huyendo de un nuevo enfrentamiento con mi padre, pero enseguida noté que algo dentro de mí se había roto para siempre.

V

—Cariño, tengo que contarte algo —anunció mi madre apesadumbrada.

—Ya lo sé mamá, me quedaré aquí para siempre.

—No, para siempre no, hijo…pero…

—Rodeado de cabras y pimientos, de paletos y de viejos —la interrumpí.

—Tommaso…

—Y papá ni siquiera se digna a decírmelo en persona, te manda a ti como si fueras uno de sus soldados. ¿De qué hablo?, si ahora lo único que hace es darle de comer al ganado. Encima tengo que aguantar que hable como si fuera el padrino cuando es un puto fracasado.

—¡Hijo!

—Ni hijo ni pollas, la gran familia Dulbecco, dueños de nada. Ricos en el valle, en este jodido cementerio de elefantes. Para vosotros es fácil, ya lo tenéis todo, ¿verdad?, ¡¿y para mí?!

—¿Crees que es fácil para mí vivir aquí, Tommaso?, ¿de verdad lo crees?

—No me vengas ahora con dramas o con que la situación es difícil para todos. Vosotros por lo menos sois un matrimonio. Sí, de primos, pero estáis casados. Por lo menos cuando os aburrís de las cabras podéis echar un polvo. ¿Qué me queda a mí, eh?, no tengo ni primas para convertirme en un cateto endogámico como vosotros.

El ruido seco del bofetón fue escalofriante, me cruzó la cara con tal fuerza que pensé que me había fracturado el pómulo. Enseguida noté como se me enrojecía la zona, ardiéndome la piel.

—Tienes suerte de estar hablando conmigo, niñato, tu padre te habría dado una paliza de muerte. ¡Quizás es lo que necesitas! ¡Sal de mi vista!

VI

El resto del mes me lo pasé pasando calor, ayudando con las tareas y jugando a la consola. Mi madre apenas me dirigía la palabra desde mi “explosión”, y el aburrimiento hacía que estuviera tan caliente que hasta llegué a pensar que mi tía Carmen tenía un pase. El calor no solo me afectaba a mí, cada vez eran más habituales los comentarios de contenido sexual de mi primo Antonio refiriéndose Gianna. Incluso Marco y sus pocas luces había hecho algún que otro comentario socarrón. Para ellos era como si Mónica Bellucci paseara en paños menores por un pueblo de agricultores viudos.

Llegó la noche del viernes y mi padre, como cada semana, se reunió en casa de uno de mis tíos con otra gente del pueblo para jugar al póker. Yo me quedé viendo una ridícula, mal hecha y vergonzante película de terror junto a mi madre, que seguía sin hablarme más de lo estrictamente necesario. Pasaba poco de las diez cuando ella, como era habitual, se quedó dormida en el sofá, ocupando la mayor parte de este. Arrinconándome poco a poco. Moviéndose incómoda terminó con su cabeza encima de mi regazo y el resto del cuerpo encogido, casi en posición fetal.

«Joder…».

Ahora en la película se veía a la rubia de pote, siliconada y medio desnuda, huyendo del asesino escaleras arriba. Con la cámara más interesada en intentar cazar un buen plano de sus bragas por debajo del camisón que en el cuchillo del psicópata. Sí, era mala de narices, pero mi calentura y las sugerentes imágenes hicieron que enseguida mi miembro empezara a reaccionar. Iba vestido solo con un bóxer y, al darme cuenta de la situación, supe que era una mala idea. Con la cabeza de mi madre encima de mis muslos la escena empezó a violentarme. Intenté moverme, libarme de ella, pero fue imposible.

«Joder, ¡joder!».

Cuanto más me concentraba más me excitaba. Mi bulto del pantalón era tan evidente que ya rozaba la mejilla de mi progenitora. Lo único que quería era levantarme de allí y masturbarme con furia pero tenía miedo de despertarla y que se diera cuenta de la situación. Retiré la vista del televisor y entonces, por primera vez en dieciocho años, me fijé en mi madre como algo más que la mujer que me había dado a luz.

«Tommaso coño, este pueblo te va a volver loco».

Tumbada encima de mí, con aquella camiseta vieja y el short del pijama. Con mi polla rozando sus labios, separados solo por la tela de mi calzoncillo. Podía ver sus pechos a través de su amplio escote. La perspectiva me permitía deleitarme con su rosa roja. Me vinieron a la cabeza todos los comentarios sexuales de mi primo y supe que tenía que salir de allí lo antes posible. Conseguí salir de mi ensimismamiento y levantándome abruptamente, casi de un salto, salí de sofá a toda prisa anunciando que había quedado con Antonio en su casa. Por poco no tiro a mi madre al suelo con mi repentina huida.

Encerrado en mi cuarto pude comprobar que aquella era, sin duda, la erección más salvaje que había tenido en mucho tiempo. Me sentí tan enfermo que me vestí a toda prisa, me lavé la cara con agua fría, y decidí convertir mi mentira en realidad. Andando por el pueblo apenas podía acelerar el paso. Mi falo, tieso como un pote de laca, se resistía a relajarse. Aún no eran las once cuando llegué a casa de mi primo.

—¿Tommaso? —me preguntó mi tía Carmen desde la puerta.

—Sí, hola, buenas noches, está Antonio.

—No, está con los demás en casa de Rocco, tenían partida de cartas creo. ¿No te han invitado?

—Supongo que pronto lo harán —respondí algo avergonzado, sintiéndome un niño.

—Bueno, ya sabes dónde están. ¿Quieres algo? ¿Un vaso de agua?

Asentí con la cabeza, cualquier plan me parecía bueno excepto el de volver a casa. Necesitaba aclararme las ideas. Mi tía enseguida sacó una botella de la nevera y me sirvió el vaso. Debería pesar como noventa kilos o más, y vestida con aquel camisón cortísimo, se le veían unos muslos enormes y carnosos.

—Aquí tienes, guapo.

Al acercármelo pude ver como sus descomunales pechos se apretujaban por la presión de su brazo regordete al extenderse, tan gigantescos que pensé que la ropa se le rasgaría.

—Gracias —dije mientras me apoyaba en la encimera de la cocina.

Ella se quedó mirándome, sin saber muy bien que decir, tan solo sonriendo amistosamente. Yo pude comprobar que mi calentura no solo no disminuía sino que parecía nutrirse ahora de sus orondas formas. Carmen siguió observándome con gesto amable hasta que claramente pude ver como su expresión mutaba al desconcierto. Claramente se había percatado de la salvaje anaconda que mis bermudas escondían. En situaciones normales habría vuelto a huir, avergonzado. Pero los recientes acontecimientos me hacían estar casi fuera de control.

—Hace mucho valor, ¿verdad? —dije con voz algo provocativa.

—Sí, ya estamos en pleno verano —contestó ella retirando su mirada de mi paquete ruborizada.

Se separó un poco de mí y se apoyó en la isla de la cocina, momento que aproveché para dejar el vaso en la encimera y acercarme a ella, con pequeños pero seguros pasos. Me sentí como un cazador que ha rodeado a su presa y esta siente el miedo del ataque final.

—¿Antonio suele tardar mucho cuando va a una partida?

—Depende del día —fue lo único que dijo Carmen, mirando ahora hacia al techo.

Llegué hasta su posición y junté mi cuerpo con el suyo, clavando el bulto del pantalón contra su abultada barriga.

—Quizás está bien que tengamos un poco de tiempo para hablar tú y yo.

No dijo nada, pero pude notar como su respiración se aceleraba, nerviosa, intranquila. Noté sus monumentales mamas presionando contra mi pecho y mi miembro tuvo un espasmo. Subí mis manos acariciando delicadamente los costados de su cuerpo hasta llegar a ellos, y los acarició por encima del camisón.

—Qué suerte tiene Antonio, seguro que no te valora como te mereces.

Mi tía siguió con la boca cerrada pero no hizo ningún intento por librarse de mi acoso así que seguí magreándole las tetas, excitadísimo.

—Tommaso…

—Shh, no digas nada, seguro que nunca has estado con alguien como yo. Seguro que hace mucho que nadie te desea tanto.

Pude percibir un diminuto gemido escapándose de sus labios cuando una de mis manos abandonaba sus pechos para adentrarse por debajo del camisón y le acariciaba el sexo por encima de las finas braguitas.

—¡Mmm!, mmm.

Hizo un intento por decir algo, pero enseguida usé la otra mano para agarrarla del pelo largo y rubio y acercarla a mí, besándole apasionadamente, mordisqueando sus labios sin dejar ni un segundo de jugar con sus partes íntimas.

—Mmm, mmm, mmm.

Me correspondió. La gorda cada vez me parecía menos obesa y más “gordibuena”. Sus tetazas eran dos gigantescas bolas de carne deseosas de ser sobadas por alguien. Seguí jugando con su lengua y metiéndole mano pero estaba demasiado cachondo para preliminares. Le di la vuelta con autoridad y la incliné ligeramente, colocándola en pompa con parte de su cuerpo apoyado encima de la isla. Le levanté el camisón y le bajé las bragas hasta los tobillos, ropa interior grande como el calzón de un luchador de sumo. Le abrí un poquito las piernas y restregué mi lubricado falo por sus enormes nalgas, buscando la cueva del placer.

—Qué buena que estás tía Carmen.

Finalmente la penetré con fuerza, con brutalidad. Metiéndosela hasta lo más hondo y comenzando a embestirla con todas mis fuerzas contra el mueble.

—¡Ohh!, ¡ohh!, ¡ohhh!, ¡ohhhh!, mmm, ¡ohhhhhh!

Ambos gemíamos como animales salvajes mientras yo seguía acometiendo con tanta fuerza que podía notar mis testículos rebotar contra su carne.

—¡Mmm!, ¡mmm!, ¡mmm!, ¡ohh!, ¡ohhh!, ¡ohhhhhh!

Mientras seguía cabalgándola le agarraba las tetas desde detrás y se las agarraba con fuerza como si fueran dos gigantescas bolas anti estrés, estrujándolas sin piedad.

—¡Ohh!, ¡ohhh!, seguro que Antonio ya no te folla así, ¡¿eh?!, mmm, ¡mmm!

Finalmente me corrí, explotando en un descomunal orgasmo, culminando un breve pero intenso polvo y llenándola de mi leche caliente.

—¡Mmmm oohhhhhhhhhhhh!, ¡¡ohhh!!, ¡¡ohhh!!, ¡ohh!

Me separé de ella exhausto, le volví a subir las bragas y apoyado contra su ancha espalda le susurré.

—Gracias tía, ha sido maravilloso.

VII

Me gustaría decir que fue solo una vez. Una locura transitoria fruto del estrés, la angustia del entorno y la calentura. Pero no, no fue así. Aquello se repitió muchas veces. Tantas como nos fue posible en las siguientes dos semanas. Decenas de veces en la que mi única obsesión era poder quedarnos solos para follar. Era gorda, sí, pero también me gustó comprobar que era sumisa y complaciente. Dispuesta a chupármela o entregarse a mí a placer.

Todo iba bien, o por lo menos un poco mejor, hasta que una mañana en la que Carmen estaba arrodillada en el suelo del salón y yo metiéndosela por detrás un ruido nos distrajo. Un ruido proveniente del exterior. Enseguida nos vestimos y salí corriendo a ver de qué se trataba. Pensé que alguien nos podría haber visto y sentí auténtico pavor. Me tranquilicé al comprobar que allí no había nadie, pero el susto me había bajado tan súbitamente la erección que opté por despedirme y volver a casa. Al llegar vi que mi padre estaba en el exterior afilando unas herramientas, sentado en los dos escalones de la puerta principal.

—Tommaso, hijo, ¿todo bien?

—Sí, claro.

—¿Dónde estabas?

—He ido a buscar a Antonio pero no estaba en casa.

—Está con Marco pasturando las ovejas.

—Sí, me lo ha dicho tía Carmen, me voy a descansar un poco.

—¿Cuento contigo por la tarde para que me ayudes?

—Claro, avísame.

Mi padre me trataba con exagerado respeto después de recibir la negativa a mis ilusionantes estudios universitarios. Con mi madre también habían mejorado mucho las cosas, volviendo a tratarnos con cordialidad después de la pataleta de semanas atrás. Me pareció que dentro de casa no había nadie y me encerré en mi cuarto. Puse un poco de música y justo cuando me acababa de tumbar en la cama Gianna entró cerrando la puerta tras de sí. Estaba seria como pocas veces la he visto, me miró con desprecio y con voz floja pero rotunda me dijo:

—¿Eres imbécil o qué te pasa?

—¡¿Qué?!, ¿¿yo??

Pensé en alguna tarea sin hacer, quizás en alguna ofensa a mi padre, pero lo cierto es que nada me venía a la cabeza.

—Te he visto niñato depravado.

Se me heló el alma. Enseguida caí en la cuenta de a qué se refería. De quién era el ruido oído poco antes. Las pulsaciones se revolucionaron como si acabara de terminar una maratón. No supe que decir, tan solo bajé la cabeza.

—¿Es que quieres que te maten? ¿Qué venga Antonio y te meta un tiro? ¿Que aparezca Frank y te castre como a los cerdos?

—Mamá…

—Eres más estúpido de lo que creía Tommaso, más estúpido de lo que creía. ¿No sabes cómo se solucionan estas cosas en pueblos como el nuestro?

—Nadie lo sabe.

—¡Yo lo sé! —me gritó pero enseguida obligándose a bajar el tono para no llamar la atención de mi padre—. Si lo sé yo, lo puede saber cualquiera. Vas a matarnos a disgustos.

Pensé en seguir aguantando el chaparrón, pero entonces la seguridad del que por fin tiene relaciones sexuales y los cinco años de frustración pueblerina volvieron a aflorar.

—¡¿Y qué coño querías que hiciera?!, ¿Que me follara a las gallinas?

Pude ver a mi madre quedándose completamente descolocada con mi cambio de actitud. Me levanté de la cama y me encaré a ella.

—¿Eso pretendíais? Qué acabara siendo un virgen de veintitrés años? ¿Cinco años más de pelármela hasta arrancarme la piel?

—¡Tommaso!

—¿Sabes lo que tengo que aguantar rodeado de gordas y viejos? ¡Con mis primos diciéndome todos los días lo buena que estás! Viendo las miradas lascivas que te echan, a mis tíos repasarte el culo cada vez que pasas por su lado. Y tú…¡tú provocando! Poniéndote sexy para este atajo de salidos desdentados.

Gianna no supo reaccionar, tan solo se aseguró de que la puerta de la habitación estuviera bien cerrada. Miraba hacia todas direcciones y suplicaba internamente que mi padre siguiera trabajando en el exterior de la casa.

—Eso no es verdad —afirmó en un hilo de voz.

La miré desde las sandalias hasta el pelo, observando que solo llevaba unos diminutos shorts blancos con pequeñas rayas negras y un top  también blanco anudado en la cintura. Parecía sacada de una película americana. Una de esas en la que las animadoras, para ganarse un dinero extra, limpian los coches de los hombres con escasa ropa a la espera de una buena propina.

—Solo hace falta mirarte, sino no irías vestida como una colegiala cachonda ni te habrías puesto ese par de globos que tienes por tetas. Eso solo lo hace alguien al que le gusta que le miren.

Levantó la mano para volver a abofetearme pero esta vez fui más rápido. Me abalancé sobre ella agarrándole por la muñeca y la empotré contra la pared, reteniéndola con mi cuerpo que ahora estaba pegado al suyo. Aquella escena que casi rozaba la violencia hizo que mi miembro se despertara batiendo récords, como si se hubiera saltado un par de fases para llegar a su nuevo tamaño. Presioné el bulto de mi pantalón contra su sexo, separados solo por la ropa de ambos, mientras seguía sujetando su brazo en alto contra la pared.

—¿Ves porqué tengo que follarme a tía Carmen? La chica más caliente del pueblo está también casada y encima es mi madre. ¿No te da vergüenza excitar a tu propio hijo?

Vi el miedo en sus ojos, estaba completamente en shock y noté como su brazo empezaba a flaquear. Seguí restregando mi falo por su anatomía mientras ahora mis manos comenzaban a acariciar, de manera casi imperceptible, sus operados y perfectos pechos.

—No me mires así, mamá. ¿No es típico esto de los pueblos de mierda como este? ¿Follarse entre familiares? ¿A la ‘Ndrangheta no le va el rollo de la sangre pura?

Con brutal fuerza le agarré del cuello del top y lo rasgué, tirándolo al suelo y liberando dos enormes y redondas tetas que se cubrían, a duras penas, con un sujetador negro. Mi madre seguía bloqueada, completamente inmóvil mientras yo seguía:

—Esto es lo que pasa cuando encierras a alguien como yo aquí. No puedo negar que mi padre tuvo buen gusto al elegir a su prima.

Con ganas, ahora sí, magreé los pechos de Gianna, sobándolos con tanta fuerza que podía notar sus pezones a través de la prenda.

—No me mirarías con estos ojos si supieras las cosas de las que soy capaz. Te aseguro que Carmen está encantada. Nunca había tenido tantos orgasmos como conmigo.

Mi madre hizo un pequeño gesto de reacción, un tímido intento de forcejeo que enseguida neutralicé con mi cuerpo, arrimándome aún más contra el suyo.

—Shh, no hagas eso, si quieres que deje en paz a mi tía vas a tener que sustituirla. De ahora en adelante serás mía hasta que pueda marcharme de este pueblo. ¿No es eso lo que te enseña la mafia? ¿A coger lo que es tuyo?

Por increíble que parezca se volvió a quedar quieta, inmóvil, sumisa. Le desabroché con cierta dificultad el sujetador y lo tiré al suelo. Mi falo reaccionó aún más al ver sus imponentes senos, con aquella morbosa rosa roja tatuada. Sobé sus pechos desnudos con una mano mientras que con la otra acariciaba su sexo por encima del short.

—Seguro que papá no te desea tanto como yo.

Me desnudé de cintura para abajo mientras que seguía toqueteando el escultural cuerpo de Gianna y después hice lo mismo con ella. Primero el pantaloncito y más tarde un diminuto tanga negro. Mi polla pareció tener vida propia al comprobar que su pubis estaba rasurado, arreglado en forma de pequeño triangulito.

—Mmm.

Acaricié su clítoris con suaves movimientos circulares mientras besaba su cuello, sus pechos, sus inmóviles labios. Con determinación le di la vuelta, la incliné un poco y abrí ligeramente sus piernas. Su cintura delgada, su sensual espalda y sus nalgas trabajadas y fibrosas, hicieron que deseara a aquella mujer más que a ninguna otra en el mundo. Si su busto habían pasado por el quirófano estaba claro que a su trasero nunca le había hecho falta, siendo este perfecto y con forma de corazón invertido. Pensé en penetrarla como a una perra pero en ese preciso momento cambié de idea, le agarré por el brazo y la conduje hasta mi cama, tumbándola sobre ella y acomodándome encima.

—Hijo…

—Silencio mamá, no me obligues a gritar o acabará pillándonos papá.

Su cara ya no era de susto, ni tampoco de lucha. Era de auténtica resignación. La de una persona que sabía que no tenía escapatoria. La de una madre que en su interior pensaba que todo aquello era culpa de ellos, los padres. La de alguien que hacía tiempo se había dado cuenta que su hijo vivía una situación insostenible y que sus malas acciones podían llevar a toda la familia a una tragedia.

Miró hacia un lado mientras yo le abría las piernas y colocando mi glande en la entrada de su vagina le decía:

—Hay que reconocer que estás buenísima, mamá.

Sin darle tiempo a reaccionar la penetré lentamente, abriéndome paso centímetro a centímetro. Sintiendo un placer inmenso y procurando no hacerle daño. Seguí perforándola hasta que mi vientre chocó contra el suyo, notando como toda mi carne estaba en su interior.

—Mmm, ¡mmm!

Con sumo cuidado empecé a mover las caderas, comenzando una suave y realmente placentera danza.

—¡Ohh!, mmm, me va a costar no gritar.

Apenas terminé la frase pude notar como su mano presionaba mis labios, ahogando mis gemidos. Me excité aún más.

—Mmm, mmm, sí, síii, mmm. Muévete mami, muévete un poquito.

Ella siguió quieta, inmóvil como una muñeca hinchable. Más preocupa de reprimir mis posibles gritos y de que mi padre no nos descubriera que de cualquier otra cosa. Aumenté el ritmo de las acometidas y pude ver como, a pesar de ser operados, sus pechos se movían arriba y abajo con cada embestida.

—¡¡Mmmm!!, ¡¡mmmm!!, ¡ohhhh!

Me pareció ver una mueca en la expresión Gianna, una mezcla de quizás dolor, quizás placer contenido. Mientras ahora amortiguaba mis gemidos con sus dos manos las mías manoseaban sus tetazas y podía oír el chirrido de mi cama por el movimiento.

—¡¡Ohh!!, ¡oohh!!, ¡¡ohh!!, eres una Diosa mamá, eres perfecta —le dije con dificultad, sintiendo su piel contra mi boca.

—¡Mmmm oohhhhhhhhhhhh!, ¡¡ohhh!!, ¡¡ohhh!!, ¡ohh!

La penetraba ahora con tanta fuerza que podía sentir mis testículos rebotando contra ella, sin duda estaba siendo el polvo más gratificante de mi escasa vida sexual, pero por desgracia no pude alargarlo más y terminé corriéndome con la fuerza de un torrente. La agarré momentáneamente por los glúteos y perforándola hasta lo más hondo me derramé entre alaridos, teniendo un orgasmo absolutamente descomunal.

—¡¡¡Ohhhhhhhhh síiiiiiiiiiiiii!!!, ¡¡¡síiiiii!!!, ¡¡síiiiiiiiiiiiiiiii!!

Exhausto, me desplomé sobre ella, tan cansado que no tuve ni fuerzas para sacar mi miembro de su cuerpo y esperé paciente a que poco a poco se fuera desinflando. Por un momento pensé que podía darme un infarto. Supe que, a partir de ese momento, mi espera hasta la libertad iba a ser mucho más llevadera.