Cal sobre su tumba

Contienes el dolor durante años, y luego sólo te quedan los gestos.

Elisa se vino abajo justo después de lanzar la pala de cal sobre la tumba. Entonces fue cuando entendí por qué me había pedido que la acompañara al cementerio. Conocía a Elisa desde hacía muchísimos años, y sabía que era una perfecta controladora de sus emociones; ya se tratara de rabia, alegría o de la más profunda de las tristezas, Elisa sabía dominarlas, no dejarse vencer por ellas, mantenerse fría y serena en cualquier circunstancia. Por eso, cuando la vi deshacerse en llanto, sosteniendo aun la pala en la mano, me preocupé hondamente. La sostuve, porque pensé que las piernas le flojearían, y la llevé como pude al coche. Decidí que Fabio, su marido desde hacía cinco años, no debería verla así, y la llevé a mi casa para darle una infusión y ofrecerle mi hombro, en el caso de que Elisa lo necesitase, como correspondía hacer a una buena amiga. Con ella, no podía saberse.

Dos horas después, Elisa había terminado de contarme toda la historia, y yo me estaba arrepintiendo de no haber echado también una palada de cal sobre la tumba de aquel cabrón. La historia que me refirió era terriblemente trágica, y se remontaba al último año de noviazgo de Elisa con Fabio. Incluso a mí, ahora, me cuesta contarla sin que se me enjuguen los ojos.


Faltaban diez meses para la boda de Elisa y Fabio. Eran felices juntos, jóvenes y enamorados. Y también eran fogosos, como cualquier pareja en la veintena. Era una tarde de sábado, en julio; hacía calor y la vida parecía espléndida.

La casa que Fabio compartía con su padre estaba a las afueras de la ciudad. Era una antigua casa señorial, de dos pisos, grande y espaciosa, antigua herencia de la familia. Era un sitio ideal para vivir, con la única pega, que a veces también era su mayor ventaja, de que estaba demasiado lejos de los servicios que ofrecía la ciudad. Fabio se había llevado a Elisa allí con la intención de pasar la tarde y la noche juntos. Cuando Elisa entró se dio cuenta de que la cartera del padre de Fabio, don Román, estaba sobre la mesa, signo inequívoco de que también estaba en la casa.

-Fabio -dijo, entre risas-, ¿estás loco? No podemos pasar la noche aquí si tu padre también está.

-No te preocupes por él, está en el piso de abajo. No nos molestará.

Fabio la llevó hasta su habitación y la abordó tan pronto hubo cerrado la puerta. Se sentía atraído por Elisa como un ludópata a una máquina tragaperras, como si Elisa fuera un vicio del que no podía quitarse. La abrazó por la espalda y apartó su melena negra para besarle el cuello. A veces ella le parecía una aparición, por el contraste de su pelo oscuro con su piel tan blanca que daba la impresión de que el sol no podía hacerle ningún efecto. Para Fabio era la criatura más perfecta de la Creación, y la amaba, con la misma locura con que Elisa lo amaba a él.

Ella se dio la vuelta para buscar sus labios, para comérselos con la avidez del hambriento, hundiendo la lengua tan hondo como pudo. Sus manos le revolvían el pelo, mientras Fabio las deslizaba por su espalda tratando de palpar sus nalgas, la curva de su cintura, la suave ondulación de su vientre. A trompicones llegaron hasta la cama, donde se dejaron caer sin parar de besarse. Fabio había tenido en mente comportarse con algo más de corrección, preparar una sesión de delicadeza sexual, pero en presencia de Elisa era incapaz de controlarse. La desnudó con movimientos bruscos, sacando la ropa entera de milagro, mientras Elisa se reía al ver su impaciencia. La risa de ella y los jadeos esforzados de él se fundían para ser la música que llenaba la habitación.

Desnudos y derretidos mutuamente como si formaran una sola unidad, Fabio comenzó a besar su pecho, descendiendo por el camino serpenteante que las venas transparentadas de Elisa marcaban por su cuerpo. Se detuvo en sus pezones, lamiéndolos cual si fueran fresas, masajeando sus pechos con el esmero de un amante entregado. Elisa disfrutaba como siempre que estaba con él, sintiendo la rigidez de su sexo apretarse contra ella. Fabio continuó su descenso; separó las piernas de Elisa para regalarle lo que sabía que a ella más le gustaba. Cada lametón, cada beso, cada movimiento de su lengua debajo de su vientre era correspondido por un gemido, a veces por un grito por parte de ella. Elisa sentía cómo se le escapaba el control de su persona con cada inspiración. Fabio la llevó a lo más alto y luego la besó. Ella se quedó inmóvil, con una sonrisa plácida en la boca, mientras Fabio abría el cajón de la mesilla de noche en busca de preservativos.

-¡Joder!

El sobresalto hizo que Elisa se incorporase como pudo en la cama y lo mirase preocupada.

-¡¿Qué?! No me asustes, Fabio, ¿qué ocurre?

Fabio la miró, avergonzado.

-No tengo condones. No lo entiendo, yo juraría que los compré hace dos días. Siempre los pongo aquí, tú lo sabes. No... no me lo explico.

Era la tragedia. Los condones eran imprescindibles para ellos. Habían decidido que nada de hijos hasta pasados unos años de la boda. Elisa había tomado la píldora durante un tiempo, pero ésta le produjo unos desajustes hormonales que a ambos les pareció un precio demasiado alto sólo para follar cuando quisieran. Y la única vez que se arriesgaron a hacer el amor sin ninguna protección, se vieron dos semanas angustiados por un retraso menstrual que los disuadió de volver a hacer semejante locura nunca más. Así que los condones eran la salida más cabal, y Fabio no daba crédito al hecho de que no estuvieran donde los ponía siempre. Empezó a pensar que había olvidado comprarlos y se sentía increíblemente estúpido. Ella lo leyó en su mirada.

-No te preocupes- le dijo-. Acércate a la farmacia y tráelos. Tenemos toda la tarde y toda la noche por delante. Nos sobra un montón de tiempo.

Le dio una palmada en el trasero y le sonrió. Eso hizo que Fabio se sintiera mucho mejor.

-Siento dejarte sola aquí, te prometo que no tardaré nada.

-No pasa nada. Venga, vete y vuelve pronto. Ya encontraré algo con lo que entretenerme en lo que estás fuera.

Le vio salir y se enterneció de un modo tal que pensó que el amor que le tenía le estaba golpeando con una mano gigantesca. Resolvió echar una pequeña siesta mientras él regresaba y, desnuda como estaba, se tumbó debajo de las sábanas y entró en un estado de pequeña inconsciencia

La despertó una caricia a lo largo del muslo. Elisa se desperezó lentamente, sin preocuparse de que la sábana cayese a un lado y dejara sus pechos al descubierto. Estiró los brazos hacia el rostro de él mientras abría los ojos. Y ahí fue donde acabó el sueño y empezó la pesadilla.

Elisa quiso gritar pero la voz no la obedeció. Don Román, el que iba a ser su suegro, era quien le estaba acariciando el muslo y mirándola con una desagradable lascivia untuosa. La sangre se le heló en las venas. En cuanto se dio cuenta de que estaba mostrándose medio desnuda, volvió a taparse con las sábanas.

-No hagas eso, Elisa- le dijo-. Tienes unos pechos preciosos. No los escondas. De hecho, llevo con ganas de tocártelos desde que te vi.

-Váyase... váyase ya- replicó ella, con la voz temblando, sin la menor autoridad, totalmente comida por el miedo.

-Ah, no- le contestó él, chasqueando la lengua-. No está bien que los invitados le digan al anfitrión lo que tiene que hacer en su casa. Es de muy mala educación.

Elisa sentía el tacto de la mano de él recorriendo el muslo en un movimiento cadencioso y mecánico, repulsivo incluso a través de la sábana. Intentó no amilanarse, a pesar de que su sangre parecía recién salida de un congelador. Apartó la mano del hombre con brusquedad y volvió a pedirle que se marchara. Él no se inmutó, y volvió a poner la mano donde la tenía. Elisa sólo tenía una carta, y decidió jugarla.

-Si no se marcha y deja de tocarme, se lo contaré todo a Fabio.

Don Román sonrió cínicamente.

-¿Eso harás?- le preguntó-. No, no lo creo. Eso le destrozaría. Es tan buen chico, y te quiere tanto. Sería un golpe muy duro.

-Lo haré, no le quepa duda. Así que márchese de una vez- Elisa tragaba saliva continuamente, y ese gesto inconsciente revelaba la escasa confianza que ella misma tenía en lo que estaba diciendo. Él seguía sonriendo, con la complacencia que le daba estar al mando de la situación.

-No lo harás, preciosa. Y te voy a explicar por qué. Las tres últimas novias de Fabio me hicieron la misma amenaza. ¿Ves a alguna de ella por aquí ahora? No, claro que no. Desde que murió mi esposa, que el Señor la tenga en Su gloria, Fabio confía mucho más en mí. Muchas de sus decisiones me las consulta, porque me respeta y considera beneficiosa mi influencia. Cada vez que una de sus novias me rechazaba, conseguí convencerle de que ninguna de ellas era buena para él, lo que, paradójicamente, te vino a despejar el camino a ti, ¿no te parece? Y en el fondo no me equivoqué. Ninguna lo amaba lo bastante como para hacer un pequeño sacrificio que les permitiera conservarle.

Elisa estaba horrorizada. Comprendía ahora la frialdad con que se manejaba don Román, el por qué su voz sonaba tan serena, tan rutinaria. Se manejaba como quien trabaja y hace lo mismo a diario. Su perverso razonamiento era incontestable para una Elisa mutilada en su capacidad de pensar, absolutamente paralizada por el miedo.

-Lo que te estoy pidiendo ahora es que elijas entre tener a Fabio o no tenerlo. ¿Lo amas? ¿Cuánto? ¿Lo suficiente como para un acto desprendido?- y mientras hacía la última pregunta, apretó su mano sobre el muslo de ella. Elisa se estremeció. Sus ojos seguían secos, pero estaba llorando a mares por dentro.

-No se atreverá. Fabio no es un niño, no le hará caso. Suélteme de una vez y lárguese.

-¿Es que no has oído lo que te he dicho, o prefieres comprobar que es verdad? Hay tres mujeres ahí fuera que te dirán que no juego. Tres mujeres que decían amar a mi hijo con todas sus fuerzas y que no fueron lo bastante generosas para demostrármelo. Tienes que elegir, y sin pensarlo; tienes que elegir con el instinto. Si le quieres, cederás. Si no cedes, no sólo haré que te deje. Haré que te odie.

-Si llega y nos sorprende juntos le matará.

-Si llega y nos sorprende juntos, no me costará convencerle de que su novia es una buscona que intentó aplacar el calentón con su propio suegro. Y deja de desafiarme porque mi capacidad de persuasión es mayor de lo que puedes imaginarte.

Elisa hubiera dado cualquier cosa por tener un minuto para pensar, para diseñar una estrategia, para escapar. Pero no lo tuvo. Bajó la cabeza y perdió la mirada entre las sábanas, mirando sin mirar; por su mente pasaban como por una película recuerdos de distintos momentos con Fabio, su sonrisa, sus ojos, sus manos... Elisa no dijo una palabra, y tampoco lloró. Se limitó a retirar completamente la sábana y tumbarse en la cama como acto de rendición. Don Román sonrió, se mesó su barba canosa y se levantó para empezar a desnudarse.

-Chica lista- dijo-. Tú sí que le quieres.

Elisa sabía que su única opción era dejarse hacer, mostrarse totalmente inerte y pasiva, para no sentir que estaba traicionando a Fabio, para no dotar a aquella situación de más consentimiento que el imprescindible. Intuía que a don Román no le haría demasiada gracia, pero no quería colaborar en aquella barbaridad. El hombre se tumbó desnudo sobre ella, y a Elisa la recorrió un escalofrío de pies a cabeza, que le tensó los músculos y le torció ligeramente el gesto. Él se dio cuenta, y mientras comenzaba a besarle la cara, le susurró al oído:

-Será como hacerlo con un Fabio que tiene 30 años más. Sólo enfócalo así.

Elisa se estremeció pero siguió con los ojos secos y la mirada clavada en el techo, los brazos muertos a los lados. Don Román desistió de besarla en la boca (debió pensar que ese detalle no le haría más placentero el acto en sí), pero a cambio recorrió concienzudamente con la lengua todos los rincones de su rostro, dejando un trazo baboso en ella, señal de la autoridad y el poder que en aquel instante pivotaban totalmente en su mano. Elisa se aferraba a que, apenas menos de una hora antes, era Fabio el que la besaba, con la impresión de que habían pasado siglos desde ese momento.

Don Román tenía las manos rugosas de un hombre que, en la recta final de su cincuentena, hace poco por cuidarse. A Elisa le asqueaba su tacto, pero se contenía. El hombre seguía abarcándola con pocos miramientos, estrujando sus pechos y mordiéndolos, insensible a sus leves quejidos e incluso complacido por éstos. La obligó a arquear la espalda para acceder mejor a sus senos, para hacerlos resaltar, para recordarle también que era él quien la manejaba, quien podía obligarla a subir o bajar como si se tratase de una muñeca.

Siguió empapándola con cierta urgencia. Cada vez se comportaba de una forma más ansiosa, y entonces Elisa entendió que ese desinterés por deleitarse en aquel momento preludiaba otros momentos similares. Supo que haber cedido aquella vez la había encadenado a los deseos del hombre repugnante que en aquel momento estaba moviendo los dedos dentro de ella, en un intento vano y torpe por hacer que lubricara. Finalmente optó por pasarle la lengua. Con el mismo gesto con el que hacía tan poco Fabio la había llevado al Cielo, su padre la estaba conduciendo al infierno.

Don Román hubiera querido obligarla a chupársela, pero probablemente sabía que estaba obteniendo de ella más de lo que había esperado, y no la obligó. En lugar de eso, le dio la vuelta en la cama, colocándola boca abajo. Elisa se temió lo peor, aunque al menos el miserable destino le concedió el que sus peores presagios no se hicieran realidad. El hombre se levantó de la cama y fue hasta donde estaban sus pantalones, de los que extrajo un preservativo.

-Siempre se los cojo a Fabio, ¿sabes? Él compra todas las semanas, se ve que no lo pasáis mal.

Elisa sintió que la resignación, el asco, la ira sorda, la rabia, todo se unía bajo la forma de un odio ciego al oír esas palabras. Don Román se puso el condón y, de rodillas detrás de ella, le alzó el trasero para penetrarla sin más contemplaciones. Elisa sintió un dolor atroz, en su vagina como en su alma. Le quemaba lo que le estaba pasando; sentir aquella carne extraña e inmunda entrando y saliendo de su cuerpo, acompasada por los gemidos de animal en celo que el hombre profería mientras clavaba sus manos en sus caderas y pro el claqueteo de sus testículos chocando contra sus nalgas. Pasada una eternidad, el hombre se vino y salió de ella agotado. Elisa se dejó caer sobre la cama. Don Román se vistió y se sentó a su lado, mientras ella conservaba la expresividad de un cadáver, sus ojos oscuros cargados de dolor, pero aún secos.

-Tú sí que eres la chica que le conviene a Fabio. Salvo, claro, que te vayas de la lengua. En cuyo caso, dejarás de ser la chica que le conviene a Fabio. Sé que lo entiendes- se levantó y se dirigió hacia la puerta. Cuando estaba a punto de salir, se volvió hacia ella, y en un calculado gesto de dramática teatralidad, le dijo-: bienvenida a la familia.

Elisa se quedó en la cama, con el corazón deshecho en lágrimas. Pasó un cuarto de hora antes de que ella hiciera el menor movimiento. Sabía que le costaría un esfuerzo titánico disimular ante Fabio, pero después de haber oído a su padre, había perdido confianza en sí misma y en su relación. Tenía miedo de don Román y miedo de perder a Fabio. Así que decidió hacerse la dormida cuando él llegara, porque eso le daría tiempo para pensar qué hacer a partir de aquel momento.

El plan le resultó. Cuando Fabio llegó (una hora después de consumada la violación), Elisa fingió estar profundamente dormida. A la mañana siguiente, Fabio le explicó que un accidente con varios muertos había causado una retención inhumana en la carretera, y que por eso había tardado tanto en volver. Ella lo miró y se lanzó a sus brazos, apretándolo con fuerza contra sí; nunca estuvo tan cerca del derrumbe total delante de Fabio.

-¿Pero qué te pasa? Mi vida, ¿a qué viene esto?

-No es nada, de verdad, no pasa nada... Es sólo que...- ahora o nunca, decir la verdad y perderle o callar y tragar con una humillación que no había hecho más que empezar-... que... que he pensado que podía haberte pasado a ti y... no sabes cuánto me alegro de que estés aquí conmigo. Sólo es eso.


Desde aquel día de julio y hasta el día en que fue a echar cal sobre la tumba de su suegro, un mes después de su muerte, Elisa había tragado más lágrimas de la que caben en el cuerpo de una persona. El calibre de su desplome emocional era más que proporcional al daño infligido.

-¿Volvió a violarte?- le pregunté.

-Un par de veces más. Conforme se fue haciendo mayor se vio sin fuerzas para hacerlo, y entonces me obligaba a masturbarle o a hacerle sexo oral. Cuando enfermó dejó de molestarme. Si te digo la verdad, disfruté viéndolo morir de Alzheimer. Nadie en este mundo se lo ha merecido más que él.

-¿Por qué no se lo dices a Fabio? Ahora tu suegro no puede separarles.

Elisa dejó escapar una sonrisa, la primera de la noche.

-Comprobé con el tiempo que lo que don Román me dijo no era mentira. Fabio le adoraba, le tenía una veneración casi pueril y ha sufrido mucho con todo esto de la enfermedad. Sería causarle un daño innecesario, y que Fabio sufra no va a aliviar mi dolor- de repente me miró fijamente, como si hubiera caído en la cuenta de algo-. Tú tampoco se lo dirás. Te lo he contado porque todo esto era como un cáncer que me estaba comiendo, pero nadie más debe saberlo. Prométemelo.

Así lo hice. Esa noche Elisa se quedó a dormir en mi casa. Por la mañana parecía sentirse mejor, aunque aún tenía los ojos hinchados de haber llorado tanto. Fabio fue a buscarla, y cuando los dos se fueron juntos en el coche yo pensé que el amor tiene caminos extraños.

Desde que Elisa me contó esta historia, no la he compartido con nadie. Pero he tomado por costumbre llevar a mi perro al cementerio de vez en cuando para que se alivie sobre la tumba de don Román.