Caída y redención de Johnny Sullivan (1)

Johnny ingresa en una prisión federal de Texas tras cometer un delito menor. Una vez dentro descubrirá horrorizado la aberrante y reprimida vida sexual de muchos de los reclusos, hasta perder la autoestima por completo en un degradante proceso de autodestrucción.

Mi entrada en aquella prisión federal había sido consecuencia de un delito menor, que en otras latitudes se hubiera considerado una falta leve, casi una gamberrada, punible tal vez con una multa. Pero aquello era Texas, y yo había reincidido en ese tipo de delitos en varias ocasiones, por lo que el juez, sin ningún tipo de compasión, me condenó a tres años de reclusión mayor en un moderno centro penitenciario del oeste de Texas, que tenía la particularidad de estar gestionado por una empresa privada, y del que se decía que funcionaba con la dureza inhumana de un cuartel de los marines.

Yo sólo tenía 19 años en aquel momento, y mi insolencia juvenil de adolescente problemático en Austin estaba a punto de pasar a mejor vida. Mi padre, cristiano renacido, se avergonzaba de mí, y anunció muy entero al terminar el juicio que para él ya no era su hijo, y que no pensaba venir a visitarme a la prisión. Mi madre lloraba como una magdalena, pero acató la decisión del cabeza de familia sin pestañear. Allí terminó mi conflictiva relación con aquel hombre de modales violentos e intransigentes puntos de vista en materia moral.

Al entrar, el alcaide del penal nos recibió con cara de pocos amigos. A otros cuatro desgraciados, (todos ellos negros procedentes del área metropolitana de Dallas-Fort Worth) y a mí se nos reunió para explicarnos las reglas disciplinarias de la prisión, entregarnos un petate con nuestros nuevos uniformes y una bolsa de aseo, y sugerirnos no muy sutilmente lo que los guardias y autoridades de la misma esperaban de nosotros. Nada nuevo. Sumisión absoluta y política del palo y la zanahoria. Si éramos buenos chicos tendríamos algunas pequeñas ventajas, de lo contrario las celdas de aislamiento y los "trabajos comunitarios" estaban a nuestra disposición las 24 horas del día.

Durante el traslado desde Austin en el furgón blindado, mis compañeros de infortunio no se ponían de acuerdo sobre la ventaja o desventaja de haber ido a caer precisamente en este moderno centro penitenciario, que había sido levantado por iniciativa de una empresa privada, en un concurso licitado por el Gobierno estatal. Unos decían que al menos aquí nos libraríamos de las palizas y violaciones masivas de otras cárceles más antiguas y atestadas, otros, sin embargo, no lo veían tan claro, y opinaban que no íbamos a un hotel de cinco estrellas, sino a una cárcel texana, con todo lo que eso implicaba de violencia y racismo (en su caso).

Lo que más me sorprendió al entrar fue la extrema limpieza del penal, más propia de un hospital de Dallas, que de una prisión perdida en el lejano oeste texano. Los reclusos, uniformados, sacaban brillo con cubos y fregonas, y enceraban con esmero los inmaculados pasillos de aquel lugar. Parecíamos estar fuera del mundo, y, en cierto modo, lo estábamos. Allí imperaban otras reglas de conducta, distintas por completo del mundo exterior, pero, eso sí, influidas por el característico sentimiento religioso sureño.

Tras pasear por el módulo de los novatos, nos repartieron por distintas celdas. En cada una había cuatro literas. Al parecer, debido al elevado número de delitos en el estado, la prisión estaba hiperpoblada, y las celdas, espaciosas pero insuficientes, contempladas para uno o dos reclusos a lo sumo, ahora cobijaban a cuatro. Me olí problemas. Sabía, no era un ingenuo, que mi culo peligraba y no saldría indemne de aquel lugar, eso era algo para lo que venía mentalizado. De lo que se trataba era de evitar convertirme en la puta oficial de aquellos gorilas.

Tenía todas las de perder. Rubio intenso, ojos azules, piel muy clara, cuerpo bien formado y culo respingón. Sería una pieza muy codiciada, sin duda. No obstante, los días y las noches pasaron sin que mis compañeros mostraran interés aparente en mi cuerpo. Pero era obvio que sexo había en aquella prisión. Pronto aprendí las curiosas reglas de aquel sitio, que parecían inspiradas en las de las manadas de lobos o perros salvajes que merodean por las sierras del estado.

En primer lugar aprendí que, un recién llegado de mi edad, y si es atractivo con más motivo, es calificado inmediatamente como "white trash boy" (algo así como "blanco muerto de hambre") y, por supuesto, en la categoría de "faggot" (maricón). Lo peor que le puede ocurrir a un recién llegado es pasar de la categoría "faggot" a la de "sissy" (mariquita, julandrón), porque entonces el poco respeto que demuestran hacia ti se convierte en desprecio absoluto. El aprendizaje de "faggot", que es un ritual que lleva su tiempo, se suele realizar de la siguiente manera. Un recluso "bueno", seguramente joven, te ofrece su amistad y te "protege" de posibles peligros (imaginarios). Entrena contigo en el gimnasio del centro, poniendo especial relieve, en su papel de instructor, de que realices sentadillas para fortalecer los glúteos. Cuando pasa un tiempo y coges confianza con él, te introduce a sus "colegas". Todo parece perfecto, pero es sólo un señuelo.

Debido a la vigilancia extrema de los guardias para impedir violaciones y palizas, que pudieran conllevar un desprestigio del centro, y a la homofobia radical típica de estos reclusos, que impide que muchos de ellos mantengan relaciones homosexuales por una mezcla de ignorancia y fanatismo religioso, el sexo en esta prisión se realizaba de manera sutil y vergonzante, de forma aparentemente "voluntaria" y "cooperadora", y lo más extraño, negando que lo poco que se hacía fuera realmente sexo. Me explico.

Los reclusos adultos no realizaban jamás sexo entre ellos, había una especie de ley no escrita al respecto. Las visitas de predicadores fundamentalistas exigiendo castidad y limpieza, y las oraciones colectivas surtían su efecto en ocasiones, pero el cuerpo tiene sus necesidades, que ningún poder terrenal o divino puede eliminar por completo. Y para eso contaban con la necesaria colaboración de lo que llamaban "faggots" o, directamente, "cubos de basura"o "papeleras". Eramos un grupo de jóvenes, novatos en su mayoría, entre 18 y 21 años, la mayoría heterosexuales, pero que debíamos estar al servicio permanente de los demás reclusos para "descargar tensiones", en lenguaje carcelario.

Aquello hubiera tenido un pase si, al menos, hubiéramos podido disfrutar del sexo, en plan peli porno gay, pero es que ni siquiera nos permitían realizar actos sexuales completos con los adultos. Todo era muy cutre y reprimido. El sexo debía practicarse en presencia de los otros "hermanos", que debían vigilar que ninguno de ellos se sobrepasara con nosotros, y la única práctica permitida por la "mayoría moral" consistía en un acto repugnante, que, traducido al español, viene a significar algo así como "limpieza de cabezales". Es una práctica humillante y ridícula que está más relacionada con la sumisión que con el sexo, y frustra y traumatiza a partes iguales al pobre desgraciado que la padece, pues le convierte en poco menos que un contenedor de semen. Generalmente, todo comienza cuando un recluso adulto se pone cachondo, bien sea con una revista porno heterosexual o por propia iniciativa. Reclama nuestra presencia, se pajea delante nuestro, con la polla enfrente de nuestra cara o del culo, siempre en presencia de sus compañeros, y, cuando siente llegado el momento crucial, te mete la polla en la boca al comenzar los espasmos, y se corre dentro; o bien, en su versión extrema, cuando siente los primeros síntomas de eyaculación (nunca antes), te la introduce en el culo y se corre dentro. No está bien visto ni permitido que se regodee dentro mucho tiempo (eso sería cosa de "maricones"), más bien lo consideran un método práctico de "limpieza". Nuestro "amigo" es el primero en realizar esa práctica con nosotros durante unos días, lo que nosotros realizamos en principio voluntariamente "por agradecimiento" a su supuesta protección. No obstante, con el paso de los días sus "colegas" le van sustituyendo en el juego, hasta que uno detrás de otro te acaban utilizando como "papelera".

Aún peor que eso es una práctica conocida como "nevada" (snowfalling), que se considera más "sofisticada", y se realiza con "papeleras" con cierto grado de veteranía. Se reúne un grupo de reclusos empalmados alrededor de ti, se pajean en tu cara, y se corren encima hasta que te cubren de lefa todo el rostro. Después te piden que te la comas, aunque a veces se les olvida este detalle, dependiendo de su grado de excitación.

Y lo realmente curioso era las relaciones tan extrañas que manteníamos los "perros" o "papeleras" entre nosotros. Los demás reclusos, por diversión, nos incitaban a luchar y pelearnos, de ahí que casi todos acabábamos aprendiendo a boxear en prisión. Por suerte, los guardias no permitían este tipo de peleas, pero no siempre llegaban a tiempo, y había que estar preparados. Lo más extravagante de todo, y que aún no he llegado a asimilar del todo, es la razón por la que a los supuestos "perros" se nos concedía permiso para mantener relaciones sexuales entre nosotros, siempre que fuera en público (me refiero en las celdas comunitarias, no en las duchas, por ejemplo). Ellos parecían excitarse y divertirse con nuestra degradación, pero tampoco nos concedían demasiada importancia. En cierto modo, la relación que mantenían con nosotros era similar a la de un hombre con un perro que tuviese suelto por la casa, pero al que tenía amaestrado, y debía obedecerle en cada momento. A veces nos permitían un desahogo entre nosotros, pero era siempre en medio de ellos (y fuera de la vista de los puntillosos guardias), y, un poco como dos mujeres que hicieran el amor en un escenario en un local de hombres, parecía una forma de excitarles y mantenernos ocupados mientras jugaban a las cartas, o lo que fuera que hicieran en aquel momento. Nosotros éramos perros y era natural que tuviéramos esa tendencia a la perversión. Ellos eran "humanos" y el sexo homosexual una "aberración", que, sin embargo, les encantaba vernos realizar a los jovencitos, por mucho que su religión se lo prohibiera.

En aquella prisión todo estaba muy organizado y cuadriculado. Nada parecía poder escapar a ese orden y organización, y hasta algo tan natural y espontáneo como el sexo estaba absolutamente reglamentado. Los guardias, que no eran tontos, permitían estas licencias, siempre que no se ejerciera violencia física contra nosotros, que lo realizáramos "voluntariamente". Por eso, cuando conocí a Chad, un "adulto" de 32 años condenado a la perpetua por un crimen de juventud, del que se arrepentía ahora y del que ni quería acordarse (pero que había marcado su vida para siempre), saltaron todas las alarmas. Chad no era un cualquiera en ese lugar, sino un auténtico líder entre líderes. Era de los más veteranos, llevaba allí desde que se inauguró la prisión, y conocía perfectamente todos las grandezas (pocas, aunque alguna había) y miserias de ese increíble lugar. Era un morenazo musculoso, muy entrenado, con un toque canalla y muy sexy. Debido a la política represora de aquel centro y a la moral pajillera de aquellos reclusos, no había conseguido mantener relaciones sexuales con nadie desde hacía diez años. Nos conocimos en la ducha (él se alojaba en otra galería, inmediatamente superior a la mía, la de los "jefazos", los veteranos y los condenados a la perpetua, que eran unos cuantos, por cierto). Sentí un repentino latigazo eléctrico por todo el cuerpo. Aquello no se parecía al deseo que había experimentado a veces por otro "perro" como yo, porque aquellos pobres mindundis no tenían ninguna autoestima o estaban completamente envilecidos por la cárcel, como yo. Chad, sin embargo, no parecía un delincuente violento y reprimido como el resto del ganado en aquel lugar. Era guapo, pero además, sonreía, gastaba bromas, y, según comprobé posteriormente, trataba a los "perros" como seres humanos. Parecía resignado a su suerte, sabía que tenía que vivir allí el resto de su vida, y trataba de hacerla lo más cómoda posible. Realizaba trabajos comunitarios y estudiaba en la biblioteca de la prisión. A veces coincidía con él en el gimnasio, pero mis "jefes" me hubieran impedido cualquier contacto con un desconocido. Los "perros" tenían sus dueños, y el resto de los reclusos debía respetar ese hecho. Era una regla no escrita de la prisión.

Chad, sin embargo, me miró de forma diferente. De entrada me sonrió, algo inusual por allí entre desiguales. Meses después, cuando ya le había medio olvidado, los guardias me informaron que, por orden directa del alcaide, pasaría el resto de mi condena (casi dos años) en otra celda del piso superior. Y cual fue mi sorpresa cuando descubri, al llegar allí, que me había tocado en la misma celda que el buenazo de Chad. Por supuesto, allí había truco. Un compañero suyo de habitáculo acababa de salir de prisión, después de cumplir una prolongada condena, y Chad, que era muy bien visto por las autoridades carcelarias por su simpatía personal y espíritu de colaboración, había removido cielo y tierra para conseguir sacarme de aquella galería de lunáticos, y poder "protegerme" (en lenguaje carcelario), pero esta vez de verdad. Y al final lo consiguió. Los otros dos compañeros de celda era gente mayor, de vuelta de todo, y con una vida sexual más tranquila. Los primeros días, mientras estuvimos conociéndonos, no pasó nada entre nosotros. Después, al pasar el tiempo, comprobé que él no quería forzar la situación. Según me confesó, en todos estos años nunca había follado con nadie. Era completamente heterosexual, y sus fantasías eran mujeres que veía en las revistas porno que colaban en prisión. No le gustaba ni aceptaba la manera en que se trataba en aquel lugar a los novatos, infantilizándonos y convirtiéndonos en meros objetos sexuales. Peor que eso, en meros receptores de semen. Aquello era infinitamente doloroso para cualquiera, porque impedía la formación del carácter en un momento clave de la existencia.

Chad me confesó algo que me dejó helado.

Aunque yo, por suerte, nunca he sido un "perro" en la prisión, por haber tenido la fortuna de alojarme en la galería superior desde el principio, donde se encuentran los "viejos", y haber tenido dos puños de hierro para defender mi integridad física, muchos de los reclusos que te han utilizado sexualmente han sido "perros" previamente. Por eso están tan frustrados, y, a la vez, tan resentidos.

¿Y como es eso posible? Yo pensaba que un "perro", un maricón, como nos llaman, lo era para siempre.

No te equivoques. Si te fijas, los llamados "perros" o "papeleras" siempre sois muy jovencitos. Llega un momento en el que ni ellos mismos pueden autoengañarse, y se les jubila, se les deja en paz y les sustituye un recién llegado, una nueva víctima, y así el ciclo se reproduce durante años. Ten en cuenta que el sexo entre adultos está muy mal visto en este lugar, incluso las prácticas absurdas que se hacen aquí.

Tienes razón. Estaba tan deprimido y de vuelta de todo que ni me había percatado. Es decir, que de seguir aquí, al final hubiera terminado haciendo lo mismo que ellos.

No lo dudes. Somos muy pocos los que escapamos de esa dinámica – y me sonrió complacido.

Aquello me resultó insólito. Si Chad me protegía de mis antiguos violadores, y no pedía sexo a cambio, entonces ¿por qué se comportaba así conmigo?.

Bueno, he visto en ti un destello de lo que era yo al entrar en prisión. Y me sentí conmovido. Me dio pena la forma en que te trataba Paul Robbins.

Ese hijo de puta fue el que hizo de "amigo" nada más entrar aquí.

Chad me miró con ojos comprensivos.

No seas demasiado duro con él, Johnny. Lo más probable es que alguien hiciera con él exactamente igual en su momento. Forma parte de la ley no escrita de esta prisión.

Pero eso no le da derecho a repetir sus abusos con un recién llegado.

Bueno, eso es fácil de decir. Habría que verte en su lugar, rodeado de esos matones. Tengo entendido que en otras prisiones es aún peor.

No, si al final encima habré tenido suerte.

Bueno, creo que conmigo la tendrás. Ya lo va a ver.

Me volvió a sonreir y me cogió del hombro. Nos tumbamos en su camastro. Intenté en varias ocasiones hacer aquello para lo que había sido entrenado. Pero él parecía indiferente a esa clase de sexo.

No me interpretes mal, tío. Eres un chico muy guapo, y esa es una de las razones por las que te escogí. No lo voy a negar. A mí me gustan las mujeres, pero de tanto estar aquí encerrado, me he acostumbrado al contacto con vosotros.

¿Y no te gusta ni siquiera que te hagan una paja, o correrte en mi cara como hacen esos brutos?

Claro que me gusta el sexo. Pero no de esa manera. Me gustaría practicar sexo seguro con alguien como tú. Conseguir preservativos no me resulta difícil, tengo mis contactos. Y lo haría encantado contigo, eres un sueño de chaval. Pero lo haremos más adelante, si estás dispuesto, cuando recuperes un poco tu autoestima.

Como quieras. Eres un buen tío. Ojalá hubiera muchos como tú por aquí.

Entonces esto sería un hotel de lujo y no una prisión federal. Tú pides mucho, chaval. –respondió él incorporándose de pronto. Me acerqué a él y le besé en la mejilla. El me devolvió el beso, pero en los labios. Fue un casto primer beso ¿de amor? Ahí quedó todo. El no pareció dar mucha importancia al asunto. Pero yo soñé durante mucho tiempo con ese simple gesto de amor, el primero que recibía desde mi llegada a prisión, un año atrás.