Busqueda de una pornstar

Él se enamoró de la fantastica rubia que habitaba el televisor.

Miguel cerró nervioso la puerta de su casa, gritó para saber si estaba sólo, nadie le contesto así que ojeó las habitaciones para cerciorarse; hecho esto, se fue al salón y extrajo un bulto de la mochila azul que aún llevaba al hombro, de entre los libros de texto y los apuntes apareció envuelta en papel de periódico una cinta de video. Se sintió orgulloso, vencedor, como si fuese un héroe de las antiguas olimpiadas; había empleado la paga de todo un mes para comprarla. Él no podía entrar al sex-shop de la calle principal, por lo que tuvo que pagar una generosa comisión a Richi, que era el chico más viejo de la clase, de hecho era el único mayor de edad. Los chicos de la clase solían aprovechar para que le comprara alcohol, tabaco o alguna indecencia no apta para menores.

No podía esperar más, estaba nervioso, tenso. Se había enamorado de Silvia desesperadamente desde la primera vez que la vio en una revista dominical, no tardo en encontrar sus películas, las conocía todas, desde las primeras que había hecho en Budapest (una delicatessem por la que tuvo que gastar la paga de seis meses). La tragó a España un conocido director con el que rodó dos docenas de películas, hacía poco que se habían separado y ahora trabajaba para una gran productora con sede en Andorra.

Con sumo cuidado, como manejando nitroglicerina, introdujo la cinta por la rendija del VHS, tras acomodarse en el sofá pulsó el botón que accionaba la imagen. Mujeres exuberantes, vestidas con finísimas telas rodeaban a la protagonista, su deseada belleza de rubia melena. Las chicas, como si de un sexual coro de vestales se tratase, iban desnudando a la rubia mientras le interrogaban sobre sus gustos, refiriéndose a los penes, la mujer describió al detalle todos las características del aparato de Miguel, un tamaño como de unos veintidós centímetros, un grosor considerable, sin llegar a excesivo, una cabeza brillante y limpia de pieles. Silvia lo estaba eligiendo a él, era su polla la que su amada deseaba. Los pantalones aprisionaban el sexo del muchacho, estaba excitado, duro, tieso como el mástil de un velero.

Desabotonó los botones de la bragueta y el glande asomó instantáneo entre la goma del bóxer que llevaba por ropa interior. En la pantalla su Vesta ya estaba completamente desnuda, unas de las doncellas que le rodeaban se encargaban de apartar la grandísima toga blanca que le había cubierto el cuerpo mientras que no entró en la pila; una vez dentro del agua, las siervas recorrían el voluptuoso cuerpo de la diosa con gigantescas esponjas naturales, mojaban sus pechos y su espalda, la cámara recorría la piel siguiendo los regueros. El agua describía curvas sinusoides y alabeadas sobre los senos de la mujer; el primer plano de los pezones los mostraban excitados, rígidos y punzantes como salientes en la fachada de una catedral barroca.

Los calzoncillos, junto con los pantalones, descasaban en los tobillos del muchacho. Su mano recorría el sexo al compás del ritmo que impartía la música que sonaba en los altavoces entremezclándose con los gemidos que exhalaba la actriz fruto de las caricias que hábilmente le propinaban sus compañeras; doncellas que se pasaban largo rato dibujando círculos entorno a la cima de los pechos. Una de sus concubinas bajo lentamente la mano hasta depositarla suave en los escasos vellos que rezaban una V en el pubis, parecía una luminosa flecha de neón que indicaba la dirección del placer.

La mano de Miguel recorría veloz la longitud del miembro, escondía el glande entre los dedos y al instante lo volvía a descubrir. Por la mente del muchacho solo pasaba la idea de ser él el que acariciaba la esbelta rubia de la pantalla, deseaba recorrer con sus dedos la longitud de los sedosos labios, abrirlos tiernamente para introducirse en la gruta y explorarla en toda su longitud, escuchaba en su mente los alaridos de la muchacha ante tanto sexo digital.

El volumen de la tele estaba muy alto, los sonidos de la orgía lésbica reverberaban en el salón y en toda la casa. Sigilosa, la madre de Miguel abrió la puerta de la calle y se alarmó por los sollozos, los gemidos, las palabras pidiendo piedad. Se dirigió al salón conducida por las voces. Miguel se movía frenético, casi convulsivamente, la proximidad de la erupción avivaba aún más sus movimientos, estaba colorado, acalorado por la libido, el deseo. Estaba a punto de liberar la blancuzca sustancia cuando los grito de la madre retumbaron sobre los sonidos de la película.

Miguel se cubrió con la mano, intentando esconder toda su rigidez, ejercía una dolorosa presión sobre el miembro, doblando y deformando un recipiente a punto de estallar. Las voces de la madre seguían desorientando al muchacho, aturdido por la histeria de su progenitora intentaba torpemente subirse los pantalones, mientras también buscaba el mando para apagar la televisión. Perdió varias veces el equilibrio, tambaleándose sobre la única pierna que le posaba el suelo. Logró alcanzar el mando y acallar los tremendos gritos de placer de la protagonista en pleno orgasmo. La madre no se lograba calmar, estaba poseída, iracunda se acercó a él dispuesta a humillarlo por el repulsivo espectáculo que estaba dando en el sofá del, hasta ahora, dulce hogar. Cogió al muchacho por el pene, aún estaba hinchado, la erección apenas había desaparecido; la agarro firme, produciéndole un placentero dolor al muchacho, tanto, que no hizo más que acrecentar su excitación. Tiraba del miembro intentando conducir al muchacho al baño para rebajar la inmoral hinchazón a base de agua fría. Él no pudo reprimir el instinto, derramó sobre la mano de la madre una abundante cantidad de semen; la madre se asusto, un acto reflejo hizo que soltara el mástil. Su rostro se ilumino de un rojo acalorado, se sentía humillada, sucia, hereje de toda sus pilares morales. Insultó al muchacho con gritos tremendo, se excedió comparándolo con alimañas o reprobables personajes.

Miguel, asustado, decidió encerrarse en su cuarto, llorando largamente, maldiciendo sus deseos, su enfermiza sexualidad. Lloró hasta caer rendido, dolorido por todo lo acontecido, se durmió saboreando la amarga sal de las lágrimas.


La madre de Miguel se encerró en el baño, contrariada, aturdida, contempló durante largo rato el viscoso fluido de su hijo; espeso y blancuzco se deslizaba por su mano, aportando un aroma ocre que le embriagaba. De su boca surgió el instinto de saborearlo, de probar aquel pegote, inconsciente lo llevó a sus labios. El sabor dulzón le devolvió a la realidad, se sentía confundida por sus acciones. Siguiendo un impulso visceral lavó las manos bajo el grifo, las enjabonó convulsivamente, como intentando borrar el pecado que creía haber cometido. No se sentía suficientemente limpia y optó por ducharse. Depositó cuidadosamente todas sus prendas en la banasta destinada a la ropa sucia, desnuda se estiró bajo el intenso chorro de agua caliente y se relajo con el ruido de la ducha.

La precipitación de su ducha hizo que no cogiera atavío para después, así que tuvo que salir desnuda del baño. Asomó su rostro a la puerta para que nadie pudiera sorprenderla mientras atravesaba desnuda el pasillo, no tuvo suerte y su marido, recién llegado del trabajo, tropezó con ella cuando se disponía a entrar en el dormitorio. Ella se asustó, tanto, que lanzo un pequeño gritito, aparte se le erizó la piel y se le endurecieron los pezones.

Carlos se sorprendió de ver a su mujer desnuda por casa, desde que Miguel tenía dos años no volvió a andar descubierta por la casa, salvo un caluroso verano en el que Miguel estaba de campamento en Burgos. Carlos recordó la fogosidad de su mujer en aquel soleado verano, ya que durante días no abandonaran la cama, de la cual hacían un uso muy, pero que muy marital. Con el recuerdo de aquellos excesos estivales siguió a su esposa por la casa, antes de que ella empezase a vestirse.

Estaba sentada en la cama, de espaldas a la puerta y con la mirada perdida en el cielo que pintaba la ventana. Él se sentó a su lado, ella se asustó de nuevo, más que un susto fue un sobresalto. Carlos apartó cuidadosamente el pelo mojado que se le pegaba a la mejilla, con un rictus romántico en el rostro, la miro a los ojos y acercaron sus labios fundiéndose en un cálido y húmedo beso. Desnuda como estaba, era presa fácil para las caricias de Carlos. Llevaban muchos años juntos y se conocían muy bien, se sabían todos los resortes del placer. El se descolgó dibujando un surco sinusoide por el cuello pero su verdadera meta eran los pezones, rosadas cumbres ávidas de mordiscos.

La libido acaloraba a la mujer, hacía que emitiese gatunos gemidos y su sexo se abría como una flor húmeda y carnívora. Carlos lo sabía, esos gemidos eran la señal que despejaba el camino hacía el nido de placeres; ya había abandonado los pezones y llegaba al ombligo cuando ella lo detuvo.


Carlos quedo perplejo por la interrupción de su mujer, pero le sorprendió más ver que ella tomaba la iniciativa, lo cogía de la mano y lo llevaba al salón; por el camino le iba desvistiendo, obligándolo a desnudarse completamente. El marido estaba muy excitado por las novedades en su relación, nunca habían hecho estas locuras; supuso que este nuevo estado se debía al enfriamiento que últimamente dominaba sus relaciones intimas.

Ella le sentó en el sofá, mientras frotaba sus senos por el pecho y la cara de su marido, después se separó lentamente y dándole la espalda contoneó su trasero como para provocarlo, deliberadamente lo puso en pompa cuando se agacho a coger el mando que su hijo tan precipitadamente había tirado al suelo. Encendió la televisión, el video no había cesado de avanzar y ahora mostraba a una hermosa joven vestida de helena propinándole una furiosa mamada a un musculoso. Bajo tanto el volumen que apenas se escuchaba los gemidos que parían los altavoces.

Carlos tenía visto alguna película porno pero nunca en compañía de su mujer, nuca se atrevió a proponérselo aunque hacía tiempo que era una de sus fantasías. No dejo de sorprenderse cuando su mujer se acercó al falo, este estaba rígido y ardiente; ella se arrodilló entre las piernas de su marido y comenzó a imitar a la actriz. Su fantasía estaba siendo cumplida sin necesidad de confesarse con su bella esposa.

Carlos clavó la mirada en el pelo de su mujer, no solían entretenerse con el sexo oral, y por eso, las pocas veces que ella se atrevía a lamer el palo tieso, el se paraba a disfrutarlo, cerraba fuertemente los ojos para sentir el aliento, las bocanadas húmedas que la envolvían el glande. Pero hoy no pudo cerrar los ojos, sino que tras posarlos un rato sobre su esposa, los desvió hacia la televisión, donde seguían exhibiéndose los amantes. No tardaron de cambiar la postura y era ahora el musculoso varón quien le corría la rosada fruta. Carlos llamó la atención a su mujer, señalando la pantalla de rayos catódicos; ella estaba acalorada, cegada por la pasión, un hilillo de saliva unía sus labios con el glande brillante y tenso. Ella le sonrió maliciosamente y se fue sentando en el sofá. Carlos se ajustó entre las piernas de su señora e inspirando el profundo olor que emanaba de la excitación, comenzó la danza lingual.


Ella intentaba inútilmente ahogar los gemidos. Pequeños grititos se escapaban de su garganta cuando él presionaba con sus labios el botón carnoso, ella se retorcía, se estimulaba, se acercaba irremediablemente al orgasmo. En la pantalla, los protagonistas cambiaban de postura, él se tendía en el suelo arenoso para que ella pudiese insertar el asta candente, entro sin dificultad, la cueva esta muy lubricada, exageradamente húmeda, no tardaron en rozarse con movimientos rápidos. La esposa de Carlos tuvo un débil orgasmo al ver la escena; la envidia se apoderó de ella, también quería disfrutar una rigidez perforando su entrepierna. Cogió a su marido por los pelos y los cesó de la intensa labor que estaba desempeñando, lo obligó a subir lamiendo su piel sudorosa, él le obedecía manso y deseoso de llegar a los labios.

Él sabía que a ella no le gustaba el sabor de su entrepierna, de solteros, cuando se gratificaban con el sexo oral, ya había descubierto que a ella le resultaba muy desagradable que la besara con el sabor a vulva en sus labios; ella le decía que le resultaba imposible saborear su propio humor. Hoy tenía ganas de intentarlo de nuevo, su mujer estaba más caliente que nunca. Así que fue subiendo sumiso por el ombligo, se quiso parar un rato en los pezones pero ella tenía otros planes, otras necesidades. Cuando hubo llegado a la altura de sus labios quiso besarle pero ella le rechazó como de costumbre, lo extraño fue que le mordió en la oreja y le dijo fóllame , su voz sonaba como una suplica. Carlos cesó en sus pueriles fantasías y encauzo la lanza hacía la gruta del placer. Ella le cogió el tronco con la mano y lo guió hacía el centro de las piernas abiertas en par, deseosas de una invasión tan rígida como violenta. La excitación era máxima, tenía toda su flor receptiva, no costó ningún trabajo poblar las profundidades, ni comenzar con un ritmo rápido.

El salón se fue llenando de los sonidos que producían los dos cuerpos al chocar con violencia, así como de las voces de la mujer que invocaban más energía en la cogida de su amante.


La mujer necesitaba más excitación, así que posó la mirada en las señales luminosa que llenaban la pantalla de la tele. Le excitó muchísimo ver a la muchacha, antes vestida de griega, y ahora desnuda y a cuatro patas recibiendo por detrás toda la potencia que imprimía el martillo del musculoso muchacho que la cabalgaba. Pero lo que de veras aceleró su orgasmo fue ver como el pene venoso e hinchado salía del coño de la muchacha para acto seguido clavarse lentamente en el estrecho agujero, la visión de una penetración anal, junto con las muecas de dolor de la protagonista provocaron en la esposa una serie de orgasmos encadenados y ascendentes. No era consciente de los fogosos gritos que su garganta emitía, ni de que con la intensidad de los movimientos estaban ya los dos tendidos en el suelo.

Ella se fue recuperando de la oleada de placer mientras su marido seguía buscando su orgasmo dentro de la mujer, esto estaba empezando a molestarla, la vagina se estaba secando y el roce con el clítoris le irritaba. Le pidió que saliera, le intento explicar que le molestaba pero no hizo falta. El se sentó en el sofá y cariñosamente atrajo a su mujer al necesitado músculo. Ella entendió de inmediato los ruegos de su marido así que volviéndose a arrodillar delante de él, comenzó a masturbarlo con la mano derecha, mientras, la izquierda, recorría el torso y baja hasta los testículos, los manoseaba y sopesaba.


Carlos necesitaba una mamada, necesitaba sosegar la inflamación que le abrasaba la larga rigidez. Condujo la boca de su esposa hacía la cabeza brillante, dilatada y palpitante, la introdujo suavemente en la húmeda cavidad y esperó paciente a que ella tomase la iniciativa; no tardó, recorrió con su lengua extensa estaca y deposito sus labios en el glande, besándolos, propinándole fuertes y sonoros lametones.

Carlos siempre recordó las explicaciones de uno de sus compañeros de trabajo sobre las felaciones que le realizaba una profesional. Resultaba que ella tenía la extraña característica de engullir el lechoso resultado de la eyaculación. No pudo sacarse las palabras de la cabeza, hacía tiempo que pensaba pedírselo a su esposa, o experimentar con la recomendada prostituta.

Cuando estaba punto de explotar en un orgasmo, agarró fuertemente la cabeza de su esposa, obligándola a mantener dentro de su boca el surtidor, el semen manaba en gruesos caudales, salía en feroces borbotones que se esparcían dentro de la boca de su mujer, esta no desperdició ninguna gota, lamió con un ahínco que sorprendió al agotado marido.

Cuando Carlos se hubo sosegado, recibió el cálido beso de su mujer, envenenado su paladar con un grotesco sabor a semen, a su propio semen, esto le volvió a provocar una leve erección que enseguida se contrajo ya que estaba muy cansado.

Los dos amantes se recostaron desnudos en el sofá, acariciándose y besándose para saborear el agrio ingrediente de sus bocas.