Bucear en insospechadas perversiones latentes
En esta historia confluyen el poder de los pequeños detalles, el arrojo por traspasar las barreras invisibles que nos impiden vivir situaciones intensas que consideramos peligrosas y un cóctel de todas las perversiones que la dominación puede canalizar como una esencia cuando se libera.
Hace unos años, en mi etapa universitaria, acostumbrada a pasar parte del verano en una casita costera de la familia de mi novia. Después de mucho tiempo, toda la familia compartíamos una confianza enorme. Los padres eran extrañamente modernos en sus ideas para lo que corresponde a su generación en mi país. Además su hermana –Elena-, su abuelo y algún primo ocasional aparecían por aquella agradable villa.
La hermana era una chica normal, con cierto atractivo y con la que compartía una gran complicidad. Estatura media, rasgos poco destacables, unos bonitos ojos marrón miel y una larga melena ondulada. Eso sí, la naturaleza le regaló unos senos de proporciones generosas. Muchos años de convivencia, confesiones y buenos momentos juntos propiciaron una experiencia única.
En aquellos días en que todo ocurrió, los padres se habían desplazado a compartir el día en casa de unos familiares cercanos y mi pareja se iba desplazar la tarde a hacer compras con unas amigas en un pueblo cercano. Yo opté por quedarme a disfrutar de la casa, una siesta relajada y la playa. O eso es lo que pensaba…
Después de una sencilla comida y sobremesa, el sopor de la hora, la temperatura en Julio y la brisa marina nos invitaron a la hermana y a mí a retirarnos a sestear un poco. Yo me fui a mi cuarto (los padres eran modernos, pero no tanto) y ahí desparecí por unos relajantes momentos. El calor no me dejó dormir demasiado, así que entre un incómodo sudar y me fui al baño en busca de refresco. Un poco de agua en el cuello y en la cara me despejaron las ideas y me decidí a leer un rato en una hamaca ubicada en una agradable terraza que, a esas horas, solía ofrecer una acogedora sombra. Quiso la fatalidad que me hubiese dejado mi libro en el cuarto que mi novia y su hermana compartían. Como ignoraba si mi futura cuñada estaría dormida, me dirigí a la habitación en silencio. Abrí la puerta lentamente en el mejor de los sigilos de los que fui capaz y, cuando pude mirar a través, percibí un movimiento raro de mi cuñada, que se acomodaba en la cama, y después su despierta mirada.
-Uy perdona, quería coger “Los pilares” y no quería despertarte
-Ah, nada, tranquilo. Yo también estaba leyendo. Ahí lo tienes- dijo un poco azorada mientras señalaba mi libro.
Yo me acerqué a la cómoda en que estaba éste y, sin ninguna intención, le pregunté:
-Y tú ¿con qué andas liada ahora? –Le pregunté, puesto que un forro de papel de periódico no daba pistas sobre el contenido.
-Ummm, nada un libro un poco tonto que me recomendaron en la “facul” – y de nuevo un pequeño temblor en la voz.
Hoy pienso que posiblemente fue aquel temblor lo que me dio la pista, pero entonces, sin saber muy bien porqué, con determinación me acerqué y aferré su libro. Habitualmente ella los envolvía en papel de periódico para conservarlos mejor, eso no era novedad. Pero la velocidad de mi gesto la desarmó y pude ver al abrirlo que se trataba de “Historia de O”, el ultra clásico de sumisión y entrega femenina. El libro en sí ya era entonces una referencia incluso, digamos, para el gran público. La cosa podría haberse quedado en una broma en un “anda, mira que pillina”, pero el extraño movimiento al entrar yo en la habitación y el temblor en su voz abrieron mi mente. Me acordé entonces de alguna oscura confesión a deshoras con alguna copa de más, de lo obediente que siempre había sido Elena y de algún capítulo negro que parecía haber con antiguas parejas suyas. Nos miramos durante segundos que se dilataron infinitos, arropados por un incómodo silencio y una extraña parálisis que ella parecía estar sufriendo. Decidí romper la parálisis por el lado más peligroso:
-¡Madre mía! ¿Así que te va esto eeeeh? –Le clavé mirando a unos ojos que no aguantaron medio instante antes de irse al suelo
-¡No! ¡Qué va! Es que me lo recomendaron en la “facul” y… -intentó articular con un hilillo de voz sin levantar la mirada lo más mínimo.
-¿Sabes qué? Lo vamos a leer juntos – Disparé. Sus ojos entonces se dilataron marcadamente y palideció de forma notoria. Con un esfuerzo contestó:
-¿Cómo?
-Que yo también he oído mucho de este libro, y ya que lo tienes aquí, podemos leerlo juntos – y todas las barreras posibles entre nosotros entraron en tensión. Se podía mascar la energía psíquica del momento.
-No,…bueno, si quieres te lo dejo cuando termine y…
-Siéntate aquí que lo vamos a leer juntos – Le corté determinante. Me recosté en la pared de la cama, le hice un hueco entre mis piernas y, como una marioneta, la coloqué de espaldas a mí mientras, como inerte, sostenía el libro en las manos. Desde detrás suyo reposé mi cabeza en su hombro y le susurré:
-Venga, ábrelo por donde estuvieses y seguimos juntos – la abracé por la cintura y traté de mantener en la postura la última oportunidad para un desenlace tenso, pero sin más consecuencias. Y para mi sorpresa, se aflojó, y procedió a buscar la página en el libro.
Parece ser que justo le había interrumpido en lo más interesante de una escena de iniciación lésbica. Vaya, la temperatura subió aún más en la habitación.
-¿Quieres que lo lea en voz alta? – tembló como malamente pudo.
-Jajajajajaja, ¡No mujer! Vamos leyendo cada uno y el que primero termine avisa al otro para pasar página cuando corresponda – no pude evitar sonreírme ante la ocurrencia dentro del momento en que sucedió. Nos adaptamos a la extraña situación y fuimos pasando hojas por detalles de la escena. Justo le había sorprendido en lo mejor de lo mejor…
-¿Te excita esto? –le susurré al oído sobre su hombro.
-N-n-n-no-pausa-…bueno, no sé, un poco – Casi tartamudeó e intentó mirarme de soslayo con una media sonrisa.
-Sigue– le ordené apretándola un poco más contra mí. En ese punto fue inevitable. La coyuntura y su cercanía despertaron mis mecanismos físicos y la sangre confluyó hacia mi sexo, que vino a hacerse notorio bastante encajado en sus respetables nalgas. Ella obviamente debió notar el cambio, pero no hizo el más mínimo registro de ello, y seguimos leyendo como si nada estuviese ocurriendo.
Cualquier movimiento siguiente sería definitivo. Notaba mi propio corazón latir desbocado. A partir del punto en que nos encontrábamos un paso adelante eliminaría la posibilidad de dejar las cosas con un extraño “aquí no ha pasado nada”. Pero llegados a esa cima, no pude +ni me quise contener. Quería a mi pareja mucho, pero también siempre he pensado que hay situaciones que sólo ocurren una vez en la vida, y que si las dejas pasar, te las pierdes para siempre. Y como, a mi entender, sólo tenemos una vida, decidí explorar qué me traía esta oportunidad.
Comprobé que a través de su camisa veraniega sus pechos sin sujetador evidenciaban que su físico estaba respondiendo también a la extraña mezcla de factores. Desenlacé mis manos de su cintura y las acerqué a la zona prohibida. Extendiendo los dedos rocé intencionada y claramente sus pezones, lo que provocó que cerrase los ojos y dejase escapar un susurro de excitación, señal de la entrega definitiva que yo estaba ya anhelando. Comencé un muy sutil masaje circular para ordenar al mismo tiempo:
-Abre los ojos, disfruta y sigue leyendo
Y así lo hizo. O lo intentó. Cuando el sutil masaje se tornó un firme asir de sus pezones, un gemido incontenido resbaló de su boca y los ojos se abrieron como platos. No obstante, obediente, se recompuso e intentó seguir con la orden, centrada en el libro. Mi contacto con sus nalgas era ya inaguantable por próximo y excitante. Cesé la presión en los pezones y, tirando de sus caderas, maximicé las sensaciones y el roce entre su espalda baja y mi ya indisimulable excitación. Para mi sorpresa, levantó la pelvis ligeramente, propiciando así lo mejor posible nuestro contacto. Inicié un roce rítmico que Elena acompañó maravillosamente, pero decidí suspender ante la posibilidad -demasiado alta- de terminar de perder el control de la situación…demasiado pronto. No me lo podía creer. Sin comerlo ni beberlo mi “cuñada” me estaba masajeando el miembro con sus nalgas, en una plácida tarde de verano. Aquello del incesto nunca fue un tópico de mi interés, pero el sabor prohibido de las sensaciones que estábamos compartiendo me desbordó.
-Espera. Túmbate, así de lado- La dirigí para reclinarnos ambos a lo largo de la cama. Mi entregada compañera, increíble, reubicó el libro para poder seguir con la lectura a la que se aferraba y yo me aseguré de mantener un sugerente lento ritmo en el masaje que más abajo nos regalábamos. Las exhalaciones de aliento rebosando placer se acompasaban con un atípico pasar de hojas a un libro que yo ya no prestaba ninguna atención. Pasé a necesitar más. Deslice mis dedos para intentar bajar su pantalón y descubrir lo que ocultaba.
-N-n-n-no, por favor – Me detuvo tímidamente. Me acerqué a una oreja y le susurré.
-Está bien. Si quieres paro ahora mismo, me voy y aquí no ha pasado nada. Pero tienes la oportunidad de tu vida de sentirte usada como en esas líneas que tanto te atraen. Está claro que te gusta y sé que estás disfrutando. ¿De verdad quieres que pare?- Mucho tiempo compartido me había hecho ver que claramente a le estresaba tener que tomar cualquier tipo de decisión, que prefería que una autoridad –los padres, la escuela o la sociedad- las tomase por ella y ella, a obedecer.
-S,ssss,.sss…- dudó. Se tensaron los segundos. Y tras vaciar los pulmones de aire concluyó: úsame por favor.
Contesté con un tirón instantáneo de sus “shorts” que acabaron por debajo de sus rodillas, parcialmente inmovilizándola y dejando al descubierto unas bonitas bragas de blanco satén con bordados que pensé tatuarme de puro rozamiento. Liberé mi sexo para posicionarlo intentando introducirse en su ano a través de la fina y sugerente tela de su ropa interior. Con una maestría que no podría haber imaginado mi cómplice de crimen aprovechó la posición para masajearme en el contacto.
-Sigue leyendo –le dije aferrándola de nuevo los pezones y disfrutando los nuevos gemidos que pasaron a adornar nuestro mutuo masaje acompasado. Mientras, continuando con mi sorpresa, mi “cuñada” mantenía sus esfuerzos por concentrarse en el libro. Disfruté unos intensos momentos de la coyuntura hasta que pequeños gemiditos suyos me aconsejaron alterarla. Bajé sus shorts y cogí los extremos de sus braguitas. Reaccionó soltando el libro y poniendo sus manos en las mías.
- Para, por favor – Como respuesta le clavé una mirada inquisitiva preguntándome por el conjunto de la estampa, con mi miembro apuntado al techo y mis manos enredadas en su ropa interior. Esperé. Esperé. Esperé…y a los pocos segundos retiró lentamente las manos que me retenían. Gesto que aproveché para, de un tirón, lanzar sus shorts y zapatillas bien lejos al tiempo que me quedaba en las manos con el ansiado trofeo. Hice un amasijo de la fina tela e incorporándome me acerqué a su cabeza. Me miraba con los ojos como platos. Posé un dedo en sus labios y con el gesto le invité a abrir la boca. Ella siguió con esa mirada, como hipnotizada, cómo introduje toda su ropa interior hasta colmarla. Reaccionó con algún amago de arcada, pero pronto se recompuso. La dirigí de la cabeza de vuelta a la posición acostada y centrada en el libro. Debía estar degustando notoriamente sus propios flujos que empapaban momentos antes la prenda.
Deslicé desde su espalda un dedo hasta su sexo, al que accedí fácilmente gracias al movimiento de piernas que ejecutó para facilitarme la tarea. Increíble, increíble, increíble. Estaba totalmente encharcada. Me posicioné para sentir su humedad, enviando claramente el mensaje de que no quería penetrarla. Con religiosa dedicación, me replicó un mansaje con el movimiento de su pelvis, envolviéndome en la acogedora humedad en la que ya estaba palpitando.
Sin necesidad alguna de penetración, las sensaciones físicas, unidas a la casi histeria de lo prohibido, me llevaron lentamente a un éxtasis de matices, pensamientos, contradicciones y placer, mucho placer. Disfruté su resbalarme, hasta que decidí recuperar –o perder del todo- el control.
Lancé el libro lejos y la tendí totalmente boca abajo, separando las nalgas con ambas manos y posicionándome en su entrada anal. Solo respiraba, quieta, expectante, entregada. Di un fuerte empujón que venció parcialmente sus barreras musculares y cosechó un grito apagado por la ropa interior que taponaba su boca. Se aceleró su respiración aún más mientras permanecí quieto en su interior, con tan sólo la cresta de mi sexo traspasando su umbral. Un par de pequeñas pruebas me sirvieron para constatar que sus nervios y su poca lubricación no eran las adecuadas para seguir adelante, así que, cuidadosamente, me retiré. Me respondió relajando toda la tensión que bloqueaba su espalda.
Con cuidado, pero con decisión, entrelacé mi mano en su melena para indicarla que se volteara boca arriba. Desencajado en deseo, saqué la ropa interior de su boca y la sustituí por mi miembro. Lo recibió con un espasmo controlado al que siguió una deliciosa inmovilidad y entrega total. Miraba el apéndice sobresaliente de su boca con pupilas totalmente dilatadas y expectantes.
Durante dos estúpidos segundos me pregunté qué estaba haciendo y al momento, borracho de hormonas y un cóctel de química corporal, deseché todo pensamiento, agarré firmemente su cabeza con ambas manos y me balanceé frenéticamente dentro y fuera, interrumpido sólo por algún amago de arcada. No pude pensar, matizar ni idear nada más. Un frenesí absoluto me llevó a disfrutar sin control, mesura o reflexión alguna todos los mensajes de tacto, fluidez y perversión que emergían de la visión de mi miembro entrando y saliendo desaforado de su boca, mientras me correspondía con una extraña flacidez corporal, acomodándose para facilitarme mi caótico explotar.
No me cuesta reconocer que no tardé mucho en desbordarme en esa dinámica. Mi “cuñada” adecuó todo el contenido con movimientos angustiosos, alguna arcada y alguna lágrima más física que emocional. Yo permanecí en su boca, mirando su contenido rebosar por la comisura de sus labios y recuperando, poco a poco, el control de mí mismo.
Le miré a los ojos, quizás un poco atemorizado de lo que había hecho. Pero me encontré una mirada con la misma disposición que había desde que entré en la habitación. Serena. Esperando indicaciones. Me retiré cuidadosamente y con un gesto sellé los labios, pidiéndole que tragara. Obedeció casi impasible, resultándome hasta desconcertante, ahora que volvía a sentir las implicaciones de la situación.
Me senté a su lado. Vacío de química y energías, de vuelta a mí. Y le pregunté:
-¿Te, te…te ha gustado? – Y he de confesar que temí una respuesta negativa que deshilachase todo el placer tejido en la perversión del encuentro. Elena se tomó unos momentos para mirarme a los ojos y asentir tranquila.
Todo lo que pude hacer fue darle un beso en la frente, recomponerme y abandonar la habitación. Vendrían más matices, pero como suele decirse…