Cae la lluvia en la Plaza de Mayo (5)

Fabio trabaja como periodista en Clarín, está casado con Silvia, y son padres de Gastón, un adolescente noble e idealista. Nubes de tormenta en el horizonte amenazan, sin embargo, su aparente felicidad.

Llegó la hora,

Llegó ya, compañero,

La larga guerra

Por la liberación.

Patria en cenizas,

Patria del hombre nuevo,

Nació una noche de pueblo montonero,

Fecundó en tierra y ardió en Revolución.

(Estrofas del himno montonero. Los Montoneros representaron la facción de extrema izquierda dentro del variado y a veces contradictorio movimiento peronista, donde cabían todas las tendencias imaginables. Algunos consideran a Montoneros como la deriva lógica del pensamiento político peronista, en particular de la sed de justicia social de Evita, mientras que muchos otros argentinos lo consideran un simple grupo terrorista. Montoneros practicó la guerrilla urbana en los años 70, y su sola mención enciende hogueras aún hoy día en su país. En la actualidad no existe ya un grupo organizado con ese nombre, pero en los años 70 la mayor parte de la juventud peronista, la "gloriosa JP", pertenecía al sector montonero. Incluyendo a la pareja presidencial del nuevo milenio, Néstor Kirchner y Cristina Fernández, que, por supuesto, no apoyaron ni participaron en la lucha armada, sino que comulgaban, como muchos jóvenes idealistas de la época, de sus principios ideológicos, y de una cierta idea de redención popular a través de una mezcla de cristianismo de base y revolución social.)

Los años 60 serían la crónica de una creciente inestabilidad en la vida política argentina. Inútil resumir el cúmulo de despropósitos que los gorilas y sus cómplices civiles organizaron para impedir que el peronismo participara en sus absurdas elecciones, ni los sucesivos pronunciamientos militares, que consiguieron desvincular a gran parte de los argentinos de buena fe del incomprensible proceso político. Conforme avanzaban los años 60, y la crisis económica se dejaba notar en los bolsillos con mayor dureza, los disturbios sociales, como el célebre "cordobazo" del 69, se convirtieron en plato habitual de los noticiarios y la prensa escrita. Yo seguí laburando en "Clarín" hasta llegar a redactor jefe, pero sin abandonar las tareas de campo, mi vocación era más fuerte que la comodidad de sentarme en un despacho e impartir órdenes. Yo prefería salir a la caza de la noticia, acompañado de un fotógrafo de la casa, y así ocurrió cuando en 1970 un grupo terrorista salido de la amplia cosecha del peronismo sin Perón, llamados Montoneros, en recuerdo de los valientes guerrilleros de las guerras patrias del XIX, secuestró y asesinó (ejecutó en el lenguaje de esos grupos) al General Aramburu. Fue la primera vez que escuché ese nombre tan evocador, y, si lo había hecho con anterioridad, no había prestado atención, considerándolo tan sólo una excrecencia salida de la rama más progresista del peronismo. A esas alturas de mi vida yo había dejado de considerarme peronista. Silvia odiaba a Perón y todo lo que representaba, y no digamos sus conservadores padres, amigos y compadres de Alvaro Alsogaray. Yo estaba decepcionado de la política argentina, y ya no votaba en las elecciones. La última vez que lo hice fue en el 58 para elegir a Frondizi; desde entonces, los militares podían seguir con sus chicanas, que yo me negué definitivamente a participar en sus fechorías.

Del mismo modo que los milicos habían intentado infructuosamente "curar" a la sociedad argentina de su desviación peronista, patología impronunciable para las mentes bienpensantes de las élites argentinas, yo también había tratado inútilmente de "curar" mi homosexualidad latente, con idéntico resultado. Sí, es cierto que, de cara a la galería, mantenía un matrimonio envidiable con una mujer bella y deseable, y que teníamos un hijo hermoso e inteligente, una bendición del cielo, bueno y obediente como pocos. Pero en mi interior bullía una insatisfacción profunda, que no encontraba acomodo en la vida burguesa que habia elegido llevar. No había conseguido olvidar a Eloy, de quien no sabía gran cosa, salvo que había regresado de incógnito a la Argentina, se había metido en algún candombe y estaba de nuevo en prisión, siempre por motivos políticos. Su nombre aparecía a menudo en los periódicos, generalmente metido en problemas de toda índole, y con cierta fama de visionario y radical. Los jóvenes le adoraban, y mi hijo, según fue creciendo y entrando en la adolescencia, no fue una excepción. Pero, para mí, Eloy ya sólo era un bonito recuerdo de juventud, el del primer amor que nunca se olvida, según el decir popular. En ningún momento intenté ponerme en contacto con él, y, dada su deriva proletaria, tampoco creo que él aprobase mi estilo de vida y, menos aún, mis amistades (las de mi esposa, en realidad) abiertamente conchetas. Yo había conseguido mantenerme fiel a mi esposa durante muchos años, sin que eso significase que la pasión inicial, sincera y genuina por ambas partes, se hubiera mantenido viva todo este tiempo. Yo anhelaba formar una familia numerosa, como la mía, pero Silvia, que era hija única, debía pensar de otra manera, porque no tuvimos más hijos, supongo que porque ella, que sentía un amor enfermizo por Gastón, no deseaba tener más hijos con los que compartir su exclusiva pasión de madre. El pequeño se convirtió en el leit-motiv de su vida, y, si bien continuó adelante con su trabajo en la editorial, cada vez reservaba más horas al día para pasarlas con su pequeño tesoro, como ella decía. Y el niño, un precioso querubín rubio de ojos claros, que era idéntico a su abuela materna, Joyce, de ascendencia inglesa e irlandesa, nos tenía literalmente locos a sus papás.

Fue en 1972, durante los últimos tiempos del gobierno militar de Lanusse, con un país en abierta descomposición social, cuando conocí a Mateo. Era un joven y robusto fotógrafo de veinticinco años (doce menos que yo), muy atractivo y varonil, que el diario me asignó como acompañante en mis frecuentes desplazamientos en busca de la noticia, como el intrépido reportero vocacional que era. Durante tres meses, la relación entre nosotros, muy amistosa, no pasó del ámbito profesional, pero una noche en que realizábamos el seguimiento del secuestro del hijo de un empresario, por parte de FAR- Montoneros, noté, mientras tomábamos café en el auto, que un gran bulto sobresalía de su pantalón. Debí ruborizarme, y, además, de la impresión me manché de café la corbata y la pernera del pantalón. Mateo, solícito, se aprestó a socorrerme, limpiándome con un pañuelo empapado en agua mineral. Para mi desdicha, aquel frotamiento en los muslos, tan cerca de la zona pélvica, despertó la fiera escondida que seguía llevando dentro, y él, ni corto ni perezoso, me desabrochó el cinturón sin mediar palabra, me sacó la pija, y me practicó una felación de campeonato, regia, superior. No pude contenerme y le pedí que me enseñara la suya. ¿Querés probar vos?, me preguntó en tono seductor mientras se la meneaba hasta ponerla del tamaño adecuado para cubrir por completo mi boca, ansiosa de nuevas sensaciones. Aquella noche terminamos haciendo el amor en un telo, uno de esos moteles por horas en los que las parejas irregulares como nosotros practican en privado, y alejados de ojos indiscretos, el viejo arte de Eros. Para mi sorpresa, aquel gigantón se dejó coger por mí con gusto, y me confesó que le excitaba hacerlo con su propio jefe. En ningún momento habló de amor o pasión, y yo sabía además, porque él me lo había contado, que tenía novia, aunque solía bromear diciendo que él no se casaría hasta, por lo menos, el día en que Perón volviera a la Argentina, un tópico chiste nacional para expresar que no pensaba hacerlo nunca. Mentía doblemente, quizá sin saberlo. Primero, porque pasó por el altar seis meses después, con bombo incluido, y fue padre de un rollizo bebé del que actué como padrino, aunque seguía acostándome con él a la menor ocasión. Un lío, vamos. Y, en segundo lugar, porque finalmente Perón regresó del exilio antes de lo que podíamos suponer, en 1973, cuando los milicos llegaron a la triste conclusión de que el país era ingobernable, y mejor le dejaban el quilombo al viejo, antes de que la palmara.

Fue por esa época tan complicada en mi vida cuando Gastón, un bello adolescente de quince años, se hizo peronista, para disgusto eterno de su madre, que era una militante radical de catálogo. A mí no me sorprendió en absoluto, dada la enorme politización de la juventud argentina en aquellos años, y la altura mítica que había alcanzado en estos veinte años de exilio forzoso la figura de Perón, el "gran ausente", el verdadero poder en la sombra. Argentina había caído víctima de una afección de "sebastianismo", un poco frecuente fenómeno político que consiste en que una figura mítica, por lo general muerta, o aún viva, pero residente en el exterior, es percibida por la mayor parte de la población como su redentor natural, aquel en el que tienen puestas todas sus esperanzas de prosperidad y cambio social. El problema con Perón es que esas legítimas esperanzas abarcaban tendencias políticas de un extremo a otro del arco político, de la extrema derecha (representada por su tercera esposa, Isabel) hasta la extrema izquierda de los montoneros, y resultaba imposible de este modo poner orden en la concurrida casa peronista. Había tantos peronismos distintos como militantes y seguidores acérrimos tenía el (ilegal) partido, y todos estaban en desacuerdo doctrinal permanente, salvo en reconocer a Perón como su jefe natural y su inspiración política.

Recuerdo también el día, en esa misma época, en que entré una tarde, de vuelta del laburo, al dormitorio de Gastón, y le sorprendí escuchando en su tocadiscos el himno montonero, lo que me preocupó un poco. Yo sabía para entonces que el periódico de esta tendencia vendía la friolera de 100.000 unidades diarias en todo el territorio nacional, y que muchos jóvenes, la mayor parte, con seguridad, de la llamada "juventud maravillosa" por el propio Perón, pertenecían a sus filas o simpatizaban con ellos. Pero no podía olvidar el lado menos amable de los montoneros: sus secuestros, asesinatos y extorsiones, que estaban ensangrentando Argentina, y provocando una repulsa social cada vez más evidente por parte de los grupos más conservadores de la sociedad. Eso nunca había traído nada bueno en la historia reciente argentina. Por eso en principio no quise atender su ruego de que le llevara a Ezeiza a recibir a Perón, el día de su retorno definitivo a la patria como candidato presidencial. Pero al final accedí, en contra del parecer de mi esposa, (¿a cuento de qué llevarle a ver al viejo?, eso no tiene caso, tan niño como es aún), y lo hice, porque conocía a mi hijo, y sabía que él acudiría de todas formas, en quien sabe que compañías, y, al menos conmigo, estaría más protegido. Y protección es lo que iba a necesitar aquel inolvidable (y trágico) día, el 20 de Junio de 1973, cuando dos millones de personas, en lo que se considera fue la mayor manifestación colectiva de la historia argentina, se pusieron de acuerdo para acudir a recibir al "gran conductor" de antaño, ahora un envejecido anciano que apenas podía sostenerse en pie, pero que todavía conservaba cierto empaque, y un magnetismo innegable. De pronto, de algún punto en la lejanía se sintió el ruido de unos disparos, y todo el mundo se echó al suelo, mientras que otros salieron en estampida. El resultado final del intercambio de disparos entre las dos facciones extremas del nuevo peronismo se saldó con la muerte de doscientas personas, la mayor parte de ellas jóvenes montoneros. Y también estaba presente Gastón un año más tarde, cuando el viejo, ya presidente constitucional, en un histórico discurso en la Plaza de Mayo, abarrotada de descamisados como en los mejores tiempos, molesto tal vez por los comentarios denigratorios de los montoneros hacia su esposa (los lemas favoritos de esta tendencia incluían una glorificación de Evita, considerada como la madre adoptiva de los trabajadores, y mostraban, al contrario, una animadversión creciente hacia Isabelita, su sucesora en el tálamo nupcial, una mujer conservadora y mediocre, y lo expresaban sin tapujos con cantos como: "¡Evita, primera, en lista montonera!", "Si Evita viviera, sería montonera!", y el más cruel para la actual mujer de Perón, ¡Si Evita viviera, Isabel sería soltera!". El viejo general desautorizó con palabras, poco apropiadas quizá, a la corriente montonera, que se retiró de la plaza cantando jubilosa "¡Es el pueblo el que se va, el que se va!", y, en efecto, un enorme hueco vacío en la plaza demostraba que el peronismo histórico había perdido el favor de los jóvenes, que buscaban un nuevo tipo de mesianismo, mezcla de cristianismo de base e ideales revolucionarios poco concretados. Y ni que decir tiene que Eloy era, desde su regreso a Argentina en 1969, uno de los ideólogos fundamentales de esta tendencia, tan en boga en los últimos años. Ese mismo día conoció Gastón a su gran amor, la linda Graciela, una joven montonera de su misma edad y parecidos gustos vitales, que se convertiría en asidua visitante de nuestro domicilio familiar en la calle Juncal.

No fue hasta 1975, ya fallecido Perón, durante el gobierno constitucional de su inepta viuda, la nefasta Isabel, una mujer débil y negada para la política, dominada por su ministro José López Rega, astrólogo, ocultista, y creador del grupo paramilitar de infausto recuerdo Triple A (Alianza Anticomunista Argentina), cuando percibí claramente, como muchos compatriotas, que nos deslizábamos a velocidad acelerada hacia una confrontación civil. No era sólo la rampante crisis económica, ni los estratosféricos niveles de inflación, que obligaban a devaluar la moneda a cada rato, ni las huelgas salvajes y las continuas manifestaciones de uno y otro signo…había mucho más que eso, con ser muy preocupante lo anterior. Lo que me asustaba realmente era el creciente culto a la violencia de una parte de la sociedad argentina, especialmente la juventud, idealista y utópica, que no parecía darse cuenta que los gorilas nunca permitirían un "gobierno del pueblo", ni una revolución social como la pretendida por ellos. El terrorismo de Montoneros, y de la ERP, en su feudo de Tucumán, unido a las violentas respuestas de la temida Triple A, tenía sumido al país en un estado de nervios permanente. Aquella situación no podía mantenerse por mucho tiempo más. Intenté razonar una y mil veces con Gastón, sin éxito; apelé a Graciela, sólo para descubrir que los puntos de vista de ella era aún más radicales que los suyos propios, y, finalmente me rendí a la evidencia. El día que cumplió 18 años, ya en 1976, Gastón se marchó a vivir con su novia, a un pequeño departamento en la zona de San Telmo. Nunca supe bien de que vivía, ni a costa de quien. Tampoco me dio tiempo a saberlo. Al día siguiente de abandonar Gastón para siempre el Barrio Norte, los gorilas desalojaron del poder a Isabel Perón, y la mantuvieron varios años bajo arresto domiciliario. Y esta vez no venían con paños calientes. Ahora tenían las ideas muy claras. Argentina estaba enferma, pensaban ellos en su delirio, y había que aplicar cirugía mayor para sanarla. O para terminar de rematarla, según opinión de otros muchos, entre los que me cuento.

No puedo explicar con palabras la sensación de angustia e incredulidad que sentí la noche del 29 de Octubre de 1976, cuando recibí un llamado telefónico, en la que la voz de un varón de mediana edad me hizo saber que, si deseaba volver a ver a mi hijo con vida, esperase a las tres en punto de la mañana, en la esquina de Santa Fé y Pueyrredón, a que un auto me hiciese una seña y subiese a su interior. El corazón me dio un vuelco. Había perdido el contacto con mi hijo desde el 27 de Septiembre, cuando llamó a casa para felicitar a su madre por su cuarenta cumpleaños. Aquel día no quiso decir donde se encontraba, (Por ahí, que más da. Además, papá, ¿no sabés que las paredes oyen?, me había dejado caer), pero al menos entonces no estaba preso aún de esos desalmados. Ahora tenía la evidencia. Silvia, con el pelo alborotado y lágrimas en los ojos, me rogó que no acudiese, que podía tratarse de una trampa y no regresar más, y entonces ella se moría en vida, seguro. Estaba desesperada por la suerte de su hijo, y había adelgazado ostensiblemente en los últimos tres meses. Ahora dependía cada vez más de los tranquilizantes. Yo incluso había dejado la extraña relación que mantenía con Mateo para cuidar de ella, que parecía perder el sentido de la realidad a cada día que pasaba.

Me presenté en el lugar acordado a la hora fijada, y, a los cinco minutos, un Chevrolet negro se paró frente a mí, y la puerta posterior derecha se abrió en señal de bienvenida, pero nadie bajó a recibirme. Estuve dudando de entrar, pero finalmente me pudieron las ganas de volver a ver a mi hijo, y me encomendé a todos los santos del cielo, antes de introducirme en su interior, y sorprenderme por las educadas maneras de aquellos hombres, ni demasiado jóvenes ni demasiado mayores, tal vez de mi edad, que me rodeaban. Eran tres, todos ellos con saco y corbata, cabello muy corto, rasgos duros, voz de mando, y aspecto general de militar en activo. Me indicaron, con muy buenas maneras, por cierto, que, por razones de seguridad, debían vendarme los ojos para que no reconociera el camino, a lo que accedí en silencio, sin mostrar el pavor que sentía ante la posibilidad, nada remota, de que me ejecutaran allí mismo con una pistola dotada de silenciador. Pasaron los minutos, y, por fin, tras una media hora de idas y venidas, e inmerso en un limbo espacial del que me fue difícil reponerme al quitarme de nuevo la venda, llegamos al destino. Un complejo militar, sin duda, que no pude reconocer en la oscuridad de la noche. Descendimos en ascensor hasta un lóbrego sótano, al que se referían eufemísticamente como "el laboratorio". Atravesamos luego un angosto e interminable pasillo, mal iluminado por fluorescentes que colgaban sin ninguna gracia del techo, y giramos a la derecha hasta llegar a una sala equipada con los más aberrantes y sofisticados instrumentos de tortura, incluyendo la famosa picana. Un individuo de mediana edad, vestido con bata blanca y de espaldas a mí, se afanaba en levantar las uñas de un prisionero, un pobre muchacho recién salido de la adolescencia que gritaba como un poseso e intentaba patalear, inmovilizado como estaba con fuerza en una camilla habilitada para enfermos mentales.

Profesor – saludó uno de mis acompañantes – El señor Bellini se encuentra entre nosotros – aquella misteriosa presentación me hizo sentir como si hubiera ingresado por voluntad propia en una secta destructiva.

Muy bien, gracias. Pueden retirar al enfermo…- indicó con un gesto, y esos hombres se llevaron al pobre infeliz, que seguía profiriendo gritos histéricos desde la camilla – Vaya, vaya, por fin nos vemos las caras de nuevo, mi querido Fabio.¡No sabés cuanto he deseado que llegara este momento!

Me quedé obnubilado. Aquel sujeto impresentable parecía conocerme. Hasta me llamaba por mi nombre de pila. Y esa voz correosa me resultaba familiar…¿pero quien demonios sería?. De pronto, se giró, y su sonrisa maquiavélica me hizo recordar de inmediato.

¡Pero si sos Osvaldo! Con menos pelo y lentes, pero sos vos, estoy seguro.

Vos en cambio no habés cambiado nada. Seguís igual de lindo que hace veinte años. Como el día que te cogí en mi departamento ¿recordás?

¿Me hiciste venir para hablar de esas pavadas? ¿Dónde está mi hijo?

Una sonrisa diabólica se dibujó en su rostro. Ese era el momento tan anhelado por él, desde hacía muchos años.

Ah, tu hijo, claro. Te referís al bello Gastón, sin duda. Lástima que ahora esté demasiado ocupado para hablar con vos. Pero podés verle a través de este cristal.

¿Cómo decís?

Sin más preámbulos, descorrió una cortina que daba a un pequeño habitáculo, con una cama en medio como todo mobiliario. Mis ojos no daban crédito a lo que estaba presenciando. Mi adorado hijo estaba siendo cogido sin piedad por un hombre más mayor, muy atractivo también, que le estaba penetrando con dulzura, no había violencia en aquel acto. Encontré a Gastón muy cambiado, más delgado, y con el cuerpo lleno de moratones y quemaduras. Por increíble que pareciera, no estaba siendo violado, el consentía esa humillación, y además se besaban en los labios. No parecía sentir dolor al ser penetrado, por lo que supuse acertadamente que no era la primera vez que recibía una pija en su interior. Me pegué al cristal, todavía incrédulo, y observé consternado que tenía un ojo a la virulé, lo que provocó que todo el vello de mi piel se erizara. Cuando el fornido macho que le cogía, de frente, por cierto, como un verdadero amante, se vino sobre él, uno de los supuestos militares que me acompañaron en el interior del auto irrumpió en el lugar, y obligó a mi hijo a comerle la verga al eyaculador, que de este modo terminó de venirse en su boca. El intruso abandonó la sala, y ambos amantes se tumbaron, uno junto al otro, en el lecho, tiernamente abrazados. Gastón parecía desolado ahora, y el otro personaje le consolaba, hasta que se calmó. Cuando ambos se tumbaron de frente a mi posición, y fijaron su vista en el cristal, que para ellos debía ser un espejo, puesto que no hacían ademán de reconocer mi presencia, un grito involuntario salió de mi boca. El macho morocho que había hecho el amor con mi hijo en aquel repugnante lugar, no era otro que Eloy. Apenas había cambiado en estos años, sólo tenía algunas canas, y un cuerpo más compacto que a sus veinte años. Pero era él, estaba seguro. También tenía señales de tortura, pero parecía sereno y confiado, no habían conseguido destruir su espíritu. Me di cuenta enseguida que él nunca hubiera hecho el amor en el papel de activo, a no ser que hubiera cambiado radicalmente de gustos en estos veinte años. Por traumatizado que estuviera por lo ocurrido, y lo estaba hasta un punto que nadie puede imaginar, agradecí que fuera él y no otro el encargado de violar a mi hijo. Tuve que apartar la vista, porque unos gruesos goterones pugnaban por salir de mis glándulas lacrimales. Osvaldo parecía disfrutar del espectáculo.

Entrañable amistad entre generaciones…¿verdad, Fabio? Lástima que no estuvieras vos en medio para que tu hijo supiera de que palo vas. Aunque ya se lo hice saber yo el día que le desvirgué – yo estaba a punto de lanzarme a su yugular, aunque sabía que de hacerlo no saldría vivo de aquel infierno – Le dije lo marica chongo que sos en realidad, pero no me creyó. Tu hijo te tiene en muy alta estima. Y se parece mucho a vos, sobre todo en la forma en que traga el semen, con oculto deleite. Aunque a él tuve que darle un par de guantazos para que obedeciera. Pero luego le gustó a la muy zorra.

¡Sos un monstruo! ¡Hijo de puta! ¡Me cago en la puta que te parió, y en la concha de todas tus muertas! – reconozco que estaba como loco, y me lancé a su cuello como un poseso. Sólo me dio tiempo a devolverle los dos guantazos que él supuestamente había endilgado a Gastón, porque un par de gorilas que estaban observándonos desde la puerta saltaron a por mí, y tras propinarme un par de crochets con cierto estilo, en la caja torácica y el estómago, me dejaron tirado semiinconsciente en el suelo. Pensé que era el fin, que nunca volvería a ver la luz del día. Me equivocaba. Aquel demente no quería matarme, lo que quería era verme sufrir el resto de mi vida.

Pueden llevarse al paciente. Tratamiento simple y devolución. Sigan las instrucciones pertinentes en estos casos – fue lo último que escuché decir al perturbado aquel, mientras se ajustaba la bata y se atusaba sus ralos cabellos, despeinados durante mi intento frustrado de agresión.

Lo siguiente que recuerdo es haber sido atado a una camilla, y sedado a continuación por vía intravenosa con alguna sustancia narcotizante, o un potente somnífero. Cuando desperté, era medio día, y me encontraba tumbado en un banco del Parque de Palermo. Un cana revisaba mi documentación, y estaba a punto de proceder a multarme; tuve que inventarme una complicada historia para que me permitiera volver a casa. Lo más curioso es que, al revisar la cartera, si bien no me faltaban los documentos identificativos, sí me había desaparecido la poca guita que llevaba encima, no demasiados mangos, pero sí lo suficiente como para poder pagarme el colectivo, montar en el subte, o tomarme un café de camino a casa. Algún desaprensivo se había llevado las tarjetas de crédito, o tal vez habían sido mis captores para simular un robo, pero, conociendo como conozco a mis compatriotas, me inclino más por la primera opción. Quien haya visto la magnífica película argentina "Nueve reinas" sabrá a que me refiero.

Al llegar a casa, caminando y sin dejar de pensar en lo que me había sucedido, y en la suerte que podría correr en manos de ese sádico criminal, mi mujer salió a recibirme a la puerta. Era el día libre de la mucama, y Silvia estaba sola y asustada, desmaquillada, cosa rara en una porteña de su condición social, ojerosa, con una bata desabrochada y un zonzo camisón por todo vestido, y una vincha en el cabello, lo que dejaba al descubierto las crecientes arrugas formadas en su frente. Parecía haber envejecido veinte años en los últimos meses. Ya no era la Silvia Marcelli de antaño, segura de sí misma, articulada, con un discurso propio, imposible de pasar inadvertida, por su belleza natural y agudo ingenio. Ahora era una mujer rota, ahogada por la pena. Era una madre destrozada. Ni siquiera le quedaban fuerzas para acudir al laburo con regularidad.

¿Viste a Gastón? – me preguntó abriendo los ojos como una posesa. Parecía estar en otra parte - ¿Cómo está mi niño? ¿Qué le han hecho, por Dios?

Intenté disimular mi desazón, pero mis emociones me traicionaban a cada simple palabra que intentaba pronunciar. Un nudo en la garganta me impedía pronunciar con claridad, y las lágrimas en los ojos delataban mi confusión mental.

Bueno, esto….le encontré bien, un poco delgado quizá….pero bien, bien.

Mentís – me recriminó Silvia – vos sabés que no es así como tratan a los subversivos, como les llaman los gorilas. Por favor, decíme la verdad.

¿Querés saber la verdad, la auténtica verdad?

Sí – sus ojos estaban empapados y su voz sonaba débil, como la de una niña perdida. Sabía que era imposible engañarla, incluso en su estado de desvalimiento actual – Quiero saberlo todo. Como si hubiera estado allá.

Le ahorré los detalles más macabros, pero le hice ver que sería improbable volver a ver con vida a nuestro pequeño.

Estamos solos, abandonados a nuestra suerte. No podemos denunciar su desaparición a la policía, y, de todos modos, cada día desaparece algún joven a manos de estos asesinos sin escrúpulos; y tampoco pude identificar en que lugar le tienen encerrado, me pareció un recinto militar, quizá en el Gran Buenos Aires, pero…¿dónde?. Estoy desesperado, no sé para que me hice periodista, los diarios no pueden informar de lo que está pasando, y lo peor de todo es que hay gente que aún justifica a estos criminales, vos lo sabés bien, y te dicen, poniendo cara de mufa: "Bueno, algo habrán hecho, mirá como a la gente decente no se la llevan presa".

¡Pero tiene que haber algo que podamos hacer!. Es sólo un niño…¡Ay!¡Dios Mío! ¿Viste a Graciela con él?

No la ví, pero es probable que esté allí también encerrada. No quiero pensar lo que esas bestias pueden llegar a hacer con esa criatura tan dulce.

Silvia se echó a llorar desconsolada. La abracé tiernamente, y la dejé acostada en su habitación. Como ya no podía dormir de modo natural, tuvo que tomarse una pastilla de somnífero. Su situación era terrible. Y lo sería más a partir de la víspera de Navidad, unas fechas tristes ese año, sin nuestro hijo presente para dar y recibir los regalos típicos de esos entrañables días, y cenar juntos en familia, junto a los abuelos maternos, que por un día olvidaban sus regias maneras y se comportaban como seres humanos, como los nonos que eran en realidad. Aquel trágico día recibí un envío urgente, sin remitente conocido. Era un paquete de respetable tamaño. Silvia me pidió que no lo abriera, por si era una bomba de la Triple A, o algún grupo similar. Los periodistas siempre hemos resultado incómodos en mi país, y hemos estado en el punto de mira de los elementos radicales de ambos signos, por lo que la intuición de mi esposa no era ninguna pavada. De hecho, en la redacción, alarmados ante el número de secuestros y atentados contra los profesionales de la información, habíamos recibido un cursillo de seguridad básica y protección personal, que me había sido muy útil a la hora de localizar conductas sospechosas de posibles asaltantes, y ahora me serviría para decidir que, a simple vista, aquello no parecía contener material explosivo. Ni manchas de grasa, ni ruidos extraños, ni cables: nada fuera de lo normal. Me arriesgué a abrirlo, deseando que tal vez contuviera correspondencia de mi hijo, pero del susto mayúsculo que me llevé tuve que tomar asiento y serenarme un poco. Lo primero que encontré fue una tarjeta de felicitación navideña, sin firma, aunque yo sabía bien quien se ocultaba tras esa letra de gato, que simplemente decía:

Feliz Navidad y Próspero Año Nuevo.

Querido Fabio, como podés ver,

Santa Claus ha llegado a la ciudad,

Y se acordó de vos.

Miré en el interior de la caja y fui sacando un hatillo con ropa, aparentemente lavada y planchada a conciencia. Eran camisas, pantalones, calcetines, tamangos, ropa interior, que había pertenecido a Gastón en otros tiempos más felices. También encontré su reloj de pulsera, que nunca se quitaba, ni para ducharse, sus libros de cabecera, sus discos de Charly García y Sui Géneris, y, al fondo del todo, un extraño objeto que saqué con aprensión: Le estuve dando vueltas, pensando que podía significar aquello. Parecía, y de hecho era, un bozal de perro, pero adaptado a la forma del rostro de un humano. Con seguridad era un instrumento de tortura para evitar que el prisionero pudiera gritar durante los interrogatorios. Ni siquiera ese dolor quiso evitarnos el hijo de la gran puta. No pude impedir que Silvia presenciara aquella escena, y, con su obsesivo carácter, tampoco hubiera podido convencerla de lo contrario. Creo que ella empezó a morir ese mismo día. Simplemente, no pudo resistir tanta crueldad, y se fue apagando a pasos agigantados. Apenas comía, se alimentaba de zumos, y su estado de nervios era tal que tuve que contratar a una enfermera para que la vigilara de continuo. Yo tampoco estaba bien, recibí el mensaje de Osvaldo muy claro en mi interior: Gastón estaba muerto, lo habían masacrado sin piedad, como si fuera el cordero pascual, y él quería asegurarse que yo lo supiera, y sufriera el resto de mi vida, imaginando las torturas y violaciones sin fin que habría sufrido el pobre muchacho.

Decidí tomarme unas vacaciones de inmediato, el verano austral estaba ya en su apogeo, y el calor húmedo era lo menos aconsejable para que Silvia se repusiera minimamente. Pedí la baja indefinida en el diario, alegando una fortísima depresión, lo que era cierto, y cualquiera podía comprenderlo, y desde luego mis jefes no pusieron ninguna pega, y volamos los dos rumbo a Uruguay, a las doradas playas de Punta del Este, donde habíamos sido tan felices durante nuestra luna de miel, y en años posteriores, con nuestro adorado hijo, que aprendió a nadar en las bravías aguas del famoso balneario oriental. Pero aquello fue un error monumental por mi parte. Yo pensé que tal vez al alejarnos de Buenos Aires, y de los recuerdos intransferibles de la casa familiar, de la habitación de nuestro hijo, con sus libros y discos, con su póster mural de Montoneros que decía a grandes letras: ¡LA PATRIA HOY PERONISTA …MAÑANA SOCIALISTA! , y con su balón de reglamento, con sus banderines del Vélez Sarsfield, y los retratos de Perón y Evita, y sus juguetes de cuando era chico, y tantas otras cosas, ella podría reponerse de algún modo. Pero no fue así. La cabaña de Punta del Este, en realidad un amplio y confortable bungalow en primera línea de playa, también estaba cargado de recuerdos del pequeño. Debimos haber volado a Río, a Valparaíso, en Chile, o a Bariloche, en los Andes, a lugares que no conociéramos y no pudiéramos relacionar con Gastón, el "chirolita", como le llamaba yo en broma, en referencia al muñeco que hacía hablar en televisión un famoso ventrílocuo de la época, que se hacía llamar Mister Chasman. Los primeros días estuvimos dando paseos por la playa, las manos enlazadas como en los viejos tiempos, concediéndonos un espacio propio, y lo que yo pensé que sería una segunda oportunidad, ya sin falsas expectativas, en nuestras vidas. El día de Año Nuevo la encontré algo mejor, tras una noche de pocas celebraciones en que cenamos a solas en el mirador de la terraza, y luego paseamos a solas por la playa, en total oscuridad, contemplando atónitos, como si fuera la primera vez que veíamos algo así, los fantásticos fuegos artificiales con que recibían el nuevo año nuestros vecinos orientales. Me pidió, con la mejor de las sonrisas, como si hubiera hecho suyo el dicho: "Año nuevo, vida nueva", que fuera a comprar el diario, el "Clarín", por supuesto, y unas flores, daba igual, un ramito de cualquier flor local, para colocarlas en el jarrón de encima del piano. Y yo, como un pavo que era, accedí, sin sospechar nada de un cambio de temperamento tan acusado en pocas horas. Para colmo, me entretuve chamuyando con unos conocidos del Jockey Club, que no sabían nada de nuestra tragedia personal, y como tampoco quería amargarles las vacaciones, no les di chance de entrar al tema, y hablamos de cosas banales, el tiempo loco que hacía ese año, la creciente costumbre de las jóvenes actuales de mostrar las lolas en la playa, y otras boludeces de ese calibre, y al final me dieron las uvas, que dicen en Madrid. Cuando regresé con el encargo, y entré en la cocina, me extrañó que no estuviera hecho el desayuno, como me había prometido, con un tono inusualmente íntimo, casi sensual.

Flaca… ¿Dónde te habés metido?¿No estarás durmiendo?

Obtuve el silencio por toda respuesta. Al entrar en el dormitorio, la encontré tumbada sobre la cama, envuelta en su propio vómito, los ojos cerrados. La tomé el pulso, aún respiraba, creo. A su lado, una tableta vacía de barbitúricos y otra de somníferos. También se había servido un whiskey en un vaso tubo, para aumentar los efectos de aquel cocktail mortal. Llamé a una ambulancia, intenté reanimarla a base de cachetes, la metí en la ducha, intenté que vomitara metiéndole los dedos en la boca, pero nada. La frialdad de su tacto me hizo darme cuenta de que mi empeño era inútil. Dios mío, como se me había ocurrido dejarla sola por un segundo. Me eché a llorar, desolado por mi mala fortuna. Cuando llegaron los muchachos de Urgencias, fue a mí y no a ella a quien tuvieron que socorrer, tal era mi estado de nervios. Días después, cuando me disponía a repatriar el cadáver y darle sepultura en el mausoleo familiar (de los Marcelli), en el cementerio de la Chacarita, descubrí un sobre en el interior del cajón de su mesilla de noche. No había reparado en él antes, ni siquiera recordaba haber mirado dentro. Por fuera había escrito: PARA FABIO. Dentro, sólo había una extensa nota, escrita con trazo nervioso, que reflejaba su agitado interior, y decía:

Querido Fabio:

Parto a reunirme con Gastón. La vida sin él se me ha vuelto insoportable. Perdonáme por dejarte acá tan solo, soy una egoísta, siempre lo fui. Y lo digo con conocimiento de causa, porque desde niña actúe así. Será porque soy hija única, quien sabe. Debo confesarte, ahora que llegó mi hora final, que me hiciste muy feliz, y que nunca debimos permitir que el tiempo y las prisas de la gran ciudad disolvieran nuestros lazos de afecto y amor verdadero, como desgraciadamente ocurrió con el paso de los años.

Y, en este último momento de mi vida, soy capaz aún de reflexionar y darme cuenta que hice mal con los hombres de mi vida. Mentí a Osvaldo y te mentí a vos: a él, por no decirle que salía con vos, mientras él estaba de viaje, y a vos por no contarte que, el día que nos encontramos en la calle Corrientes, yo venía del ginecólogo, y recién me había enterado que estaba embarazada de Gastón, que es hijo de Osvaldo y no tuyo. Sé que no tengo perdón de Dios, pero, antes de juzgarme, intenta comprender mi situación en aquel momento. Osvaldo era un bala perdida, un chambón que desaparecía durante días persiguiendo alguna otra falda, o que sé yo, y me di cuenta que yo no podía confiar en él como marido y padre de mis hijos. Al encontrarte por casualidad, pensé, tonta de mí, que tal vez si le diera celos contigo, un muchacho lindo y apuesto como pocos, él me haría más caso, y conseguiría llevarle al altar. Por eso hice el amor contigo ese primer día, no por ser una muchacha fácil, sino por puro interés, lo confieso, aparte que me sentía muy atraída por vos, claro está. Pero lo que ocurrió a partir de esa noche de amor inolvidable fue auténtico, y perdí la cabeza como una colegiala, al verte tan amable, tan atento, tan sensible a los humores variables de una mujer terca y caprichosa como era yo entonces. Un cielo de varón, un sueño para cualquier muchacha. Dios quiso que nos casáramos pronto, y que me resultara fácil convencerte de que me había quedado embarazada alguna de las tres primeras noches que hicimos el amor, y no sospecharas nada. Por suerte el niño salió rubiales, como su abuela, en vez de morocho como su padre, y eso me tranquilizó del todo. Al ir creciendo, me sorprendió descubrir que el niño te imitaba en todo, y había copiado tus mejores rasgos de carácter. Mucho tiempo después, hará tres años, cuando nuestro matrimonio entró en crisis, y dejamos de hacer el amor, aunque siguiéramos compartiendo la misma cama, conocí a un joven escritor que iba a publicar por primera vez con nosotros. Me ahorraré detalles, sólo te diré que era un hombre bastante más joven que yo, y muy apuesto, y que supo conquistar mi solitario corazón con cenas románticas, flores y paseos bajo la luz de la luna por la Avenida Costanera, aquellas noches que yo te decía que me quedaba a cuidar a mi madre enferma, o a dormir a casa de mi amiga Laura. Fue una aventura maravillosa, pero arriesgada. Un aciago día, en el verano del 75, mientras tú estabas de viaje de laburo en Córdoba, y Gastón pasaba unos días en Pinamar con los abuelos y Graciela, yo cometí el insensato error de traer a casa a mi amante, y, loca de amor como estaba entonces, hacer el amor en el dormitorio conyugal, profanando el escenario de tantas noches de pasión compartidas juntos a lo largo de los años. Y Dios castigó mi egoísmo y mi lujuria, haciendo regresar anticipadamente a Gastón, por causas familiares de Graciela, y encontrarme en brazos de aquel joven, en pleno acto amoroso. En vano intenté explicarle que nuestro matrimonio era un fracaso, que vos con seguridad tendríais una querida, y que íbamos a seguir queriéndole igual. El se marchó dando un portazo, y gritando que éramos un par de hipócritas, y que los oligarcas como nosotros no sabíamos más que mentir y robar.

Lo más extraño del caso es que poco después quedé embarazada. Yo no había tomado precauciones, porque siempre pensé que era estéril, que después del dificultoso parto de Gastón ya no podía concebir más. De hecho, nunca hice nada para evitar quedar en estado; sabía de tus deseos de tener más familia, y deseaba de corazón darle una hermanita a Gastón, pero no lo conseguía. Al quedar embarazada de nuevo, me di cuenta de que sos vos el estéril, y por eso no tuvimos hijos propios, aunque Gastón fuera hijo tuyo a todos los efectos. En resumen, que después de pasar el trago de tener que realizarme un aborto, en condiciones higiénicas no muy buenas, y del trauma psicológico añadido, decidí terminar con mi aventura. El no se lo tomó bien, me acusó de haberle utilizado, y dejó de hablarme una buena temporada. Si a eso le añadimos que Gastón empezó a comportarse de forma desafiante con nosotros, y con la autoridad en general, y se marchó de casa apenas cumplidos los 18, podrás imaginar el grado de culpabilidad que sentí estos últimos años.

No pido tu perdón, ya es tarde para eso, sólo tu comprensión. Nunca quise hacerte mal, pero los humanos somos débiles y falibles. Te quiero, mi lindo tano.

Silvia

Me eché a llorar de nuevo, y unos gruesos goterones cayeron sobre el papel de cuaderno en que había escrito la apresurada nota. Aquella fue la gota que colmó el vaso de mi lucidez mental. No me dolía tanto su infidelidad (¿podía echarle yo en cara algo así?) como el hecho de ocultarme durante todos estos años que Gastón no fuera en realidad hijo mío. Claro, que eso tampoco hacía cambiar el hecho de que para mí siempre sería mi primogénito, mi único hijo, mi truncado heredero. Pero, pensándolo fríamente, con el odio congelado en las venas, como me ocurría cada vez que me acordaba del ahora padre biológico de Gastón, tal vez esta carta fuera un regalo del cielo para poder vengarme de Osvaldo, con la misma refinada crueldad de que él hacía gala.

(Continuará)