Cae la lluvia en la Plaza de Mayo (1)

Buenos Aires, 1954. Fabio, un aplicado estudiante universitario que reside becado en la prestigiosa Ciudad Estudiantil, recibe el encargo de velar por un recién llegado de provincias, Eloy, un joven mestizo, guapo y con ideales políticos.

NOTA DEL AUTOR: Este relato se desarrolla en Argentina durante uno de los períodos más decisivos de su historia republicana, las dos turbulentas décadas que transcurren entre el derrocamiento del General Perón en 1955, y la forzada dimisión de su inepta viuda a manos de los militares en 1976, lo que dio comienzo a la represión indiscriminada y a la "guerra sucia", que tan graves consecuencias habría de traer para el futuro del país. No es mi intención, ni podría ser de otro modo, dada mi condición de extranjero, pretender juzgar o valorar unos hechos políticos sumamente complejos, incluso para las personas que los vivieron en primera persona. Los personajes, sumamente politizados, como corresponde a una época y un país muy concretos, en los que la indiferencia en materia política era poco menos que impensable, no pretenden sentar cátedra sobre lo que significó o no el peronismo histórico de la llamada "Nueva Argentina" de los descamisados y de la "tercera posición", sino tan sólo desarrollar una acción mínimamente coherente en el marco de un país sacudido por pasiones políticas y sociales muy intensas, que estuvieron en varias ocasiones a punto de sumir a la nación en un conflicto civil. Las opiniones políticas de los personajes son meramente ilustrativas, y no implica que yo, como autor, me identifique necesariamente con ninguna de ellas.

Otro punto complicado de esta historia (para alguien que no conoce el país de primera mano) es la ambientación. Por supuesto que estoy familiarizado con Buenos Aires, a través de mis conocidos y amigos argentinos, y, como muchos españoles, he tenido parientes residiendo allí durante un tiempo (mi abuelo materno) o de forma permanente (sus tíos y primos hermanos). Pero eso no impide que me haya sentido un poco perdido a la hora de contar esta historia utilizando la propia voz de sus protagonistas. Porque si "pensar en argentino" ya es de por sí complicado para un español, "pensar en porteño" es poco menos que imposible, puesto que el habla local, heredera de al menos cuatro grandes y pequeñas tradiciones (el español de los conquistadores, el "lunfardo" o jerga mestiza de la inmigración masiva de las primeras décadas del siglo XX, el "cocoliche", jerga de origen italiano y, particularmente, napolitano y siciliano (hoy en desuso, y, ya en los años 50, en abierta decadencia) y, por último, el genial "vesre", o argot de los bajos fondos, consistente en cambiar el orden de las sílabas para convertir un vocablo cualquiera en ininteligible a oídos no iniciados) convierte en un reto casi insuperable intentar expresar con un mínimo de credibilidad lo que piensan y sienten los personajes. Y es que, por un mínimo de sentido común, los protagonistas de esta tremenda historia de pasiones políticas y amores prohibidos deben utilizar profusamente (sobre todo el porteño Fabio) palabras salidas del argot popular, como se reflejan en las enrevesadas letras de los tangos de la época (curiosamente, los jóvenes argentinos siguen utilizando muchos de estos "palabros", antaño mal visto por la autoridad y hoy de uso aceptado, como guasca, sinónimo de semen, que hoy muchos pibes escriben, es el signo de los tiempos, waska o was-k). He intentado adaptarme lo máximo posible a la forma de pensar (más intelectual que la de un español medio), de hablar y de sentir (mucho más sentimental y emotiva que un español corriente, y lo digo por experiencia) de un porteño típico. Como es lógico, al no residir allí no me alcanza la intuición como para poder nombrar de forma correcta todas las cosas y objetos cotidianos que circulan por el relato, aunque, en general, considero que un argentino medio podría identificarse bastante con la historia narrada y sus diálogos. Y, en el peor de los casos, siempre queda la excusa de que, al haber vivido el narrador de la historia en España durante los últimos 30 años, ha "españolizado" parte de su léxico (como ocurre con muchos de los argentinos residentes en mi país, que, por motivos obvios, han dejado de llamar "subte" al metro, y "colectivo" al autobús. Aunque no conozco todavía a ninguno que diga, como nosotros, "he cogido el autobús", del mismo modo que un español medio nunca diría algo así como "mi vecino ha estado jodiendo a mi mujer ("poniendo música muy alta, tal vez") toda la noche, mientras yo estaba fuera", o, peor aún, "a mi vecino le ha tocado la polla ("lotería" en el cono sur) y está que no se lo cree aún", por el matiz sexual de sendas frases en sus respectivos ámbitos idiomáticos). Pero lo más difícil para un españolito de a pie no es tanto cambiar el uso del tú al vos y del vosotros al ustedes, con ser complicado a veces, sobre todo en modo imperativo (Vení, entrá, pero también he escuchado decir a un amante argentino "venite" (en el sentido de "córrete") y, por la misma regla de tres allá se dice "vestite" y "dormite", en lugar de los peninsulares "vístete" y "duérmete"), sino algo mucho más etéreo y definitorio: los porteños no suelen utilizar nunca, o casi nunca, el pretérito perfecto de indicativo, (en el lenguaje oral, salvo en discursos formales, como el pronunciado por el propio Perón en las fechas inmediatamente anteriores al tristemente célebre 16 de Junio, en el que decía textualmente: "Ahora que la Iglesia hadecidido mostrar el lobo que ocultaba bajo las pieles de cordero…") prefiriendo usar en su lugar el pasado simple o imperfecto; esto es, que no dirían, como en España: "Me he estado riendo durante toda la película", sino que simplemente comentarían: "Me reí durante toda la película". Y al pobre español le dejan con las ganas de saber si la acción transcurrió ayer, hace una semana o, quizá, varios años atrás. Ellos se defienden diciendo que se sobreentiende por el contexto, pero uno no deja de pensar lo desalentador que resulta cuando, al regresar de un viaje, tu pareja argentina te susurra al oído: "Te extrañé, pibe", en lugar del españolísimo: "Te he echado de menos, tronco", que suena mucho más acertado a nuestros oídos. (Porque…¿me extrañó sólo un ratito, o todo el tiempo? ¿Sólo el día de mi partida, o durante toda la semana?). Son las pequeñas trampas del idioma, que, en el caso del habla argentina, no dejan de ser curiosas: como denominar con el monárquico calificativo "regio" a algo genial y deseable, en un país de centenaria tradición republicana.

En resumen, disculpas a los posibles lectores argentinos, paraguayos o uruguayos (que comparten un mismo habla, más marcado si cabe en el caso argentino), si el 100% de las expresiones utilizadas no son estrictamente rioplatenses (más en las descripciones que en los diálogos), y espero que los presuntos lectores argentinos no se tomen a mal la insolencia de este "gallego" por situar una historia de amor entre dos hombres en el convulso marco de la historia argentina del último medio siglo. Mi amor y devoción por Argentina y sus atribulados habitantes, como creo que demuestra esta breve y mimada recreación de la época (hasta donde alcanza mi investigación), están fuera de toda duda. Y, particularmente, confieso sin rubor mi adoración suprema, desde que tengo uso de razón, por la ciudad plateada de Borges y Sábato, de Silvina Ocampo y Astor Piazzola, una de las metrópolis más fascinantes y dinámicas del ancho mundo: Buenos Aires, el lugar donde me hubiera gustado nacer, si mi querido Madrid y su Gran Vía no se hubieran interpuesto en su camino. Saludos a todos los (potenciales) lectores argentinos, y, en particular, al fiel Anaconda, (¿hace un matesito, ché?.

Los muchachos peronistas,

Todos unidos triunfaremos,

Y, como siempre, daremos

Un grito de corazón:

¡Viva Perón!¡Viva Perón!

(primera estrofa del himno peronista, grabado por primera vez en 1949 por el mítico Hugo del Carril, y regrabado más tarde en infinidad de estilos musicales a lo largo de los años).

Jóvenes, éramos muy jóvenes, pienso mientras tarareo de memoria la marcha peronista, que, de un modo tan irracional como emotivo, me hacía vibrar en aquellos lejanos años de juventud, cuando creíamos, los muy ingenuos, tener el mundo entero a nuestros pies. Que todo estaba aún por construir, y todo era posible en mi país de locos. De locos e insensatos, como yo mismo entonces. Hoy, desde mi exilio voluntario en este Madrid que he aprendido a amar a lo largo de los años, creo entrever un leve soplo de la calle Florida en algunos rincones de Preciados, y un leve toque de la elegancia atemporal del Parque 3 de Febrero de Palermo en el maravilloso Retiro madrileño, uno de mis lugares favoritos de la capital española. Y dónde a menudo me refugio, en mi actual vida de jubilado serenísimo, mientras paseo a mi entrañable bull dog de cuatro años, de nombre "Sarsfield", en recuerdo del club de fútbol en el que deposité mis ilusiones en la niñez, el Vélez Sarsfield, y que tantas alegrías (y no menos tristezas) habría de darme a lo largo de los años. Y, sentado en un banco de madera, cobijado bajo la sombra de un sauce llorón, contemplo el estanque del Retiro, con sus cisnes y sus patos voraces, observando en estado de semitrance el pálido reflejo del Palacio de Cristal sobre la superficie del agua. Pero sintiéndome lejos, muy lejos, rememorando la alegría que debieron sentir mis padres, emigrantes napolitanos en Buenos Aires, nacidos en Amalfi y Castellanetta respectivamente, cuando nació su primer hijo varón, tras cuatro pibitas sucesivas, el 17 de Octubre de 1935. El, Francesco Bellini, trabajaba en la industria de conservación de carne en Liniers, cerca de los grandes mataderos de la ciudad, y en contacto permanente con los grandes mercados de vacuno que llegaban de la inmensa Pampa. Sin seguro médico ni jubilación, sin derechos laborales ni sindicales. Hasta que llegó Perón, San Perón, como le llamaba él a veces. Uno de mis recuerdos de infancia más marcados, aparte de la emoción tan genuina que sentía cuando mi papá y el "nono" me llevaban de la mano a presenciar algún partido del Vélez al estadio José Amalfitani, es, sin duda, el inolvidable acontecimiento sucedido el mismo día que cumplí 10 años, cuando una enorme muchedumbre de trabajadores, llegada de todos los rincones de la inmensa urbe, confluyeron en la céntrica Plaza de Mayo, pidiendo a gritos la liberación del coronel Perón de su presidio en la isla de Martín García. Ver a esa formidable multitud de excluidos, que nunca antes había participado en la corrupta política nacional, remojar sus cansados pies en las fuentes públicas, ante la mirada desolada y despreciativa de los patricios locales, los pitucos y shushetas de toda la vida, fue un espectáculo irrepetible que marcó un antes y un después en la historia argentina.

Recuerdo también el júbilo que se vivió en mi arrabal cuando Perón ganó las elecciones al año siguiente, la felicidad posterior por los derechos alcanzados, por las vacaciones pagas, por el seguro de jubilación, por el aumento general de sueldos, y, ante todo, por la consagración del decálogo de los trabajadores en la Constitución Peronista de 1949, la más avanzada en materia social de la historia de la nación argentina. Pero el punto culminante de mi vida estaba aún por llegar: gracias a los contactos de mi padre en la CGT, el sindicato de sindicatos, y a mis excepcionales calificaciones escolares, mi viejo consiguió para mí una plaza en la recién inaugurada Ciudad Estudiantil, que había financiado la obra social de la Fundación Eva Perón, el "amparo de los humildes", como rezaba la propaganda oficial del régimen peronista. Era ésta una vasta e imponente construcción situada en pleno corazón de la ciudad, en el barrio de Belgrano, y en la confluencia de cuatro calles, Echevarría, Ramsay, Dragones y Blanco Encalado. Rememorar la intensa emoción vivida el día que atravesé por primera vez sus puertas, al poco de inaugurarse, en octubre del 51, por las fechas de las segundas elecciones ganadas (algunos dirían después "manipuladas", aunque la voz del pueblo se hubiera manifestado del mismo modo en las urnas, aún con mayores garantías democráticas para la acallada oposición) por el General, me hace aflorar de nuevo las lágrimas a los ojos. Todo era tan lindo en aquella magna construcción, que daba reparo tocar nada, de lo limpio e impoluto que lucía todo. Algo que no era ni mucho menos excepcional en mi país en aquellos días, cuando se inauguraban diariamente cientos de obras públicas de todo tipo, desde puentes a escuelas, pasando por maternidades y policlínicos (el ministro de Salud, un tal Carrillo, se mostró especialmente afanoso en materia constructora), en una orgía de cemento y ladrillo a costa del erario público que parecía no tener fin. "Ni un hogar sin lumbre, ni un niño sin pan" era el lema peronista coreado por Evita en muchos de sus multitudinarios mítines, y los incontables lingotes de oro del Banco de la Nación Argentina, el Banco Central, para entendernos, se pusieron al servicio de tan noble ideal, que, en cuestión de pocos años, pasó de ser un sueño utópico a una floreciente realidad. Durante el período dorado del primer peronismo, entre 1946 y 1949, cuando la exportación de grano y carne a una empobrecida y famélica Europa permitió costear la experiencia populista, y mantener las reservas de oro y pesos convertibles a niveles nunca vistos con anterioridad, los argentinos soñamos despiertos con un país donde se ataba a los perros con longanizas, y todos los niños recibían su cuartillo de leche y su bocado de choripán. Pero, cuando la competencia creciente de Estados Unidos y Australia hizo bajar los precios de los productos tradicionales de exportación, la hiperprotegida industria argentina se demostró incapaz de hacer mantener los fuertes niveles de crecimiento económico de los años 40. Y, con la crisis económica, llegaron aparejados los problemas. Pero todo eso quedaba aún lejos el primer día que pisé la Ciudad Estudiantil, con sus enormes canchas de deportes, sus piletas (que en España llaman piscinas) de natación y sus hermosas y prácticas instalaciones, revisadas personalmente hasta en el último detalle por una ya enferma Evita, que la consideraba, junto a la Escuela de Enfermería a la que dio nombre, una de las obras cumbre de su Fundación.

Los primeros años de estadía en el centro, que no disimulaba su intención manifiesta de servir de cantera para los futuros cuadros rectores del Partido Justicialista, y, por ende, del país entero, fueron tranquilos y agradables. Yo era de los pocos bonaerenses en ser admitido en la Ciudad, que se había pensado como crisol de la argentinidad a través de la forzada convivencia de jóvenes de secundaria y universitarios de todas las provincias del país. En un primer momento compartí habitación con dos chabones llegados de partes diametralmente opuestas de la nación: Hernán procedía de Misiones, en el extremo noreste del país, como una cuña argentina introducida en la selva subtropical que separaba Brasil y Paraguay. El pibe era formidable, un sujeto macanudo, y el primer "cabecita negra" auténtico que yo trataba. Sus padres eran guaraníes auténticos, su piel estaba tostada por el sol inclemente de aquellos pagos y por los genes de sus antepasados indios, y en confianza le llamábamos el "morocho". El muy guapo recorría cada jornada 15 kilómetros de selva para alcanzar la escuela más próxima a su aislada aldea, y, a pesar de todo, había conseguido obtener las mejores calificaciones escolares del antiguo Territorio de Misiones, hoy provincia departamental con todos los derechos. Un fuera de serie, vamos. Nuestro compañero común de alcoba se llamaba Santos, y procedía de Ushuaia, una remota población de la Patagonia, y más en concreto, de la porción argentina de la isla de Tierra de Fuego. Era un lugar tan frío y desolado que aquel pibe recibió como una bendición del cielo la noticia de que había sido seleccionado para continuar su prometedora formación académica en la capital federal, y amadrinado por la jefa espiritual de la nación en persona. Yo sólo conocía esa ciudad de nombre indígena por el famoso penal allí instalado, adonde trasladaban por lo general a los presos comunes más peligrosos, o cuyos horribles crímenes hubieran escandalizado a la bien pensante sociedad de la época, la de los conchetos, se entiende.

Ni siquiera el paso de secundaria a la universidad, ya fallecida Evita, para estudiar periodismo (tan ingenuo era que pensaba que seguía existiendo algo así como un periodismo independiente en el agobiante clima de intimidación del primer decenio peronista) supuso un cambio apreciable en mi rutina diaria, y en mi orgullosa y autocomplaciente sensación de pertenecer a una élite de privilegiados en la Nueva Argentina de Perón, aquella en la que, en palabras textuales de Evita, "los únicos privilegiados son los niños". Pero yo había crecido sin darme cuenta, dejando atrás al niño de arrabal y alpargata que fui, y me había convertido en un apuesto joven (lo contrario sería mentirme a mí mismo) que despertaba miradas de arrobo por parte de las compañeras de fatigas del Partido Peronista Femenino. Mi experiencia sexual era escasa, sin embargo. Me había masturbado en secreto en el water comunitario o en el silencio de mi dormitorio compartido, pero la seriedad de mis compañeros de chambre, uno por descendiente de estrictos luteranos alemanes, y otro por su religiosidad natural guaraní, de raigambre jesuita y católica, me desconcentraba, e impedían a veces con sus toses desaprobatorias que culminase mi tarea, reduciendo mi pija a su estado natural antes de poder alcanzar el clímax necesario para la eyaculación. Había probado tiempo después a pirobar con alguna yira durante mis cada vez más frecuentes visitas a los quilombos de la zona de San Telmo, pero me quedaba siempre en la boca una sensación de fría insatisfacción, que además me costaba su buena ración de pesos, hasta que al final me hice el ortiba y dejé de acompañar a mis compañeros más lanzados en sus intrépidas incursiones por los cogederos y escolazos de la gran ciudad.

Hasta aquel día de 1954 en que el director de la Institución me llamó a consulta, me hizo pasar a su despacho y me invitó a sentarme frente a él.

Pasá, Bellini, pasá. Tomá asiento, por favor.

Mi nerviosismo era indisimulable. Puesto que la permanencia en el centro dependía no sólo de las calificaciones, sino también del comportamiento y de la actitud mostradas, temía haber sido sorprendido en algún acto irrespetuoso, pero no acertaba a imaginar cual pudiera ser. La limpieza de mi cuarto, como dicen en España, era impecable, y digna de la mucama más eficiente del Barrio Norte. El respeto mostrado a mis superiores jerárquicos, a los retratos de Perón y Evita, y a la bandera albiceleste, eran dignas de un leal hijo de la patria, y de un peronista de corazón como yo. Y en mis actividades extraacadémicas, léase mis clases alternativas de boxeo y natación, y en la sala de musculación del inmenso gimnasio de la Ciudad, destacaba sobradamente en todas las disciplinas deportivas a las que me había apuntado entusiasta, siguiendo el ejemplo del primer deportista de la nación, el General Juan Domingo Perón.

¿Hay algo que hice mal, señor?.

El director me miró curioso a través de sus lentes. Me recordó ligeramente al popular actor Luis Sandrini, y no pude disimular una sonrisa irónica al recordar el último film que había visto del conocido cómico.

No, tranquilo, Bellini, todo va bien. No es de vos de quien quería hablar, sino del señor Daguerre Orozco, nuestro nuevo alumno recién llegado del altiplano.

¿Del altiplano, dice?

Sí, en efecto – se quitó los lentes, y se giró para señalar con ellos un punto geográfico imaginario en el noroeste del país dentro de la figura de un enorme mapa de la República Argentina, situado justo a espaldas suyas – De Salta, la ciudad colonial, para ser exactos.

Hermoso lugar para nacer, señor.

Sí, sin duda. Pero no cuando naces pobre como este pobre muchacho, tu padre te abandona al poco rato, y tu madre muere de inanición poco después. Estas cosas ocurrían, por desgracia, en nuestro país, antes de que el General Perón tomara las riendas de nuestra nación, y declarara solemnemente nuestra independencia económica en la cercana Tucumán, procurando así un techo permanente para los humildes, y el sabor de una hogaza de pan para los hambrientos. Y ahora este humilde pibe, procedente de una familia trabajadora y necesitada, y de probadas credenciales peronianas, consiguió el sueño de todo adolescente argentino: entrar a formar parte de la gran familia de hermanos de la Ciudad Estudiantil Presidente Perón.

Creo que resoplé sin querer un suspiro de alivio. Por mi parte, todo estaba correcto. Sólo quedaba saber que esperaba de mí el dirigente de tan noble institución.

Esa es una gran noticia. ¿Y que espera que haga yo ahora? ¿Mostrarle tal vez las instalaciones y hacerle sentir cómodo en su primer día en el centro?

Por supuesto, Bellini. Pero harás más que eso. Vos sabés mejor que nadie lo duro que resulta para un pibe de provincias adaptarse a los retos de una gran ciudad como Buenos Aires. Tu comportamiento con tus compañeros de dormitorio ha resultado notable. Todo un éxito. A decir verdad, se han acomodado tan bien al ritmo de la ciudad que ya no resulta relevante tu presencia a su lado. Ahora se te exige a vos un nuevo desafío.

Ah, ¿sí? ¿Y en qué consiste exactamente?

El director se levantó de su butacón de oreja para acercarse a mi lado en busca de una mayor empatía e intimidad. Me tomó por los hombros y me hizo acompañarle al balcón exterior, que daba a los cuidados jardines de la residencia principal.

  • ¿Ves toda esta maravilla que nos rodea?

  • Sí, señor.

  • Pues toda ella no fue creada de la nada. No surgió por generación espontánea. Fue obra salida de la mente genial y generosa de una gran mujer, Eva Perón, la jefa espiritual de la nación, que Dios la tenga en su gloria. Y a ella, en su bondad infinita y en su clarividente visión de las cosas, le pareció justo que los estudiantes más aplicados de toda la nación, con independencia de su nivel económico y social, compartieran como hermanos que son el fuego sagrado de una educación de calidad, basada en firmes principios partidarios, cristianos y humanistas, para demostrar al mundo que en la Nueva Argentina de Perón los hombres han sustituido el egoísmo de antaño por el más sano modelo de la colaboración entre clases.

  • Comprendo, señor – aquel mismo discurso retórico lo había escuchado cientos de veces, con leves matices diferenciales, desde que ingresé en el recinto.

  • Y aquí es donde entrás vos en la ecuación. Tu papel no debe quedar simplemente en la de acoger de modo amigable a un nuevo compañero llegado de muy lejos. No, eso lo haría hasta un miserable bacán con otro shusheta como él. Lo que yo te pido es que le hagas partícipe del espíritu que trasciende tras esta fachada embriagadora. Que sea capaz de distinguir que recién ingresó a un lugar donde las leyes del mundo mutaron a una nueva visión de las cosas, más justa y redistributiva.

  • Creo que lo capté, señor. Lo que usted me pide es que ejerza con él de hermano mayor y de guía espiritual a un tiempo. Y que comparta dormitorio con el recién llegado salteño.

Ahora el director sonrió ampliamente, dejando entrever un atisbo de sano orgullo por la labor realizada en el centro.

  • Querido Bellini, vos sos sin duda uno de mis alumnos más aventajados en todos los órdenes. Y considero que no es justo que sigás compartiendo dormitorio con otros dos estudiantes, ahora que sos un verdadero veterano en la institución. Todo lo que te pido es que, por este curso, ayudés a Eloy Daguerre a adaptarse a la institución. Tenemos muchas esperanzas puestas en este joven norteño, y vos debés echarle una mano para que no pierda el estímulo del estudio, que tan buen fruto le dio a cosechar en su tierra natal. Eso es todo por ahora, Fabio.

  • Lo haré con mucho gusto, señor director. Puede contar conmigo para ello.

  • No lo dudo, Bellini. Poné todo de tu parte para que el joven Daguerre se sienta a gusto entre nosotros.

  • Así lo haré, señor.

El muchacho en cuestión resultó ser un lindo pibe de piel trigueña, un hermoso "cabecita negra" de ojos verdes, heredados de un antepasado belga de quien tomó su apellido foráneo, piel aterciopelada y voz cantarina, tan amable y servicial como otros muchos nativos del Cuyo. Estaba deseoso de aprender y caer simpático. Hacía las cosas con gracia y donaire, pero un poco forzado, como tratando de evitar que un superior le mandara en cana. Por las noches, en los breves y casi obligados ratos de conversación previos al sueño, apenas conseguía sonsacarle información de su familia, y su pasado anterior al ingreso en la CEPP parecía inexistente por completo. Tal vez se avergonzara, pensé, de la triste y decadente historia familiar. Por lo que sabía, su padre, un comerciante venido a menos y alcoholizado, pero lindo como una estatua de Perón al sol de enero, había abandonado en la miseria y cubierta de deudas a su mujer, y había emigrado a Córdoba, en medio de rumores de que se había situado de cafiolo de una mujer rica y de apellido notorio de la ciudad serrana. Y, contemplando la apabullante belleza del hijo, uno podía creer a pies juntillas que el padre tendría mucho que ver en el asunto. Su madre había muerto de pena, decían unos, o de hambre, según los más, en el año 42. Y el pequeño Eloy había pasado de hospicio en hospicio y de mano en mano hasta que, en 1947, un golpe del destino, en este caso favorable a su suerte, le hizo caer bajo la protección de la recién constituida Fundación de María Eva Duarte de Perón (antes de que tan pomposo nombre quedara reducido al mucho más factible de Fundación Eva Perón). Desde entonces, la figura de un ángel bondadoso, que él identificaba con la larga y poderosa mano de la divina Evita, había velado por su sino, antaño condenado a la suerte de los débiles, y hoy, gracias al movimiento justicialista y a los principios de igualdad peronistas, podía soñar con ingresar incluso, en breve tiempo, en la elitista Universidad de Buenos Aires, la famosa y anhelada UBA de los ricos y pitucos, de los niños bien del tango que haría célebre la gran Tita Merelló.

Niño bien, pretencioso y engrupido,

Que tenés berretín de figura,

Niño bien, que llevás dos apellidos,

Y que usás de escritorio el Petit Bar

Mi vieja murió por falta de cuidados médicos – me confesó finalmente una noche, en la hora bruja de las confidencias antes de acostarse – Lo que hicieron con ella no tiene nombre. Le quitaron hasta la humilde casucha en que vivíamos, según me enteré por un familiar que vino a visitarme una vez al Hospicio. Eso eran cosas que sucedían antes de que Perón y Evita trajeran la justicia social a este país de malevos y de patos.

Veo que te gusta el tango.

Dale, ya lo creo. Mi favorito es Julio Sosa ¿Y a vos?

También, faltaría más. Pero prefiero a Roberto "el Polaco" Goyeneche, y al gran Carlos Gardel. Cuestión de gustos, imagino.

¿Y en cuestión de balones a quien preferís?

No lo dudé un instante. Salté como un resorte.

Yo soy del Vélez Sarsfield, compañero. Nací en Liniers, al oeste de Buenos Aires, y eso imprime carácter ¿Y vos?

Pensé que respondería con algún modesto equipo de provincias, quizá de su Salta natal. Pero no, mi compadre tenía las ideas muy claras al respecto.

¡Yo soy fanático a muerte del San Lorenzo de Almagro!.

Ah, ¿si? Gran club, aunque nunca supuse que tuviera seguidores tan acérrimos en el Altiplano.

Pues ya ves – me contestó sonriendo desde su cama, los brazos por detrás de la cabeza, la medallita de la Virgen asomando por entre la camisola del pijama. Era un amor de criatura, pero yo debía disimular indiferencia ante sus evidentes encantos, aparte de que nunca antes había sentido nada semejante por un chabón, ni había tenido deseo sexual por compañero alguno - Mi sueño es visitar su estadio en el barrio de Almagro, al que llaman el Gasómetro.

Sí, lo conozco, es espectacular. Si querés, algún día puedo mostrártelo. No queda lejos de la residencia.

¡Sí, por favor! – se incorporó de medio cuerpo en la cama. El esplendor físico de sus 18 años resaltó en todo su esplendor cuando se deshizo de la parte superior del pijama, haciendo notar el calor húmedo que hacía en ese diciembre porteño, tan diferente del calor seco de su sediento terruño - ¿Sabés? Mientras estuve encerrado en esos orfanatos, toda mi ilusión era conocer al trío mágico que ganó el Campeonato Nacional en el 46: Farro, Pontoni y Martino. Gracias a ellos, y a Evita y a Perón, por supuesto, he conseguido superar todas las desgracias que me han sobrevenido desde que nací. Parece que mi estrella cambió de suerte el día que el General ascendió al poder. La gente como yo no estábamos destinados a acudir a un sitio tan lindo como éste ¿Me entendés?

Perfectamente. Y tenés toda la razón. Pero ahora la suerte de los humildes ha cambiado, Eloy. La nueva Argentina está abierta a todos sin excepción. Y el ejemplo más claro sos vos y soy yo. Mi padre es un simple obrero de la industria cárnica. Y miráme ahora, estudiando Periodismo en la Universidad. ¿Quién se lo iba a decir a mi pobre abuelo, que es analfabeto y sólo se expresa con soltura en dialecto napolitano, aunque emigró aquí hace más de 40 años?. En fin, pibe, creo que me voy a apolillar.

¿Qué es apolillar?- preguntó Eloy con los brazos alrededor de las rodillas, en una postura que me pareció extremadamente sensual. Como es natural, el salteño desconocía muchos términos del lunfardo y del porteño más castizo, pero en los meses que llevaba en la ciudad de los aires benévolos había hecho grandes progresos en la materia, y comenzaba recién a dominar un creciente vocabulario de raíz netamente popular.

Apolillar es…irse a dormir. ¿Qué te parece, chambón?

Eloy tenía otra idea en mente para aquella calurosa noche. Se levantó y entreabrió la ventana que daba a un florido jardín interior. Sin poder evitarlo, me fijé en la llamativa erección que lucía en su pantalón de pijama, que formaba una especie de tienda de campaña con su falo como mástil. Procuré apartar la vista de tan pecaminosa visión, y apagué la luz de la mesilla. Como un autómata, me dispuse a repetir mecánicamente mis oraciones nocturnas, ya que seguía siendo un ferviente católico, pese al reciente, y, para mí, inexplicable, desencuentro entre Perón y la Iglesia Católica, con quien parecía haber concluido un romance de conveniencia de diez años de duración. En vista de que el muy boludo no terminaba de decidirse a meterse en su cama, y seguía mirando por la ventana, con los codos apoyados en la repisa, me di media vuelta, dispuesto a ignorar su provocativa presencia, y a fundirme en el sueño tan pronto como me fuera posible. Y lo que ocurrió fue lo contrario; cuanto más me intentaba concentrar en hechos ajenos a lo que sucedía en mi habitación, más me venía a la mente su fornido torso, su pelo morocho, lacio y sedoso, y su enorme pija, que luchaba por abrirse paso a trompicones por entre las costuras de su pantalón. Supuse que debía estar haciendo tiempo, y disimulando su innegable excitación, pero cuando miré de reojo en una ocasión, el muy gil estaba meneándosela sin contemplaciones de pie, apoyado en el quicio de la ventana, pero mirando hacia mi lecho el pelotudo. Me hice el dormido, por no darle chance a que pensara que yo me sentía atraído de algún modo por esa situación tan irregular, pero al momento sentí de forma nítida como se acercaba sin titubear, y se introducía decidido entre mis propias sábanas. Aquello estaba llegando demasiado lejos, y así se lo hice saber de inmediato.

Ché, pibe, ¡no seas boludo!. ¿Se puede saber que hacés?

Eloy me agarró con fuerza del brazo, y me hizo rodear con la mano su enhiesto falo, que tenía un grosor considerable, como percibí espantado al instante.

No hago nada que no hagan otros como nosotros – fue su filosófica explicación ante tamaña violación de mi intimidad – Todo lo que tenés que hacer es mover la mano y darme un poco de placer. Como ves, no es complicado, y descuidá, yo haré lo mismo con vos.

Su sinuosa mano se introdujo traviesa por entre la abertura del pijama, para descubrir alborozado que una enorme erección había hecho presa en mi cuerpo, aún en contra de mi voluntad y de mis más íntimas creencias hasta ese momento.

No sé porque disimulás, vos sos como yo. Deberíamos haber hecho esto hace tiempo. ¡Vaya mufa la mía!

Dejáte de mufas. Y, sin intención de componer un pareado, te recuerdo que yo no soy ningún bufa. ¿Entendiste?

Bueno, como vos digás. No hace falta ser bufa para gozar de esto.

El calor de la noche estrellada de finales de primavera, y el suave tacto de su piel en mi miembro hizo que olvidara por un momento la situación pecaminosa y de grave peligro moral en que me encontraba, y que me concentrara en cambio en las dulces sensaciones que mi rebelde cuerpo, que esa noche no respondía ni a las proclamas peronistas ni a la fe de la iglesia que recibí en el bautismo. Cuando creyó llegado el momento de aumentar la presión en mi cuerpo, la boca de Eloy recorrió toda mi pija con lasciva fiaca, asegurándose de que cada rincón de mi pene recibiera su dosis de lengua y saliva. La profesionalidad con que desarrollaba tan ingrata labor me hizo suponer que no era novato en estas lides, y que disfrutaba realmente llevándose al gaznate la cola de otro pibe, como si fuera una mina, o peor aún, como si fuera una puta. Yo no entendía que me estaba pasando, pero mi cuerpo sí sabía muy bien que estaba disfrutando de un placer sobrehumano, y no parecía importarle que proviniera de un pibe; es más, le acariciaba el pelo y la espalda, y le encontraba tan deseable y cogible como a la más bella de las mujeres, como Zully Moreno, la perfecta diosa peronista de la gran pantalla, y cuando él me ofreció sin condiciones la retaguardia para hacer con ella lo que me viniera en gana, ("¿querés meter guasca?", me dijo el muy chancho), yo no dudé ni me indigné por tamaño ofrecimiento, sino que me incorporé, y, abriéndome camino entre las delgadas paredes de su recto, le introduje la pija, sudoroso, exaltado, gritando en silencio para que los encargados de vigilar el recinto aquella noche no nos descubrieran en plena fornicación, lo que hubiera supuesto de seguro nuestra expulsión inmediata. Yo era el alumno modelo, pero ahora me sentía poseído por una fuerza superior a mí mismo, y clavaba mi estilete en el interior de su ano con ganas renovadas y en todas las posiciones imaginables, besando al mismo tiempo el cuello de mi morocho, sus labios carnosos y sensuales, sus pezones en punta como los de las yiras que había frecuentado en otro tiempo. Cuando descargamos a la vez, sobre su bronceado abdomen, yo sólo podía repetir un nombre en mis hipnotizados labios, que había reemplazado a Jesús, Evita, y hasta al gran conductor, Perón en persona: ¡Eloy, Eloy, Eloy! repetía en baja voz, consciente de que un nuevo dios había tomado posesión de sus dominios, que consistían en verdad en mi reprimido cuerpo mortal, y en mi atormentada alma de bufo consentido.

(Continuará)