Caída de Muros

Un ejecutivo joven ve cómo cambian sus prejuicios ante un muchacho informal y alternativo.

CAÍDA DE MUROS

Él siempre había sido un joven formal. Primeros lugares en la escuela y notas sobresalientes en la universidad, profesión liberal –era abogado-, tenida comprada en las mejores casas comerciales. Pero tampoco era un derrochador. Su dinero lo ahorraba y se daba pocos lujos. Alquilaba un departamento en un barrio de clase media; sostenía una fría e impersonal relación con sus vecinos, veía televisión de noche, cuando llegaba a casa del trabajo o del gimnasio. Tenía sus amigos, pero tendía a preferir la soledad. Varias mujeres lo habían querido atrapar –era un buen partido- pero él prefería su soltería. Parecía que nada lo afectara ni lo involucrara demasiado. Y así pasaba la vida... Y así cumplió veinticuatro años, como un ejecutivo joven con claras metas y proyecciones.

Sólo una cosa no estaba bien en su mundo: el muchacho que pasaba sus horas vagando en el barrio, sin asistir a la escuela, bebiendo demasiado, sin control de su madre, vecina del quinto piso. La verdad, Alberto le temía. No por un aspecto físico, ya que los años de constancia en el gimnasio le daban seguridad; sino por enfrentarse a una forma de vida desordenada. Es cierto que él tomaba, pero lo hacía con una mesura absoluta. Aunque también lo aproblemaba el ver a un joven de rasgos tan finos y amables con una pinta que no se le ajustaba: el cabello negro desordenado y largo atrás. En esa parte lo había teñido de un rojo fuerte. La polera y los pantalones eran negros y rasgados. Llevaba diversos aros en orejas, ceja y lengua. Sus bototos se veían demasiado pesados para el calor del verano.

Por eso, cuando salió de su casa y lo encontró a la salida de la botillería, detuvo sus pasos en seco y lo dejó pasar, altanero y ocupando casi toda la acera.

No pudo evitar recriminar al vendedor por venderle alcohol a un menor de edad. Pero no continuó discutiendo cuando se le respondió que, total, él ya estaba realmente perdido, que ese año lo habían echado del colegio y que si su madre no se preocupaba de él, nadie tenía que hacerlo.

Pero a Alberto sí le preocupaba, tanto por un asunto de sensibilidad social como por la propia seguridad de sus bienes. Cuando, volviendo a su casa, lo vio vomitando en un poste, se quedó pensando qué hacer. No podía dejarlo tirado porque la cosa podía ser grave, tampoco subirlo a su casa porque la madre no estaba ni llegaría muy luego, con los otros vecinos no contaba. Por fin, muy a su pesar y pensando en el riesgo que corría su propiedad, lo tomó de un brazo sin decirle ni una palabra y lo llevó a su departamento. Él apenas caminaba y respiraba quejosamente. Decidió entonces quitarle la ropa sucia y meterlo bajo una ducha fría. El impacto hizo que despertara por algunos segundos, pero sólo para seguir durmiendo la borrachera. Luego Alberto lo llevó al dormitorio de huéspedes y le puso un pijama suyo. Se sentía bien, como el scout que realiza su buena acción. Aunque, mientras veía la televisión no podía quitar algo de su mente: al bañar al muchacho, se dio cuenta de que un piercing dorado cerraba el pene del muchacho. Realmente, tenía que admitirlo, se le veía muy bien. Era un falo largo y en reposo, de color blanco, rematado en un glande amplio sin circuncidar. Alberto deseaba verlo nuevamente, pero sabía que no haría nada sin el consentimiento del dueño del hermoso aparato. Y así, fue quedándose dormido y soñando con una serie de penes que entraban por todos los agujeros de su cuerpo. Una sonrisa se le dibujaba en el rostro.

Al día siguiente se levantó más temprano que otros sábados y preparó un suculento desayuno, con huevos revueltos, café de grano y jugo de naranjas. Lo puso todo sobre una bandeja y partió hacia el dormitorio. El muchacho dormía boca abajo. Con el movimiento, las sábanas se habían caído y su pantalón de pijama mostraba el comienzo de un hermoso trasero, algo más blanco que el resto del cuerpo.

-Buenos días –dijo mientras descorría las cortinas. Su idea era dejar que el muchacho se fuera lo antes posible de su casa para evitar robos.

-¿Qué hago aquí? ¿Dónde estoy? –fue todo lo que preguntó

-Estás en mi casa, un departamento por debajo del tuyo. Ayer tuve que recogerte porque estabas temblando mientras vomitabas.

El muchacho se quedó en silencio, sin saber qué decir. Parecía emocionado por algo, que Albero atribuyó a la resaca, por lo que le acercó el café.

-¿Y mi ropa?

-La dejé ayer en la secadora, ya que tuve que lavarla. En unos minutos voy a buscarla para que puedas volver a tu casa. Tu madre debe estar preocupada.

-No está –dijo el muchacho tristemente.- Partió a la playa y a mí se me quedaron las llaves dentro. Pero no te preocupes. Yo me voy y no te doy más problemas.

Algo crujió en el corazón de Alberto. Sus planes cambiaron ahora drásticamente.

-¿Cómo que te vas? No, señor. Mientras tu mamá no vuelva, tú eres mi huésped. Así que prueba el desayuno que te preparé.

Diciendo esto, Alberto salió de la habitación y comenzó a leer el diario.

-¿Puedo pasar al baño? Estoy que me meo.

Alberto sintió desagrado de sentir que le cortaban su lectura; pero eso se volvió satisfacción cuando vio ante él al muchacho desnudo de pies a cabeza, agarrando su pene semierecto con ambas manos.

-Claro, pasa –dijo entre titubeos.

El joven corrió, pero no cerró la puerta. Para Alberto era música el sentir el sonido del orín chocando violentamente contra la taza del water.

-A propósito –gritó el muchacho,- me llamo Matías.

Luego escuchó Alberto cómo el agua de la ducha caía. Pero cuando ya habían pasado más de veinte minutos comenzó a preocuparse.

-Está todo bien –gritó hacia dentro.

-Ven un poco, por favor.

Alberto entró pero no se atrevió a descorrer la cortina.

-Podrías, por favor, pasarme la esponja por la espalda.

¿Se le estaba insinuando ese muchacho de sólo dieciséis años? ¿Y si no fuera así? Alberto decidió ir lento. Alargó la mano y frotó suavemente el cuello del joven, bajo la mata espesa de pelo rojo, mojándose la manga de su bata de levantarse.

-Pero no así –le dijo Matías, riendo- Tienes que hacerlo con más fuerza. Entra aquí.

Alberto titubeó y entró mojando su bata. Se le notaba ya una erección enorme dibujada a través de la prenda. Matías, entonces, le cogió la mano derecha y llevó el dedo índice a su boca, mientras entrecerraba los ojos. Las señales ya eran inequívocas. Así que Alberto se despojó de la bata y mostró con orgullo su bien formado cuerpo.

Sus brazos eran amplios y fuertes. El pecho, con poco vello, estaba levantado por la excitación del momento y los ejercicios de toda una vida. El abdomen, plano y lleno de calugas. La cintura, estrecha. Las nalgas, levantadas y musculadas. Las piernas, firmes y bien moldeadas. Pero lo mejor era un pene de gran dimensión, enhiesto en curva hacia arriba, circuncidado, con un glande de color rojo que palpitaba de emoción, adornado por un fino enjambre de pelos púbicos rubios y un par de cojones grandes, afeitados y pesados. En cada detalle –el pelo, las uñas, el pubis- se notaba que se preocupaba de su cuerpo. Sus ojos azules se clavaron en los ojos marrones del muchacho, que sólo atinó a darle un ligero beso en los labios. Pero el correcto Alberto ya no lo era tanto, así que lo tomó de la cintura, lo atrajo hacia sí, e introdujo su lengua en la boca de Matías, que sólo se dejó hacer. Luego de varios minutos, el dueño de casa cortó el agua, separándose de su compañero por un momento, tomó las sábanas y secó su cuerpo y el del chico. Lo tomó en brazos y lo condujo hacia su dormitorio.

-¿Te gustan los juegos? –le preguntó a Matías con una sonrisa en su rostro.

-Sí –respondió él dubitativamente.

-Entonces te gustará jugar a las bolitas.

Y abriendo el cajón de su velador tomó una serie de bolas chinas de tamaño mediano, unidas por un cordón. También tomó un frasco de lubricante y comenzó a untar el esfínter del joven, que gemía como un gatito. Repentinamente, sintió cómo las bolas lo iban penetrando. El dolor era intenso. Él, hasta ese momento, era absoluta y totalmente virgen, tanto por delante como por detrás. Pero el recto de nuestro amigo terminó relajándose y cobijando hasta seis bolas, que fueron retiradas con laboriosidad. Una gota de presemen mojaba el piercing del pene del joven, la que fue devorada por los labios de Alberto, mientras introducía ahora un consolador en el ano de su nuevo amigo.

-Prepárate, porque esto será fuerte –le dijo mientras enchufaba los cables y el aparato vibraba a muchas revoluciones.

Matías abrió sus hermosos y grandes ojos y luego los cerró fuertemente. La semisonrisa indicaba cuánto estaba gozando. Sus pezones fueron cruzados por un par de pinzas, luego de ser masajeados y besados.

Pero ya nada importaba. Ni siquiera el que sus piernas fueran puestas al cuello de quien le había dado hospedaje, ni que el inmenso miembro de éste entrara en su recto, ahora sí ya dilatado.

El placer era demasiado grande. Por lo que cuando Alberto le dio un papirote a sus huevos, éstos soltaron una gran cantidad de líquido, que chocó contra su estómago en cuatro grandes sacudidas. Y ése fue el detonante para que también Alberto dejara su semen en las oscuridades de su acompañante.

Así, desnudos, se relajaron y quedaron unidos en un beso por un largo espacio de tiempo. Pidieron una pizza y la comieron tal cual estaban, sobre la cama, riendo, persiguiéndose, pellizcándose, haciéndose cosquillas y acariciándose. Hasta que los dos estuvieron nuevamente excitados. Ahora fueron los labios del más pequeño los que se cerraron sobre el descubierto glande de su compañero, mientras quitaba el piercing de su prepucio. Con gran afán, fue lamiendo y besando cada parte del pene, testículos, perineo y culo de Alberto, quien adivinando las intenciones de su amigo pequeño, abrió sus nalgas con ambas manos, mostrando lo rosado de su agujero. La lengua, entonces, lo penetró con violencia, cediendo el paso para la entrada del hermoso pene de Matías. A pesar de tener veinticuatro años, también él era virgen, ya que su –hasta ese momento- bien formada vida, sólo le permitía el goce secreto de juguetes en la privacidad de la noche. Matías embestía con violencia a su proptector, que cerraba los ojos y gozaba de toda esa magia derramada en la habitación. Una nueva descarga provocó en ambos hombres un gran sopor, así es que se durmieron abrazados.

Con el paso del tiempo y la ayuda de Alberto, Matías se transformó en un buen estudiante en la escuela que aquél le había conseguido. Siguió con su estilo de vestimenta y gustos musicales, pero su trato y conducta sin duda que fue mejor. Por su parte, Alberto se atrevió a osadías tan grandes –para él- como utilizar un mismo calzoncillo por dos días seguidos. Lo único que guardaban secretamente Alberto y Matías era el sistema de estímulos para que obtuviera mejores notas...

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