Caída y redención de Johnny Sullivan (2)

Johnny ha perdido el miedo a sus antiguos abusadores desde que está protegido por el líder de los veteranos, Chad Parker, del que termina enamorándose. Inicia así una segunda vida en prisión, más constructiva y con esperanza en el futuro.

Animado por Chad, acudía cada día a la biblioteca de la prisión, y realicé un curso por correspondencia para terminar mi incompleta formación escolar. Había abandonado el instituto a los 15 años, la edad de mis primeros hurtos con violencia. Desde entonces no había vuelto a coger un libro. Aquel fue el primer síntoma de que mi castigada autoestima empezaba a recuperarse lentamente.

Todo el mundo quería y respetaba a Chad en la prisión. Tenía un carisma impresionante. Por respeto a él, yo también recibía ahora un trato de favor. En el gimnasio mis antiguos compañeros me cedían el uso de los aparatos para no enemistarse con el influyente "clan de los veteranos", al que Chad pertenecía, y del que ejercía como portavoz en muchos litigios internos entre bandas. El siempre tenía la última palabra en esos pequeños contratiempos, y, por lo general, se conseguía mantener un precario equilibrio entre clanes, siempre con el suyo un poco por encima del resto. Era un privilegio que se habían ganado a pulso los veteranos. No eran ningunos santos, esa es la verdad, pero sí bastante mejores que el resto de "recién llegados", como a veces les definían, aunque llevasen en prisión cinco o más años.

Por las noches, en mi litera, yo me pajeaba pensando en Chad. El lo hacía, a veces, concentrado en las fotos de mujeres de revistas guarras, o recordando quizá a alguna novia adolescente que ahora sería una mujer casada y con hijos, ajena a su infortunio.

Empecé a pensar que tal vez nunca se cumpliría su promesa de mantener algún día una relación sexual completa conmigo. Ni siquiera me besaba. Nada. Parecía no necesitar de esas minucias sentimentales. El sexo tampoco le obsesionaba. No había nada que pudiera hacer para provocarle. Por lo menos nuestros compañeros de celda tampoco intentaban nada conmigo. Algo es algo, pensaba yo. Tal vez, deduje, la presencia de aquellos dos carcamales, condenados a la perpetua por acciones cometidas en los lejanos años 70, le inhibía sexualmente de forma determinante (aunque no lo suficiente como para no pajearse, según comprobaba por los constantes jadeos que me llegaban de su litera, inmediatamente inferior a la mía).

Hasta que una noche, de madrugada, sentí el roce de una piel en mi brazo. Me desperté asustado, pensando que quizá la libido de alguno de esos sesentones se había despertado de repente (si acaso se pajeaban lo hacían de forma tan discreta que yo nunca llegué a enterarme). Me incorporé aún medio dormido, para descubrir a un Chad sonriente y enigmático. Se había quitado la camiseta debido al intenso calor, y llevaba puesto tan solo el pantalón reglamentario, pero la erección que mostraba le abultaba tanto el paquete que parecía ir a estallar en cualquier momento. No hicieron falta palabras ni explicaciones vanas. Debíamos aprovechar antes de la próxima ronda nocturna. Me introduje de inmediato en su caliente cama, y tapándonos como pudimos con las sábanas, procedió a encularme de inmediato. El calentón que tenía era antológico. Me besó en los labios, con furia animal, y, tras colocarse un condón de contrabando, ayudado por mis hábiles dedos, que facilitaron la entrada de su poderoso miembro, me introdujo el rabo sin dificultad. Puesto a cuatro patas como estaba, su penetración me resultó algo dolorosa, por lo inesperada sobre todo, pero me callé para no despertar a los vecinos de celda. Aunque sabía que Chad no hubiera permitido ninguna intromisión por su parte. Empezó a moverse en mi interior, me tumbó boca abajo en la cama, pasó sus musculados brazos por debajo de mis axilas, y me tomó como a un potro salvaje, en completo silencio, resoplando en mi oido, cabalgando en la noche como un vaquero en huida permanente. El tiempo se detuvo mientras su formidable trasero, fantasía secreta de muchos en la prisión, empujaba sin compasión en la única dirección posible, hacia adentro, y con fuerza sobrehumana. Al cabo de un rato, las embestidas frenaron y un grito sordo me indicó que se había corrido en mi interior, y yo había pasado en pocos meses de recipiente inútil a objeto de deseo. Ahora era un ser humano otra vez, me dije. Su pasión me había dignificado ante la vida. Se quitó el condón, y me animó a correrme. Intentó pajearme, pero era evidente que carecía de práctica en esas lides. Me besó por todo el cuerpo y me abrazó muy fuerte mientras yo me la cascaba, pensando en él y lo que acababa de ocurrirnos. Cuando por fin lo conseguí, expulsé un chorro imparable de crema caliente sobre mi abdomen. Chad me besó en los labios.

-¿Te ha gustado? ¿Has disfrutado realmente? – preguntó en voz muy baja.

  • Me has hecho el hombre más feliz del mundo, Chad. Mejor aún, me has hecho un hombre. Antes no era nada, menos que una puta, era un objeto, un contenedor de lefa.

  • Olvida esas historias. Eso ha terminado para ti. Cuando salgas de aquí quiero que sólo recuerdes los buenos momentos vividos. Los otros es mejor olvidarlos. Es por tu bien.

-Pero es que yo no sé si quiero salir de aquí. Fuera no me espera nadie. No sé hacer nada, ni tengo idea de donde vivir ni trabajar.

-¿No tienes familia?

  • Sí, pero no quieren saber nada de mí. He sido un mal hijo. Claro que mi padre tampoco era un santo, precisamente. ¿Tu no tienes tampoco a nadie ahí fuera, Chad? Nunca veo que nadie te visite. Es una pena.

  • Mi madre era prostituta en un burdel de Houston. Evidentemente, mi padre debió ser uno de sus clientes, tal vez su chulo. Me crié en la calle prácticamente. A los 16 años cometí mi primer delito. A los 20 conocía ya todas las prisiones del estado. Y llevo aquí desde que me cayó la perpetua, a los 23. Una vida desperdiciada, Johnny. No hagas tú lo mismo, por favor.

Su rostro pareció contraerse en una mueca de dolor al recordar todo aquello.

Había una chica en aquella época. Se llamaba Helen. Estaba embarazada. Pensábamos casarnos. Pero volví a caer en lo mismo de siempre. Apuestas, alcohol, atracos a mano armada, y, la puntilla a todo esto. Maté a un policía. Sabía que después de aquello estaba sentenciado.

¿Entonces tienes un hijo en alguna parte?

Sus ojos se llenaron de lágrimas por un momento. Se tapó la cara con las manos y paró de hablar por un momento. Le rodeé los hombros con el brazo. El levantó de nuevo la vista, respiró profundamente y continuó su explicación.

Mi hijo tendría ahora 10 años. Pero ella…-se detuvo en mitad de la frase como para coger aire. Prosiguió en un tono más calmado- Helen decidió que yo no era el padre adecuado para su hijo. Y, sin consultarme nada, se practicó un aborto. Cuando vino a verme a prisión para contármelo, casi me da un infarto. Me puse a gritarla como un loco. Hoy, sin embargo, la comprendo bien. Ese pobre niño hubiera crecido sin padre, y lo más seguro es que hubiera repetido muchos de mis errores de aquellos años.

La hora de las confidencias llegaba a su fin. El conocido ruido de unas llaves en la puerta blindada de acceso a la galería nos devolvió a la realidad circundante. Ya habría tiempo de continuar la charla. Tiempo, al fin y al cabo, era lo que sobraba en aquel lugar dejado de la mano de Dios y apartado del mundanal ruido. Para cuando el halo de luz del guarda nocturno atravesó la diminuta estancia en busca de actividad sospechosa ambos yacíamos en nuestros respectivos camastros durmiendo profundamente. O eso aparentábamos. Y en ese lugar las apariencias contaban, y mucho.

El resto de mi estancia en prisión resultó para mí tan provechoso como para otros el estudio de una carrera universitaria. Animado por Chad, me apunté a todo tipo de talleres y cursos promovidos por las autoridades carcelarias. Me informé de que de este modo podría reducir condena. Yo ya no quería salir de prisión, lo cierto es que quería compartir con él cada segundo de mi existencia, pero de tanto insistir por su parte en los beneficios de la educación y de la reinserción social, terminé por aceptar lo inevitable. En aquellos meses aprendí informática, español (el segundo idioma más hablado del estado, en algunas zonas incluso el primero, y en el que se manejaba muy bien Chad, que creció al lado de un barrio chicano, y que le servía ahora para aumentar su autoridad moral entre los numerosos latinos allí encerrados), y también manualidades, carpintería, y hasta un cursillo acelerado de literatura inglesa, yo, que no había leído a Shakespeare en mi vida, y hubiera jurado que Faulkner era una marca de whiskey sureña.

Chad y yo compartíamos todo nuestro tiempo libre juntos. En el patio éramos inseparables. En el interior de la celda, en los ratos muertos entre nuestras numerosas actividades, le gustaba que le leyera periódicos atrasados. Comentábamos la crónica de sucesos, opinábamos de política (aunque ninguno de los dos sabíamos demasiado de esos temas), seguíamos con la imaginación la liga nacional de béisbol o las finales de los play-off de la NBA, elegíamos a nuestros famosos favoritos, que generalmente solían ser gente que había salido de la pobreza y había triunfado en la vida por su propio esfuerzo, como Oprah Winfrey, y contábamos chistes, o historias macabras que nos inventábamos y que nos hacían pasar el tiempo en aquel inhóspito agujero.

Hacíamos el amor casi todas las noches. El proceso era siempre similar. A veces yo le comía la polla y se corría en mi boca, o fuera de mí. Otras veces me follaba sin tregua en cuanto nuestros compañeros de celda se quedaban dormidos. Luego yo me pajaeaba, si no me había corrido antes a consecuencia de la monumental follada. Yo estaba profundamente enamorado de él. Algunas veces se lo decía, pero él me recriminaba con dulzura.

No debes hacer eso, Johnny. Eres muy joven y tienes toda una vida por delante. A mí en cambio ya no me queda más que adaptarme a la vida en este asqueroso lugar, hacerme viejo, con suerte, y morir aquí como un pájaro enjaulado. Pero tú en cambio tienes la oportunidad de volver a empezar desde cero. ¿Sabes el privilegio que es eso en este lugar de mierda del que no se sale más que con los pies por delante?.

A mí se me caía el alma a los pies al escuchar aquello. Más de una vez le dije, muy en serio, algo de lo que después, por fortuna, me arrepentí.

Cuando salga de aquí, en cuanto ponga los pies en la calle, voy a cometer un delito, el que sea, pero lo bastante grave como para que me detengan de inmediato. Cuando me lleven ante el juez, me declararé culpable y le pediré que me envíen de vuelta aquí. Este es mi verdadero hogar, y tú mi única familia, Chad.

El se apenaba profundamente al escuchar aquellas cosas, y me prohibía terminantemente que las pensara siquiera.

Te lo digo en serio, chaval. ¿Sabes acaso porqué estás aquí en esta celda? Te lo voy a decir. Porque yo soy quien soy aquí dentro, ni más ni menos. Y con todo y con eso, tuve que implorar al alcalde que te permitieran cambiar de galería. No he dicho pedir, ni sugerir. No, tuve que implorar, suplicar, humillarme ante él para conseguirlo. El alcaide sabía desde el primer momento que había sentido un flechazo por ti. Podía haberse negado, teniendo en cuenta que es un cristiano evangélico de fuertes convicciones morales. Y, sin embargo, me concedió este favor, este capricho, si lo quieres ver así, a sabiendas de que, tarde o temprano, cometeríamos actos inmorales a sus ojos. Pero a cambio me pidió, y yo le di mi palabra de honor de cumplirlo, que en estos dos años que te restaban de condena contribuyera con mi esfuerzo a hacer de ti un hombre de provecho, a ayudar a reinsertarte en la sociedad y que tu estancia en la prisión no resultara inútil.

Le miré asombrado y conmovido por su insólita confesión. Desconocía todos aquellos detalles, pensaba que la buena suerte y el halo mágico que parecían rodearle convertían en fácil lo difícil y lo milagroso en posible.

Has tenido mucha suerte, Johnny, no la desperdicies ahora, por favor. Si vuelves a prisión no volveré a hablarte, no quiero volver a verte aquí. Ni siquiera quiero que me visites cuando seas libre, lo digo por tu bien. Debes marcharte lejos de aquí, y procurar no meterte en líos de nuevo. Es todo lo que te pido. Si me quieres de verdad, cumplirás con tu parte del trato.

Yo me eché a llorar, y me abracé a él con fuerza. Sus compañeros de celda hacían chascarrillos despectivos al respecto, sin llegar al insulto, algo que él no hubiera permitido. A mí eso no me importaba. Quería a ese hombre con todas mis fuerzas, y necesitaba conservarlo a mi lado para siempre. Pero era inútil. La segunda condena de mi vida era la más dura de todas. La que me alejaría de Chad para siempre.

El día de mi partida, Chad me regaló el único objeto que conservaba de su vida anterior en Houston. Era un anillo que llevaba siempre puesto en el anular de la mano derecha, y que hacía sospechar que era un hombre casado, aunque, en realidad, nunca llegó a hacerlo con Helen, y hacía diez años que no tenía noticias de ella. Me lo entregó con suma delicadeza, me besó en los labios como toda despedida, y lo guardó en el bolsillo de mi camisa, abrochando con cuidado el botón después.

Quiero que lo conserves siempre contigo, como recuerdo de este pobre presidiario olvidado de todos en algún lugar de Texas. Y como recuerdo de nuestro amor y nuestra amistad. Me has hecho muy feliz durante estos dos años. Ahora debes volar libre. Es tu momento, chaval. Siempre supe que llegaría este día. Y por un lado lo deseaba, pero por otro lo temía. Ahora ha llegado. Aprovecha tu libertad. Se feliz, si puedes y te dejan. Y no mires atrás.

Luché con todas mis fuerzas para evitar que las lágrimas asomaran a mi rostro. Es algo que me había prometido la noche antes, que no debía verme llorar de nuevo en un momento tan emotivo. Que resistiría como un hombre.

No creo que pueda ser feliz sin ti allí fuera. – confesé cabizbajo.

El me levantó el rostro desde la barbilla y, mirándome fijamente, me besó la mejilla y susurró lentamente al oído:

  • Sí que puedes, y además debes. Inténtalo. Yo estaré rezando por ti todos los días.

No te preocupes por nada. Eres aún muy joven, todo irá bien.

La puerta de la celda se cerró ante mí, y el guarda me acompañó por el pasillo principal de la galería 1. Parecía imposible que este momento, tan esperado por cualquier preso, hubiera llegado por fin, tan pronto y tan tarde al mismo tiempo.

Cogí el autobús de la Greyhound con dirección Houston. No quise regresar a Austin, ya no había nada que pudiera buscar en ese rincón de Texas. Pero en Houston moraba el espíritu de Chad, allí había nacido y crecido, allí se había enamorado por primera vez y allí cometió sus terribles fechorias. Todo en Houston me hablaba de él, y eso era lo único que me alimentaba espiritualmente en aquel momento.

Cuando gané mi primer sueldo como reponedor en un local de la cadena Wal-mart, me hice un chequeo completo. No me fiaba demasiado de los controles rutinarios de la prisión. Aparte de dos enfermedades venéreas menores y, por suerte, curables en poco tiempo, me encontraba como un roble. Fuerte como un toro después de tantos años de machacarme en el gimnasio de la prisión. Poco después, mis habilidades aprendidas allí dentro me sirvieron para obtener un empleo bien remunerado como carpintero, en una fábrica de muebles a las afueras de la ciudad. Con el tiempo, pude hasta comprarme mi propia casa. Y un día, al cabo de varios años, ocurrió lo impensable. Conocí a otro hombre, y me enamoré.

La primera vez que hice el amor con Rob en su apartamento me preguntó extrañado si estaba casado.

No, soy muy joven para eso. Solo tengo 25 años, por favor.

Lo digo por la alianza de oro que llevas en el dedo anular. Me pareció que serías uno de esos…ya sabes, en Texas hay mucho reprimido.

¡Que me vas a contar! Si hasta hace poco la sodomía estaba prohibida por ley. Pero no, no estoy casado. Es tan sólo un recuerdo de alguien a quien he querido mucho, y a quien ya no volveré a ver. Esa persona lo compró para casarse con la mujer de su vida, pero le detuvieron justo dos días antes de la boda. Nunca llegó a hacerlo. Sin embargo, el anillo que había comprado para ese día tan especial y que llevaba consigo en el momento de su detención, le sirvió para infundirle valor durante los primeros años de su cautiverio, y seguir adelante. Cuando se sentía deprimido se lo quitaba y jugaba con él, leía la inscripción de su interior y se sentía reconfortado interiormente. "Siempre a tu lado", una frase en apariencia muy simple, pero que puede llegar a significar mucho para alguien privado de libertad.

Vaya, no lo sabía. Lo siento. No sabía que hubieras estado en prisión. ¡Pareces tan pacífico!. Eres una caja de sorpresas… Seguro que has tenido una vida muy inetresante.

Sí, no lo dudes. Puede que algún día te la cuente. Espero que no te importe que no te lo haya dicho antes. Es algo muy íntimo y personal, que está ya superado.

Me considero totalmente reinsertado en la sociedad. Es algo que le prometí a esa persona y lo estoy cumpliendo con creces.

No sólo no me importa – reconoció un sonriente Rob- sino que te admiro por tu determinación de dejar atrás el pasado y vivir en el presente.

Y hoy por hoy este presente se llama Rob. Y Houston. El resto ya no me importa, lo he dejado atrás. Aunque aún rezo todos los días por ese hombre maravilloso que conocí en prisión. El me enseñó todo lo que sé.

Rob me abrazó en silencio, y nos besamos en la boca y en el cuello durante varios minutos. La respiración entrecortada de ambos parecía conducirnos a lo inevitable. Dejé el anillo reposando inmóvil encima de la mesilla de noche y nos dispusimos a disfrutar de nuestra primera noche de pasión incontrolada. El círculo se había cerrado, y yo había encontrado mi felicidad en otra parte, tal como Chad había deseado, y yo me resistía a admitir entonces. Cerré los ojos y me sumergí en la atmósfera densa y profunda de aquella cálida noche de verano.