Buceando en lo prohibido

Dos adolescentes se me tiraron después de ponerme bien caliente.

Me encanta follarme jovencitos, me encanta comerles el paquete y sacarles la polla del slip para meterla en mi boca ávida de sexo joven, me encanta que me penetren, y sentir como mueven su pelvis de arriba a abajo para que los labios de mi coño aprisionen su pene caliente y duro, me encanta poner mis manos en sus nalgas pequeñas y acariciarlas de un lado a otro, me encanta ver sus rostros con los ojos entrecerrados, jadeando y suspirando de placer.

Me encanta cuando eyaculan dentro de mí y depositan su semen cálido y espeso en las profundidades de mi ser, me encanta cuando sacan su polla humedecida por mis flujos, me encanta cuando les obligo a estarse quietos mientras les abrazo y empiezo a mover mi pelvis contra su pene, que todavía tarda un rato en quedar en reposo, y siento entonces las oleadas de placer que voy experimentando desde el clítoris hacia el resto de mi cuerpo, hasta que estallo en un orgasmo bestial que me parte en dos, y grito como si estuviera a punto de morir de placer. Me encanta gritar cuando practico el sexo, sentirme sucia como una puta ninfómana que sólo vive para el placer de las pollas. Las pollas jóvenes.

Atraigo a mis presas como una araña, y cuando se dan cuenta, ya es demasiado tarde. Poco importa, pues lo que les ofrezco no es sino la posibilidad de follar, follar, follar, hasta que los dos caemos rendidos, exhaustos, con el sexo dolorido y al rojo vivo. Pero, ¿acaso hay algo mejor que sentirme atravesada por la verga de un chaval de dieciséis años? Cuando me violó mi hermano, sentí que una puerta se abría hacia un territorio nuevo, inexplorado. Supongo que si no le hubiera permitido volver a hacerlo, todo habría sido diferente, quizás sería una chica normal, con un novio normal y una vida normal. Pero las cosas discurrieron de otro modo. Ahora soy una zorra caliente que vive para el sexo. Joder, como me gusta

Aproveché mi carrera universitaria para dar clases de matemáticas y conocí a un muchacho tímido y virginal al que seduje rápidamente y al que convertí en un vicioso del sexo. ¡Pobre Miguel! Siempre quería más. Empezó a venir a mi casa una y otra vez, nos pegábamos las horas en la cama, probándolo todo. El aprendiz pronto se convirtió en maestro, y me hizo algunas sugerencias que demostraban a las claras que yo había despertado a un auténtico obseso que en materia de sexo no se acomplejaba para nada. Me propuso que nos vendáramos los ojos, que lo hiciéramos en sitios más o menos expuestos, toda esa serie de prácticas que tanto excitan a los chicos, de su edad y más mayores.

Un día me dijo que le apetecía hacérselo con dos chicas a la vez. A decir verdad, me molestó. ¿Para qué necesitaba otra tía cuando mi coño le llevaba a niveles de placer que hasta entonces no había experimentado? Comprendí que ahí fallaba algo, y Miguel creía que él era el seductor y que yo estaba loca por sus huesos, cuando en realidad no era así. No me importa quién sea el propietario de la polla, siempre que esté dispuesto a darme lo que yo deseo. Y cuando acepta mi desafío, entonces no hay vuelta atrás. Su semen es mío, y sólo lo comparto si me divierte A MÍ. Decidí darle una lección, aunque no me dio tiempo, como veréis al final. En todo caso, me lo pasé muy bien, y tuve la ocasión de hacer algo que hasta entonces no había podido hacer: follar con dos tíos.

Le dije a Miguel que si quería meter a una chica en mi cama, él tendría que hacerlo antes con otro tío. Y que si quería que me montara un rollo-bollo para él, tendría que hacer lo mismo con ese "compañero de juegos" previo. Miguel se disgustó terriblemente, e incluso salió de mi casa dando un portazo. Pero yo sabía que no tardaría en sentir en su entrepierna la necesidad de volver a mí. Al día siguiente ya estaba otra vez en casa como si nada, pero entonces fui yo la que me mostré enfadada. Le monté un chocho de aquí te espero, y le dije que yo no era su esclava, y que nuestra relación se basaba en la igualdad, y todos los argumentos que se me ocurrieron al respecto. Terminé echándole de casa.

Al día siguiente volvió a desarrollarse una escena parecida, con la adición, además, de que a Miguel se le notaban las ganas que tenía de follar. Llevaba seis meses haciéndolo todos los días, y se había enganchado al sexo como a la droga más peligrosa. Razonó, suplicó, lloró, intentó pegarme –le di una hostia que le disuadió de volver a intentarlo; ventajas de tratar con críos–. Al final, me comporté como la princesa más sádica de un cuento de hadas, con la salvedad de que éste era bien poco inocente: le dije que le perdonaría si volvía con algún amigo y follábamos los tres. Bien entendido que antes de que les abriera mi coño se tendrían que enrollar entre ellos. Miguel accedió rápido, demasiado rápido. Creo que empezaba a encontrarle cierto gusto a esto de verse humillado. No es que a mí me vaya ese rollo, pero si servía para experimentar por primera vez los placeres de dos rabos al mismo tiempo, adelante. Las mariconadas previas formaban parte del plan para evitar que me obligara a morrearme con otra tía, cosa que me deja más bien fría, pero, dado que Miguel dijo que lo haría, me sentí intrigada por ver hasta dónde era capaz de llegar.

Tardó más de dos horas en volver. Supuse que hubo algunos a los que no convenció la primera parte del plan, por más que la segunda incluyera el festín de mi coño humedecido por la excitación, dispuesto a dejarse penetrar una y otra vez. Por fin, lo logró. Afortunadamente, Jesús, un chaval de catorce años que estaba dispuesto a cualquier cosa con tal de perder la virginidad, no era ningún estafermo. Por el contrario, era un muchachito un poco enclenque, pero con una carita y un pelo rubio que le caía sobre la frente que me hicieron derretirme por dentro. La idea de tener ante mí aquellos dos jovencitos haciéndoselo empezó a gustarme. De hecho, mis bragas comenzaban a humedecerse con gran rapidez.

Empezó el espectáculo. Yo iba diciéndoles lo que tenían que hacer, ya que al principio se mostraban tan apáticos que no sabían mover un solo músculo. Les dije que se quitaran la camiseta el uno al otro y lo hicieron. Les dije que se acariciaran el torso y lo hicieron. Y así fueron siguiendo mis instrucciones hasta que se quedaron en calzoncillos. Miguel llevaba aquel día mi favorito, un slip negro que realzaba su paquete convirtiéndolo en el bocado más apetitoso que podía desearse. Jesús llevaba unos calzoncillos blancos con costura, tipo clásico, pero en cuanto a bultos no tenía nada que envidiarle a Miguel. Aquella polla era toda una promesa.

Lo malo es que ninguno de los dos estaba en su mejor momento. Se ve que aquello no les excitaba tanto como a mí, así que me decidí a animarlos un poco. Me fui desvistiendo lentamente, hasta quedarme completamente desnuda. Aquello surtió su efecto. No había empezado a bajarme los vaqueros cuando ya noté que el pene de Jesús crecía rápidamente bajo su slip. Miguel también experimentó el mismo efecto, como me esperaba. Me senté en un sillón y abrí mis piernas para que tuvieran la mejor visión de mi coño. Los gayumbos de Jesús estaban a punto de reventar con la tienda de campaña que había montado. No me hubiera extrañado oír como se rasgaban para dejar salir su juvenil verga.

–Besaos en la boca –les ordené.

Miguel pareció dudar unos instantes, pero obedeció y se dieron un beso bastante soso.

–Acariciaos el paquete. Los dos –proseguí.

Los dos iniciaron un tímido acercamiento de manos, hasta que los dedos rozaron la polla del otro.

–¡No! –gritó Jesús. Al principio, me pareció que expresaba su intención de no ir más lejos, pero pronto me di cuenta de que no era eso. El muchacho no pudo evitar lanzar un rugido de placer mientras se inclinaba hacia abajo. Estaba corriéndose.

Aquello me puso a mil, pero yo fui la única que se sintió excitada. La cara de Jesús era la viva imagen del desconsuelo mientras que el enorme chorro de semen había dibujado un amplio círculo en su slip de inmaculada blancura hasta entonces. Miguel se secaba la mano en una cortina con gesto agrio, pero Jesús parecía a punto de echarse a llorar. Estaba tan excitado que el mero contacto de la mano de Miguel le había hecho correrse sin poder evitarlo.

–No te preocupes –le dije–. Te voy a compensar.

Me olvidé de todo el rollo mariconcete que les había obligado a montarse para concentrarme en el premio prometido. Completamente desnuda, me agaché ante Jesús e incliné mi cara hacia sus calzoncillos. Deposité pequeños besos en el círculo húmedo, y cuando me retiraba me llevaba conmigo algunos hilos de semen blanco y espeso. Saqué la lengua y empecé a pasearla por su paquete, saboreando el esperma con fruición, tragándomelo todo, hasta que aplasté mi cara contra los calzoncillos y aspiré todo lo que allí había depositado mi joven amiguito. Mmmmmmmmm, todavía recuerdo el aroma de su cuerpo y la sensación de puta viciosa que me di a mí misma.

Como es natural, a los diez segundos la polla de Jesús ya estaba a punto otra vez. Le bajé el slip y me la metí en la boca una y otra vez. No era tan grande como había supuesto al ver el bulto que provocaba, pero estaba dura y caliente, que era lo que importaba. Me detuve un momento para decirle a Miguel:

–¿Estás tonto, o qué? ¡Trabájame el coño!

Ni corto ni perezoso, Miguel se situó detrás de mí. Yo estaba a cuatro patas comiéndole la polla a Jesús, pero abría las piernas para que Miguel pudiera comerme el chocho, tarea que le ponía a tono antes de follarme y en la que, a base de practicar, se había convertido en todo un maestro. Pero él también se recuperó en seguida en cuanto volvió a sus funciones naturales, de modo que se quitó el slip rápidamente y me penetró por detrás. Estuvimos así un buen rato, Miguel follándome como un loco, mientras yo le comía la polla a Jesús. De repente, Miguel empezó a lanzar alaridos como una bestia fuera de control, y Jesús empezó a imitarle. Aquello me ponía a cien, dos machitos fuera de control, me corrí en seguida, y rápidamente se vinieron ellos dentro de mí. Jesús expulsó tres chorros de lefa que tragué religiosamente mientras él gritaba más y más. En cuanto a Miguel, creí que no pararía nunca de expulsar semen por su polla. Cuando la sacó, estuve un buen rato con los muslos en remojo del semen que caía de mi chocho.

No volví a ver a Jesús, no sé por qué. Quizás se asustó. En cuanto a Miguel, no pude cumplir mi palabra, porque esa misma noche se empeñó en quedarse a dormir en mi casa, quizás con la intención de demostrar algo. En todo caso, sus padres llamaron a la policía, estuvieron buscándolo por los hospitales, en fin, que se montó un buen lío. Cuando pudieron echarle la vista encima le sometieron a un tercer grado del que no supo salir, y el muy imbécil acabó confesándolo todo. Recibí una llamada telefónica de la madre, completamente histérica, amenazándome con llevarme a la cárcel, pero ya no volví a tener noticias ni de Miguel ni de su puta familia. Lo único que sabía es que tenía que buscarme un nuevo amante.