BPN. Ojos verdes (2). Sometiendo a una madre

Laura no puede evitar caer en mis manos, y toma su primera clase práctica.

¿Usted se considera buena persona?

Seguramente no haya matado a nadie con sus propias manos. Ni atracado un banco a punta de pistola, ni dado una paliza a alguien indefenso, ni provocado un incendio forestal. Posiblemente sea una persona educada, amable, a la que le gustan los animales, que ayuda a sus amigos y familiares, que tiene aficiones y pasiones inofensivas, que va a la iglesia y hace caridad con los más desfavorecidos. Posiblemente. Si alguien se cruzara con usted, si alguien le preguntara directamente, usted respondería “en líneas generales, sí, soy buena persona”. Sería algo que destacarían sus deudos en el panegírico, el día de su funeral.

Bueno, yo también me considero una buena persona. Claro que me he portado mal con alguna gente, he sido infiel, he mentido en mi declaración de impuestos, me he ido sin pagar de algunos bares … ¿Y quién no? Esos pecadillos veniales, esas naderías, ¿nos condenarán? ¿A todos? ¿A cualquiera? Si examinamos nuestra conciencia, si miramos bien en esos rincones lúgubres en los que arrojamos nuestras culpas, si abrimos y aireamos los oubliettes en los que encarcelamos los malos recuerdos… ¿Cuántos de nosotros no encontraremos nada?

Ahora, sean sinceros. ¿De verdad pueden arrojar la primera piedra?

Los ojos de Laura se quedaron atrapados en mi sonrisa con la misma expresión con la que una gacela miraría a quien alabase la majestuosa belleza y elegancia de un leopardo. Posó el vaso, y cuando habló lo hizo en voz baja y un matiz de incredulidad en la voz.

-¿Qué quieres decir?

No me moví, sino que me encogí de hombros de forma casi imperceptible, sin dejar de sonreír con cierta actitud depredadora, un gato jugando con un ratón, que se sabe sin escapatoria pero tiene que resistirse merced a una convención atávica.

-C***… yo… - balbuceó y se ruborizó violentamente, ante mi mirada escrutadora, y bajó los ojos.

-Laura… tú misma me has dicho que no eres feliz en tu matrimonio, y has buscado fuera lo que no obtenías en casa…

-Sí pero… tú y yo… somos vecinos. ¿Qué pretendes?

-Precisamente. Mejor queda todo entre amigos, ¿no?

Cuando alzó la mirada, sus ojos estaban de nuevo llenos de lágrimas, y estaba muy pálida. Me acerqué, apenas dos pasos, y al ver mi mano acudir a su mejilla, se apartó instintivamente, dando un paso atrás muy corto, apoyándose contra la pared.

-No… - dijo, negando a la vez con la cabeza, apretando los puños, componiendo una expresión digna y recelosa. – No.

La pared de la cocina impedía su retirada, así que me acerqué más. No soy muy alto ni especialmente robusto, pero vi cómo se encogía como si temiese una reacción violenta. Yo intenté amedrentarla lo menos posible, mirándola a los ojos, hablándole como lo harías a un cachorrito callejero, sin alzar la voz para no asustarla.

-Laura… no me dirás qué está tarde no tenías algo planeado con tu cita misteriosa…

Negó con la cabeza, y mi sonrisa se ensanchó un poco más.

-No me mientas, Lau. ¿Tanto suplicar por una cita y era solamente para charlar? ¿En serio? Pobre Santiago…

Frunció el ceño al escucharme, y su expresión cambió del temor a la sospecha.

-¿Cómo sabes…? – se interrumpió, y un súbito chispazo de ira recorrió sus ojos verdes – Espera un momento… hijo de puta… - durante un instante dio la sensación de querer pegarme, pero le coloqué un dedo sobre los labios, callándola, y noté como el miedo regresaba a su mirada, ensordeciendo la rabia e inmovilizándola.

-¿No te preocupaba Helena? Supuse que te vendrían bien unas clases prácticas, después de toda la teoría. – separé mi dedo de su boca, que quedó entreabierta – Lo que no me esperaba es que fueses a ir tan rápido, y tan lejos.

El reconocimiento iba colmando poco a poco la mente de Laura, a juzgar por la transición de su expresión de la ira al asombro, de la incredulidad a la vergüenza, al ir cerciorándose paulatinamente de las conversaciones y las fotos que ella había colocado en mis manos, y lo que podría hacer con ello. El color fue retornando a su rostro, enrojeciendo sus mejillas, y volvió la cabeza para evitar mirarme.

-No me lo puedo creer… - masculló, con la voz quebrada. Se limpió dos lágrimas con el dorso de la mano, y mordiéndose los labios me confrontó de nuevo, haciendo acopio de toda la dignidad, real o fingida, que le quedaba. - ¿Y qué es lo quieres?

Retrocedí un par de pasos, y me encogí de hombros, convirtiendo mi sonrisa de escualo en una mueca inocente.

-No lo sé, Laura. Mira, lo mejor es que subas a tu casa, te des una ducha, te relajes, y tal y como tú misma has dicho, pienses cómo agradecerme mi discreción y mi paciencia. – cogí su bolso, que seguía en la repisa de la cocina, y saqué sus llaves, alargándoselas – Cuando se te haya ocurrido algo, bajas y recoges tu bolso.

Su cara fue recorriendo toda una gama de colores, desde el carmesí intenso al blanco níveo, sus ojos de gata relampagueando de cólera, su boca torcida en un rictus a medio camino entre el desprecio y la resignación, pero terminó casi arrebatándome las llaves de la mano y en silencio se fue hacia la puerta, que escuché cerrarse menos violentamente de lo que esperaba.

Tal y como había sospechado, su móvil tenía unas cuantas fotos más, por lo menos dos docenas, descartes y pruebas, que Laura ni se le había pasado por la cabeza borrar. No conocía mucho a Luis, su marido, pero el carácter apocado, amigable y cachazudo que traslucía no debía de ser solo fachada. Descargué las fotos en mi portátil, con el resto, sin estudiarlas en mucha profundidad, y yo mismo me di una ducha caliente, corta pero reconfortante. Me vestí con ropa cómoda, y me dispuse a esperar.

Media hora larga después, llamaron con unos suaves toques a la puerta.

Llevaba una ropa también casual, un pantalón deportivo y una camiseta negra de una marca de whisky, y tenía todo el aspecto de haber llorado, a tenor de los ojos enrojecidos e hinchados, que sin embargo no perdían su mirada felina. Su expresión traslucía algo de orgullo herido y una pizca de desdén, y el pelo húmedo enmarcado su cara le otorgaba cierto aspecto indómito de lo más sugerente. Sin mucha ceremonia, entró y se sentó en el sofá, sobre una pierna. Yo permanecí de pie, apoyado en la pared, frente a ella, y nos estudiamos en silencio durante un rato, sosteniendo nuestra respectiva mirada. Fue Laura quien la apartó primero, mirando al suelo.

-¿Y bien? – dije, los brazos cruzados frente al pecho, con ademán relajado.

-¿Me das mi bolso, por favor? – repuso, en voz baja. Yo fui a por él y se lo di, y ella estudió su contenido. Parecía estar tranquila al encontrarlo aparentemente intacto. Nuevamente se hizo el silencio.

-¿Laura? – añadí un sutil matiz de impaciencia, y ella me miró con el entrecejo fruncido.

-¿Qué es lo que quieres? ¿Follar? – se removió, inquieta, acomodándose. - ¿No tienes para pagar a una puta y me quieres follar a mí? ¿Es eso?

No perdí mi la sangre fría ni la sonrisa, sino que me la quedé mirando un rato, antes de contestar.

-No eras tan arisca con Santiago, Laura.

Su rostro se ensombreció.

-No imaginaba que en realidad era un cerdo asqueroso. – las dos últimas palabras llevaban veneno en cada sílaba, y me las escupió como si le quemaran en la boca. Nuevamente, nada alteró mi mueca burlona. Encendí la televisión, que conectada a mi portátil fue mostrando, una a una, como diapositivas, las imágenes de Laura desnuda en diferentes poses.

-Fueron las palabras de un cerdo asqueroso las que te bajaron las bragas, guapa….

Al principio mi vecina miró las fotos con una mezcla de asco y vergüenza, pero al final apartó la vista de la pantalla y la centró en mí, ruborizada. Yo paré la presentación fotográfica, y me apoyé en el escritorio, con los brazos cruzados. Laura se apartó el pelo de la cara, y pareció resignarse, soltando un largo suspiro.

-Tú dirás…

Me relajé, aunque no dejé traslucir ninguna emoción. Solté aire, y cuando hablé lo hice con voz tranquila, controlada.

-La ropa. Quítatela.

Seguramente no esperaba que fuesen tan directo, tan desapasionado. Lo había dicho de forma algo autoritaria, con naturalidad, como si hubiese pedido que me rellenara un formulario o sirviese un vaso de agua. Laura me miró, y durante un instante parecía que iba a decir algo, pero en último término se levantó, quedando de pie frente a mí, y se quitó la camiseta.

El sostén era de color carne, pasado de moda, pero resultaba sugerente porque apenas podía contener las grandes tetas de Laura, manteniéndolas erguidas y punzantes a duras penas, ambos globos amenazando con desbordar la tela en cualquier momento. Mi vecina se quedó pensativa, antes de bajarse el pantalón y dejarlo en el suelo, poniendo al descubierto unas bragas igualmente sobrias, de señora mayor, muy ajustadas en la cintura donde sus carnes se acumulaban y sobresalían. No era la visión más erótica del mundo, pero igualmente sentí que mi entrepierna se iba desperezando.

Laura se detuvo ahí, pudorosa, y yo decidí aminorar el ritmo.

-No estás nada mal, Laura, ¿lo sabes? – lo dije con cortesía, admirando el surco que marcaban sus labios vaginales en la ajustada braga, o el más que considerable volumen de su busto. Al diablo los follamodelos, Laura podría estar más delgada o ser más guapa, pero era un bocado que no se le habría atragantado a nadie con los huevos en su sitio. Ella me miró, inexpresiva, y tembló un poco, más por los nervios que por frío.

-Ahora voy a hacerte unas preguntas, y quiero que me contestes de forma totalmente sincera. No quiero más que la verdad, ¿vale?

Asintió muy despacio, y yo volví a interpelarla, algo ofuscado.

-No te he oído.

Se encogió un poco, y bajó la vista, antes de hablar en voz baja.

-Sí.

-De acuerdo. Empecemos entonces. Entre Luis y tú no hay ningún problema, ni os vais a separar, ¿me equivoco?

Laura se rio un poco, sin pizca de alegría, como si la pregunta le pareciera estúpida.

-Claro que no… ¿Por qué crees que estoy aquí?

-Entonces ¿qué haces buscando contactos por Internet?

La mirada de mi vecina se dirigió al techo, y cuando me respondió lo hizo con voz acongojada, conteniendo el llanto.

-No lo sé… mi amiga Alicia me hablaba de ello, y es verdad que Luis y yo hace tiempo que no… bueno, eso... El caso es que empecé como jugando, pero… cada vez me gustaba más, cada vez me hacía sentir mejor...- ahí se detuvo, y secó sus lágrimas con la mano. Yo cogí una de las sillas de la cocina y me senté al revés, con el respaldo en el pecho, apoyándome en los brazos cruzados, y la miré hasta que se serenó y me miró a su vez, interpelándome en tono de reproche. - ¿Por qué me haces esto?

-Las preguntas son cosa mía, Laura. – le dije, tras negar con la cabeza. – Y tengo algunas más. ¿Practicas sexo oral?

Sus ojos se abrieron y se cerraron en un gesto atónito. Sin duda, a pesar de todo, no se esperaba una pregunta tan cruda.

-¿Cómo?

-A ver… - dije, tras soltar un bufido de fastidio– Que si chupas pollas, Laura. ¿Se la chupas, a tu marido?

Las mejillas de Laura se tornaron en dos círculos cárdenos, y respondió balbuceando, abochornada.

-Yo… bueno… alguna vez… pero…

Pobre Luis, pensé, y la interrumpí con un gesto.

-¿Con cuántos hombres te has acostado, Laura? Aparte de Luis, quiero decir.

-Con… tres. Bueno, con dos, aparte de Luis. – replicó, tras pensarlo apenas un momento.

-¿Y desde que estás con Luis? ¿Te has acostado con alguien más?

-De ninguna manera… - repuso, muy digna de repente, alzando la barbilla, pero al momento volvió a bajar la vista, como si se hubiese percatado de lo que iba a pasar, y sobre todo, por lo ella habría dejado que pasara.

-Quítate el sostén, Laura.

Me miró, suplicante, y no movió un músculo.

-¿No me has oído? Quítate el sostén.

Hubo un amago, un levísimo conato de rebeldía, pero pasó en un segundo. Las manos de Laura buscaron en su espalda el cierre del sujetador, que se abrió con un ligero chasquido, y mi vecina se quitó la prenda sujetando las copas y sus pechos con las manos, como si quisiese ocultarlas un poco más, para al final reconocer la futilidad del gesto y dejar que resbalara al suelo. Sus pechos le acompañaron en la caída, desplomándose blandamente. Al principio intentó tapárselos una vez más con las manos, pero mi gesto de desaprobación hizo que las apartase, dejándome contemplar sus ubres colosales, dos grandes mamas pálidas con pezones como falanges que señalaban hacia el suelo frente a ella. Sus areolas me parecieron incluso mayores que en las fotos, redondas y abultadas, de un oscuro color entre el rosa y el pardo, coronando unos pechos que en tiempos hubieron de haber sido redondos, enormes y erguidos, pero que la edad había vencido, hinchado y deformado ligeramente. Aún así, conservaban vestigios de su pasado atractivo.

-Vaya cacho tetas, Laura… ahora las bragas. Quítatelas.

Una vez más, parecía que iba a romper a llorar. Se mordió el labio inferior, cerró los ojos y tras cinco, diez segundos de titubeo, metió los pulgares en la cintura elástica y bajó su ropa interior, tapándose la velluda entrepierna con las manos, y evitando mirarme a la cara, apretando muy fuerte las rodillas.

-Date la vuelta. Quiero verte el culo.

No tardó ni un momento en girar sobre sí misma y ofrecerme el espectáculo de sus retaguardia. Como me esperaba, sus nalgas eran grandes, pálidas, sin una gran forma, con la piel de naranja y la celulitis haciendo estragos hasta otorgarle cierto aspecto lunar, dos colinas gemelas surcadas de cráteres y hondonadas. Las caderas, anchas, rotundas, enmarcaban una raja inesperadamente breve, a pesar del tamaño de las cachas. Como Laura iba alternando el peso de una pierna a otra, sus nalgas se contraían, subían y bajaban al mismo compás. Siendo honestos, era un culo de aprobado raspado.

-Vuélvete a girar, Laura.

Se encaró otra vez hacia mi, todavía tapándose con las manos, el rostro otra vez impasible.

-Quita las manos, Laura.

Dudó, una tercera vez, pero finalmente las llevó a sus costados, abriendo y cerrando los puños jugueteando con los dedos, nerviosa. Su coño era peludo, muy peludo, y se notaba que apenas se lo arreglaba, porque el vello crecía en todas direcciones, desbocado, negrísimo, crespo y con aspecto duro y áspero. No se llegaban ni a adivinar los labios, porque mantenía las piernas todo lo juntas que permitían sus muslos regordetes. Nos miramos.

-Madre mía qué felpudo, Laura… -su rubor se extendió por toda la cara - ¿Te comen el coño habitualmente?

Nuevamente abrió mucho los ojos.

-No… alguna vez...

-No me extraña… casi da miedo lo que puede salir de ahí… ¿Por qué no te lo depilas, aunque sea un poco?

-No sé… me da apuro, supongo…

-No es muy bonito… un poco de vello, vale, pero esto… - torcí el gesto, y me levanté. Laura me miró, como si le hubiese asustado. – Quiero que te des la vuelta y te dobles por la cintura, todo lo que puedas.

Pareció no entenderme, así que la agarré de los hombros y con mis manos la fui guiando, notando su estremecimiento cuando la toqué, y el leve gesto de rechazo cuando posé la mano entre sus omoplatos y empujé hacia abajo, colocándola casi en ángulo recto. El pelo le tapaba la cara, y las tetas le colgaban como dos péndulos, fofos y pálidos. Me coloqué tras ella.

-Ábrete los cachetes del culo con las manos.

Corté el impulso de incorporarse con mi mano en su espalda, y sus protestas con mi voz, en tono más autoritario incluso.

-He dicho que te abras el culo. Ya.

Sus tímidas quejas quedaron en nada ante mis palabras, y acto seguido sus manos se colocaron en sus nalgas y estiraron, un poco al principio.

-Ábrelo más. Todo lo que puedas. Vamos.

Obedeció, y los dos cachetes se separaron mostrando una raja colorada y con bastante vello oscuro en las lindes. Me agaché para verlo en detalle, y en el centro pude observar a placer su ano, muy pequeño, prieto y de color muy oscuro, rodeado de largos vellos negros, fruncido en un guiño obstinado, arrugado y selladoõ . Más abajo el pelo ocultaba dos labios gordezuelos que rodeaban dos colgajitos de carne retorcida. Los alrededores de su coño, para mí sorpresa, brillaban con una tenue pero notoria humedad, y me incorporé mientras sacudía la cabeza.

-Eres muy peluda, Laura.

Soltó sus manos, se enderezó y se giró hacia mí, quitándose el pelo que había caído sobre su cara, de color escarlata. Evitaba mirarme a los ojos, y sus manos iban de sus costados a su entrepierna, sin detenerse en ningún sitio. Le cogí la barbilla, y la forcé a mirarme.

-¿Te han dado por el culo, Laura?

Sus ojos verdes parecieron salirse de las órbitas.

-¿Qué? No, no, no, no…. – negaba frenéticamente. En verdad su ano parecía minúsculo, comparado con el volumen de su trasero – Por favor C***…. Haré lo que tú quieras. Te la chupo. Te dejo que me folles como te dé la gana. Pero no me des por el culo. Por favor. Por favor.- Era la primera vez que pronunciaba mi nombre desde que había bajado, y sus ojos se llenaron de lágrimas y de súplica. Yo le acaricié el pelo, y me desabotoné los pantalones, dejando salir mi polla que estaba completamente erecta. El aire frío del salón en mi glande me hizo casi tiritar, pese al calor abrasador de mi vecina desnuda.

-Sí me la vas a chupar, empieza. – mi voz fue seca, como una orden a un perro bien adiestrado. Laura cayó de rodillas y agarró mi polla con torpeza. Me miró desde abajo, acariciándola muy despacio, con un recato de doncella inexperta que resultaba al mismo tiempo frustrante y estimulante. Terminé por coger su cabeza y dirigirla yo mismo hacia mi rabo. Laura abrió un poco la boca, y posó los labios sobre el glande, como si fuese a beber de él, sin metérsela apenas.

-¿Me las vas a chupar o no? – resolví aumentar un grado la brusquedad de mis palabras, para provocar una reacción. Mi vecina abrió más la boca, pero tuve que ser yo con la mano en su nuca y con un suave empellón de mi cadera quien introdujese todo mi capullo en su boca, que se cerró en torno a mi polla, reteniéndola allí. Laura se limitó a esconderla sobre su lengua, amorrándose a mi rabo sin moverse un milímetro, congelada. Empujé un poco más, y a pesar de que intentó resistirse, mi mano en cabeza no la dejaba escapar, y un buen trozo más de polla se alojó en su paladar.

-¡¡Hmmmm!! – gimoteó Laura, y unos hilos de baba resbalaron por el tronco de mi nabo. Al soltar su nuca se sacó la porción de polla, mientras sorbía la saliva, tosía y respiraba fuerte por la nariz. – Joder … es que … es más grande… que la de Luis… - murmuró, a modo de disculpa, entre tos y tos.

Se la volvió a meter en la boca, tentativamente, dejándola resbalar con mucha parsimonia entre sus labios, rascándome un poco con los dientes en el frenillo, provocando que diera un pequeño respingo. Acaricié su rostro con las manos, y la cogí por ambos lados de la cabeza, enredando mis dedos en su pelo. Con mucha delicadeza, casi con descuido, comencé un vaivén marcándole un ritmo pausado, cadencioso, metiendo y sacando mi capullo de su boca, llenándolo de saliva. Poco a poco iba metiendo cada vez más polla en su boca, hasta más o menos la mitad, follándome con lentitud geológica sus labios y su garganta, escuchando su respiración trabajosa y moviendo su cabeza adelante y atrás. No era, desde luego, una gran mamadora, así que después de apenas un par de minutos la saqué, soltando su cabeza, y Laura me miró con la comisura de la boca brillante de saliva, sorbiendo por la nariz. Le hice un gesto para que se levantara.

-Vamos a la habitación – le señalé mi cuarto, y limpiándose la cara con la camiseta, tosiendo y carraspeando Laura caminó pesadamente hasta la cama, mientras yo la seguía. Le di un pellizco en una de sus nalgas, blandita y fría, y Laura pegó un saltito, mirándome con algo parecido al miedo. Cuando llegó a la habitación, se sentó en la cama, y sin que yo le dijera nada agarró mi polla y se la metió en la boca, chupándola muy despacio, haciendo un gracioso ruidito, como si sorbiese, tengo que reconocer que sin mucho arte pero con bastante entusiasmo, a la vez que me pajeaba al mismo compás, apretando fuerte, aspirando mi capullo como si esperase sacarme la leche a chupetones.

Seguramente esperaba que mi orgasmo supusiese un indulto.

La dejé hacer un rato, más por el placer de tenerla así, chupándomela como una desesperada, que porque realmente estuviese disfrutando de su desmañada felación. Cuando me cansé, le acaricié la cabeza, dándole unas suaves palmadas que la obligaron a mirarme.

-Túmbate y abre las piernas, Laura. – Lo dije con suavidad, pero ella se sacó mi polla de la boca y negó con la cabeza.

-No… Te la chupo hasta el final, C***… ¿no te gusta? – me miró esbozando una sonrisa que quiso ser pícara, pero que se quedó en patética, sin dejar de pajearme la polla embarrada de baba.

-Laura, no me hagas enfadar. Túmbate.

En favor de mi vecina he de decir que lo intentó. Me rogó con la mirada.

-No C***… córrete en mi boca si quieres, ¿vale? A Luis nunca le he dejado… -intentó provocarme, y como para corroborarlo, se metió una buena porción de mi polla en la boca, como si fuese una felatriz experta.

No sé ustedes, pero yo no serviría para amo dominante. Carezco de imaginación, de depravación, y mis escasas experiencias en ese sentido se limitan a algunos juegos con alguna follamiga. Pero creo que todos tenemos un instinto, un impulso de macho alfa, que puede ser más o menos difícil de despertar, pero que, ocasionalmente, termina brotando. Ese fue mi momento.

Le saqué mi polla de la boca, y Laura me miró como si le hubiese quitado una golosina. Fruncí el ceño, y le agarré el mentón con la mano, apretando y haciendo que sus ojos verdes brillasen de inquietud.

-Vamos a ver, Laura… parece que olvidas que esto es una clase, y que tú eres la alumna y yo el profesor. – Miré un poco alrededor, y vi las sandalias de andar por casa junto a la mesilla de noche – Dicen que la letra con sangre entra… - la solté y cogí la sandalia. Era pesada, de buena calidad, con una suela de goma antideslizante gruesa y cómoda. Laura me miró, con gesto de incomprensión, hasta que me puse frente a ella y con cierto enfado le di una nueva orden.

-Ponte a cuatro patas.

Me miró primero con recelo, y luego la zapatilla, y fue divertido comprobar cómo fue entendiendo lo que iba a pasar a medida que sus ojos se abrían y contenía el aliento. Parecía que iba a decir algo, pero entonces cogí uno de sus pezones y lo retorcí en un pellizco sin pizca de piedad, a lo que ella respondió con un gritito de dolor.

-Laura, a cuatro patas.

Terminó obedeciendo, moviéndose con lentitud, sin dejar de mirarme con carita de pena, hasta que se colocó sobre sus rodillas y manos, con la espalda erguida, casi sentada sobre sus corvas, sin atreverse a exponer del todo sus nalgas.

-Pon el pecho sobre la cama. Levanta y saca el culo.

Respiró fuerte, y tras un par de segundos obedeció, alzando su retaguardia y colocándose como si fuese una devota musulmana, en oración. Su culo eran dos islas volcánicas, blancas y temblorosas, coronando dos muslos gorditos y fofos. Respiraba agitada, con la frente apoyada en la colcha.

-Los brazos extendidos por encima de la cabeza, Laura.

Cuando lo hizo, posé despacio la sandalia sobre una de sus nalgas, y al notar el contacto se estremeció, todo su cuerpo en tensión, y al punto volvió la cabeza para mirarme, sus ojos a punto de deshacerse en llanto.

-C***, te lo ruego… no me pegues… no me pegues, por favor… - su voz se partió en pedazos, como un cristal.

-Laura, la escuela conductista habla del condicionamiento operante como la más efectiva forma de modificación de conducta. Skinner distingue tres tipos de estímulos para el condicionamiento. El de omisión, el de reforzamiento positivo… y el de castigo. – No sé ni por qué dije eso. Estaba ebrio de dominio, de poder, de excitación. Y seguramente, también era un poco gilipollas. – Vamos a ver si aprendes cuál es tu lugar.

Sin previo avisó, le di un fuerte azote con la sandalia, que restalló con la violencia de un disparo en la fina piel de su nalga. Todo su culo tembló, y el grito de Laura fue corto, seco, duro, antes de proferir un llanto entrecortado, y llevarse inmediatamente una mano al trasero, frotándose donde empezaba a formarse una mancha muy roja. Le cogí la muñeca, y volví a colocársela por encima de su cabeza, sobre la cama. Mi vecina se encogió, escondiendo sus caderas en sus piernas. Yo agité la sandalia, como ensayando, y le puse una mano justo en la base de su espalda.

-Vuélvete a colocar, Laura.

Contuvo los sollozos, y levantó el culo con cierta reticencia. Miré la silueta bermeja que empezaba a formarse en su nalga, con la forma oblonga de la suela de mi sandalia.

-Laura, voy a darte diez azotes con mi sandalia. Quiero que los cuentes, uno a uno, y quiero que me des las gracias por enseñarte esta lección. – No sé si lo había visto en alguna película, pero me pareció gracioso.

Se retorció un poco, ocultando el rostro en la cama, cerrando las manos y agarrando una buena porción de colcha. No contestó.

-¿Me has oído, Laura? Contéstame.

Lloraba mansamente, en silencio, pero al final, entre hipidos, sorbiéndose los mocos y tosiendo, giró la cara hacia mí y con los ojos cerrados respondió.

-Sí…

-¿Sí qué más? – pregunté, apretando su nalga con fuerza, como una garra, justo donde mi sandalia la había pintado de rojo.

-Sí… profesor.

-Muy bien. Pues vamos a empezar.

No le dejé mucho tiempo para pensarlo. Con todo el impulso de mi hombro, solté un papirotazo estrellando con energía la suela de goma sobre su nalga derecha, casi en el mismo punto del golpe anterior.

-¡¡Aaayyyy….!! – aulló Laura, dando casi un salto, pero enseguida se recompuso - ¡Uno! ¡Gracias, C… digo, profesor!

Meneó un poco el culo, pero mantuvo la posición. El segundo zapatillazo fue un poco más abajo, entre la nalga y el muslo, y sonó limpio, estruendoso y seco, como un portazo. La blanca piel de Laura enrojecía por momentos, y mi vecina gritó un poco más.

-Ayyymmmm…. – apagó el grito mordiendo la colcha, y liberó la boca para decir -¡Dos! ¡Gracias, profesor!

El tercero y el cuarto los solté con rabia, muy seguidos, cerca de la raja, donde se acumulaban la carne de ese culazo maduro, y Laura tembló de arriba abajo, levantando la cabeza y doblando la espalda.

-¡Tres! ¡Cuatro! ¡Gracias profesor!

El cachete derecho de Laura se tiñó de rojo intenso, e hice una pequeña pausa para admirarlo, mientras mi vecina trataba de contener los sollozos. Apunté cuidadosamente, y azoté una vez más el ya maltratado culo de Laura, que berreó entre lágrimas.

-¡Cinco! ¡Gracias, profesor!

Me detuve, dejando que el dolor, el picor y el escozor se fuesen apoderando de las señales grana que eran ya puro fuego, y me coloqué al otro lado, en silencio, mientras los lloros de Laura se iban aplacando. Era obvio que le dolía, pero sin duda alguna era más la humillación lo que le hacía sufrir, la sensación de hallarse a mi merced. Los azotes seis, siete y ocho resonaron como campanadas de carne, acompañados por los gritos de mi vecina, enrojeciendo de forma súbita y dolorosa la nalga hasta ahora intacta de Laura.

-¡Seis! ¡Gracias, profesor! ¡Siete! ¡Gracias, profesor! ¡Ocho! ¡Gracias, profesor!

No aguantó más. Se llevó ambas manos a las nalgas, frotándolas, protegiéndolas, y se tumbó estirando las piernas, bufando y maldiciendo ahogando los gritos en el colchón. Se giró y me miró, con el rostro lleno de lágrimas de impotencia.

-C***… no más, te lo pido por favor. No más.

-¿Has aprendido la lección, Laura? – asintió, con las manos todavía frotándose el culo para aliviar el escozor.

-Sí, C***, sí… de veras. Haré lo que tú digas. Lo prometo.

-Muy bien, Laura, muy bien. – Me acerqué, me incliné sobre ella y le di un beso, que ella tardó en corresponder pero que acabó devolviéndome. A base de besos, fue calmándose, y cuando me incorporé, me miró con cara agradecida, sonriendo otra vez. – ¿Pero qué clase de profesor sería sí no tuviera palabra? He dicho que serían diez azotes, y solo has recibido ocho.

Su sonrisa se congeló en el rostro, pero corté cualquier atisbo de rebelión cogiendo su rostro con la mano izquierda, levantándola un poco y clavando mis ojos en los suyos, que volvían a humedecerse.

-Vuélvete a colocar como antes. Ahora. Mismo. – casi ladré las dos últimas palabras, y ella no pensó en desobedecer, a juzgar la velocidad a la que se volvió a situar boca abajo, de rodillas, dejándome de nuevo a disposición su trasero. Sin mucha ceremonia, aticé un sandaliazo con auténtica saña, buscando un punto que ya estuviese inflamado, complaciéndome al escuchar el quejido agudo de Laura, seguido de la fórmula.

-¡Nueve! ¡Gracias, profesor!

El último azote cayó sobre la base de sus nalgas, donde ambas confluían para proteger a un tiempo sus dos orificios, abofeteando ese delta de carne y vello con violencia, haciendo que Laura cayese nuevamente sobre su vientre, quejándose amargamente.

-Aaayyyy… - hundió con todas sus fuerzas la cabeza en el colchón para amortiguar el dolor, pero para mí sorpresa, obedeció hasta el final, alzando el rostro, curvándose la espalda y bufando - ¡Diez! ¡Gracias, profesor!

Se quedó tumbada, frotándose las nalgas doloridas y con algún moratón, resoplando. Yo dejé la sandalia sobre la mesa, y acaricié su espalda. Ella se agitó al notar el contacto, asustada, pero después se relajó. Me incliné y besé muy despacio su trasero, sintiendo el calor de sus cardenales en mis labios, escuchando cómo iba poco a poco respirando más tranquila, más despacio, más cómoda, con el dolor mitigándose progresivamente. Al incorporarme, ella se giró hacia mí, con un brillo desafiante en sus ojos verdes.

-Muy bien, Laura. ¿Entonces has aprendido la lección? – me fui bajando los pantalones, liberando una erección descomunal, y también la camiseta, arrojando las prendas al suelo. Ella recorrió con la mirada mi cuerpo desnudo, deteniéndose en mi polla, calibrándola.

-Sí. – respondió, sencillamente, y sin decir una palabra más se tumbó de espaldas y dobló las rodillas, abriendo sus macizos muslos, dejándome ver un coño peludo y oscuro, como una cueva prehistórica cubierta de maleza. Me subí a la cama y me coloqué de rodillas entre sus piernas, masturbándome con sacudidas lentas para endurecer un poco más mi herramienta, y al colocar mi capullo en el frondoso vestíbulo de su vagina, Laura formuló una pregunta con aire desvalido.

-¿No… te pones condón?

No me molesté en contestar, sino que empujé con decisión, a pesar de la tensión que noté en todo su cuerpo. El capullo entró con relativa facilidad, pero después noté cierta sequedad, una molesta aspereza, y dolor en la piel que recubría mi rabo, haciendo que me detuviera con apenas un trocito de mi rabo en su coño.

-Auu… - Laura protestó, cerrando los ojos. Yo saqué el capullo y lo volví a deslizar dentro, hasta el punto donde me volvía a molestar. Repetí el movimiento tres, seis veces, y poco a poco noté que mi vecina se relajaba, jadeaba y su coño se iba mojando, lubricando su estrecho túnel y permitiendo que gradualmente mi polla se fuese alojando en su confortable cueva, sorprendentemente prieta y difícil de dominar. Pero en cuanto mi pelvis se posó contra su vientre, en cuanto mi polla se hubo sumergido hasta la empuñadura en su chocho sediento, Laura gimió muy bajito, abrió los ojos y me miró, nuevamente rendida, resignada, asumiendo su derrota. -Hace bastante que no… vete lento, porfa …

Asentí, decidido a darle al menos una tregua, y fui retrocediendo como la marea, mientras miraba esas enormes tetas desparramadas sobre su pecho, y en un impulso glotón cogí uno de sus pezones entre mis labios y lo chupé con frenesí de lactante. Laura, estoy convencido de que algo a su pesar, se agitó y gimió mordiéndose los labios. Mi polla, entretanto, iba completando sus recorrido de ida y vuelta un poco más deprisa, un poco más profundo y apenas un poco más fuerte, entre los jadeos entrecortados de mi vecina, que se retorcía apretando sus muslos contra mis caderas, engrasado con sus jugos el émbolo que percutía su hasta entonces fiel coñito de casada.

-¿Te gusta? – gruñí, viendo cómo apretaba y sintiendo que mi polla resbalaba dentro de su coño como siempre estuviera empapada en aceite, apartando sus carnes temblonas, estirando las paredes rezumantes de flujo de su vagina y llegando hasta el fondo, golpeando sus labios con mi pubis. - ¿Te gusta?

-Síí… síí… - me sorprendió que lo admitiese gimiendo un poco más alto, y supe que estaba definitivamente conquistada cuando en uno de esos arreones de cadera que provocaba un temblor sísmico por todo su cuerpo, su boca buscó la mía y me besó, entregada, caliente, ansiosa, y sus uñas se clavaron en mi espalda, arañándome. -¿No...querías… follarme? ¡Pues fóllame… joder! – dijo, sin dejar de besarme entre palabra y palabra, mirándome con ojos de gata en celo casi fuera de sus órbitas.

Eso para mí fue como si me espolearan. Con vehemencia, con brío, mi polla fue tomando hasta el último rincón de su coño maduro, empapado, ardiente, como dando martillazos en un yunque de carne y flujo, sintiendo mi polla chapotear en su chocho haciéndolo papilla, forjándolo a fuego a la medida de mi polla, destruyendo y arrasando las huellas de su marido para plantar mi bandera, dejar mi enseña, estampar mi firma. Laura aullaba a media voz cada vez que mi capullo golpeaba un poquito más profundo, un poco más dentro, un poco más arriba, y no dejaba de mirarme con sus ojos verdes inyectados en sangre, arrasados en lágrimas, como si cada pollazo le llegase hasta el alma y le hiciese ver las estrellas, en el más amplio de los sentidos.

-Ay madre… ay madre .. – musitaba, entre aullido, gemido, jadeo, suspiro. Abría todo lo posible las piernas, haciéndome sitio, y empujaba con la pelvis para permitir que mi polla entrase todavía más fuerte, más impetuosa, hasta confundir dolor y placer en una mezcla que la forzaba a arrugar todo el rostro y proferir un gritito cuando la sentía percutir en algún rincón aún intacto de su coño.

Estuve follándomela así durante quince o veinte minutos, hasta que me detuve con la polla bien encajada, sumergida en sus caldos y sus carnes, atrapada en su coño que la había devorado como el pez al cebo, de un bocado y sin masticar. Me incorporé, quedando de rodillas, mis manos acariciando sus muslos y sus caderas, carnosas y desbordantes, y empecé a dar enviones largos y potentes, más lentos pero más enérgicos, mientras Laura jadeaba ostentosamente, quitándose el sudor y el pelo con la mano, bufando y mirándome, con la sumisión escrita en sus ojitos esmeralda, la boca abierta en una herida roja, las mejillas arreboladas, las tetas subiendo y bajando y temblando como flanes pálidos al ritmo de su respiración agitada. Sentí llegar su orgasmo, cada fibra de su coño crispándose en torno a mi rabo.

-Ay que me voy… me voy… me voy… ¡Me voy! ¡¡Me vooooy!!!– Laura se corrió ruidosamente, temblando, sus uñas abriéndome dolorosos surcos en las caderas, su coño estrangulando mi polla como si me la fuera a arrancar, sus caderas empujando contra las mías en un vaivén violento, abandonada al placer culpable, buscando aire con la boca abierta en un grito silencioso. Los espasmos de su orgasmo se fueron calmando, sin que yo dejara de acuchillar su coño chorreante una y otra vez, gozando también de su estrechez y su calor. Aumenté la velocidad de mis empujones a medida que percibí la cercanía de mi propio orgasmo, pero Laura, recobrando a medias la compostura, empezó a protestar.

-¡No acabes dentro! ¡C***!

-Y entonces, ¿dónde, Laura? – dije, casi en gruñido, mientras ralentizaba apenas mis penetraciones para darme tiempo. Yo ya sabía dónde quería soltar mi leche, pero quería que ella se sometiera por completo.

-Donde sea… pero dentro nooo… - empezó a retorcerse un poco, cabalgando las olas de placer que llegaban como una tormenta desde su entrepierna, y supe que no se opondría a lo que iba a hacer, porque tenía una cara de vicio que asustaba.

Quiero creer que fue un movimiento felino, pero seguramente fue el chapaleo torpón de un animal marino en tierra lo que me llevó desde su entrepierna hasta estar arrodillado junto a su cabeza, y mientras me pajeaba con furia metí buena parte de mi polla en su boquita hambrienta, que tras resistirse un poco se abrió de par en par para recibirla, con apenas un leve arrugar de su frente como muda protesta.

Una corriente eléctrica recorrió mi espinazo y en su boca me corrí como un manantial, soltando chorreones de lefa espesos y densos, crema tibia. Laura cerró los ojos igual que los labios, fuerte, y arrugó un poco la nariz al notar cómo mi esperma iba llenando su boca y su garganta, mientras yo gemía de placer y me pajeaba despacio, ordeñando mi polla para no dejar ni una gota en el depósito, estremeciéndome al notar el delicioso cosquilleo de mi glande la frotarse contra su paladar, y disfrutando del triunfo de tener a mi vecina totalmente sometida, engullendo mi polla y dejando que llenase su boca con mi esperma, saboreando y recogiendo mi leche con devoción.

Caí sentado, y mi polla se escurrió de sus labios, dejando un pequeño reguero de baba y semen en su barbilla. Laura, al sentir revisar su boca se tapó con la mano, levantándose a toda prisa y corriendo al baño. La escuché escupir, toser, carraspear, lavarse la boca con agua y hacer gárgaras, mientras mi respiración iba recobrando el ritmo normal, a la vez que mi polla, exhausta, se cobijaba en su madriguera.

Laura regresó del baño, tumbándose a mi lado sobre un costado, jadeando todavía un poco, acariciando tímidamente mis piernas, mi vientre, mi pecho, sin rastro de remordimiento o rechazo, entregada y seducida. La miré, y ahíto de sexo, la vi con una luz nueva, tamizada por la famosa tristeza post-coitum. Sus tetas fofas y caídas, su cuerpo abotargado y fláccido, su greñudo coño sin depilar, sus granitos, sus lunares. Me levanté, y cuando ella me miró le señalé la puerta.

-Vístete y vete a casa.

Sus ojos verdes se mostraron afligidos y dolidos. Se levantó, arrastrándose por la cama, y sin decir palabra, con la cabeza gacha, se fue hacia la puerta. La detuve al pasar por mi lado, alzando su cabeza con mi mano en su barbilla. Nos miramos durante un momento, y espero que disculpen mi fatuidad pero en esos iris de color albahaca vislumbré el brillo de la esperanza y del deseo. Con una media sonrisa, le di un leve beso en los labios y llevé mi boca a su oreja, para transmitirle mi última orden con un susurro quedo.

-Estate preparada para la siguiente clase.