Bragas, maravillosas bragas

Relato de mi vida en rela ción con las bragas.

BRAGAS, MARAVILLOSAS BRAGAS

Soy un hombre casado, con una aparente vida normal, tanto en mi familia como en mi trabajo y mi entorno social. Desde mi pubertad, y antes incluso de relacionarme con jovencitas de mi edad, sentía una atracción irrefrenable por la ropa interior femenina. Ojeaba con auténtica fruición los anuncios de las revistas en donde aparecían bragas, sujetadores o fajas. Mi primera masturbación la llevé a cabo contemplando una de estas imágenes. Poco a poco me di cuenta de que no me excitaba tanto el cuerpo femenino como las prendas que llevaban.

De ahí que al poco tiempo, y cuando no tendría más de 13 ó 14 años, tuve oportunidad de acariciar las primeras prendas de lencería a mi alcance, de mi madre o de mis hermanas, teniendo en ese momento la imperiosa necesidad de probármelas. A partir de aquí, bragas, sujetadores, fajas, combinaciones, es decir, todo tipo de prendas íntimas, hicieron las delicas de un joven que, prácticamente, aún no había comenzado su andadura sexual.

En esta primera etapa, hubo dos momentos que recuerdo con especial emoción: el descubrimiento de unas bragas usadas, con su singular presencia e inolvidable aromas, y la aparición en el trastero de mi casa de una inmensa bolsa en donde se acumulaba ropa vieja, y en cuyo interior, como si de una chistera de un mago se tratase, surgían innumerables prendas íntimas en desuso que sirvieron para mis juegos sexuales.

Transcurrido aproximadamente un año, y con los primeros contactos con el otro sexo, fui dejando esta actividad, creyéndola superada definitivamente. Mucho tiempo después, ya adulto, y tras la ruptura de un largo noviazgo y diversos escarceos amorosos, cayó en mis manos un catálogo de venta de ropa por correo. En su interior, una amplia reseña de productos de lencería con gran proliferación de fotografías, despertó en mí algo que tenía latente y que creía erróneamente olvidado. Como no hay mejor forma de superar una tentación que cayendo en ella, con gran excitación rellené el impreso de pedido, produciéndose así mi primera compra de ropa interior femenina.

Al poco tiempo, al recibir el aviso de recogida de la oficina de correos, una gran excitación me recorrió todo el cuerpo. Tembloroso cogí el paquete, y en mi vehículo, aparcado a las puertas de la estafeta, lo abrí inmediatamente. Recuerdo que se trataba de una pareja de conjuntos de top y braguita, un body de encaje negro y una faja-braga de color rosa. Este fue el principio de una serie de compras que fue llenando mi armario con gran rapidez: bragas, bikinis y tangas de todos los colores, diseños y tejidos; fajas-pantalón, con corchetes, fajas-braga; sujetadores sencillos de uso diario, sofisticados de encaje, largos, cortos; bodys sujerentes y femeninos; combinaciones, pijamas y camisones; medias y pantis, e incluso alguna falda, blusa y vestido, que con un par de zapatos de tacón medio, completaban mi proceso de transformismo.

Pero la compra por correo era fría y exenta de las emociones de la compra directa en la tienda. Por tanto, decidí ampliar mi vestuario femenino acudiendo personalmente a su adquisición. Y lo hice en unos grandes almacenes; el trato de las dependientas me resultaba excitante. Con algunas tenía la sensación de que me estaban ofreciendo los productos sabiendo que eran para mí, cosa evidentemente cierta, indicándome la comodidad de unas bragas, la provocación de un sujetador, y mirando mi cuerpo a la hora de determinar una talla.

Si todo esto me era emocionante, me motivaba mucho más acudir a los stands en donde se acumulaban las distintas prendas en las rebajas o en las secciones de oportunidades. Verme rodeado de otras mujeres rebuscando entre las bragas, mirando las tallas, estirando las prendas para ver como podrían quedar, me producía tal placer, que poco me faltaba para tener un orgasmo. Comprar una faja de las de siempre, o un inmenso sujetador de contención, lo que denotaba que la compra no iba a ser para un sutil regalo a una mujer, acentuaba aún más mi sensación de placer. Recuerdo a una dependienta con la que coincidí varias veces en la misma sección de oportunidades; estoy convencido que sabía que yo era el usuario de todas aquellas prendas que compraba. Nunca quise descubrir directamente mis intenciones, pero si me gustaba pensar que quien me atendía sabía o intuía que lo que me llevaba lo iba a utilizar yo. También entré en lencerías, donde el trato es más directo que en unos grandes almacenes.

Al conocer a la que hoy es mi mujer, me deshice de toda mi colección de ropa femenina. Salvo algunas debilidades puntuales, con la compra y posterior desaparición de diversas prendas, llevé un nuevo periodo de latencia que desembocó en otra etapa de fuerte intensidad emocional: la de contactar con otros hombres con mis mismos gustos. Utilizando las secciones de relaciones personales de algún medio de comunicación, me llevé una gran sorpresa al observar la gran cantidad de gente con mis mismas afinidades. Fueron unos momentos peligrosos, pues rompía con el secretismo de mi afición, y lo compartía con terceros, rompiendo así mi intimidad. La mayoría de los contactos fueron simplemente telefónicos, llenos de morbo, concertando una cita que en la mayoría de los casos no llegó a realizarse. Pero hubo otros que sí, en los que me atreví a dar el salto y pasar del fetichismo a la homosexualidad. No fueron experiencias todo lo placenteras de lo que hubiese esperado; la bisoñería de las personas contactadas como la mía propia, trajo consigo una relación efímera, con una intensidad que concluía cuando se consumaba el orgasmo. Tan sólo de una ocasión, en la que constituimos un trío, conservo un recuerdo placentero.

Uno de los componentes, un peruano muy joven, nos hizo una demostración de transformismo, convirtiéndose en una delicada mujer ante nuestros ojos. Llegué a la conclusión de que por mucho que me vistiese de mujer, nunca alcanzaría el grado de feminidad que alcanzó aquel jovencito en ese preciso momento, y que consumó posteriormente masturbándome con delicadeza de mujer. Quizá, y a raíz de esta experiencia, tuve una serie de contactos con travestis, también de desigual resultado, destacando solamente el mantenido con uno, encantador o, mejor dicho, encantadora, que constituyó la persona que me penetró por primera vez.

En esta etapa, acudí también a algunas prostitutas, con las que me gustaba ponerme bragas en su presencia, mientras realizábamos diversas prácticas de mayor o menor perversidad, pero como ocurrió anteriormente, finalizó este periodo, apartándome de la relación con terceras personas, pasando nuevamente a una situación de, lo que podríamos llamar, normalización sexual.

En mi vida en común con mi mujer, todo trancurrió sin sobresaltos. Pero observé que nunca pude sacudirme mi obsesión por la ropa íntima femenina. En la era de la informática, Internet me ha concedido, como a muchos otros, una herramienta excelente para mantener y acrecentar mis tendencias y perversiones sexuales. Acceder a páginas de pornografía, foros de debate, contactos personales, todo ello relacionado con mis gustos, incita a abrir un nuevo periodo en mi ya larga historia vinculada a mi querida y deseada lencería. Los estímulos recibidos, me provocan nuevas experiencias. La proximidad con mi mujer, me concede una amplia fuente de material constituido por su ropa interior. Sólo un matiz; en la actualidad únicamente me interesan las bragas, las maravillosas, sujestivas, delicadas y excitantes bragas. Sujetadores, bodys, medias, etc. han pasado a un segundo lugar. Se puede decir que me he especializado en bragas. Mi mujer no sabe nada de todo esto, pero procuro vestirme con ellas el mayor tiempo posible. Y además dispongo de bragas sucias, utilizadas por mi mujer, e incluso por otras.

Cuando van a casa mis cuñadas o nuestras amigas, me encanta que vayan a la piscina que disponemos. Se cambian de ropa y dejan, como un preciado tesoro, sus bragas, muchas veces sudadas por el calor del estío, muchas veces sucias por diversos imponderables, y siempre aromáticas y sabrosas. Entonces comienza mi festín. Las huelo, las chupo, las estrujo y restriego por mi cara, hasta dehacerme en el más profundo y placentero de los orgasmos. Mis queridas bragas, mi constante obsesión. Últimamente busco el más difícil todavía. Me gusta vivir al límite y me seduce saber que mi mujer me puede pillar en cualquier momento, con lo impredecible de las consecuencias. Para ello, me pongo unas bragas por la noche y me acuesto junto a ella en la misma cama. Procuro que sea en días en los que las circunstancias no le lleven a mi mujer a realizar maniobras que descubran la situación. Cuando observo que está dormida, me junto a ella par que mis bragas rocen las suyas.

Me siento como una lesbiana arrimada a su pareja. Para rizar más el rizo, las bragas de algodón y blancas, lo más parecido a unos calzoncillos, que utilizaba en un principio con el fin de no ser descubierto, han dado paso a otras más sofisticadas. De encaje, tangas, de color.... En fin, aún no sé como no me ha pillado. Pero no lo puedo evitar, me siento mujer compartiendo cama con otra. La mayoría de las veces rompo en un orgasmo que inunda mis deliciosas braguitas, que tengo que sustituir en el silencio de la noche por unos odiados y prosaicos calzoncillos. La necesidad de llevar bragas continúa después de mojarlas, lo que denota que algo ha cambiado en mí; lo que antes era una puntual obsesión, ahora se convierte en una constante necesidad.

Como habréis observado, lo mío es cíclico. Ando últimamente preocupado por mi enfermiza curiosidad por los estrógenos; es decir, por la posibilidad de modelar mi cuerpo, en la medida de lo posible, para conseguir la silueta de una mujer. Seguro que entonces, si llego a realizar esta fantasía, las bragas tendrán un protagonismo mayor que el que han tenido hasta este momento en mi vida, y sujetadores, medias, bodys y otras prendas femeninas volverán a tener en mí el interés, y la necesidad llegado el caso, que tuvieron en un principio. Pero esa es otra historia que quizá algún día os cuente....