Cae la lluvia en la Plaza de Mayo (3)
Fabio, escamado, sigue a Eloy hasta la Plaza de Mayo, donde mantiene un curioso encuentro, que coincide con el brutal ataque aéreo de aviadores sediciosos. La población, enfurecida, clama venganza por la masacre.
¡Perón!¡Perón!
Gran conductor,
Sos el primer trabajador.
(Estrofa del himno peronista)
Los días que siguieron a la masiva manifestación de repudio al régimen peronista, la tensión política podía cortarse con un cuchillo. El gobierno, lejos de amilanarse, se envalentonó ante el desafío, ahora público, que la descabezada oposición le proponía.
El mismo Perón dirigió un apocalíptico discurso por la red de emisoras públicas, en el que más o menos decía lo siguiente:
"En relación a los actos de desorden público acaecidos el pasado sábado, y que tuvieron como escenario la Plaza de Mayo, Plaza del Congreso y calles adyacentes, el gobierno manifiesta su posición al respecto de forma enérgica: durante doce años, el gobierno de la nación ha intentado, por todos los medios posibles, mantener una buena relación con la jerarquía eclesiástica. Ahora que la Iglesia ha decidido mostrar el lobo que escondía bajo las pieles de cordero, nos vemos en la obligación de advertirle de las fatales consecuencias de sus actos, pues el pueblo argentino vive al borde de una explosión de cólera incontenible, que está a punto de estallar."
Y no hablaba en broma al decir esto. De inmediato, las consignas del Partido pusieron en el punto de mira a la centenaria y conservadora Iglesia argentina, otrora garante del poder, y ahora fiscalizadora interesada del mismo. Las escuadras de barrio peronistas repartieron carteles entre los afectos con la simplona leyenda ¡PERON SÍ! ¡CURAS NO!, y organizaron "espontáneas" manifestaciones vecinales, a una de las cuales, en el cercano barrio de Caballito, acudió un enfurecido Eloy, que, de haberse encontrado a un sacerdote aquella tarde de mediados de junio, de seguro le habría saltado a la yugular. Tampoco se concentraba igual en los estudios desde que el domingo anterior, el día posterior a la manifestación, le confesé consternado mi aventura nocturna con mi amigo Osvaldo, a quien de momento no pensaba frecuentar por un tiempo, hasta que ambos aclarásemos nuestras ideas, y pudiéramos mantener una conversación serena y sostenida sin pasar el apuro del siglo. Eloy, todo temperamento, golpeó con un puño la pared hasta hacerse sangre, pero, después de que le vendaran la superficial herida en la enfermería, se mostró más comprensivo, y me dijo que la culpa no era mía, que no era consciente de mis actos por ir bebido (mentira podrida, en todo caso una excusa útil en mi caso), y que todo el (reparable) mal lo había causado el boludo-concha-de-su-madre de la calle Paraguay, que deseaba hacerme suyo a toda costa, y robarle lo único que le quedaba de valor en su vida, aparte de los estudios de ingeniería, que sólo le proporcionaban satisfacciones morales, no palpables como el inmenso amor que decía sentir hacia mi persona. No mencionó deseo de venganza alguno, ni noté resquemor alguno hacia mí. La noche siguiente hicimos el amor como si tal cosa, ajenos a los rumores de nuevas movilizaciones opositoras, que, de momento, habían dejado de interesarme. Me había librado por los pelos de una sanción más fuerte, léase expulsión del centro, a cambio de dos semanas sin postre, trabajos comunitarios, doble turno de vigilancia nocturna y reducción de salidas en mis días libres en los próximos seis meses. El panorama en mi caso no resultaba demasiado alentador, por eso, cuando me encontré aquel lunes en la Facultad a Osvaldo, y se dirigió hacia mí como si tal cosa, apartándome a un rincón y diciendo que necesitaba hablar de un asunto importante, me temí lo peor. Pero no era de nada personal de lo que deseaba hablar, sino de un al parecer inminente desenlace de la situación política, que, según su oracular parecer, estaba pronto a decidirse. Era cuestión de semanas, tal vez días. Me costaba creer que el peronismo, un régimen que había manifestado su versatilidad, obstinación y voluntad de permanencia a toda costa, fuera a desaparecer de nuestras vidas de la noche a la mañana, por la simple actuación de unos distinguidos manifestantes envueltos en sus flamantes sacos ellos, y en sus costosos vestidos parisinos ellas.
Lo digo en serio, Fabio, creéme, la situación está a punto de estallar
Eso mismo dice el gobierno, pero desde otra perspectiva bien distinta. Y la experiencia demuestra que es mejor hacer caso de lo que dice Perón que de la utópica sed de cambios de la oposición y los intelectuales.
Escuchá, pibe, tengo un recado y un ruego importante que hacerte
¿Un recado? ¿De quien o de quienes?
No puedo decirte, lo siento. Sólo estoy autorizado a contar que mi hermano mayor, Antonio, es piloto de la marina, y él banca todo el operativo.
¿Pero de que me hablás, piantao? ¿Qué operativo es ese? Mira, ché, yo no quiero más quilombos. Además, nos está vigilando el cana de paisano y no me apetece conocer la comisaría zonal. Gracias por la invitación, pero
¿No querés formar parte de los comandos civiles? dijo esto con un orgullo rayano en la vanagloria absoluta. Yo desconocía que podía ser aquello, pero me mostré `poco interesado en concretar.´
No sé que es eso. Mejor no me lo contés. Me voy a clase. Buena suerte con tu operativo, pibe y le dejé allí plantado, con un signo de interrogación en el rostro. El policía camuflado me siguió con la mirada, pero no hizo ademán de seguirme. Supongo que en aquella universidad, verdadero foco de opositores al régimen establecido, aquel pobre desgraciado tenía demasiados candidatos potenciales a investigar como para fijarse en un peronista de probada trayectoria como yo, que además residía de forma permanente en la prestigiosa Ciudad Estudiantil, patrocinada por la Fundación Eva Perón, una de las organizaciones sociales más influyentes en la Nueva Argentina.
Los dos días siguientes noté a Eloy algo desconcentrado en los estudios. La noche del miércoles se acostó temprano y sin cenar, aduciendo un pasajero dolor de cabeza. Yo sabía que algo estaba rondando por su calenturienta mente peronista, pero por más vueltas que le di aquella noche, antes de conciliar el sueño, no pude encontrar el hilo vertebrador de la trama, del que poder tirar hasta deshacer el entuerto. Aquella noche soñé que algo terrible estaba a punto de ocurrir. Me desperté a las seis, sediento y asustado, pero, al comprobar que Eloy seguía durmiendo placidamente, me tranquilicé de inmediato. El jueves 16 amaneció nublado y neblinoso. La previsión del tiempo anunciaba una jornada de cielos cubiertos, probables lluvias ligeras, y vientos leves del este. Desde luego, hoy no iba a ser un día peronista, como se decía en tono jocoso cuando el sol brillaba en lo alto y todo parecía ir sobre ruedas en la vida. "Hoy tengo un día peronista" era la mejor señal de que en tu trabajo te habían aumentado el sueldo, habías conocido al amor de tu vida, o te había tocado la polla, la popular (y escandalosa a oídos de los gallegos residentes en la urbe) lotería local. Al ir a tomar el colectivo que nos esperaba diariamente a la entrada del recinto para trasladarnos a nuestros respectivos centros de estudio, noté que Eloy no se encontraba presente entre el ruidoso grupo de adolescentes y jóvenes en sus primeros años de carrera que esperaban su turno para subir a los autobuses, desplegados en formación en la acera. Con una excusa banal de coartada, regresé a la habitación, pero allá tampoco se encontraba. Rebusqué por la biblioteca, el gimnasio, y hasta en el gigantesco salón de actos, sin éxito. Al final, mucho después de que todos los bondis arrancaran y desaparecieran de la zona rumbo a sus respectivos destinos, creí percibir la silueta a lo lejos de Eloy, que se dirigía a buen paso desde la puerta del edificio principal hasta la verja de salida. Aceleré el paso para alcanzarle, pero cuando accedí a la verja, él ya quedaba lejos, pues caminaba deprisa y con buen ritmo. Alcanzó al cabo la Avenida de Belgrano, y dirigió sus pasos en dirección al puerto y a la Plaza de Mayo, centro neurálgico de la ciudad. Yo le seguía a una prudente distancia, escamado como estaba por su extraño comportamiento, y por el hecho de que un estudiante tan aplicado como él hubiera decidido faltar a clase sin encontrarse enfermo y sin un motivo importante, que debía haberme contado. Mi cabeza empezó a fantasear y a hacer cábalas sobre el motivo aparente de tan inusual comportamiento por su parte. Tenía claro que no pensaba dar un simple paseo relajante, en vísperas de algún examen importante. Su paso acelerado daba a entender que, o bien tenía alguna prisa por estar citado con alguien, o su estado de nervios era tal que no podía ofrecer una fachada de normalidad, y los andares inconexos y caprichosos así lo atestiguaban. Al llegar a los primeros números de la Avenida, y pasar junto a la centenaria Iglesia de Santo Domingo, su vena radical y anticlerical salió a relucir, y, cerciorándose de que nadie le veía (yo quedaba fuera de su campo visual, y a una distancia relativa de donde él se encontraba) sacó un carboncillo del bolsillo del pantalón, y escribió en la blanca pared exterior lateral del templo, con grandes letras y caligrafía algo irregular: ¡PERON SI! ¡CURAS NO!¡CLERO TRAIDOR!¡ABAJO LOS OBISPOS! . Observó después detenidamente su creación, y, satisfecho tal vez del trabajo realizado, guardó de nuevo en el bolsillo su improvisado pincel, y prosiguió su camino. El frío de la temprana hora, y la neblina que llegaba del cercano puerto, me obligaron a abrocharme el abrigo y subirme el cuello. Eloy, sin embargo, no parecía preocupado por el frío. Le vi comprar un diario, y entrar a un café cercano al Parque Colón y a la calle Bolívar. Allí se tiró un buen rato, concentrado en la lectura del periódico, totalmente oficialista, lo que yo aproveché para entrar a hurtadillas y colocarme en una mesa del fondo, desde podía vigilar sus movimientos, pero él no podía distinguirme a mí. Pensé por un momento que quizá hubiera decidido pasar allí la mañana entera, y le dio tiempo a tomarse tres cafés y fumarse un puñado de puchos, mientras que yo opté por tomar un expresso y dos licuados durante el mismo periodo de tiempo. Serían alrededor de las doce cuando, tras mirar el reloj de pulsera de forma compulsiva, pidió la cuenta y se marchó apurado, abandonando el releído periódico sobe la mesa de mármol y cinc. Intenté seguir su paso, pero la camarera se confundió con el cambio, y perdí un tiempo precioso. Cuando alcancé la calle, el pibe había desaparecido de mi vista. Imposible saber adonde dirigía sus ágiles pasos aquel frío día de finales de otoño. Recordé que había girado en dirección al puerto, y un fogonazo repentino de intuición me indicó que encaminara mis pasos hacia la Plaza de Mayo: "si ha quedado con un extraño, tal vez su padre, a quien apenas conoce, y que viene de muy lejos y, con toda probabilidad, no conoce bien la ciudad, es posible que hayan quedado citados junto a la Pirámide de Plaza de Mayo, como los novios adolescentes, y las mucamas del Barrio Norte en su día libre con los marineros de permiso. Acerté de lleno. Allí, bajo una débil lluvia que parecía el leve aliento de un tísico sobre nuestras cabezas, se encontraba mi objetivo, con las manos en los bolsillos de su impermeable, y mirando el reloj de forma compulsiva. Me hice el despistado, y estuve observando desde las arcadas del cercano Cabildo, el edificio público más antiguo de la ciudad, su deambular nervioso por los parterres que rodean el monumento, hasta que, al fin, rondando las doce y media, un chabón de unos treinta años, con pintas de malevo y aspecto general de linyera, se acercó a su posición, intercambiaron lo que me parecieron dos sobres de similar tamaño, y, sin despedidas corteses, cada uno salió disparado en direcciones opuestas. En vista de que Eloy parecía dirigirse hacia mi posición para adentrarse en la Avenida de Mayo, rumbo a quien sabe donde, sólo tuve que esperarme a que pasara a mi lado, camuflado como estaba yo tras una columna de la arcada principal.
¡Hola, Eloy! ¡Que pequeño es Buenos Aires, ¿verdad? fue mi intempestivo saludo, según entraba en la avenida.
El susto de mi amigo fue de antología. Todo su cuerpo se agitó en un involuntario espasmo, y el misterioso (y abultado) sobre blanco que llevaba apretujado bajo la axila izquierda a punto estuvo de caer al suelo.
¡La pucha! ¡La concha de tu madre, boludo! ¡Que susto me diste! ¿Qué hacés vos acá, en un día laburable? su risita nerviosa delataba su impaciencia, y la incoherencia de su absurda pregunta.
Eso mismo me estaba preguntando yo de vos ¿no es curioso?
Su rostro se contrajo en una mueca de desagrado. Por puro escapismo, miró en dirección a la plaza, donde algunos incondicionales del gran conductor, sobre todo mujeres mayores, dado el carácter laburable de aquel jueves, con retratos del líder y banderines nacionales, se afanaban en tomar posiciones frente a la Casa Rosada. Algún trabajador absentista, un ñoqui, como les llamaban, hacía causa común con el grupo de amas de casa y jubiladas rentistas agradecidas al peronismo. Poco más había en la plaza a esa hora exacta de la mañana. Las 12:40 del mediodía marcaba el reloj del cabildo.
Vine a presenciar el desfile aéreo ¿No escuchás los motores?
En efecto, a lo lejos, se escuchaba el zumbido incesante de un grupo de aviones de combate acercándose a nuestra posición. Al parecer, se había organizado como acto de desagravio por la quema de una bandera nacional en los sucesos del sábado anterior frente al edificio del Congreso. Pero todo resultaba muy extraño. Si el desfile lo había organizado y bendecido el propio Perón ¿Cómo es que él no se encontraba a esas horas en el balcón de la Casa Rosada, recibiendo los vítores de sus incondicionales, ni había signo de actividad alguna en el venerable edificio, que hiciera sospechar de su pronta aparición en escena? Pero, sin embargo, el desfile se mantenía, pues el estruendo creciente de los aviones en formación no dejaba lugar a dudas. ¿Ninguna autoridad iba a dignarse a salir a recibir a los valientes pilotos? Aquello traería cola, de ser cierto. Pero no iba a caer en la maniobra de distracción de mi amigo.
Los escucho, sí. Pero no me boludees, por favor. Te vi hablar con un tipo en la Pirámide de la Plaza, e intercambiar sobres con mucho sigilo. ¿Qué está pasando acá, Eloy? ¿Podés explicarme?
Hizo ademán de marcharse. Le retuve sujetándole por un hombro.
Tengo mucha prisa, ahora no hay tiempo. Luego te cuento.
¿Qué llevás ahí, bajo el brazo?.
Nada que te pueda interesar.
Aquella insolente respuesta me sacó de mis casillas. Metí la mano a traición bajo su impermeable buscándole las cosquillas que yo a veces le hacía en juegos, y no tuvo más remedio que dejar caer el malhadado sobre a mis pies. Lo recogí con presteza, y me dirigí corriendo a refugiarme bajo las arcadas del Cabildo. Dentro había un objeto algo pesado, y una especie de supositorios desperdigados por toda la superficie del sobre. El me siguió, con cierta fiaca, caminando despacio, cabizbajo y con la mirada perdida.
¡Dios Santo! exclamé horrorizado al comprobar su interior - ¡es un bufoso! ¡y esto otro son chumbos de verdad!¡Habés comprado un arma!¡Un revólver con munición y todo!¡Para eso era la teca del otro sobre!¡Gracias a Dios que está descargada y que no hay nadie cerca en este momento! me encaré a él y elevé la voz, pues el estruendo de los cazas era ya ensordecedor - ¿para que querés esto?
¡No es asunto tuyo!¡Dame!
Agarró el sobre y salió corriendo en dirección a la plaza. Me pilló desprevenido, pero entonces caí en la cuenta. El muy gil había adquirido el arma para disparar sobre Osvaldo a la menor ocasión. Su afán de venganza era mayor que su sentido común. Corrí hacia él con todas mis fuerzas, y le di alcance en el centro exacto de la plaza.
¡Eso que vas a hacer es una boludez! ¿Querés pasar en la cárcel el resto de tu vida, jodido pelotudo?.
El se detuvo exhausto. Me miró desafiante, las lágrimas surcando sus hermosos ojos.
¡No quiero perderte! gritó, mientras la silueta de la primera escuadrilla sobrevolaba nuestras cabezas - ¡Vos sos todo lo que tengo!
Y no vas a perderme ¡yo te quiero de cuore! ¿Vos no entendés que sos mi vida entera, y que Osvaldo no representa nada?
Mi respuesta pareció calmarle de momento, y aproveché su estado de confusión emocional para abrazarle con todas mis fuerzas. Por un par de segundos el mundo pareció detenerse, y en la Plaza sólo quedábamos Eloy y yo, unidos en un instante eterno mientras el mundo y los planetas giraban a nuestro alrededor, asombrados ante un amor que superaba barreras de sexo y prejuicios de toda índole. Pero la perfidia humana es insistente, y el mal absoluto, que pronto se adueñaría de mi patria, nos alcanzó de lleno, cuando el ruido de lo que parecía una bomba de enorme potencia nos obligó a separarnos de inmediato y a mirar estupefactos hacia la Casa Rosada. Aquello no podía ser cierto. Nunca, en la reciente historia republicana, alguien se había atrevido a tanto. Argentina era un país culto y avanzado, con unos estándares de vida dignos del primer mundo, no una república bananera. ¡Y ahora esos malditos aviones estaban bombardeando la Casa de Gobierno! Aquello no podía estar sucediendo Y, sin embargo, el impacto en la fachada del edificio había sido brutal, y grandes bloques del tejado salieron disparados en dirección a la plaza, causando un estruendo impresionante. Los curiosos se arremolinaron alrededor como si estuvieran en un parque de atracciones, una vez que la primera escuadrilla abandonó las inmediaciones. Otros, más prudentes, sólo acertaron a salir corriendo en busca de refugio. Eloy, nuevamente exaltado, aprovechó la confusión reinante para alejarse de la multitud y proceder a cargar el tambor de su Colt 45. Me acerqué hasta él, de nuevo con el corazón en vilo.
¿Qué demonios pensás que estás haciendo? ¡Esto no es un juego!¡Ni siquiera sabemos que está pasando!.
Me miró con sus maravillosos ojos verdes inyectados de rabia, mientras seguía colocando los malditos chumbos en el arma.
Tal vez vos no sepás de que va la vaina, pero te aseguro que yo sí. Esto es un golpe de estado en toda regla, y a mi no me pillarán en off side, como ocurre en el fútbol. Estos putos cobardes no se van a ir sin recibir su ración de plomo. Por la momia sagrada de Evita, que de acá no me mueve nadie.
¿Pero que pretendés hacer con un simple revólver?
Observá y apuntó al cielo, con un ojo cerrado para afinar la puntería, en espera del inminente ataque, pues el rugido de aquellas fieras metálicas, sedientas de sangre humana, ya se dejaba escuchar a escasa distancia.
Una segunda andanada de Gloster Meteor de la Fuerza Aérea de la Armada se dejaron ver sobre los encapotados cielos. Esta vez no pensaban amagar. Los muy boludos tenían muy clara su misión, que consistía básicamente en matar al presidente, a quien los incautos imaginaban en el interior del edificio. En realidad, a las ocho de la mañana, mientras Perón recibía en el despacho de la Casa Rosada al embajador norteamericano, el ministro del ejército, Franklin Lucero, había interrumpido la visita y le había informado de movimientos sospechosos de tropas en torno al aeropuerto de Ezeiza , y le conminó a suspender de inmediato la audiencia y refugiarse en los sótanos del Ministerio del Ejército. La escuadrilla de refresco, formada por cazas a reacción, entre ellos los patrulleros-bombarderos Catalina, los North American AT6 y los Beechcraft AT11 irrumpieron en escena, con la leyenda "Cristo vence" pintada en el fuselaje, en el mismo vientre desde el que escupían bombas de 50 kg. sobre la multitud indefensa. Toda una contradicción, que a los futuros gorilas del aire no parecía afectarles. Una nueva ración de bombas cayó sobre la sufrida plaza y alrededores. Yo corrí a buscar refugio bajo los soportales del Cabildo, pero Eloy se quedó allí impertérrito, apuntando al cielo con su revólver, como un niño en edad escolar con su pistola de juguete. Los cazas perdieron altura para realizar un barrido de ametralladora sobre la pobre gente que quedaba en la plaza. El número de víctimas se multiplicó, debido a este macabro ensañamiento con los molestos testigos de su ferocidad inhumana. Las bombas, por su parte, impactaron sobre varios vehículos aparcados en la zona, que quedaron destripados, y sus ocupantes calcinados en el acto. Igual suerte corrió un trolebús repleto de gente, que circulaba a esas horas por la Plaza de Colón. Una bomba impactó de lleno en su carrocería, y 65 personas quedaron atrapadas en su interior. Ninguna sobrevivió al espectacular incendio. Los gritos y la confusión en Plaza de Mayo eran incesantes. Los cadáveres se amontonaban a lo largo de toda la superficie, la mayoría alcanzados por la metralla, disparada a conciencia y sin compasión alguna sobre el inocente público que había venido a presenciar el supuesto desfile, o que había tenido la mala suerte de pasar por allí en el momento equivocado. Mientras esto ocurría en el centro histórico, un comando del Ejército ocupaba Radio Mitre, y lanzaba a las ondas el siguiente mensaje:
"El tirano ha muerto. Nuestra patria desde hoy es libre. Dios sea loado. Compatriotas: en estos momentos, las fuerzas de la liberación económica, democrática y republicana ya han terminado con el tirano. La aviación de la Patria, al servicio de la libertad, ha destruido su refugio y el tirano ha muerto".
La providencia divina, en la que siempre creí, hizo acto de presencia en la Plaza cuando Eloy, temerario más que valiente, tras descargar de modo tan simbólico como inútil el cargador de su Colt contra los malvados pájaros de acero que surcaban los cielos, salió sin un rasguño y por su propio pie de tamaño peligro, rodeado por decenas de heridos y muertos, que no habían tenido su suerte milagrosa. Tal vez, al permanecer quieto y calmado, no llamó tanto la atención de aquellos desalmados como el resto de nosotros, que salimos en estampida apenas escuchamos el run-run de los motores acercándose con su carga mortífera encima. Pero no éramos los únicos privilegiados en esa orgía de sangre entre hermanos. En otras zonas de la ciudad, la fiesta había comenzado para entonces. La sede de la CGT, entre Azopardo e Independencia, fue igualmente ametrallada. Un obrero, Héctor Passano, que seguía el ejemplo de Eloy, y disparaba a los aviones asesinos con un simple revólver, no tuvo tanta suerte como mi amigo, y cayó partido por la mitad tras una intensa ráfaga de ametralladoras. El prohombre de la izquierda peronista, John William Cooke se convirtió, sin embargo, en el héroe por antonomasia, al enfrentarse, a pecho descubierto, a los aviadores desde el centro mismo de la Plaza de Mayo, más tarde en el día, cuando los sindicatos, en un llamado suicida, convocaron a los trabajadores a defender al Gobierno, acudiendo en masa a al Plaza de Mayo. También fueron atacados por los rebeldes el Ministerio del Ejército, el Edificio de la Policía Federal, el aeropuerto de Ezeiza, el Ministerio de Hacienda, y el Palacio Unzúe, antigua residencia presidencial, situado entre Agüero y Libertador, en el mismo solar en donde hoy se alza la Biblioteca Nacional, y donde los alzados sospechaban que podría estar refugiado Perón. Eloy y yo ayudamos a evacuar a las primeras víctimas de tan irracional violencia, en cuanto las primeras ambulancias hicieron acto de presencia en los alrededores, con los banderines blancos (que los aviones no pensaban respetar) asomando por la ventana. Lo extraño y horripilante de este suceso consistía en que, según se iba evacuando la plaza de muertos y heridos, su puesto lo ocupaban remesas de obreros y sindicalistas de la CGT que, sin saberlo, pronto ocuparían su lugar en las ambulancias y en los hospitales, puesto que los ataques indiscriminados estaban lejos de haber concluido. Y, a cada nuevo ataque aéreo, más gritos de dolor, más muertos y heridos y mayor crispación en el ambiente. A las dos de la tarde, una enfurecida multitud armada de palos y piedras, y alguna que otra escopeta de caza, rodeó el edificio del Ministerio de Marina, considerado un nido de golpistas, y el lugar desde el que se coordinaba toda la operación. Y, en efecto, los infantes de marina allí atrincherados siguieron disparando contra la multitud indefensa, parapetados tras los gruesos ventanales del solemne edificio, situado a escasas manzanas de la Plaza de Mayo. La situación se decantó del lado del gobierno cuando vimos avanzar hacia la Plaza a cuatro tanques Sherman, que ocuparon posiciones clave alrededor del Ministerio, y obligaron a los ahora sitiados sublevados a negociar su rendición inmediata. Los esporádicos ataques aéreos, con la plaza repleta esta vez de trabajadores, duraron hasta las seis de la tarde, y dejaron un elevado número de muertos y heridos, imposibles de ocultar. Todo estaba cubierto de sangre, de cadáveres deformes, de heridos lamentándose y palomas moribundas, todo un símbolo de la sinrazón humana cuando se dedica de modo consciente a practicar el mal. A las cinco y cuarenta de la tarde, los generales Eduardo Fatigati y Juan José del Valle, éste último acérrimo peronista y partidario de armar a los obreros en el futuro para evitar situaciones tan trágicas como ésta, anunciaron la rendición de los traidores. Cuando desalojaron el edificio, custodiados por fuerzas militares leales, voluntarios de los temidos Comandos Civiles, comandados por Luis María de Pablo Pardo, futuro ministro de la Libertadora, salieron de la ratonera junto a ellos, entre los abucheos e insultos de la multitud. No puedo decir que me asombré cuando vi que Osvaldo era uno de ellos. No parecía arrepentido de su decisión, ni acobardado por los insultos y los escupitajos que recibía. Esto terminó de inflamar a Eloy, ya en estado de ebullición, que sacó el arma y le disparó a la cabeza: ¡clic!, al grito de ¡Muere, asesino!, para encontrarse que, gracias a Dios de nuevo, había gastado toda su munición disparando al cielo horas antes. Osvaldo nos dedicó una inquietante mirada, repleta de odio y sed de venganza. Parecía querer decir: "hoy le tocó perder a la "antipatria", como dice el boludo de la Quinta de Olivos, pero mañana tal vez les tocará a ustedes padecer y sufrir en silencio. Y entonces les chantaré a la jeta unas cuantas verdades, y ajustaré cuentas con vos, puto traidor, y con el peronista de mierda de tu amigo". A esas mismas horas, los aparatos de radio de todo el país, recibían el siguiente mensaje tranquilizador del gobierno, que el locutor desgranó en un tono estudiadamente sereno:
"La Secretaría de Prensa y Difusión da a conocer el siguiente comunicado del Presidente de la Nación, General Perón: Algunos disturbios se han producido como consecuencia de la sublevación de una parte de la Aviación de la Marina. La situación tiende a normalizarse. El resto del país, tranquilo. Fuerzas del Ejército, de la Aviación, firmes en el cumplimiento de su deber. Firmado: General Juan Perón."
En Uruguay, donde a esas horas estaban aterrizando, en busca de asilo político, los 37 cazas y los 122 aviadores implicados en la fallida insurrección, la noticia del día se hacía pública sin censura alguna, y dejando adivinar la importante cifra de víctimas de la sangrienta aventura militar.
"Radio El Espectador de Montevideo informa: Esta mañana ha sido bombardeada en Buenos Aires la Casa de Gobierno y sus adyacencias. El General Perón salvó milagrosamente la vida, al refugiarse en el Ministerio de Guerra. Los sindicatos convocaron al pueblo a manifestarse en la Plaza de Mayo, lo que provocó un lamentable saldo de muertos y heridos".
Ajenos a estas noticias, Eloy y yo seguimos ayudando a retirar víctimas de la barbarie de la ensangrentada planicie, cuando un último ataque desesperado, por parte de aquellas alimañas, nos pilló totalmente desprevenidos. Los últimos aparatos rebeldes, antes de cruzar el Plata en dirección a Uruguay, quisieron dedicar un último y sanguinario bis al público allá congregado. Eran exactamente las 17:50 de aquella histórica (e histérica) tarde. Los aviones bajaron en barrena para mejor apuntar a sus potenciales víctimas. Yo estaba cargando un herido en ese momento, y no podía avanzar más deprisa. Sentí el impacto de una bala sobre el omoplato izquierdo, entrando por la espalda, y, vencido por el dolor, caí de rodillas. Sólo tuve tiempo de dejar reposar en el suelo al herido, un sindicalista de la CGT que, sin duda, había venido expresamente desde su lugar de trabajo, al calor del llamado de su sindicato a manifestar la repulsa por el golpe en el mismo escenario de los crímenes. Una decisión fatal que costaría muchas vidas. Creo que perdí el conocimiento, y ni siquiera recuerdo que Eloy me trasladara en brazos hasta la Avenida de Mayo, desde dónde llamó a gritos a una ambulancia, que estaba a punto de partir, para que me hicieran un hueco en su interior.
Cuando recobré el conocimiento en el hospital, tras la operación quirúrgica en la que me extrajeron la bala alojada en la clavícula, desperté de la anestesia en medio del caos propio de una situación como aquella, que había desbordado los servicios de emergencia disponibles. Me extrañó comprobar, sin embargo, que Eloy no se encontraba a mi lado en esos momentos, lo que me hizo temer lo peor. Quien sabe si no estaría igualmente herido, o tal vez no, por Dios, él no podía estar muerto. No quería ni pensarlo. La cabeza me daba vueltas, apenas podía moverme de mi posición con ese vendaje tan aparatoso, y sólo podía pensar en Eloy, y la suerte que habría corrido ¿Seguirían los bombardeos a esa hora? No percibía ningún sonido fuera de lo normal que lo confirmara, y además ¿no había anunciado el General Del Valle, uno de los héroes del día, de quien había estado a menos de un metro de distancia, que los rebeldes habían depuesto las armas a cambio de que el Ejército leal impidiera que la enfurecida turba se tomara la justicia por su mano?. Muchas preguntas sin respuesta, y una sola constatación: Eloy no estaba a mi lado. Por supuesto que no, y no por estar herido o por haberse despreocupado de mi suerte. Según me confesó él mismo días después, me acompañó al hospital, yo todavía inconsciente, y no cesó de insistir a los médicos hasta que me vio entrar en la sala de operaciones, y se aseguró de que mi vida no corría peligro. Una vez conseguido este objetivo, su sed de venganza, y la profunda rabia que le corroía por dentro, le empujaron a abandonar el hospital y dirigirse al centro de la ciudad, poseído por la implacable cólera a la que había hecho referencia Perón en su más reciente discurso. Allí, según caía la noche más sombría sobre Buenos Aires, grupos de exaltados peronistas y familiares directos de las víctimas organizaban manifestaciones cada vez más concurridas. Y, entonces, en palabras del historiador local Félix Luna, en frase que hizo fortuna, "se desataron todos los demonios". La enorme muchedumbre, con un enfebrecido Eloy en cabeza, se dirigió desde Plaza de Mayo a la cercana Catedral Metropolitana, situada en una esquina de la misma, como presidiendo el tinglado, y se dedicaron a saquearla y desvalijarla, sacaron los bancos a la calle, y, finalmente, prendieron fuego a la nave central, respetando, al menos, el mausoleo del Libertador San Martín. No contentos con su hazaña, los justicieros de la noche repitieron idéntico ritual purificador en otras diez iglesias del centro histórico. Eloy participó, en estado de trance, y llevado por el más extremo odio que llegara a sentir en toda su vida, según reconoció más tarde, en la quema premeditada de las iglesias de San Ignacio de Loyola, San Francisco y Santo Domingo, la misma en la que había estampado su particular graffiti horas antes. Los pirómanos, gente pacífica en su vida diaria con toda seguridad, veían la larga mano del clero en los sucesos acaecidos, y esta era su forma de demostrar a los obispos que el pueblo no perdonaba a los traidores y a los asesinos. La Policía Federal, manifestando quizá su total sintonía con el régimen peronista, o tal vez en repulsa al ametrallamiento y bombardeo de su sede central esa misma mañana, no hizo acto de presencia en tan singular acontecimiento, y, según fuentes de la oposición, algunos de sus miembros, supuestos custodios del orden público, incluso alentaban a los manifestantes en sus desvelos incendiarios. Poco sabían los muy pavos que la derecha argentina, siempre tan clasista y desconfiada, y los gorilas (como pronto serían conocidos, a raíz de una canción sacada de "La revista dislocada", un musical de moda, cuyo estribillo decía: "deben ser los gorilas, deben ser, que andarán por allí".) tomarían buena nota de estos acontecimientos, y rumiarían su venganza, que, a no mucho tardar, les colocaría en posición de ocupar de nuevo la Casa Rosada y la Quinta de Olivos, la residencia presidencial.
El balance final de la luctuosa jornada fue de aproximadamente 375 muertos y más de 2000 heridos, entre éstos últimos yo mismo. Las cifras oficiales nunca se hicieron públicas, y es posible que hubiera muchas más víctimas mortales. En todo caso, la masacre fue superior en muertos y heridos incluso a la más reciente y espantosa matanza del 11-M en Madrid, y, de la que, por desgracia, también fui testigo privilegiado desde mi domicilio, sito en los primeros números del Paseo de las Delicias, muy próximo a la Estación de Atocha. En ese momento de inmenso dolor para el pueblo español, me vino a la mente la sensación de impotencia y desamparo vividas en medio del zumbido de los aviones, y del estruendo ensordecedor de las ráfagas de ametralladora y de las bombas asesinas que dejaban caer impunemente los carniceros del 16-J. Sólo que estos últimos, a diferencia de lo ocurrido en España, muy pronto iban a pasar de villanos a héroes, de ser blanco del odio popular a recibir homenajes públicos, prebendas y hasta cargos ministeriales, por su "brillante hoja de servicios". Así se escribe la Historia, al menos en Argentina.
(Continuará)