Cae la lluvia en la Plaza de Mayo (6)

Fabio maquina su estudiada venganza contra Osvaldo, y huye a España, donde encuentra una cálida acogida. Su vida de soledad y nostalgia se ve sacudida por un acontecimiento inesperado, que le dará un nuevo enfoque a su vida.

Durante los dos meses anteriores, tras asistir al infame espectáculo orquestado por su mente criminal en aquel repugnante sótano, como sabueso de las noticias que soy, había estado recopilando toda la información posible de Osvaldo Palacios. Y descubrí algunos detalles que desconocía: como niño bien que era, había estudiado dos carreras: periodismo, que nunca ejerció, y psicología, especializándose, quien lo diría, en adolescentes problemáticos. Su hermano Antonio era un alto mando de la Marina, y él colaboraba con la institución ofreciendo asistencia psicológica a cadetes con problemas, o dificultades de adaptación a la vida militar. El único punto débil que encontré en su biografía, tras pagar incluso a un detective para realizar parte del trabajo sucio, consistía en que, de su primer matrimonio, había tenido dos hijos nacidos con una tara mental, lo que en esa época la gente aún llamaba subnormales, y él, incapaz de aceptar su destino, culpó a su esposa de haberle estafado y poseer alguna tara genética, recluyó a los niños tras los muros de una institución mental, abandonó a su sufrida esposa, y pidió el divorcio. De su segundo matrimonio, con una mujer uruguaya, tuvo un hijo sano, pero el pequeño murió atropellado por un camión cuando contaba cuatro años. Desde entonces, al parecer, su carácter se había agriado considerablemente, y el matrimonio se separó poco después. De modo que tenía una deuda pendiente con la paternidad, que probablemente se habría convertido en una verdadera obsesión para él, y en su talón de Aquiles. Esa era la oportunidad que yo estaba esperando para vengarme. No me importaba el daño que me hubiera hecho a mí, incluso a mi esposa, con ser imperdonable, lo que no podía concebir ni admitir de ningún modo es que hubiera hecho sufrir de ese modo tan inhumano a un muchacho tan bueno e idealista como Gastón, un ejemplo para su comunidad mientras estuvo entre nosotros. Y decidí actuar de inmediato. En primer lugar, me realicé unas pruebas exhaustivas en un laboratorio de confianza, que demostraron claramente que, en efecto, como sostenía Silvia, yo era estéril de nacimiento, y, por tanto, Gastón era hijo de Osvaldo. Después puse a la venta mi casa de Buenos Aires, por un precio inferior al real, porque mi alma necesitaba un reposo, lejos de esa cuadrilla de asesinos que gobernaba el país a sangre y fuego. Cuando encontré el comprador adecuado, y firmamos los documentos de compra-venta, que incluía todos los muebles (salvo libros, discos, recuerdos personales…), me consideré libre para ejecutar mi bien planeada venganza. Que no sabía si resultaría efectiva, porque no iba a utilizar violencia física, como ellos, sino la más sutil violencia psicológica, en la que Osvaldo era, por cierto, un maestro consumado.

Con el dinero de la venta del piso ingresado en mi cuenta bancaria, y el billete de avión a Madrid en mis manos, preparé un sobre a su nombre, figurando Silvia y yo como remitentes, lo que aumentaría su curiosidad natural, e introduje la última carta manuscrita de Silvia, una copia de los resultados de mi pruebas de fertilidad, y una simple nota de mi puño y letra que rezaba:

¿Cómo sienta saber que habés torturado, violado y asesinado

a tu propio hijo?.

¡Que el infierno te acoja para siempre, hijo de puta!

Para cerciorarme de que recibía la carta, armándome de valor, me acerqué hasta su domicilio, esperé a que saliera rumbo a su trabajo, y, aprovechando que una vecina sacaba a pasear el perro al cercano parque, me colé en el interior, busqué su buzón e introduje la maldita carta. Sabía que era un hombre enfermo y vengativo, y que, probablemente, me buscaría, y hasta es posible que me hiciera "desaparecer" como a tantos otros por aquellos aciagos días. Pero no pensaba darle la oportunidad de hacerlo. Ya había matado a mi esposa y mi hijo, no dejaría que aniquilara al único Bellini vivo.

Dos horas después me dirigí al aeropuerto de Ezeiza, ligero de equipaje, y me monté en un vuelo de Aerolíneas Argentinas. Destino: Madrid, España. Durante el trayecto me consolaba pensando en la cara que podría poner ese asesino, al enterarse de que el hermoso joven que había vejado y torturado hasta la muerte llevaba su misma sangre, su carga genética, la historia de sus antepasados y no de los míos escrita en su código vital.

Probablemente nunca conocería su reacción a mi carta, pero mientras no fuera posible llevarle a los tribunales algún día, me conformaba con el insano placer de hacerle partícipe de que había acabado con la vida del único hijo sano que había concebido y conseguido alcanzar la edad adulta. Que además, para mayor escarnio, era un muchacho noble, hermoso como un dios griego, e idealista.

El cambio de fortuna nada más aterrizar en el chispeante Madrid de 1977 no pudo ser más radical. Al contrario de la lóbrega Argentina del "Proceso de Reorganización Nacional" de los gorilas genocidas, en España se notaba, desde el momento de pisar tierra, una energía nueva, totalmente distinta. Argentina era un país joven, pero parecíamos viejos amargados, del laburo al psicoanalista, y del psicólogo al potro de tortura de los milicos, mientras que España era vieja como sus recios castillos, pero joven de espíritu, como demostraba a cada paso. Recién acababa de salir de una horrenda dictadura de 40 años, que dejó miles de muertos sin identificar en las cunetas, y muchas preguntas sin respuesta. Y aquella gente maravillosa tenía ganas de vivir, de disfrutar, de pasarlo bien, de hacer el amor y todas las cosas que los militares y la poderosa Iglesia les habían prohibido hacer durante todos esos años de plomo y múltiples represiones. El país se encontraba en plena campaña electoral, la primera en 41 años, se dice pronto, y la alegría de los españoles por la libertad recuperada era desbordante, contagiosa. El asfixiante clima de división entre peronistas y antiperonistas, y los violentos choques entre facciones rivales de un mismo partido dieron paso, para mi asombro, a una situación política en la que unos y otros cedían, transaban, que decimos en Argentina, y pactaban unos puntos mínimos de acuerdo que permitiera mantener la convivencia tan duramente ganada. Sin vencedores ni vencidos. Allí no había lugar para la demagogia, ni pienso que los españoles la hubieran aceptado, curados de espanto como estaban, tras muchos años de esperanzas frustradas, y una prometedora República que murió muy joven, y no de muerte natural, precisamente.

Conseguí laburo de periodista en un pequeño periódico llamado La Hoja del Lunes, que tenía la peculiaridad de que sólo se publicaba ese día de la semana, y sólo gracias a la plata reunida con la venta del piso pude ir tirando los primeros meses de estancia. Gracias a unos contactos argentinos, conseguí meter la cabeza en un periódico importante, el ya desaparecido Diario 16, donde estuve laburando muchos años como columnista experto en asuntos de política latinoamericana. De ahí di el salto de mi vida a "El País", en el año 89, uno de los grandes diarios europeos, comparable a "La Nación" o "Clarín", donde concluí mi carrera periodística en el mejor medio posible, jubilándome en el año 2000.

Pero, a pesar de que la suerte me acompañó en el plano labural desde el mismo día de mi llegada, yo seguía sintiendo en mi interior el vacío inmenso de mi desaparecida familia. Los Bellini-Marcelli de la calle Juncal ya no volverían a reunirse por Navidad, ni por ningún otro evento durante el resto de mi desgraciada vida. Y, quizá por esa terrible soledad, o por simple nostalgia de mi patria, me fui aficionando de nuevo al tango porteño. Había uno, en particular, que me hacía recordar a mi primer amor, a mi querido Eloy, el gran amor de mi vida, que sin duda a estas alturas estaría tan muerto como mi propio hijo, y quien sabe si no fueron masacrados al mismo tiempo, y sus sangres unidas hacían fecundar algún rincón olvidado de tierra argentina. Se trataba del conocido Nostalgia, en la voz de Tita Merelló o de Roberto Goyeneche, por nombrar dos históricos del tango que siempre me apasionaron.

Quiero emborrachar mi corazón

Para apagar un loco amor

Que más que amor es un sufrir.

Y aquí vengo para eso

A borrar antiguos besos

En los besos de otras bocas.

Si su amor fue flor de un día,

¿Porqué causa es siempre mía

esa cruel preocupación?...

Al llegar a este punto de la canción, por lo general, las lágrimas ya asomaban en mi rostro. Supongo que me recreaba en mi tristeza, y me negaba a aceptar que la vida sigue, por mucho que me costara olvidar el cruel pasado que me había conducido a este exilio sin retorno, porque ya no tenía fuerzas para regresar a mi desquiciada patria. Pero seguía, y aún sigo, considerándome tan argentino como el que más, y la prueba es el interés que mostré por los resultados de los encuentros del Mundial de Fútbol de 1978, celebrado en Argentina, precisamente, y cuya Copa alzó victoriosa la selección local (en la que debutó, por cierto, un jovencísimo Maradona de 17 años).

Para disfrutar la final del Campeonato del Mundo en compañía, lejos de la soledad del bulín de la calle Capitán Haya, donde residía por entonces, me tomé el día libre (me debían un día de vacaciones en la redacción) y me dirigí al bar del Argentino, como le llamábamos nosotros, si bien su verdadero nombre era el argentinísimo Bar-Restaurante San Martín, en el corazón del Madrid castizo. Allí, el jolgorio de esos ñoquis porteños, que habían tenido la misma genial idea que yo, era notable. Me senté y pedí un café, y la primera grappa del día. Los muy boludos de la selección holandesa nos hicieron sudar la gota gorda durante todo el partido. Hubo que recurrir a la prórroga y a los buenos oficios de Kempes (dos merecidos goles) y del tanto definitivo de Bertoni para poder cantar, con la especial empatía que sienten todos los exiliados del mundo, el himno nacional (alguno incluso se atrevió con el peronista, pero fue abucheado por el sector radical del exilio, que se le va a hacer, los argentinos somos así). El buen ambiente duró hasta la madrugada. Muchos compatriotas se marcharon de parranda, a celebrar la victoria en algún boliche de moda. Yo estaba eufórico por la histórica victoria, pero se me cortó la digestión, y el buen rollo, que dicen por aquí, al contemplar al genocida Videla entregando la Copa a los campeones. Me dio por pensar en lo feliz que hubiera sido mi hijo en aquel momento, de haber vivido en un país normal, y que tendría sólo 20 años ahora, y de seguro estaría disfrutando de su juventud y bailando la canción que sonaba desde el interior del "juke-box" del bar, el "Stayin’ alive" de los Bee Gees, un sonido que arrasaba en todo el mundo ¿También en Argentina, quizá? Pero allá no quedaban jóvenes que imitaran a Travolta y se disfrazaran de Tony Manero para salir a a la calle, como ocurría acá, porque los muchachos argentinos de su edad estaban presos o desaparecidos, un subterfugio legal que indicaba, simple y llanamente, que se los habían cargado a balazos sin contemplaciones. Yo no sabía mucho inglés en esa época, pero sí lo suficiente para saber que el título de esa alegre y rítmica canción significaba ni más ni menos que "permanecer vivo". Y eso es lo que hacía yo, permanecía vivo, era un superviviente de una guerra no declarada entre el gobierno, armado hasta los dientes, y el pueblo argentino, desarmado e indefenso. Mi corazón seguía latiendo, pero mi interior estaba muerto. Ya no había nada en mi vida, fuera de las funciones básicas diarias: comer, beber, dormir, laburar, tal vez soñar…nada más.

Otro compatriota, romántico como sólo un argentino puede ser, eligió una balada para acompañar la victoria futbolera: "El amor de mi vida" de Camilo Sesto.

Me duele más dejarte a ti

Que dejar de vivir

Me duele más tu adiós

Que el peor castigo que me imponga Dios.

Escuchar estas sentidas estrofas, en la privilegiada voz del alicantino, y retrotraerme a la negra jornada del 9 de Junio de 1956, el último día que compartí con Eloy, fue todo uno

El amor de mi vida has sido tú,

Mi mundo era ciego hasta encontrar tu luz

Hice míos tus gestos, tu risa y tu voz

Tus palabras, tu vida y tu corazón.

El amor de mi vida has sido tú

El amor de mi vida sigues siendo tú,

Por lo que más quieras, no me arranques de ti

De rodillas te ruego, no me dejes así

La música fúnebre de fondo, con repique de campanas incluido, me devolvió a la triste realidad. Eloy ya no existía, había sido brutalmente asesinado por la cruel necedad humana. Imposibilitado de controlar mis lágrimas, me alejé del jolgorio general, y me senté en una mesa solitaria, al fondo de la espaciosa sala de comedor, con un vaso de grappa en la mano, del que iba bebiendo a pequeños sorbos. Cuando la evocadora balada concluyó, otro de los presentes, que llevaba una gorra con los colores de la bandera argentina en la cabeza, echó unas monedas en el juke-box. Puesto que aquella máquina permitía elegir entre éxitos comerciales del momento y grandes tangos del pasado, que el ladino dueño del bar sabía que atraerían más a su nostálgica clientela natural argentina, no me extrañé al escuchar los primeros compases del clásico "Volver", en la voz del gran Julio Sosa.

El tango y el tanguero favoritos de Eloy, que casualidad…- pensé para mis adentros.

Yo adivino el parpadeo

De las luces que a lo lejos

Van marcando mi retorno.

Son las mismas que alumbraron

Con sus pálidos reflejos

Hondas horas de dolor.

Y, aunque no quise el regreso,

Siempre se vuelve al primer amor

Llorando como un niño de pecho, recordando a mi primer amor, al único amor verdadero de mi vida, no me fijé que aquel extraño se dirigía directamente hacia mi mesa, hasta que le tuve delante. Levanté la mirada, y me sequé los ojos con las manos.

Aquel hombre, que no era ningún jovenzuelo, desde luego, se puso a cantar en voz baja, pero bien entonada, acompañando a Sosa en las estrofas centrales del tango.

Volver,

Con la frente marchita,

Las nieves del tiempo

Platearon mi sien.

Sentir,

Que es un soplo la vida

Que veinte años no es nada

Que febril la mirada

Errante en las sombras

Te busca y te nombra

Recuperé por un momento mi compostura anterior, e interrumpí su sentido canto para indagar por el motivo de tan inesperada serenata.

Perdona…¿Quién sos vos? ¿Te conozco acaso?

Aunque el tupido pelo negro, tapado como estaba por la gorra, me despistó un instante, los rasgos de su rostro me resultaban familiares. Me levanté para mirarle mejor, y él se quitó la gorra visera y la dejó en la mesa. Ya no me cabían dudas. Me encontraba ante el espectro de mi amigo, que había venido del más allá para atormentar mi soledad.

Pero…no es posible…vos sos Eloy: ¡Eloy Daguerre! ¡Pero si te creí muerto!

Eloy sonrió sin malicia, antes de darme el abrazo de mi vida, y responderme.

¡No me querás matar tan pronto!. Al fin y al cabo, si los gorilas no han podido con este viejo montonero, es que tengo más vidas que un gato callejero.

Pero… ¿Cómo has podido salir vivo de aquel lugar? No lo entiendo…¿sabés algo de mi hijo? Gastón, se llama Gastón. Le vi con vos aquella noche

Le expliqué toda la historia del secuestro de mi hijo, sin ahorrar detalle. El se quedó asombrado de que yo hubiera sido testigo de escenas tan duras como aquellas, y hubiera podido superarlo.

Dale, Fabio, no pensés mal de mi, yo no violé a tu hijo, ellos nos obligaron a hacerlo. No sé si contarte más detalles, lo que pasó con Gastón fue muy doloroso. ¿De verdad querés saberlo?

Sí, por favor. Necesito saberlo. Silvia no hubiera podido resistir esta conversación, pero yo sí. Me servirá de catarsis, espero.

Bien, si vos insistís. Lo que hicieron con aquel muchacho tan lindo y tan bueno no tiene nombre. De hecho, el pobre Gastón era la bestia negra del Doctor Pinzas, como le llamábamos, por su especial afición a levantar las uñas de los presos, por simple diversión, imagino. Fue el único varón en ser violado repetidas veces, yo creo que no quedó guardia que no le cogiera, incluyendo a ese loco de la bata blanca. Parecía sentir un odio visceral por tu hijo, e imaginaba continuas perrerías para humillarle y hundirle. No te contaré los detalles, sólo te diré que, por ejemplo, se divertían violando en grupo a su novia, una hermosa joven llamada Graciela, delante de él, y, por desgracia, también a ella se la llevaron a "dar un paseo en avioneta". No sé que querrían decir con eso, pero yo no les buscaría en el mundo de los vivos a ninguno de los dos.

¿Cómo es posible que exista tanta maldad en el mundo? – yo había dejado de llorar, mi corazón estaba seco, y ya nada de lo que escuchara podía sorprenderme – No puedo superar la idea del sufrimiento atroz que debieron padecer Gastón y Graciela durante ese tiempo de torturas y vejaciones

Eloy me miró a los ojos muy fijamente antes de contestar.

En eso te equivocás, Fabio. Ella sí sufrió lo indecible hasta que se la llevaron para matarla, pero él, aunque en su interior sufriera igual, no lo demostró nunca. Su fortaleza era increíble. A cada tortura que inventaba el tipo ese, él respondía con una determinación feroz de no dejar que el mal prevaleciera. Y pasó pruebas muy duras. Yo lo sé porque fui su compañero de celda durante ese tiempo, y hablamos largo y tendido en las horas muertas, cuando nos dejaban allí tirados como animales, entre un interrogatorio y otro.

¿Y de que hablaban ustedes? Quiero decir ¿él te habló de mí, y de su madre? ¿Vos sabías que era mi hijo?

Por supuesto, nada más decirme su apellido lo descubrí. El les quería mucho a ustedes dos. Me repetía continuamente lo que admiraba a su padre, y el lazo tan fuerte que mantenía con su madre. Yo le dije que te había conocido de joven, durante nuestra época como residentes de la Ciudad Estudiantil, sin más detalles. Y él, que al parecer me admiraba mucho en mi faceta política, al saber ese dato, se abrió a mí totalmente. Teníamos una relación casi de padre-hijo en aquel miserable lugar. El me adoraba, por eso cuando los carceleros nos obligaron a hacer el amor a punta de pistola, él se burló de ellos, y les dijo que eso no era tan malo, que estaban bajando la guardia a la hora de inventar torturas, y que entregarme su cuerpo era lo mejor que le había pasado desde que entró en "el laboratorio", como le llamaban al sitio aquel.

¿Por eso se besaban ustedes y parecían disfrutar del acto, tal como lo percibí yo desde el otro lado del cristal?

Por supuesto. Mira, Fabio, tu hijo no era homosexual. El adoraba a Graciela, y sufría más por ella que por él mismo. Nunca le vi llorar después de una sesión de tortura o una violación en grupo, pero si era a ella a quien se lo hacían, luego, en la soledad de la celda, lloraba amargamente por la macana de esa pobre muchacha.

¿Y que pasó al final? ¿Qué hicieron con él, por Dios?

No lo sé, estuvo un mes, mes y medio quizá. Yo estuve más tiempo. Un día, el doctor Pinzas entró en la celda y le anunció, con cierto placer al decirlo, que había sido seleccionado de entre todos los prisioneros, por su buen comportamiento, para dar "un paseo en avioneta". Ambos sabíamos lo que significaba aquello, pero él no estaba triste, sino contento de que su terrible martirio llegara a su fin. Triste debés estar vos, no yo, que voy a descansar por fin, me decía ufano, y aparentando una serenidad que no debía sentir realmente. Vos en cambio, prosiguió, tenés que seguir resistiendo la picana y los malos tratos. No hay color, ché. Era él, a las puertas de la muerte, quien me daba ánimos a mí. Para mí, era un auténtico héroe. Y, como era cristiano, como muchos otros montoneros, y no quería confesar con un capellán castrense, suponiendo que le hubieran concedido esa remota posibilidad, me pidió que le escuchara en confesión, sin juzgarle. Y así lo hice, ¿¡cómo podía negarme!?. El sabía que yo era homosexual, porque así se lo confesé cuando me preguntó si tenía esposa e hijos. Pero lo que nunca imaginé es que en esa confesión improvisada, él me contaría que sabía que vos también lo eras.

Me quedé pegado al asiento. Gastón conocía mi inclinación…pero, ¿Cómo era posible tal cosa?. No, no podía ser cierto, yo era extremadamente discreto. ¿sería una intuición, tal vez? Pronto lo descubriría. Eloy continuó con su exposición.

Según me contó, parece ser que, una vez, regresando a casa desde el centro tras acompañar a su novia a casa de sus padres, les vio entrar a vos y a otro caballero, al parecer muy apuesto, en un telo, por San Telmo, me dijo. No podía creerlo, y estuvo tomando birras en el bar de la esquina, hasta que les vio salir juntos de nuevo. Dijo también que conocía al sujeto en cuestión, y que era un fotógrafo del mismo diario para el que laburabas vos.

¡Dios mío!¡Era Mateo!¿Pero que es lo que hice con mi vida, Santo Cielo?

Tranquilo, Fabio. El era un muchacho muy abierto, muy adulto en sus planteos vitales. No se escandalizó por eso, sino por la hipocresía que mostraban tu esposa y vos en relación a la institución matrimonial. El también me insinuó que su madre hacía lo mismo con otro joven, y que consideraba a los dos igual de estúpidos y culpables.

Mi hijo me odiaba, estoy seguro. Por eso se fue de casa tan joven

Bueno, no es eso lo que él me contó. Pero lo cierto es que me dijo que se iba de este mundo un poco apenado por vos.

¿Por mi? ¿Por ser homosexual?

No, por lo contrario. Por ocultar tu condición. No lo entendía del todo. Pensaba que debías sufrir de forma atroz fingiendo que tu matrimonio era feliz, y compartiendo lecho con otro hombre casado, como Mateo, a quien parecía conocer bien, porque aseguró que actuaste de padrino de su primogénito

Sí, es totalmente cierto. Se llama Fabio, como yo, para mayor morbo.

Bueno, él estaba seguro de que ninguno de los dos eran felices con esa situación. Pero sobre todo vos. Y dijo algo que me llegó al alma: Si mi padre hubiera encontrado en su camino a un hombre tan noble como vos, estoy seguro que abandonaría sus prejuicios y viviría su condición de forma abierta. Porque es imposible conocerte y no caer rendido ante vos, te lo aseguro. Me pasa a mí, que adoro a las pibas...¿Qué no le ocurrirá a alguien que sienta como vos, como mi viejo?.

La emoción era tan intensa que me impedía mirarle a la cara. Me olvidé de la grappa, de las rancheras de Rocío Dúrcal que sonaban de fondo, y de la Copa del Mundo de fútbol.

  • Y no debés sentirte mal – continuó Eloy – él murió de pie, como un héroe. Me dijo que no sentía odio ni rencor hacia sus carceleros, y que moría en paz con Dios y con los hombres. Yo estaba asombrado de su entereza, y no me quedaban palabras con las que expresar mi admiración por el ejemplo moral que nos daba al resto de nosotros, supuestamente más curtidos y experimentados. Me abracé a él en silencio, con el alma rota. Nunca en mi vida he vuelto a sentir nada igual. Las lágrimas que vertí cuando se lo llevaron esposado fueron las más sinceras de mi vida. Tu hijo no era de este mundo, era un ángel del cielo, te lo aseguro.

La opresión en mi pecho era tan fuerte que pensé por un instante que iba a darme un infarto allí mismo. Sentía un calor intenso que me ascendía por el cuello hasta el cerebro. Me levanté envuelto en lágrimas y salí a la calle en estampida. Eloy pagó mi cuenta y la suya, y me acompañó luego a casa, intentando elevar mi estado de ánimo con conversaciones triviales, nada complicadas. Esa noche, en la intimidad de mi apartamento, me contó su vida aventurera, su estancia en México, las cartas de amor desesperadas que me escribió durante meses, y que yo nunca recibí (la censura militar era muy fuerte en esos años de presunta "Revolución Libertadora", que liberó más bien poco, me parece a mí), su viaje clandestino a Cuba en el 58, huyendo del servicio secreto argentino, que le hacía la vida imposible, su participación en la guerrilla de nuestro compatriota el Ché, y en la toma de Santa Clara, su ilusionada participación en los primeros tiempos de la revolución, y la terrible decepción que sintió cuando al joven cubano del que se enamoró le metieron preso en un campo de concentración para homosexuales, condenado a trabajos forzados durante años.

Era indignante. Fidel y los demás hablaban del hombre nuevo, y tomaron medidas en ese sentido que me atraían, como la reforma agraria, el fin de la segregación racial, la enseñanza pública gratuita para todos, las campañas de alfabetización, en fin, todo era tan hermoso y tan limpio…pero cuando me enamoré de Héctor en el 61, pude comprobar que hasta una Revolución humanista, como se proclamaba aquella, tenía sus límites. Cuando en su trabajo se enteraron de lo nuestro, sus propios compañeros le montaron una especie de consejo de guerra. Le amenazaron con denunciarle a la autoridad si no ponía fin a nuestra escandalosa amistad. Y él no podía, y yo tampoco quería, esconder una relación tan genuina y hermosa. Un día fui a buscarle a su casa, y los vecinos me dijeron que se lo llevaron esposado los de la Seguridad del Estado. Claro, conmigo, que era extranjero, y un héroe de la guerrilla, no se atrevían, pero con el pobre Héctor, un modesto oficinista de origen burgués, sí. Indagando entre mis contactos en la Administración, me enteré que estaba preso en una especie de campo de trabajo, supuestamente como "voluntario", cortando caña de sol a sol. Ese mismo día pedí la cuenta, como quien dice, y volví a México. Pero mi sueño utópico de una revolución social no terminó en Cuba…seguí persiguiendo su estela en los montes y selvas de Venezuela, y más tarde en Colombia, con la guerrilla del cura Camilo Torres. Integré algunos pasajes del cristianismo de base a mi pensamiento revolucionario, y regresé a Argentina de forma clandestina en el 69. Me integré en la corriente Montoneros, y estuve organizando las primeras células de combate de la inminente guerrilla. Estuve en la cárcel varias veces, hasta que Cámpora nos liberó a todos en el 73, y pasé a la clandestinidad. Hasta el mes de mayo del 76, en que los milicos asaltaron mi departamento en Rosario y me llevaron al espantoso lugar en donde conocí más tarde a tu hijo.

¿Y no te arrepentís de haber abusado de tanta violencia?

Sí, claro, – su sombrío rostro confirmaba la veracidad de sus palabras – pero en aquel entonces pensaba que hacía lo correcto. Estaba inmunizado contra la violencia. Desde la caída de Perón había estado lleno de odio, y lo manifestaba de esa forma. Entonces no me daba cuenta de ello, era un boludo de campeonato. Hoy, en cambio, pienso distinto.

Dale ¿Y qué te hizo cambiar?

Se encendió un pucho, un pitillo que dicen en España, y exhaló el humo muy despacio, complaciéndose en su acción.

Fácil. Las torturas. Pero no las mías…sino las de gente como tu hijo y su novia. Entonces, al ver sufrir de ese modo a los demás, a esos jóvenes idealistas, que nunca habían apretado el gatillo, porque Gastón y Graciela eran simples militantes de a pie, y no creo que aprobaran la violencia

Me quitás un peso de encima – reconocí aliviado.

Sí, ellos eran demasiado nobles y sabios para empuñar un arma. Eso lo dejaban para locos de la vida como yo y tantos otros. Fue entonces cuando hice examen de conciencia, y pensé en el sufrimiento de las familias de los soldados que yo había asesinado en mis tiempos de guerrillero: colombianos, cubanos, venezolanos

Y argentinos…- añadí yo, con un punto de desaprobación.

Sí, también algún argentino, a qué negarlo. Yo vivía envuelto en una espiral de violencia, por eso, el día en que me liberaron los gorilas me prometí a mi mismo que nunca jamás volvería a ejercitarla contra otro ser humano. Y por eso, decidí alejarme físicamente de allí, aparte de que ellos no hubieran permitido que siguiera residiendo en Argentina, y elegí España porque esto está muy lejos incluso para los servicios secretos argentinos, y confiaba en que me dejarían rehacer mi vida en paz. Y aquí me tenés, pibe, trabajando de albañil en Madrid. Creo que es mi primer trabajo honrado en toda mi vida adulta.

Bueno, por algo se empieza. A propósito, no me habés contado la razón tan importante para que esos asesinos te dejaran libre ¿Delataste a todo el organigrama guerrillero o algo así?

Esa es otra, compañero. Es la historia más increíble de todas. Y tengo unas cuantas que rozan la demencia, pero ésta en particular las supera a todas. Resulta que, cosas del destino, yo era el último prisionero histórico que quedaba vivo. Había resistido todas las torturas, debido a mi gran experiencia anterior en este mundo tan duro de la guerra sucia. Un día, el Doctor Pinzas entra en mi celda, y me anuncia que me van a llevar de paseo en avioneta. Yo ya sabía lo que significaba aquello, porque todos los pibes a los que decían eso desaparecían de mi vista para siempre. Pero, mira por donde, al día siguiente, me sacan de la celda, y me hacen pasar a la sala de tortura del siniestro doctor. Yo me temía lo peor. Pensé: este loco me va a diseccionar en vivo como a una rana. Pero allí no había bisturí alguno. Cuando se dio la vuelta, le noté extrañamente cambiado. Parecía un hombre vencido por la vida, como si fuera un pobre anciano al que le comunican que su único hijo recién murió en la guerra. No había ni rastro de su anterior arrogancia y crueldad. Tenía unas ojeras muy marcadas, como si no hubiera podido dormir esa noche. Me miró de soslayo, con la mirada apagada, y me dijo que había hablado con las autoridades militares, y que había recomendado mi puesta en libertad, por estar completamente rehabilitado, como si yo fuera un alcohólico o un enfermo mental. Justo al contrario que en la realidad. Me dijo, en voz muy baja, que aunque sabía que era tarde para ponerle remedio, lamentaba profundamente el daño que me había infligido, y que era consciente de que había actuado de forma deliberadamente cruel e inhumana. Me quedé tan sorprendido que no supe que responder. Pensé que sería una novedosa táctica de control mental, que había alguna trampa en todo aquella puesta en escena. Pero no. Cuando unos días después me pusieron efectivamente en libertad, durante el trayecto, que hice con los ojos vendados, pero los oídos muy abiertos, iban comentando con desgana, como si no tuviera importancia, la noticia del suicidio del doctor Pinzas, a quien ellos conocían como "el profesor". Al parecer, había sufrido un súbito acceso de depresión, seguramente provocada por sus actividades criminales, y se había pegado un tiro en el cielo de la boca, en su piso de la ciudad. No puedo decir que lamente su muerte, más bien sentí una especie de iluminación interior: la justicia divina, después de todo. Gastón, Graciela y tantos otros podían darse por vengados. La pena es que no hubiera podido ser juzgado antes por la justicia de acá, por la terrena, pero eso hoy es un sueño imposible, de momento.

El rostro se me iluminó al instante, y me sentí un hombre nuevo, renacido. No es que me alegrara de la muerte de nadie, pero sentí un hálito interior en el que resonaban las voces de sus numerosas víctimas clamando justicia. Entre ellas estaban las de Gastón y Graciela. Me incorporé de mi asiento, y me acerqué a Eloy. El también se levantó, consciente de la importancia de mi gesto. Nos besamos dulcemente. Era la primera vez en 22 años que sentía el duro tacto de sus labios, castigados por la implacable vida que había llevado desde entonces, y me supo a poco.

¿A que tanta charla, Eloy? ¡Como se nota que somos argentinos!¡hablando y hablando cuando podríamos estar en el dormitorio haciendo el amor durante toda la noche!

O durante toda la vida que nos reste, mejor – añadió él acariciándome la nuca y el pelo.

Volvimos a besarnos con pasión adolescente, mientras nos metíamos mano con descaro, y las prendas de vestir se esparcían por el suelo. La puerta del dormitorio, aquel monumento a la soledad humana hasta ayer, se cerró tras de nosotros. Dentro, todo el amor que guardábamos en nuestro corazón desde hacía tantos años, pudo por fin encontrar el destinatario adecuado. Las sábanas ardieron aquella noche al contacto de nuestra piel enfebrecida, y la luna iluminó para nosotros la tenue penumbra de nuestra habitación. Sólo existíamos él y yo. Tras hacer el amor intensamente, abrazados en la noche de verano madrileña, sentí en mi interior que mi hijo tenía razón, que había perdido muchos años de mi vida ocultando mi verdadera identidad, tal y como la propia Argentina había hecho negando a Perón y su legado, bueno o malo, daba igual. Y que él hubiera bendecido una unión como la nuestra, que se remontaba a varias décadas atrás, y nacía de lo más profundo del corazón. Aquella noche, por primera vez en mucho tiempo, dormí de un tirón, y, a la mañana siguiente, desperté con una sonrisa en el rostro, al lado del amor de mi vida.