Cae la lluvia en la Plaza de Mayo (4)
Tras la caída de Perón, Eloy participa en una insurrección peronista, y es encarcelado. Fabio conseguirá liberarlo, recurriendo a su amistad con Osvaldo, pero el precio a pagar es demasiado elevado.
Estoy convencido que después del 16 de Junio de 1955 algo se quebró para siempre en la espina dorsal de la sociedad argentina, de la tan manida "argentinidad". El país quedó dividido en dos bandos irreconciliables, peronistas y anti-peronistas, y al borde mismo de la guerra civil, que tan sólo conseguimos posponer por una generación. Ya no pondríamos nosotros los muertos en esa guerra futura, pero sería aún peor: serían nuestros hijos los encargados de entregar su vida por nuestros pecados de ayer, en un insospechado e injusto giro del destino. En un principio, Perón, alarmado por los acontecimientos, tendió la mano a la oposición, anunció formalmente el fin de la "revolución peronista", y concedió espacio público a la oposición para que manifestara públicamente, después de diez años de forzoso silencio, sus puntos de vista y sus proyectos políticos. Sin embargo, Perón era mucho Perón, y, como dicen en España, "la cabra tira al monte". De este modo, el 31 de Agosto, ante el creciente envalentonamiento de la oposición, que ya no se conformaba con las migajas ofrecidas desde el poder, el otrora gran conductor ofreció uno de sus apocalípticos discursos, en el que, al parecer, pronunció esa frase tan repetida después del 5x1, es decir, que por cada muerto peronista en una hipotética insurrección militar-opositora, caerían 5 radicales, socialistas o conservadores. Esta nueva metedura de pata del general, que no estaba teniendo precisamente un "año peronista", supuso su veredicto final. El 16 de Septiembre, el general Lonardi se sublevó en Córdoba, y si bien no fue apoyado por otras guarniciones, los militares leales no deseaban luchar contra sus compañeros de armas. A esto hay que añadir que la Marina de Guerra, el arma más conservadora y elitista del Ejército, amenazó con cañonear y bombardear la ciudad si Perón no renunciaba a la presidencia. La CGT movilizó a sus correligionarios, incluyendo a Eloy, que se presentó voluntario para defender por las armas a la Nueva Argentina de Perón (que se estaba haciendo vieja por momentos), pero el líder supremo desestimó esta opción, que el General del Valle le aconsejó como la más idónea para hacer frente a la situación con garantías de éxito, y, ante la presión de sus compañeros de armas, presentó su dimisión el día 18 ("el día más triste de mi vida", en palabras de Eloy), para evitar un baño de sangre, según decía, y se enroló en una cañonera paraguaya, rumbo al exilio en Asunción. Aquellos días cayó un verdadero diluvio sobre Buenos Aires, algo nunca visto antes o después, lo que hubiera impedido de todas formas una defensa apropiada de la capital federal, y desanimó a muchos peronistas de lanzarse a las calles a defender los logros sociales del régimen peronista. Sí que hubo protestas masivas en algunos barrios obreros, como Berisso o Avellaneda, pero quedaron ensombrecidas por la vistosa celebración organizada en días posteriores en el Barrio Norte, donde los pitucos se echaron espontáneamente a las calles a celebrar la caída del tirano, y el largamente esperado regreso de la "gente con clase" a la primera magistratura del estado.
Y, mientras los milicos planificaban su próxima toma del poder, Eloy y yo disfrutamos de nuestros últimos días juntos en la Ciudad Estudiantil. Una vez recuperado de las heridas, proseguí la convalecencia en mi dormitorio, sin acudir a clase por una temporada. Eloy permanecía a mi lado todo el tiempo que le era humanamente posible, intentando no levantar sospechas sobre la naturaleza de nuestra relación. Seguimos participando en actividades colectivas, tomando el mate con nuestros compañeros, una simpática tradición que nos hermanaba de verdad a los residentes de todas las provincias. Y los domingos, tomé la costumbre de invitar a Eloy, o a mi antiguo compañero Hernán, a almorzar en casa de mis padres en Liniers, en el Gran Buenos Aires. Como buena familia de tanos, mi madre, gran cocinera a decir verdad, solía preparar un plato de pasta, como pizza, lasagna o canelones, y un segundo de pura carne argentina, que bien podía tratarse de un bife de costilla, uno de chorizo (que no tiene nada que ver con el embutido, tan popular en España), una tira de asado, o, en las ocasiones especiales, como cumpleaños o aniversarios varios (incluyendo el día de la lealtad peronista, que se siguió celebrando en esa humilde tapera hasta la muerte de mis viejos) hasta toda una señora parrillada mixta, con su buena ración de pollo, chorizo, morcilla, salchichas, riñones, mollejas, ubre, tripas e hígados. Toda una verdadera chicana para el colesterol, pero, por aquel entonces, no nos preocupábamos tanto de esas pavadas.
Cuando los gorilas destituyeron a Perón, con falsas promesas de respetar su legado político y social, les faltó tiempo para expulsarnos de la Ciudad Estudiantil, uno de los escaparates más notorios del depuesto régimen, y convertirla en improvisada cárcel de reputados dirigentes peronistas, y, más tarde, en centro nacional de rehabilitación de lisiados. Con una mano delante y otra detrás, abandoné mi hogar durante los últimos cuatro años, y alquilé una garzonier, un departamento de solteros, junto a Eloy, en una zona alejada del centro, en el barrio de Boedo, y cerca de la Avda. de La Plata. Para poder costearnos la manutención y el estipendio del departamento, Eloy tuvo que renunciar a su sueño peronista de convertirse en un brillante ingeniero, y encontró laburo en una fábrica de la conocida empresa Siam di Tella. Yo, por mi parte, empecé a escribir artículos de actualidad política, de carácter obligadamente antiperonista, en los nuevos diarios que iban surgiendo al calor de la "desperonización" de la sociedad, a la que el nuevo gobierno del General Aramburu se entregó de forma fanática a partir del mes de noviembre, prohibiendo incluso, en un surrealista impulso, con pena de multa incluida, pronunciar en público los nombres de Perón y Evita, que pasaron a denominarse en el lenguaje oficial como "el tirano prófugo" y "la esposa del tirano", respectivamente. Durante estos meses de depresión y angustia en la vida de Eloy, que hubiera luchado hasta el fin si le hubieran dado oportunidad (en su caso, desde luego, el repetido eslogan "¡La vida por Perón!, coreado incesantemente por la multitud en las grandes concentraciones de la Plaza de Mayo, resultaba de una rotundidad manifiesta. No me cabe duda de que él si hubiera hecho frente a los milicos, exponiendo su vida de haber resultado necesario) y que se sentía frustrado y amargado porque, a la hora de la verdad, nadie salió a la calle a defender la justicia social. Cierto que Perón en persona les había aconsejado prudencia, para evitar derramamientos de sangre, pero ¿Qué habían conseguido a cambio? Nada. Ahora los gorilas ninguneaban a la clase obrera, y la Fundación Eva Perón languidecía en el abandono más absoluto, tras haber sido uno de los motores que hacían avanzar en dirección a la igualdad en la Nueva Argentina de Perón. Para evitarle mayor estrés, aparte de hacer el amor lo más a menudo posible, con una pasión y unas ansias desenfrenadas, concebí la idea de pagarle un abono para presenciar en vivo los partidos del San Lorenzo en el Viejo Gasómetro. Yo le acompañaba casi siempre, salvo alguna que otra vez que, poseído por la fiebre dominguera, me escapaba al José Amalfitani en busca de mi dosis prescrita de Vélez Sarsfield, y disfrutaba como un pibe de corta edad contemplando las evoluciones en el terreno de juego de los magníficos jugadores del equipo, absorto ante el talento futbolero de un Osvaldo Zubeldía, o del goleador del equipo por antonomasia, el mítico Norberto Conde.
La vida siguió sin mayores alteraciones durante unos meses, que yo mitifiqué posteriormente en el recuerdo, embelleciéndolos con detalles probablemente inexistentes, aunque extrañado por las constantes y cada vez más largas reuniones de Eloy con sus compañeros peronistas, todas ellas de forma clandestina y en abierto desafío a la autoridad, que no cedía en su lucha contra cualquier vestigio de oposición sindical, más allá de la domesticada por las prebendas oficiales. Una noche de principios de junio, tras hacer el amor con una dulzura y un romanticismo que no eran de este mundo, y dejarme dormido, agotado por un día de intenso trabajo, Eloy se vistió con sumo cuidado, se peinó el tupé con esmero, pues como buen argentino era extremadamente coqueto, y escondió entre sus ropas el colt 45 que adquirió un año atrás, y que ahora manejaba con seguridad mucho mejor que entonces. Me dejó en la mesilla una nota manuscrita, no diría que una carta, pues su extensión no rebasaba unas pocas líneas. Pero en ellas se condensaba la historia de un amor que a ambos nos parecía escrito en las estrellas, con una música que sólo escuchábamos nosotros dos. Decía así:
Querido Fabio:
Cuando leás estas líneas, yo ya seré héroe o mártir. La situación de la patria, enfangada en el barro por la traición de unos pocos y la desidia de muchos, me obliga a dar este paso. Si caigo en el combate, recordáme como un hombre que luchó en pos de un ideal de justicia social, y que sólo anhelaba traer a este mundo de locos un poco de paz y concordia, que nunca es regalada, sino que a menudo debe ser regada con la sangre de los precursores. Con el ejemplo inmortal del Libertador San Martín en mente, me enfrento a mi destino, en esta fecha que puede depararme por igual gloria o llanto. Pero no dudés nunca, nunca, que te amé con la sinceridad y la ternura que sólo se ven en las letras de los grandes tangos, esos que vos y yo gustábamos escuchar, y bailar, en la oscuridad de nuestro departamento, antes de hacer el amor con pasión irrefrenable. Si no te vuelvo a ver, quiero que sepás que sos la razón de mi vida, el motivo por el que late este ardiente corazón, y la creación más bella que Dios, si existe, puso en mi camino. Tal y como la gran Evita dijo en alguna ocasión, refiriéndose al General, me permito repetir sus palabras con convicción absoluta: " GRACIAS POR EXISTIR ".
Te quiere con todo el cuore,
Eloy
Yo no me sentía digno de tan grandes elogios. Le había traicionado una vez, y volvería a hacerlo en un futuro cercano, por estricta necesidad histórica, como diría él. Lloré amargamente en la soledad de mi cuarto, releyendo la nota una y otra vez. Me puse en lo peor, y acerté. Aquel día era 9 de Junio de 1956, fecha en la que el General Juan José del Valle, el sitiador del Ministerio de Marina el año anterior, se sublevó contra el Gobierno de la Junta Militar de Aramburu y compañía, apoyado por una (débil e inconsistente) insurrección obrera en algunos arrabales del Gran Buenos Aires. La conspiración fue fácilmente desmontada, y el General del Valle, el otrora partidario de armar a los obreros, y, en todo caso, firme defensor del orden constitucional, fue fusilado por sus propios compañeros de armas, acusado de alta traición. Muchos de los pobres trabajadores implicados en la conjura fueron masacrados por los milicos, y otros pasaron largas temporadas en prisión. Entre estos últimos se encontraba Eloy.
Desesperado por la lentitud e ineptitud de la "nueva justicia" de la Revolución Libertadora, como pomposamente se hacía llamar lo que no era sino un afán revanchista indisimulado, maquiné un plan endiablado para sacar a Eloy de la prisión lo antes posible. Para ello debía recurrir a los buenos oficios (y a la buena voluntad) de mi compañero de estudios Osvaldo, cuyo hermano mayor, Antonio, piloto de combate laureado por su entusiasta participación en la carnicería del 16 de Junio, tenía mucha mano, y no pocas influencias, en el Ministerio de Marina, y, por ende, en el de Justicia, toda vez que los gorilas hacían y deshacían ahora las leyes a su antojo. Armándome de valor, fui a verle a su departamento, adonde recién se había mudado, como primer paso en un proceso de independencia familiar que debería culminar en un pronto casorio con su joven y bella prometida, Silvia Marcelli. Por supuesto, Osvaldo no vivía en cualquier sitio, un cheto como él no debía salir de sus dominios naturales, y su pisito de soltero, su bulín, como dicen los tangos, quedaba en la señorial calle Charcas, a escasa distancia del domicilio familiar. Me recibió en batín, pues acababa de salir de la ducha.
¡Vaya, que sorpresas nos trae la vida! su tono sarcástico, mientras se secaba el cabello con una toalla, no dejaba lugar a dudas sobre su impresión desfavorable hacia mi persona - ¡A quien tenemos aquí! Nada menos que el traidor de la Ciudad Estudiantil en carne mortal. Doble traidor, debo decir. Traidor a sus compañeros al acudir al acto de repudio de Corpus Christi, y traidor a la causa de la libertad al negarse a asistir a los Comandos Civiles en vísperas de la liberación de la patria Y bien, muchacho, ¿Qué se te ofrece por aquí?
Mi cara de estupor, y el hecho de que no me ofreciera asiento en su espaciosa sala de estar, no eran los mejores comienzos de una conversación difícil por necesidad.
Creo que me equivoqué al venir a verte, Osvaldo. Es mejor que me vaya.
El, mostrando un perfil clemente, como un Zeus misericordioso en todo su esplendor, me ofreció un vaso de whisky, que yo rechacé con educación.
No hagás eso. No es necesaria tanta comedia. Decime que querés, que será sin duda algún favor personal, y veré que puedo hacer.
Notaba un cierto tufillo de soberbia en su forma de expresarse, segura y ampulosa. No me dio buena espina, pero proseguí en mi empeño. Al menos, debía intentarlo.
Está bien, llevás razón. Vengo a pedirte algo. Vos pertenecés ahora al bando de los vencedores, y podés ayudar, bancar a gente en apuros como yo.
¿Vos en apuros? se extrañó al escuchar eso ¿Y que esperabás? No sé ni como te hablo después de dejarme tirado, y de insultarme y escupirme a la salida del Ministerio de Marina ¿o crees que no te vi acaso, con el piantao ese de la pistolita? ¡pam!¡pam! ¡el muy boludo!.
Yo en ningún caso te insulté y mucho menos te escupí. Y sólo estaba en la plaza por casualidad esa mañana, ni siquiera acudí atendiendo el llamado de la central sindical. Fue todo una cruel casualidad.
Claro, y yo soy el papá de Pinocchio. Eso no hay quien se lo crea. ¿Querés que os diga lo que pienso? Pues pienso que vos sos un espía peronista, que te hiciste amigo mío para sonsacarme información, y que sabías que yo estaría dentro del Ministerio aquel día. Por eso estabas ahí esperando mi salida, orgulloso de tu triunfo, con el traidor Del Valle al lado. Vaya dos patriotas.
Me considero tan patriota como vos mismo le respondí sin elevar la voz Además, ya no soy peronista, pero hay cosas del peronismo que me siguen gustando. No puedo decir lo mismo de la Libertadora, sinceramente, salvo que han repuesto a los grandes profesores en sus cátedras universitarias. Eso está bien hecho, a mi parecer. Pero el resto mejor no menearlo.
Ahora somos libres y dignos. No consiento que menciones ni al tirano ni a su oprobioso régimen en mi presencia. A los de tu especie les conozco bien y decime ¿Qué buscás aquí?
Me mordí la lengua y replegué mi orgullo natural antes de contestar con el tono apropiado, muy diplomático. Por dentro, mi sangre hervía de ira y rabia contenida.
Necesito que liberes de la prisión a una persona. Un amigo. Participó en la sublevación de Del Valle. Pueden caerle muchos años.
¡Un amigo! su sarcasmo, mientras paladeaba el whiskey sentado en un butacón, sin ofrecerme asiento, resultaba terriblemente grosero. Además, no parecía conocer el pudor, y mostraba sin vergüenza el vello púbico, y parte de la pija, al dejar poco abrochado el albornoz, posiblemente a propósito Ya me imagino que clase de amigo puede tener un chongo como vos. Dos putos bufas es lo que son ustedes. Y supongo que tu amiguito será el del revólver descargado de la otra vez, para mayor escarnio.
Bajé la cabeza avergonzado de mi mala fortuna, de mi macana actual. Quedaba claro de forma definitiva que aquel pibe no buscaba ayudarme, sólo humillarme.
Me temo que sí.
Y vos pensás que yo os puedo echar una mano con eso.
Tal vez vos no, pero tu hermano Antonio de seguro sí.
¡Ah! Ya veo. Estás muy bien informado de las actividades de mi familia. Entonces, sin duda sabrás que somos un clan muy poderoso en la Argentina liberada del General Aramburu.
Sí, me consta.
Y también sabrás, sin duda, lo que el socialista Américo Ghioldi dijo recién en relación a tus compañeros peronistas.
No caigo ahora.
Pues yo te refresco la memoria. Dijo textualmente, para escándalo de los parásitos que vivían de la caridad pública, como vos hiciste cuando estudiabas y vivías en la Ciudad Estudiantil, que se había acabado para esos zánganos la leche de la clemencia. Y lo que vino a decir es que ya nada sale gratis para los de tu clase en la Nueva Argentina y sonrió malévolamente al decir esto, pronunciando con cierto retintín burlón estas dos últimas palabras.
Comprendo. Y acepto el desafío si vos cumplís tu palabra y conseguís liberar a Eloy Daguerre. ¿Qué querés a cambio? Te advierto que yo no gano mucha plata.
Se echó a reír de la ocurrencia. Se veía a la legua que él no necesitaba mi dinero. Su tren de vida era el propio de cualquier otro socio del elitista Jockey Club.
¿Pensás de verdad que yo necesito tu sucio dinero? A mí me sobra la plata, pibe, no necesito manguear como vos. Se nota que estás escaso de fondos, con ese saco barato que llevás puesto, ganando un sueldo de mierda en cualquier periodicucho, y ahorrando chaucha y palito, como decís los pobres incultos en vuestro asqueroso dialecto portuario. En definitiva, no es guita lo que deseo de vos.
Ah, ¿no? me quedé mirándole extrañado. Esos "favores" siempre se hacían a cambio de una cantidad prefijada de dinero. Nunca gratis, a no ser que la amistad fuera muy íntima.
No, no es eso. Lo que yo deseo de vos es otra cosa me dijo, levantándose de la silla y pavonándose, con el vaso en la mano, hasta situarse justo a mi espalda - ¡El poto! ¡Eso es lo único que yo deseo de vos!¿Entendés?
Con la mano libre me apretó las nalgas. Comprendí que mi suerte estaba echada. Aquel morfón no iba a desaprovechar la oportunidad de violarme, ahora que me tenía tan a mano, y no podía negarme. Me obligó a desnudarme, y pasamos a su habitación. Allí me conminó a ponerme a cuatro patas sobre la cama estilo Imperio, como un chanchito, y me hizo comerle la pija hasta provocarle una enorme erección. El no me practicó sexo oral como en aquella ocasión en el Parque del Centenario, dejando claro que ahora él estaba en una posición de poder, y yo era un simple subalterno. La igualdad peronista había pasado a la historia, también en el sexo interclasista. Yo era virgen por el culo, sin ningún motivo especial, simplemente parecía que a Eloy no le gustaba penetrar, tan sólo ser penetrado. A mí no me hubiera importado, es más, lo hubiera disfrutado con seguridad, ser desvirgado por mi pareja, pero la idea de que este chambón, hijo de la concha de su madre, me rompiera el culo, como dicen en España, me resultaba insoportable. Humedeció sus dedos en whiskey, porque, mientras se la mamé, él no soltó en ningún momento el vaso, e incluso se dio el gusto de encender un pucho al mismo tiempo, y me abrió el ano con sus dedos, versados sin duda en la temática. Era un sibarita, y un abusador nato. Sentí la presión de su enorme miembro (tuve la mufa de que me tocara un semental bien dotado el día de mi desvirgue anal) introduciéndose sin contemplaciones en mi recto, y grité como un poseso por el enorme dolor que sentía, superior incluso al del balazo recibido en el hombro. Aquel era un dolor intenso, pero concentrado en una parte del cuerpo específica. Ahora me dolía todo, no solo el trasero, sino también el estómago, que se rebelaba contra esta violación de mi santuario íntimo, la cabeza, que no concebía que pudiera venderme tan barato a ese monstruo, y el corazón, que me decía que hacía mal por una buena causa, pero que me oprimía en el pecho latiendo descompasadamente. Y, por encima de todo, me dolía el alma. Esperaba que al menos terminara rápido, y luego cumpliera su palabra. Pero el hijo de puta se hizo el remolón, se lo tomó con cierta parsimonia, saboreando cada momento de su brillante enculada, porque debo decir que se notaba que sabía coger a los varones, con mucha técnica y mucho ímpetu. Lástima que yo no pudiera disfrutar de la misma manera. Sobre todo, porque, en una época en que no se usaba preservativo, al sacar la pija del poto y metérmela de nuevo en la boca, sentí un regusto desagradable, como es de suponer por el sitio en el que había estado metida, y me dieron arcadas de puro asco. El insistió en que se la comiera de nuevo o no había trato posible, y tuve que transar. Me agarraba del pelo, me decía puta, yira, bufa, marica, mamón y otras muchas cosas que se le ocurrían para excitarse, y al fin se vino en mi boca, obligándome a tragarme toda la guasca que soltó, en un festín de semen que me dejó exhausto y con el aliento podrido. Después me mandó vestir, y me echó de allí sin contemplaciones.
¿Cumplirás tu palabra? le pregunté mientras me atusaba la chaqueta, en el umbral de la puerta.
Yo siempre cumplo mi palabra. Tu amigo estará en la calle cuando a mí me de la real gana. Ya lo comprobarás. Y ahora, largo de aquí. He quedado con Silvia a las nueve. No me gusta hacer esperar a una dama.
Unas semanas después de mi particular sacrificio, Eloy salió indultado de la cárcel, atendiendo a su "buen comportamiento" y a su "arrepentimiento de los hechos acaecidos el 9 de Junio", lo que podía interpretarse como que había actuado de delator. Osvaldo había cumplido su palabra, sin duda, pero a costa de mancillar mi honor, y de poner en duda la honestidad de Eloy. Además, para evitar un futuro reencuentro, le habían montado en un avión con destino a México, y le habían retirado en el acto el pasaporte, prohibiéndole volver a la Argentina durante el resto de su vida. Empecé a pensar que había cometido un gran error, pero me consolé imaginando que, al menos, aunque lejos de mi amado, él era libre en su nueva tierra de adopción, y no se marchitaba ya entre las cuatro paredes de una celda, como en los últimos meses. Quizá algún día, antes de lo que imaginaba, el régimen político cambiara, Perón volviera del exilio para poner las cosas en su sitio, y Eloy regresara triunfal con una aureola de héroe y libertador a su alrededor. Pero, de momento, no había signos de que tal cosa fuera a suceder pronto.
Los últimos años 50 supusieron una etapa de cambios vertiginosos, tanto en mi vida como en la Argentina post-peronista. Los milicos convocaron elecciones, tan falseadas como las que organizaba Perón, pues, al estar proscrito el justicialismo, más del 50% de la población no estaba representada en el Parlamento. Arturo Frondizi, un intelectual radical, de ideas progresistas y partidario de legalizar el peronismo, fue elegido presidente en 1958, suscitando esperanzas de regeneración democrática en el pueblo argentino, que no se vieron cumplidas. En poco tiempo, los militares, el verdadero poder en la sombra, se cansaron de su protegido, y le echaron de la Casa Rosada sin mayor problema. Al menos tuvo más suerte que su correligionario, Arturo Illía, al que le fotografiaron con las maletas en la mano, en la misma puerta de la mansión presidencial, el día que los gorilas le desalojaron del cargo y de su casa.
Fue en torno al invierno austral de 1957 cuando, recién entré a laburar en el "Clarín", prestigioso períódico de tendencia liberal, y claramente antiperonista, al principio como simple ayudante de redacción, y "sirviendo cafés" por así decir, que me encontré en la Avenida Corrientes, por esas casualidades de la vida, con Silvia, la linda novia de Osvaldo. Hacía tiempo ya que no la veía, prácticamente desde el aciago día en que sucumbí a los encantos de su prometido, en la histórica jornada en que la buena sociedad porteña tuvo a bien manifestar su orgullo de clase, en las mismas narices del centro de poder de la capital argentina. Entramos en un cafetín, y estuvimos hablando durante horas. Sentí una conexión intelectual extraordinaria con aquella piba culta y encantadora, que se expresaba en cuatro idiomas distintos y dominaba de modo magistral el lenguaje intraducible de la seducción. Sus caídas de ojos, sus estudiados cruces de piernas, su cabello sedoso, que apartaba de la frente con una gracia inverosímil, su voz cantarina y su risa achispada, todo en ella parecía tocado por la varita mágica de una Venus generosa, que había derrochado en ella los mejores dones que la madre naturaleza podía conceder a una mujer joven como ella. Me explicó que su romance de tres años con Osvaldo había llegado a su fin hacía poco, lamentablemente, sin comentar el motivo. Daba igual, tampoco quería saberlo. Posiblemente ese boludo le hubiera engañado con otra mujer, o tal vez ella había descubierto su doble rasero, su mezquina personalidad, su bisexualidad ardiente, y se había asustado al conocer los entresijos más oscuros de su alma. En cualquier caso, fue una velada encantadora, que culminó en mi garzonier, en mi departamento de soltero, donde hicimos el amor durante horas, concediéndonos la oportunidad de ser felices de nuevo. Yo no había vuelto a estar con nadie desde la marcha de Eloy, y ella sin duda se merecía algo mejor que el sinvergüenza de su exnovio. Durante el tiempo que pasé con Eloy nunca añoré lamer los pezones en punta de una mujer, ni adorar su clítoris con mi lengua juguetona, y mucho menos introducirme en su vagina, acostumbrado como estaba a las duras paredes del recto de Eloy, mi refugio favorito en tiempos de ardor corporal. Pero ahora esta hermosa mujer me devolvía la ilusión de que yo podía volver a amar y a ser amado, me hacía creer que yo no era diferente a los demás hombres, que yo era un paqui de verdad, y no un puto bufa, como me definía su antiguo prometido. Una semana más tarde, mientras me despedía con un tierno beso de Silvia en el portal de la casa de sus padres, la indeseada presencia de Osvaldo se hizo notar. Nos miraba besarnos con incredulidad manifiesta, no exenta de cierta sensación de desprecio.
¿Se puede saber que está pasando aquí? - preguntó un encolerizado Osvaldo - ¿A que están jugando ustedes dos?
Creo que está claro, Osvaldo me adelanté hacia él sin miedo alguno, y, en cierto modo, orgulloso, de poder devolverle el daño que él me hizo a mí Silvia y yo estamos enamorados ¿no se nota acaso?
Ya veo, ya - miró a Silvia fijamente, que se ocultaba detrás de mi abrigo, temerosa de una posible reacción violenta de su antiguo amor, más alto y fornido que yo, pero menos ágil, y, además, yo había aprendido a boxear en la Ciudad Estudiantil, lo que me concedía una enorme ventaja en ese terreno. - ¿Y eso desde cuando es así, Silvia?
Hace unos días surgió el flechazo. Fue algo irresistible por ambas partes explicó ella encarándose a él No pudimos evitarlo.
¿Y no crees que tu novio merecía una explicación tal vez?
Vos ya no sos más mi novio. Volvé con la yira con la que te escapaste a Córdoba (en realidad, se trataría más bien de un pibe, pero eso lo ignoraba ella por entonces) y dejáme en paz que viva mi vida como quiera, con alguien honesto y decente como Fabio.
Osvaldo se llevó la mano a la boca, porque no podía disimular el ataque de risa que le había entrado al escuchar la alta opinión que tenía de mí.
Honesto y decente el amigo Fabio lo que hay que oir. Yo te diré lo que sos vos, y lo que este puto cafiolo busca a tu lado. Vos no sos mas que una puta, y tu Fabio no es mas que un
No le dejé terminar la frase, porque un gancho directo a la mandíbula le derribó al suelo, dejándole noqueado, y aturdido durante un par de minutos.
Así aprenderás a tratar con respeto a tus semejantes, hijo de puta. Y en especial a mi prometida. Por si no lo sabés, vamos a casarnos. Y muy pronto.
Osvaldo se levantó del suelo, y sacó un pañuelo blanco del bolsillo de la chaqueta, con el que se limpió un hilillo de sangre que le salía de la boca.
Algún día me las pagarás. Te creerás muy listo, sin duda. De momento habés ganado esta batalla, pero ya veremos quien gana la guerra. Tiempo al tiempo.
Aquel desafío de la persona que más odiaba en el mundo, el causante último de que Eloy residiera a miles de kilómetros de distancia, y de que hubiera perdido contacto con él, muy a mi pesar, hizo que me tomara muy en serio la irreflexiva promesa de matrimonio que había dejado caer en su presencia. Dos semanas después, pedí oficialmente la mano de Silvia a sus padres, toda una osadía por mi parte, pero, para mi asombro, ellos aceptaron la decisión de su hija de casarse con el hijo de un modesto trabajador de Liniers, de profesión aprendiz de periodista. Nos casamos dos meses después, y pasamos la luna de miel en la residencia veraniega de sus viejos, en la playa de Pinamar, antes de viajar a Montevideo y Punta del Este, donde sus papás también poseían una linda cabaña frente al mar. Al año siguiente nació nuestro hijo Gastón, que contribuyó desde el día en que vino al mundo a aumentar la felicidad conyugal de que disfrutaba con mi esposa, en nuestro hogar del barrio de Recoleta, al norte de Bss.Ass.
(Continuará)