BPN. Ojos verdes (10). Tentando a la suerte
Un trío... O dos...
La suerte, o el azar, es la forma en que definimos la concatenación a veces caótica de causas que nos llevan a un acontecimiento, pero cuya mecánica desconocemos y por lo tanto asumimos que escapan a nuestro control. Por ejemplo, nadie diría que si suelto un vaso en el aire y este se rompe al chocar contra el suelo, éste se ha hecho añicos por mala suerte. Pero en cambio sí que llamamos buena suerte al aluvión de circunstancias que, como una piedra echada a rodar desde la cima de una montaña, causan una serie de avalanchas aparentemente fortuitas de sucesos que desembocan en un evento que nos resulta favorable. Y que, a escala cósmica, resultan tan lógicas y meridianos como que, si abandonó un vaso a la gravedad, este se romperá en mil pedazos contra el suelo.
Preferimos abandonarnos a la superstición que a la asunción de que somos partículas subatómicas en un grano de arena de una playa infinita. Preferimos creer que algo, o a alguien, le importamos lo suficiente como para que su mano influya en nuestra existencia, para bien o para mal. Soportamos mejor eso que la certeza de nuestras limitaciones, y el vacío que existe antes y después.
No, no es buena o mala suerte lo que gobierna nuestro paso por el mundo. Ni tampoco es que el destino esté escrito, o que el universo confabule en modo alguno a tu favor, ni mucho menos que los hados te sonrían o te castiguen siguiendo algún tipo de código moral. Es todo mucho más simple que eso. En realidad, es una cadena casi a nivel cuántico de sucesos que a veces nos salen bien, y a veces nos salen mal. Si pudiéramos controlar cada eslabón, si pudiéramos poner por escrito cada escalón que subimos o bajamos por la escalera de la vida, veríamos que, después de todo, lo que ocurre no es ni bueno, ni malo, ni venturoso, ni desafortunado. Lo que es es, sencillamente, inevitable.
Cojan, a efectos ilustrativos, una moneda lanzada al aire. Que caiga cara o cruz se diría fruto del azar, ¿no es cierto? Y sin embargo… si lo analizamos a fondo, el peso de la moneda, el impulso dado, los giros que es en aire, la resistencia de ese mismo aire, la trayectoria descendente, al final predecir el resultado sería poco más que mecánica newtoniana, simple como una operación matemática. Incluso, remontando más allá, conociendo todos los datos, se podría incluso dilucidar todo el resto de preguntas. ¿Por qué hemos elegido esa moneda, y no otra? ¿Por qué la hemos lanzado con esa fuerza, ni más ni menos? ¿Cuál es la razón que nos lleva a elegir entre dos opciones mediante ese método, y no a pares o nones, o piedra papel y tijera, o a un duelo al amanecer a primera sangre?
¿Complejo? Naturalmente. Las cosas importantes siempre lo son. Por eso preferimos agarrarnos a una para de conejo, o a un trébol de cuatro hojas. Porque el mundo es más sencillo cuando cierras los ojos.
Helena desapareció por la puerta, dejándome perplejo, indefenso, desorientado. Me levanté trabajosamente, y durante un momento, sentado en la cama, intenté poner orden en mis pensamientos por enésima vez, desde hacía un par de días. Y me seguía resultando imposible, porque los acontecimientos me estaban atropellando de tal manera que yo asistía, casi como un espectador más, a la montaña rusa en la que se estaba convirtiendo paulatinamente mi vida, hasta hacía unas semanas tan anodina.
Así de extraña es a veces la azarosa voluntad de la Fortuna, pensé, tan equivocadamente. Porque, para bien o para mal, todo aquello había empezado con un sencillo gesto. Todo lo demás, si uno lo pensaba bien… ¿Había sido cuestión de buena suerte?
Ponerme en pie, mirar por la ventana durante un par de minutos, hacer tiempo sin darme cuenta de lo que ocurría, o tendría que ocurrir, o lo que algunos de nosotros querríamos que ocurriese, fue todo uno. Finalmente intrigado, me enfundé el pantalón y entré al salón, que se encontraba vacío. Extrañamente vacío. Significativamente vacío. Vagué durante unos momentos, descalzo, desnortado en mi propia casa, antes de ver la puerta del baño entreabierta, y al acercarme pude escuchar el sonido del agua en la ducha. Tomando aire, sin encomendarme a nadie, dispuesto a todo aunque esperando nada, abrí con cuidado la puerta y entré. ¿Qué otra cosa podría hacer?
Dentro me esperaba un espectáculo que fue capaz de despertar mi excitación a pesar de lo reciente de mi descarga.
Ignoro, nunca lo supe, lo que ocurrió previamente. Nunca llegué a preguntarlo. Pero el hecho es que allí, bajo la ducha, desnudas, abrazadas, comiéndose a besos, sus pieles mojadas brillando bajo la blanca luz del baño, estaban Helena y Mónica, fundidas en un abrazo estrecho de piel y saliva, un amasijo de brazos y piernas y traseros y espaldas y manos buscándose, tanteándose, probándose, encontrándose.
Mónica me vio por el rabillo de ojo, y alzó la vista, separándose de Helena, lanzando una exclamación.
-¡C***!
Pero mi vecinita no dejó que la dominicana se le escabullera, escandalizada o no. Agarró su rostro con mano y con una sorprendente brusquedad lo atrajo hacia su boca, empujando con su cuerpo y arrinconando a su amiga contra la pared de la ducha, callando sus protestas con sus labios y con su lengua hasta que se apagaron, sumergidas en el deseo, al notar que la mano de Helena buscaba su entrepierna y la acariciaba, mostrándome a mí la insoportablemente erótica imagen de sus nalgas, bien mojadas, tan carnosas, tan apetecibles, tan redondas y firmes, leche y cacao fundidas en un abrazo de serpientes.
¿Qué creen que hice?
Naturalmente. Fiel a mí mismo, mascullé para mis adentros un “de perdidos, al río”, y quitándome los pantalones con algo de dificultad debido a mí más que incipiente erección, abrí por completo la mampara transparente y me uní a las dos adolescente en su danza lúbrica, contorsionista, sicalíptica.
A veces nos equivocamos. Hay días que cometemos errores garrafales y desearíamos poder borrar ese recuerdo. Hay días que mejor no haberse levantado. Hay días tontos, tontos de verdad. Ese no fue uno de ellos.
Helena seguramente me esperaba, porque en cuanto notó mi presencia se pegó a mí, sin dejar de besar y acariciar el coñito recién desvirgado de Mónica, pegando sus caderas y sus nalgas contra mi vientre moviéndose despacio, conducente de la magnética fascinación que ejercía su culazo sobre mí. Y yo me dejé hacer, acariciando a mi vez su espalda, su pelo empapado, besando su cuello y mordiendo su nuca, agarrando sus pechos con ambas manos, chocando con las manos de Mónica que se retiraba y regresaba, seguramente sin conocer el protocolo a seguir en estos casos.
¿Es que alguien lo sabe?
El agua resbalaba por nuestros cuerpos, y yo terminé arrodillándome, justo en la espalda de Helena, mis manos descendiendo por su costado hasta llegar a la carnosa voluptuosidad de sus nalgas, que apreté y pellizqué y estrujé a mi antojo, para finalmente abrirlas todo lo que pude y enterrar mi rostro entre ellas, buscando con mi lengua el premio que me había prometido Helena si finalmente ocurría lo que, después de todo, estaba ocurriendo.
-Ay qué rico… - Helena separó el rostro del de Mónica, y bajando la cabeza lanzó un susurro perfectamente audible incluso por encima del rumor del agua. Mi lengua recorrió el contorno estriado y prieto de su ano, como una estrella de mar diminuta e indefensa, y lo lamí y lo chupé y endurecí la punta para jugar a introducirla, en un beso oscuro lascivo y perverso.
Helena sacó un poco el culo, doblando su cintura, y yo seguí desgastando ese manjar con lamidas largas, con puntadas sin hilo, tratando de desenterrar el tesoro en ese mapa de piel en el que el lugar no lo marcaba una equis, sino un asterisco.
Mi cosmos se redujo al delicioso culo de Helena, al agua que resbalaba por mi cuerpo y a los esporádicos gemidos que no sabía de qué garganta provenían, pero que interpreté como la aprobación a mis maniobras, que empezaron a ampliar su radio de acción hacia el coño empapado de mi vecina, que contribuyó decisivamente a la acción abriendo bien sus piernas y doblando aún más la cintura. Así, fueron ya dos los objetivos a los que mi lengua acudió, de forma alterna y dedicada, primero su ano y después su coño, encerrado en esa prisión regordeta de sus labios, una fresa bien dulce que degusté como si me la fueran a arrebatar.
Y me lo arrebataron, en cierto modo.
Helena se apartó, sacudiendo su trasero y obligándome a seguirle un poco. Miré hacia arriba, como un cachorro hambriento al que han despojado de su juguete, y entonces vi lo que Helena deseaba.
Mónica estaba de espaldas, con las manos en la pared, la cabeza vuelta a un lado, besando a Helena con los ojos cerrados,. Su cuerpo bruñido en bronce, tallado en ébano, esculpido en cacao, se perfilaba ante mí con la sensual y curvilínea belleza de una estatua. Me desplacé de rodillas un poco, bajo los chorros tibios de la ducha, y acaricié esa espalda perfecta, su zona lumbar que se curvaba deliciosamente, ese trasero como una roca volcánica, sus dos nalgas amplias pero firmes y sólidas, maleables, arcilla oscura que mis manos recorrieron en espiral, amasándolas.
También separé sus nalgas, con los dedos, y miré su ano igual de diminuto, igual de cerrado que el de Helena… y naturalmente, tenía que comparar también su sabor y su tacto, y ahí envié mi lengua, a ese rincón oscurísimo, secreto, y allí me entretuve, lamiendo, chupando, de arriba abajo, en círculos, en largos paseos húmedos.
No sé cuánto estuve ahí, concentrado, pero noté que unas manos tiraban de mí hacia arriba, y me puse en pie, soltando esas dos nalgas oscuras, con forma de corazón, erguidas, turgentes, respingonas, y me volví para encontrar la mirada verde y desatada de Helena, que bajó sus manos hasta mi polla masturbándola despacio, y acercando su boquita a mi oreja para susurrarme.
-¿Te la quieres follar otra vez…? – la frase se me grabó en el cerebro, y liberando mi verga de su presa pegué mi pecho contra la espalda de Mónica, que respiraba hondo, con los ojos cerrados, la frente apoyada contra los azulejos blancos de la pared. Mis manos se agarraron a sus pechos breves, pero bien redondos y duritos, apretándolos aprobando la consistente rigidez de sus pezones pequeños, mi polla encajada en la raja de su culo, el agua cayendo sobre nosotros.
Mordí su oreja, muy suave, y le susurré al oído.
-Voy a follarte…
Mónica no respondió, pero separó un poco las piernas y empujó un poco su culo contra mi polla, lo cual era bastante elocuente por sí mismo. Sin demorarme ni un segundo, busqué con mi polla cual zahorí el manantial al final de sus nalgas, y al encontrarlo bastó apenas un enérgico empellón con la pelvis para que mi verga se embutiera hasta la mitad en ese coñito moreno, empapado, abierto como un bollito de canela, y con otro envión la metí hasta el fondo casi abrasándome del húmedo calor que desprendía.
-Hmmmm… - el gemido de Mónica fue largo, ronco, surgiendo de su pecho, y noté cómo se revolvía al notar su coño repleto de todo el grosor de mi polla, que hambrienta como estaba, comenzó a salir y a entrar despacio pero con fuerza, golpeando ese culo perfecto, bien redondo y generoso, con mis manos pasando de sus tetitas a su rostro, resbalando por su estrecha cintura, agarrando sus caderas, regresando a sus pezones duros como el diamante, sin saber dónde posarse ni dónde detenerse.
Sentí a Helena besarme la espalda, el cuello, besarnos a los dos mientas me follaba a Mónica despacio, a conciencia, disfrutando de su coño todavía tan prieto y sin embargo acogedor y obediente, tanto que empecé a incrementar el ritmo, golpeando su culo con mis muslos, haciendo que de la garganta de la dominicana brotasen gemidos y suspiros cada vez más fuerte, más audibles.
-Dale duro… - la voz de Helena me sorprendió, tan cerca de mi oído, y noté sus manos apretando mis nalgas, arañándolas, y sus dientes mordiendo mi cuello, ascendiendo hasta el lóbulo de mi oreja – Follátela bien duro…
Afiancé los pies en el ducha, algo resbaladiza, y cogí a Mónica por la cintura. Ella volvió la cabeza, y me miró, con los ojos entornados, la boca abierta y mojada, el rostro contraído en un rictus de deseo, y sin pensarlo la besé, nos mordimos los labios, peleamos con nuestras lenguas un abrazo de saliva, y obedeciendo a mi vecinita me preparé y comencé a embestir tomando impulso con las caderas como si quisiera sacarla de la ducha a empujones.
-Aaau… sísisisi… - Mónica se separó de mi boca para mirar hacia el techo, cerrar los ojos y comenzar a gimotear con voz casi gutural, apoyando las manos en la pared y sacando el culo, o tratando de hacerlo, mientras temblaba cada vez que mi polla le llegaba bien al fondo, con un sonido que se confundía con el del agua caliente que corría por nuestros cuerpos.
Su coño era maravilloso, o al menos a mí así me lo pareció. Puede que fuera el placer más mental que físico de ser el primero en catarlo, puede que fuese el morbo desaforado de estar follándome a dos adolescentes, pero notaba cada milímetro de mi polla enterrarse en un guante aterciopelado a medida, tan jugoso y caliente, tan delicioso… Cogí sus nalgas, abriéndolas, separándolas, como si necesitase hacerme hueco para penetrarla más adentro, más fuerte, más hondo, y empujé con fuerza, provocando que Mónica tuviese que aguantar el equilibrio a duras penas, mi cuerpo embistiendo obsesivamente, como un pistón. Y Helena, como un diablillo de dibujos animados, en mi hombro, acariciando mi espalda, su boca en mi cuello, y su otra mano deslizándose por el vientre de su amiga hasta acariciar su clítoris, mano que noté casi rozando mi polla al entrar.
-Ay ay ay… Dios… Dios… - en cuanto la dominicana notó las caricias, comenzó a retorcerse, a sacudirse, y noté en su coño una repentina convulsión, un súbito apretón que envió escalofríos de placer desde mi capullo, bien enterrado en su interior, hasta mis mismos huevos, y tuve que sujetarla porque las rodillas le fallaban, las piernas se le iban, y su orgasmo fue como un ataque epiléptico, como una posesión, un torbellino de gemidos, contorsiones, gritos contenidos, palabras inconexas y empujones, empujones con el culo en mi polla como queriendo empalarse, atravesarse, clavarse ella misma. – Diooooooos…
El final fue un suspiro eterno, unos movimientos casi espasmódicos, arrítmicos, de sus caderas contra las mías, un abandono en mi polla y en los dedos de su amiga, un beso que me premió al girar la cabeza con los ojos extraviados, vidriosos, los labios rojísimos que devoré con voracidad, mientras mi polla durísima todavía se detenía en su interior, colmándola, y su precioso y carnoso culo descansaba contra mis muslos.
Los tres respiraba los agitadamente, y mis ojos, tras separar mi rostro de el de Mónica, que apoyó la frente contra la pared, se detuvieron en los de Helena, que tenía una sonrisa maliciosa en la cara, totalmente colorada. Se inclinó hacia mí y cerró el agua, el baño totalmente lleno de vapor, y ahora nos escuchamos respirar, resollar, jadear, temblar unos en otros. La piel de Mónica, tan oscura, pegada a la mía, todo su cuerpo fundido con el mío, unidos en una penetración congelada en el tiempo, su coño latiendo en torno a mi polla, masajeándola en toda su longitud. Mis manos no dejaban de acariciarla, mojada, brillante, hermosa como una diosa de ébano.
La boca de Helena de pegó a mí oreja, y me dijo una frase que estuvo a punto de hacerme perder definitivamente la cordura.
-¿Por qué no se lo haces… por el culo?
*
No sabía si sería fácil, pero desde luego que iba a intentarlo. El culo de Mónica era tan suculento que tendría delito dejarlo pasar sin, al menos, hacer una tentativa. Y si Helena ayudaba, de alguna manera…
Sentí mi polla crecer, endurecerse de anticipación. Helena rebuscó entre los botes del baño, pero no había nada, así que salió de la ducha un momento, mientras yo besaba suavemente la nuca de Mónica, que se recuperaba del orgasmo, gimiendo muy bajito.
-¿Qué pasa? - musitó, con voz relajada, al notar que yo no reemprendía el furioso ritmo de hacía un minuto. Yo no respondí, simplemente seguí recorriendo con mis labios su cuello, esperando a que Helena, que volvió casi al momento, entrara de nuevo. - ¿Qué haces…?
No supe si me lo decía a mí o a su amiga, pero el caso es que Helena cogió el bote de aceite de almendras que guardaba para los masajes, y lo destapó en silencio, vertiendo un chorrito fino justo al comienzo de las nalgas de Mónica.
-¡Ay! – exclamó la dominicana, con un tono entre sorprendido y divertido - ¿Qué es eso…?
Vi resbalando el aceite, caer en el profundo desfiladero entre sus glúteos, y noté el líquido viscoso en mi vello púbico. Muy despacio saqué mi polla, dejando que se empapase de aceite, que goteó entre nuestros pies, y Mónica me miró a los ojos, el ceño fruncido en ademán inquisitivo.
-¿Qué es eso, C***? ¿Aceite?
-Ssssh… - la callé con un susurro, y la besé despacio en los labios, que terminaron abriéndose, y nuestras lenguas bailando y acelerando nuestro pulso. Mi polla salió por completo de su interior, y la mano de Helena la capturó inmediatamente, esparciendo la glutinosa mezcla de flujo y aceite, embadurnándolo bien, dándome unos apretones que yo interpreté como cariñosos y aprobatorios por su dureza. Finalmente la soltó, y yo me separé de Mónica, inclinándome hacia atrás para contemplar mi objetivo.
Era un culo… impresionante.
Carnoso, redondo, amplio sin exageraciones, firme como solo puede serlo un culo adolescente, del color del chocolate, terso, respingón… una pura fantasía. Me humedecí los labios, y mis manos buscaron asidero en esos cachetes, separándolos, franqueando el camino hacia el objeto de mi deseo.
De nuestro deseo, debería decir, porque Helena se pegó a Mónica, acariciando sus pechos, bajando nuevamente su mano hasta el coñito de su amiga, acariciándolo, mientras la dominicana nos miraba alternativamente, no sabría decir si sin comprender, o sin querer comprender.
-C***… ¿qué vas a…? – No pudo completar la pregunta, porque su boca fue ocupada por la de Helena, y su atención fue momentáneamente atraída hacia su clítoris, estimulado a conveniencia por mi vecinita. Entretanto, yo buscaba la posición, estudiando el terreno que ya conocía con mi lengua, un terreno que se adivinaba espinoso. Pero la Historia, en todo caso, no la escriben los cobardes.
Mi capullo se posó en su arrugadito esfínter, sin hacer apenas presión, aguardando como un cazador a la espera, intentando no espantar a la presa. Helena seguía masturbando a Mónica, que jadeaba con los ojos cerrados, cada vez más excitada, más agitada, y solo cuando juzgué que volvía a arder con fuerza la hoguera de su interior me decidí a dar un empujoncito leve, un ligero toque para comprobar, como si me hiciera falta, la tensión de su ano.
Pude ver cómo abrió los ojos y giró la cabeza hacia mí, con la boca entreabierta y con la misma expresión de rechazo con la que su trasero me negaba la entrada.
-Ay… no… - negó, sin energía, sin duda arrebatada por las oleadas de placer de las caricias de Helena, que cogió su cara con la mano libre y le plantó un beso que juro por lo más sagrado que me puso a diez mil por hora la mente, el corazón y la polla.
No iba a ser sencillo, sin embargo, tomar esa plaza. Lo noté en cuanto hice una presión algo más decidida, algo más resuelta, y su esfínter siguió intransigente, firme en su convicción de no abrirse. Mi capullo resbalaba hacia arriba, hacia abajo, y su ano se fruncía al máximo, convirtiendo su orificio en una hendidura infinitesimal, invisible, rodeada de una muralla estriada y tensa como piel de tambor.
-Relájate, Mónica… - le dije al oído, uniendo nuestras cabezas, besando su mejilla, su oreja, su cuello, mientras Helena y ella seguían unidas en un morreo interminable. La dominicana no hizo ningún gesto, pero sacudió un poco las nalgas, como si negara con el trasero.
No sé qué hizo Helena, aunque lo sospecho, pero el cuerpo de la dominicana se envaró como un resorte, para después aflojarse. Sus bocas se separaron, y ambas jadearon, más calmada mi vecina, y más ardiente Mónica, que posó su frente contra la de su amiga, con los ojos cerrados.
Lo consideré una señal, y empujé con decisión, dispuesto está vez a no retroceder. Un poco más. Un poco más. Sólo un poco más…
Y sucedieron tres cosas.
-¡Aay! – la primera fue la exclamación dolorida, sorprendida y asustada de Mónica.
La segunda, que el aceite de almendras cumplió su cometido y se compra quedó más que amortizada.
Y la tercera, que a pesar de los pesares, el ano de Mónica acabó cediendo y entregándose, dejando que mi capullo se deslizará dentro no sin cierta trabajosa dificultad, expandiendo hasta el límite ese estrechísimo canal.
-¡Me duele…! ¡Me duelee…! – Mónica se lamentaba, arqueando la espalda, y ni siquiera las caricias de Helena conseguían aplacar la repentina rigidez de su cuerpo entero. Seguramente tendría que haber sido más paciente, más cuidadoso, ir dilatando su ano con mis dedos, ir suavizando mi entrada acostumbrando su recto a ser penetrado, pero la verdad es que me pudo la excitación, el ansia, el deseo, y no puede controlar el ímpetu de sodomizar ese cuerpo escultural. - ¡Sácamela por favor… por favor … no quiero… no quiero!
La fui besando, dejando que su voz quejumbrosa se fuese disolviendo en una especie de sollozo entrecortado, mientras los dedos de Helena seguían haciendo su trabajo, excitándola, intentando que olvidase el dolor en su culo. Mis manos seguían manteniendo sus nalgas bien separadas, pero no me moví ni un milímetro.
-Me arde… me arde C***… - los ojazos negros de Mónica se hundieron en los míos, llenos de algo que solo podría ser reproche – No… no me gusta… - hizo un mohín, tragándose las lágrimas, y respiró agitadamente, cabalgando el dolor pero también el placer que sentía provocado por los dedos de su amiga – Helena… - su voz se volvió suplicante – Por favor dile que la saque…
Helena y yo nos miramos, y me espantó el brillo depredador de esos ojos verdes, esas dos hogueras color esmeralda que tan pronto eran seductoras y felinas como fieras y despiadadas. Mi vecina se inclinó hacia su amiga, mitad acariciándola, mitad sujetándola, y le mordió el lóbulo de la oreja, estirándoselo, chupándolo, sujetándolo entre los dientes, antes de soltarlo y contestar en un susurro íntimo, un monosílabo que retumbó en la ducha y que los dos escuchamos perfectamente.
-No
Pude ver la sorpresa, la angustia, el despecho en la faz demudada de Mónica, que tardó unos segundos en reaccionar.
-Pe…pero me prometiste que lo harías… - aquello me dejó descolocado, aunque debo decir que justo en ese momento preciso, con mis manos en los glúteos perfectos de Mónica y mi polla abriéndose camino en su culo virgen, tampoco pensé con claridad.
-Cállate… - algo hizo Helena en el coño de su amiga, que está ahogó una exclamación y tembló como una hoja, mordiéndose los labios, deslizando las manos por la pared de la ducha como buscando un asidero. Y la mirada de Helena volteó a buscar la mía, y en ese destello, en ese centelleo color verde leí como en un libro abierto sus instrucciones, sus órdenes, sus deseos. Sin palabras. Sin tardanzas. Sin piedad.
Posiblemente porque coincidían, punto por punto, con los míos.
-Nonononoooooo…. – casi aulló Mónica al notar que empezaba a empujar, a empotrar centímetro a centímetro mi polla en su culo, abriendo y derribando las paredes de su intestino sin asomo de clemencia, paso a paso, escalón a escalón, sintiendo cómo su recto trataba de ajustarse a toda prisa a las dimensiones de mi verga, dura como punta de lanza. - ¡Dueleeeee….!
Estoy seguro de que hizo un esfuerzo agónico por relajarse, por aflojarse, porque notaba en mi polla al penetrarla que sus músculos intentaban distenderse, pero no le concedí tregua alguna. Estaba fuera de mí, y no paré hasta que mi pelvis hizo tope con sus nalgas abiertas de par en par, y mi polla casi por completo se incrustó en sus tripas, ocupando y dilatando ese angosto pasadizo, cuyas paredes gomosas y calientes aplastaban mi verga con una sensación casi insoportablemente placentera.
-Auuuuuu …. – gimoteaba Mónica. Resoplaba a toda velocidad, cogiendo y expulsando aire como una locomotora. Yo notaba en mi polla por una parte los latidos de la dominicana, como cuerdas pulsantes alrededor de mi tronco y mi glande, y por otro lado los dedos de Helena entregando y saliendo del coñito de su amiga. – Dios… me partes… me arde…
Solté sus nalgas, que se cerraron todo lo posible, y fui acariciando desde su cintura hasta sus hombros, rozando su costado, rodando mis dedos y mis manos por su piel, besando con mis labios su nuca, su pelo, su cráneo redondo, sus orejas, su cuello, y hablándole en susurros.
-Tranquila… relájate… no pasa nada… - no sé si fueron mis palabras, o más seguramente la buena mano de Helena, pero sí que fui percibiendo que se iba relajando de forma gradual, respirando cada vez más despacio. Pasaron quizá dos, tres minutos, en los que solo se oía nuestra respiración, cada vez más acompasada, y en sonido de los dedos de Helena en el coño de la dominicana, que jadeaba y suspiraba, arrugando la nariz cada vez que se movía y le molestaba su esfínter forzado a extenderse como nunca antes. Esperé unos momentos más.
-¿Te duele? – le pregunté al oído, entre beso y beso.
-Un poco… pero… menos… - bufó, entre jadeos, y cerró los puños. Yo seguí cubriendo su piel de besos, caricias, ligeros chupetones y mordiscos muy muy suaves. Cada vez la notaba más excitada.
-Voy a ir muy despacio, ¿sí? – le murmuré al oído.
-Dale… pero despacio… C***… despacio… por favor…- volteó la cabeza, mirándome, mirándonos a los dos, que parecíamos dos bestias devorándola. Yo la besé en los labios, y ella me besó también.
Tomé aire, y fui sacando mi polla despacio, con infinito cuidado, como si fuera a romperse, hasta casi vaciar su culo, y tras dejar unos momentos que su recto volviese a su posición normal, volví a introducir mi polla desde el capullo, paso a paso, notando cómo casi me arrancaba la piel de la increíble presión que ejercía sus esfínteres.
-Buffff… ayyyyy… - resopló y gimió, esta vez con lo que me pareció una mezcla entre dolor, incomodidad y placer, lo cual me envió la señal para empezar una enculada bien a fondo. Entré y salí un par de veces muy lento, como a modo de exploración, y noté que sus gemidos cambiaron de tono, y su cuerpo se acomodaba, se preparaba, se entregaba.
Y no me hice de rogar. Busqué un ritmo adecuado, una cadencia apropiada, algo más veloz y enérgica que hasta entonces, pero lo bastante parsimoniosa como para no hacer estragos, y comencé a salir y entrar de ese culo ceñido y cerrado con un vaivén largo, prolongado, calmoso, mientras Mónica gemía y daba quejiditos suaves.
-Au… au… así… suave… - cada vez que mi polla llegaba al fondo, y mis muslos eran detenidos por ous nalgas, Mónica profería un gemido ronco, y yo sentía como sus entrañas se abrían, se desplegaban, se deformaban para darme cabida, para alojarme. – Suavee…
No le hice demasiado caso, todo hay que decirlo. Estaba llegando cerca, muy cerca de mi orgasmo, y la excitación iba copando mi consciencia y apagando, a la vez, las lámparas de la prudencia, la consideración y la templanza. Así que agarré su cintura, me enderecé, y mis penetraciones se volvieron sensiblemente más veloces, más potentes, más profundas, más bruscas.
-Ayyy… Diooooooos… - Helena también se dio cuenta de mi cambio de ritmo, y también aceleró sus maniobras en el coño de Mónica. Ambos estímulos combinados surtieron el efecto deseado, y la dominicana comenzó a estremecerse - … mi culoo…
Volvió a ser silenciada por la boca de Helena, que masturbaba a su amiga y se masturbaba también, mientras yo embestía en ese culo una y otra vez sintiendo como el intestino de Mónica me aprisionaba la polla, me la exprimía como si quisiera sacarle el zumo…y a fe mía que iba a conseguirlo, porque noté unos calambres recorriendo mi cuerpo, mi espalda, mi entrepierna, mis huevos, mi polla desde la base hasta la cúspide.
Y aceleré un poco más, desfondé ese culo virgen, ese culo que a partir de hoy mediría cada polla con la mía, pensé en mi estúpida vanidad, pero no dejé ni por un momento de romper ese sello, quebrar esa resistencia, rendir esa fortaleza, penetrando con saña tan profundo como podía, tan rápido como podía, y con un gruñido me corrí por segunda vez en el interior de Mónica, con unos chorros que sentí brotar de muy dentro, provocándome escalofríos al vaciarme una docena de veces en lo más hondo de su intestino.
Apenas unos segundos después las dos se corrieron también, al unísono, unidas por un beso que apagó en cierto modo los gemidos, convertidos en un murmullo lejano, como vagidos apenas humanos. Noté cada temblor, cada sacudida, cada estremecimiento, cada estertor de placer de Mónica, transmitido al instante por su culo a mi polla, que se fue encogiendo poco a poco, sin querer salirse de su recién conquistada madriguera, los tres resoplando, agotados, empapados, fundidos en un obsceno abrazo a tres.
Cuando mi polla salió del culo de Mónica, sucia de semen, pegajosa, manchada con algún resto, cogí la ducha y abriéndola de nuevo me limpié como pude, mientras las chicas recobraban el aliento. La dominicana se dio la vuelta, apoyando la espalda contra la pared, mirando a Helena, que se colocó a su lado, con los ojos cerrados y respirando agitadamente por la nariz.
-Hija de puta… - masculló la dominicana, en una palabra malsonante que me resultó impropia, ella que hasta entonces habían sido tan dulce, tan educada, tan modosa. Helena se carcajeó bajito, y las dos se acariciaron mutuamente.
Salí de la ducha, secándome con una toalla, y las escuché cuchichear. Cogí otras dos toallas del mueble y se las alargué, viéndolas con las cabezas muy juntas, en una actitud casi se diría que acaramelada, compartiendo los dioses sabrían qué confidencias. Cuando llamé su atención, ambas me sonrieron.
-Aquí tenéis un par de toallas… - dije, algo tontamente, pero estaba por un lado agotado y por otro algo desconcertado por estas dos chicas. Helena fue quien dio dos pasos hacia mí y me acarició la cara.
-Gracias C***… - me dio un beso, un breve y conciso beso en los labios.
*
Llevaba todavía la toalla a la cintura, sentado en el sofá, respirando pesadamente, cuando unas manos descendieron por mi cuello hasta mi pecho y unos labios se posaron en mis mejillas. El susurro en mi oreja fue través dulce, melodioso, con un acento sutil del otro lado de la mar océana.
-Ha estado muy bien… - era un ronroneo cálido, meloso, y cuando alcé la cabeza vi la sonrisa en la boca y en los ojos de Mónica. No sabía qué responder, sin parecer un pánfilo o un papanatas, así que sencillamente sonreí y besé una de sus manos, atrapándola entre las mías. Mónica me acarició el rostro con la otra mano.
-Entonces habrá que repetirlo, ¿no? – las palabras me surgieron solas, mirándola de nuevo a los ojos.
-Pues claro… - creo que pocas cosas hay más elocuentes que la pasión, así que unimos nuestros labios de nuevo, sin el atrevimiento casi obsceno de los anteriores, pero con la misma devoción y cariño. Fue un beso largo, dedicado, una despedida que llevaba, en su seno, una promesa.
Estaba completamente vestida, y cuando separamos nuestras bocas, me rozó la mejilla con los dedos y se incorporó.
-Tengo que irme… ¿me llamas…? – Me preguntó.
-Claro. Esta semana hablamos. – Dije, levantándome del sofá. La toalla hizo amago de escurrirse de mi cintura, y la sujeté como pude en un gesto cómico de pudor que quedó algo ridículo. Mónica lanzó una carcajada y volvimos a besarnos. Finalmente, dejándome entre los huesos prendida su presencia, se despidió y se marchó.
Me desplomé en el sofá, cansado, incrédulo, escéptico ante la extraña, la increíble voltereta que me había proporcionado la vida, de un tiempo a esta parte. ¿Había pasado todo esto, realmente? ¿O era un sueño, un viaje de ácido, una alucinación? Respiré hondo de nuevo, intentando buscar un sentido a todo lo ocurrido, y asimilarlo. Porque no era fácil.
Por fortuna para mí, Helena me sacó de mis pensamientos, sentándose a mi lado en el sofá.
--Vaya careto que tienes, C***… - se sentó medio de lado, apoyando el codo en el respaldo y sujetándose la cabeza, dejando que el pelo húmedo colgado de un lado, con una sonrisa satisfecha, jovial, y un brillo especial en sus ojos. Me limité a mirarla, y sonreír a mi vez.
-Habéis conseguido agotarme…
-¿En serio? Qué poco aguante… - arrugó la nariz en un gesto divertido, y uno de sus dedos paseó por mi pecho, jugando un poco con el vello.
-No soy tan joven como antes, Helena… - me defendí, sin cambiar mi expresión risueña.
-Ya veo, ya… - estaba completamente vestida, pero por alguna razón eso me daba incluso más morbo, porque era notorio que sus pechos colgaban libres bajo su camiseta, y sus pezones eran perfectamente obvios a través de la fina tela. No obstante, era cierto que estaba cansado, y mi observación, mi mirada, fue más un amago, un prurito de orgullo masculino, que verdadero deseo, exhausto por el momento el caudal de mi hombría.
-¿Ha ido todo a tu gusto? – le pregunté, mirándole a los ojos. Helena no respondió inmediatamente, sino que se llevó el dedo que hasta entonces jugaba en mi pecho a la boca, mordiendo la punta con ademán pensativo.
-Sí… más o menos…– admitió, ahuecándose el pelo.
-¿Más o menos? ¿Qué significa “más o menos?” – repliqué.
-A veeeer… - me calmó, con tono de justificación.- Me ha gustado, sí, pero… no sé… - se quedó callada, y yo me incorporé un poco, girándome también de costado y encarándome con ella. – Me faltaba… “algo”….
Resoplé, casi con fastidio, y me pasé la mano por el pelo, apartando los rebeldes mechones de mi flequillo.
-Algo. – No era casi ni una pregunta.
-Sí, algo … no sé … veras… - se ruborizó un poco, y su mirada se tornó huidiza, esquiva. – Es que no paraba de… - se quedó callada, interrumpiéndose. Yo no dije nada, simplemente mirándola, hasta que tuve que espolearla.
-¿No parabas de qué…?
-Ay C***… - se removió en el sitio, inquieta, roja como un tomate.
-¿Qué?
-Es que… buffff… - resopló, peinándose con los dedos hacia atrás. Me miró a los ojos, mordiéndose los labios con aire no sabría decir si nervioso o culpable. – Mira, es que… Mónica me pone muchísimo, muchísimo, pero… - se detuvo de nuevo.
-¿Pero…? – sonreí de medio lado, no sé si para animarla o para animarme a mí.
-Mientras lo hacíamos con Mónica, yo… - cerró un instante los ojos, suspiró, y solo siguió al volver a abrirlos. – No dejaba de pensar en… en… mi madre.
Me quedé estupefacto.
-¿Cómo? – me pilló de sorpresa, no tanto lo que dijo sino que lo admitiera así, sin tapujos, sin paños calientes.
-Jodeeer… - la cara de Helena rebosaba bochorno, pero también algo más, puede que un peculiar alivio al verbalizar aquello, como si pronunciarlo, de alguna forma, lo exorcizara. – No lo puedo explicar…
-Helena… ¿Me estás diciendo que quieres hacer un trío… con tu madre?
Esa era la pregunta del millón. Me había atrevido a formularla, sin saber si con ello la estaba asustando, provocando, o escandalizando. La miré, expectante, sin querer presionarla más, dejando que rumiase la respuesta, cosa que hizo, en silencio, la mirada baja durante casi un minuto.
-C***… - mi vecina me miró, con esos ojos verdes que brillaban con una luz impropia, desconocida, enigmática. - ¿Te parecería una locura si te digo que sí?
*
El domingo amaneció muy tarde, al menos para mí. Los acontecimientos se estaban precipitando, y aunque a priori la situación pudiera parecer excitante y envidiable, notaba que estaba caminando cada vez más en el filo de navaja, con los pies descalzos y los ojos vendados.
¿Estaba siendo juicioso, dejándome enredar en estos juegos de despertar sexual entre Mónica, Helena y Laura? ¿Me estaba involucrando demasiado, a todos los niveles, sin valorar las consecuencias? ¿Hasta cuándo duraría todo esto, y dónde me llevaría? Y aún más importante, si es cierto que todos los caminos llevaban a Roma, ¿cómo demonios se salía de allí?
Intenté relajarme, desconectar, coger aire y perspectiva. Salí en solitario, después de una larga ducha bien caliente, a pasear por el centro, a desayunar con calma en alguna cafetería, aprovechando el buen tiempo de mediados de otoño. A reestructurar mis pensamientos y emociones, a tratar de valorar de forma honesta y madura, supongo, el sindiós en el que estaba atrapado y que había comenzado con un estúpido chantaje, que ahora me parecía risible, patético y mezquino.
Y posiblemente lo era, claro.
Necesitaba hablarlo con alguien. Necesitaba sacar de dentro aquello, que empezaba a crecerme en el pecho como un chancro. Pero… ¿con quién? La opción más obvia parecía ser Miro, pero aunque confiaba en él como en un hermano, a pesar de saber que pasara lo que pasara él me escucharía y me apoyaría, no era menos cierto que sus consejos no eran demasiado certeros, en estas materias. Y sobre todo, era consciente de que mi buen amigo no tardaría quince minutos en largárselo todo a Blanca, su novia, y la verdad es que la sola idea de aguantar la suficiencia de esa arpía me provocaba ardor de estómago.
Así que… ¿a quién contarle todo esto? Caminé por el centro de la ciudad, un poco al albur, sin rumbo fijo, sencillamente dejándome llevar, poniendo un pie delante del otro. Me detuve, al cruzar la plaza del Pilar, y me senté un momento frente al río. El sonido del móvil me sacó de mis cavilaciones. Era un mensaje de texto.
LAURA VECI MVL – Donde estas? He llamado a tu casa.
Dudé sin contestar. ¿Qué podría querer? No nos habíamos despedido en buenos términos, así que… un SMS es tan impersonal, tan indescifrable a veces. Sin nada de comunicación no verbal, la ausencia de pistas resultaba frustrante.
631* - He salido. Estoy en el Pilar.*
LAURA VECI MVL – OK. Podemos hablar? Media hora en ####.
Era una cafetería bien conocida, en una de las calles que salían de la plaza.
631* - Ok*
Me senté en una de las mesas redondas de madera, cerca de la entrada. La cafetería era una de las clásicas de Zaragoza, uno de esos locales de principios de siglo que conservan, a duras penas, el encanto y sabor de esos cafés de ciudad, esos rincones de tertulia literaria. Suelos embaldosados a modo de escaques, barra de mármol, altos techos y lámparas algo barrocas, un ambiente relajado, de clientela pretendidamente distinguida, que a aquella hora ya llenaba a medias el local, los cafés de media mañana y los desayunos tardíos confundiéndose en la barra con los aperitivos tempranos.
Laura entró más o menos puntual, vestida de forma algo más arreglada de lo habitual en ella, buscándome con la mirada y dirigiéndose a toda prisa hacia la mesa, al encontrarme. Su nuevo peinado le sentaba bien, quitándole años y enjuagando, en cierto modo, la diferencia de edad entre nosotros, que siempre había sido más aparente que real, en todo caso. Tomó asiento y pidió una infusión al solícito camarero de librea que vino a atendernos en cuanto se apercibió.
-Hola, C***… - me dijo, no bien el camarero nos dio la espalda.
-¿Qué tal, Laura?
Nos quedamos así, mirándonos, casi diría que evaluándonos, durante unos instantes. Había una evidente incomodidad, que no intenté relajar porque sospechaba que no serviría de mucho.
-Ayer hablé con Helena. – Lo soltó de forma abrupta, sin demasiadas inflexiones en la voz. Yo me limité a encogerme de hombros, con cierto cinismo un tanto idiota, lo reconozco.
-¿Y bien?
-Sigues viéndote con ella.
No preguntaba, afirmaba. Así que yo di un corto trago a la caña de cerveza que tenía frente a mí, más por ganar algo de tiempo que por verdadera sed.
-A pesar de que te pedí que no lo hicieras.
Ahí tuve que mirarla a los ojos. No vi, como esperaba, ira, sino más bien una cierta decepción, una resignación que, lo admito, me causó mayor desasosiego que si se hubiera puesto rabiosa.
-Veras, Laura, yo…
-No, no… - me interrumpió, alzando la mano – No hace falta que te justifiques ni me des explicaciones. De sobra sé que labia tienes para dar y regalar…
Me callé, desarmado. Laura continuó.
-Mira, C***… - suspiró, mirando un momento por el ventanal, a la calle, antes de volver a acusarme con sus ojos. – No te voy a engañar. Helena nunca ha sido una niña fácil…
Entrecerré los ojos, y me abstuve de añadir nada.
-Su padre y yo nos dedicamos a lo que nos dedicamos. Y siempre se ha criado de aquella manera. Lo hemos hecho lo mejor que hemos podido, pero… - resopló, bufando, y se calló cuando llegó el camarero con la infusión. Se la sirvió, azucaró y removió con la cucharilla, antes de proseguir. – Ha tenido una adolescencia un poco… problemática. Y su padre…. Luis le ha consentido muchísimo, y yo he tenido que ser la maña de la película. Una y otra vez.
-Entiendo… - dije, aunque tampoco sabía muy bien a dónde quería llegar.
-¿Crees que eres la primera persona de la que se encapricha? – me lo soltó así, tras soplar un poco la taza y beber un breve sorbito.
-¿Encapricha? – repetí, sonriendo.
-Sí. Eso he dicho.
-Pues no lo sé. Pero leo entre líneas que es posible que no lo sea. ¿Verdad?
-Qué listo eres… - bebió otro sorbo, frunciendo el ceño – Llevo dos años discutiendo con ella día sí y día también. Es muy echada para delante, siempre lo fue. Atrevida, descarada… aunque qué te voy a contar a ti, ¿no?… - se calló, mirándome de forma significativa. Asentí, en un gesto de comprensión. – No sé qué juego te traes con ella, C***, pero no me gusta nada.
-No sé si llamarlo juego, Laura. - vacié el vaso, y la miré a mi vez – No sé lo que te ha contado Helena.
-Lo que me ha contado… - una sonrisa amarga asomó al rostro de mi vecina - ¿Qué me tenía que contar?
-La verdad, supongo… - me mesé la barbilla, reflexivo, diciendo sin decir, hablando sin hablar. Laura me estudió durante unos momentos.
-¿Y qué me vas a contar tú? ¿Una milonga? ¿Me vas a decir que sois novios o algo así? ¿Me tomas por idiota, C***? – Bebió, más por dar un tono más dramático a sus preguntas retóricas que por otra cosa, supongo.
-No, no lo somos. Pero creo que Helena es capaz de tomar sus propias decisiones, ¿no crees?
-No me toques las narices, C***. Helena es una cría. Claro que no por fuera, ya lo sé… - noté un ligero titubeo y un asomo de rubor, al decir esto - … pero sigue siendo una niña. Una niña de la que estás aprovechando.
-Ya… ¿Te importa si caminamos? – lo dije de forma natural, pero le pillé de sorpresa. Bebió el resto de la infusión, mientras yo pagaba en la barra, y los dos salimos a la calle. Durante un par de minutos nos dirigimos hacia plaza, y después más allá, hacia el paseo arbolado que recorría la ribera del río. Laura me miraba, pero yo guardaba silencio, reflexionando, hasta que al final no se pudo contener más.
-¿Entonces? ¿Qué vas a hacer, C***?
Me detuve, apoyándome en la barandilla. Ella se detuvo frente a mí, con los brazos cruzados. La miré un momento, antes de responder.
-Mira, Laura… creo que deberías aparcar de una vez esos malditos celos.
La mirada atónita de mi vecina, sus ojos verdes abiertos como platos, fueron una visión que mereció la pena.
-¿Qué… pero qué coño dices? – balbuceó, visiblemente confusa. Yo sonreí de medio lado.
-¿Es que no es de eso, de lo que va todo esto, Laura? ¿De tus celos?
-¿Pero qué…? – torció el gesto, con ademán de disgusto, pero yo la cogí de los codos.
-¿No es verdad? ¿No es cierto, reina de la fiestas?
-¿De qué estás hablando? ¿Celos de qué? – quería sonar envalentonada, pero cualquiera habría percibido el temblor en su voz.
-Vamos… ¿Me vas decir que no sientes celos, envidia de Helena? ¿Qué no te ves a ti misma, de joven, cuando la miras? – se ruborizó, y eso me hizo crecerme - ¿Que no sientes que ella vive una vida distinta… más emocionante?
-Solo dices tonterías… - me espetó, sacudiéndose sin convicción. Yo la sujeté con más firmeza.
-Tonterías, sí… solo tonterías. ¿Por qué la reprimes, entonces? ¿Por qué te molesta tanto que viva su vida? ¿Por qué sigues diciendo que es una niña, con diecisiete años? – los dos nos miramos, y cualquier conato de rebelión había sido sofocado. Lo pude ver en su mirada.
-Tú no lo entiendes… y eres juez y parte, además. – negó con la cabeza - Yo solo quiero protegerla… - su voz sonaba distinta ahora. Menos retadora, más lastimera.
-¿Protegerla de qué? ¿Del mundo? ¿De mí? ¿De qué quieres protegerla, Laura? – le dije, con el ceño fruncido, componiendo un gesto serio.
-De equivocarse. De tomar malas decisiones. De tener que arrepentirse… No lo entiendes… no lo entiendes… - volvió a mover la cabeza en un gesto de negación, rehuyendo mi mirada. Yo solté uno de su brazos, y lleve mi mano a su barbilla, forzándola a alzar la vista y mirarme de nuevo.
-Lo entiendo, de veras que sí… pero es que tienes que dejar que Helena se equivoque, Laura. Tiene todo el derecho del mundo a caminar sola, a tropezar, a disfrutar… y por supuesto… - dije, acercándome un poco más. – tú también.
-¿Qué estás diciendo? – Habló en un susurro, respirando agitadamente.
-No te hagas la tonta, Laura. Lo sabes perfectamente.
Intenté besarla, pero me esquivó, con ademán de alarma.
-¿Qué haces? ¿Estás loco? – sus ojos volaban en derredor, asustada. No se veía a nadie cerca, así que sonreí.
-¿Es que tú no quieres? – inquirí, antes de volver a lanzarme a besarla.
Y está vez lo conseguí, un poco contra su voluntad al principio, pero para mí satisfacción, su renuencia se diluyó enseguida, apretándose contra mí y abriendo los labios, permitiendo que nuestras lenguas se uniesen, jugueteasen, se entrelazasen. Fue un beso largo, sentido, íntimo. Cuando nos separamos, Laura me miró a los ojos, y esbozó una levísima sonrisa un tanto acerba.
-No… no puedo entender que seas capaz de manipularme como lo haces…
Le acaricié la mejilla, afectuosamente, a medida que mi sonrisa se hacía más amplia y también la suya perdía el poso amargo.
-¿Y serías capaz de ser manipulada hasta mi casa? – mi mano izquierda abandonó su costado y se atrevió a apretar su nalga derecha, de forma fugaz, en un gesto posesivo. Laura se agitó, sin dejar de sonreír, pero frunció el ceño.
-No lo sé, C***… - jugó durante un instante con la cremallera de mi chaqueta, antes de alzar los ojos y asaetearme con la mirada más verde del mundo. - ¿Serías capaz de dejar en paz a Helena, si lo hiciera?
No dejé de sonreír, sino que respondí, en un susurro, con tono divertido.
-Ponme a prueba.
*
A fuer de ajustarme a la veracidad del relato, debo decir que Laura había mejorado mucho como comedora de pollas.
Nos desnudamos nada más cerrar la puerta del piso, arrancándole casi la ropa, atascando nos con el calzado y las prendas más ajustadas, buscando cada resquicio para besarnos una y otra vez, como dos ciegos, como dos locos, comiéndonos a dentelladas sin dientes. Sentí el deseo cebarse en mí como en un montón de hojarasca, sentí entrar en combustión espontánea, y cuando Laura se dio cuenta, una vez desnudos, se echó a reír de forma traviesa.
-Vaya vaya… qué tenemos aquí…
Se arrodilló ahí mismo, en el vestíbulo, y sin dejarme decir ni media palabra engulló la mitad de mi verga como quien traga un caramelo. Sentí sus labios, bien apretados, al entrar y al salir despacio, empapándome la polla de saliva, acariciándola con la lengua y el paladar, tragando y tratando con una fruición glotona, encomiable, con entusiasmo. La chupó bien chupada, me dio un buen repaso introduciéndose tres cuartas partes de mi miembro hasta la garganta, no sin cierro esfuerzo juguetón, algún gorgoteo y algunas lágrimas.
Jugaba con su lengua, y movía la cabeza, adelante y atrás, lo bastante rápido como para follarse ella misma la boca con mi polla, abriendo mucho la mandíbula, cerrando fuerte los labios, mamando y lamiendo como una ternerita hambrienta deseando su ración de e leche caliente.
Pero no estaba dispuesto a complacerla, al menos no tan pronto.
La agarré del pelo, de ambos lados de la cabeza, y ella me miró, con la polla todavía en la boca, las mejillas hinchadas de forma graciosa, gotas de baba escurriéndose por su barbilla, y yo tiré de ella hacia arriba, obligándola a soltar su golosina. Carraspeó, sorbió la nariz, respiró fuerte, y se puso en pie, sonriendo con el rostro ruborizado y los ojos brillantes y acuosos.
-¿Qué quie…?
No la dejé acabar. En cuanto se puso en pie, le di la vuelta con brusquedad, empotrando la contra la pared. Ella piso ambas manos muy separadas, a la altura de la cabeza, y apoyó la mejilla contra el muro conteniendo una exclamación mitad de sorpresa, mitad de excitación. Yo le obligué a separar las piernas con mi pie derecho, haciendo que se inclinase un poco, admirando su amplio culo pálido, que temblaba como un gran flan al colocarse su dueña en posición. ¿O acaso su dueño era yo?
-¡Uffff! – Laura resopló cuando lo polla se hundió en su coño, que rezumaba un jugo blancuzco, con la misma facilidad que si hubiese sido un tiburón hendiendo el agua. No hizo falta más que un fuerte empujón de mi pelvis, y mi glande atravesó ese chocho inundado de principio a fin, sencillo, placentero, fluido e imperial. Sonó gelatinoso, húmedo, al chocar mi pubis con su culazo, con los regordetes labios lampiños.
-Sii… - gimió en voz baja Laura, al notarme bien dentro. Se retorció, respirando hondo, suspirando, y empujó con las caderas hacia mí. Yo correspondí, presionando, e introduciendo un poco más la polla, separando un poco más sus carnes, perdiéndome un poco más en la jugosa intimidad de su vagina. Nos quedamos los dos un momento así, parados, disfrutando del instante, pero entonces las llamaradas de mi caldera impulsaron mi lujuria, y coloqué mis manos bien firmes en su cintura, agarrándome a su costado.
Sin esperar más, comencé a follármela con toda la violencia, la brusquedad, la rabia de que era capaz. No fui delicado, no fue paciente, no fui un amante romántico ni considerado. Era mi castigo por haberse portado mal, y mi premio por haberse portado bien.
Laura gritaba, un poco contenida al comenzar, mientras mi polla abandonaba su interior y acto seguido lo violentaba a marchas forzadas, sin cuartel. Mi verga durísima penetraba en su coño haciéndolo papilla, licuándolo a empellones, como batiendo mantequilla, como queriendo destrozarla a pollazos.
-¡Ay Dioooos….! – decía, balbuceando, los ojos bien cerrados, arañando la pared de forma cómica, como queriendo escapar trepando por ella en vano. Yo embestía y embestía, notando su humedad escurriendo por mis huevos, encharcando mis muslos, y no me pude contener a darle unos cuantos azotes en sus nalgazas blancas, salpicándolas con las huellas enrojecidas de mis dedos y mis palmas.
-¿Te gusta, zorra…? – le dije, fuera de mí, acompañando mis palabras de dos o tres sonoras palmadas.
-¡Sí, cabrón…! ¡Me encantaa! – bramó Laura, girando la cabeza y mirándome a los ojos, totalmente poseída por la lujuria, la boca entreabierta, el rostro cárdeno, la mirada casi pérdida. - ¡Fóllameeeee….! – un murmullo ronco, perentorio, imperativo.
Incrementé el ritmo, ya endiablado, de mis embestidas, y deseé por un momento tener una polla como un caballo, una polla descomunal, desproporcionada, para meterle más y más rabo, más y más verga dentro, forzar ese coño hasta lo indecible y dejarla derrengada, desfondada, cedida hasta más allá de posible. Mis dedos se clavaron en su carne, haciendo fuerza, sirviendo de asidero y palanca, y puse todo mi empeño en meterle bien fuerte, bien profundo, bien salvaje cada milímetro de mi miembro, que si bien no era el de un caballo, tampoco puede decirse que estuviera mal del todo.
Laura berreaba en voz baja, al ritmo de mis acometidas, profiriendo un gruñido entrecortado apenas inteligible cada vez que mi polla hacia tope, cada vez que mis muslos azotaban los suyos, cada vez que notaba que la llenaba por completo a lo largo y ancho de su coño, durante unos minutos que fueron al mismo tiempo eternos y brevísimos.
-¡Ay... Ay… Diosssssss…! - se crispó súbitamente, poniéndose casi de puntillas, parando bien su grupa, apretando el coño de forma casi espasmódica. Yo tuve que contenerme, haciendo ímprobos esfuerzos para no vaciarme a chorros, y sentí como su respiración se aceleraba y todo su cuerpo comenzaba a temblar, a vibrar, al estremecerse. - ¡C***… me voy a correr… me corro… me corrooooo…!
Acabó de forma algo escandalosa, conteniendo a duras penas los gritos, mientras yo seguía empujando de forma algo menos tosca, para evitar precisamente que la deliciosa opresión de su orgasmo me llevase a mí a correrme también, disfrutando de la sensación de ese cuerpo totalmente abandonado al placer, al éxtasis.
Me salí de su interior, a regañadientes, y di dos pasos hacia atrás, dejando que ella torpemente se fuese deslizando hasta el suelo, quedando medio sentada medio arrodillada de cara a la pared, jadeando, recuperando el aliento, el pelo alborotado ocultando su rostro. Me fui un momento a la habitación, y al regresar la vi a gatas, recogiendo sus prendas torpemente.
-¿Qué haces..? – le dije, frunciendo el ceño.
Alzó la vista, apartando el pelo de sus ojos, la cara sudorosa, la mirada inquisitiva.
-Iba a…
-Ibas a nada… - le espeté, agachándome un poco y cogiéndola del brazo, haciendo que se incorporase de forma algo desmañada. No parecía entender, pero entonces miró mi polla, todavía durísima.
-¿No te has…?
La silencié con un beso, que ella correspondió, uniendo nuestros cuerpos de nuevo, nuestras pieles, mi miembro presionando su vientres sus manos recorriendo mi espalda, mi culo, mi costado, mi cuello, mi cabeza, nuestros labios y nuestras lenguas fundidos los unos con los otros.
La fui llevando, paso a paso, beso a beso, caricia a caricia, hasta mi habitación. Estaba en penumbra, casi a oscuras, pero entonces le enseñé lo que había ido a buscar hacía un momento. La venda negra. Laura sonrió.
-Siempre con tus juegos… - ronroneó, satisfecha, cómplice, sumisa. Yo le coloqué la venda, y ella se dejó hacer, meneando y contoneándose al frotarse contra mí, riéndose con picardía. De la mano la llevé a la cama y la tumbé boca arriba, besándola con deleite, el rostro, los labios, el cuello, dejando que sus suspiros llenaran el cuarto. Descendí por su garganta, por sus hombros, y mis labios y mis manos se entretuvieron en sus grandes tetas, tan abundantes, tan generosas, de pezones sensibles y pardos, eréctiles, que atrapé en mi boca y chupé primero uno, después otro, sin descuidar los masajes vigorosos en esas dos magníficos precios.
-Ay, C***… - gimió Laura, arqueando la espalda y el cuello, abriendo mucho la boca para coger aire, mientras yo iba bajando por su vientre, por su ombligo, hasta llegar a su pubis depilado y por fin al comienzo de esos labios, que besé con pasión.
Los separé con mis dedos, dejando la descubierto esa pulpa suculenta, bien rosada, ese clítoris inflamado y protuberante, esa vulva enrojecida, hinchada, que mi lengua procedió a recorrer muy, muy lentamente, mientras Laura se retorcía y golpeaba suavemente el colchón con las palmas de las manos.
Sabía fuerte, caliente, ligeramente salado y acre, y lo noté extremadamente sensible, casi irritado al pasar sobre esa piel mi lengua, haciendo garabatos por todo su coño hasta ascender a su clítoris, que al ser estimulado provocó un respingo, un escalofrío.
-Mmm… - gimió quedamente, gemidos que se repitieron al notar la luna de mi lengua jugar con su botoncito, haciendo espirales y vibrando sobre él, apretando, estirando, lamiendo, mientras mi dedo índice se perdía en la profundidades de su coño, doblándose hacia arriba y apretando hacia arriba, como atrayéndola hacia mí desde dentro de su vagina.
-Si sí sí sí … - Laura suspiraba, distraída, mientras yo seguía comiéndole el coño sin parar un momento. Mi dedo, bien empapado, salió de su vagina y con cuidado descendió un poco, acariciando el perineo y deteniéndose en su ano, que casi latía al ritmo de mis lametines.
Para mí sorpresa, me costó menos y nada que mi dedo se introdujese en su culo hasta el nudillo, dilatando ese canal con una facilidad que me dejó un poco perplejo. Laura gimoteó un poco, y empezó a mover la cadera muy levemente, en círculo, apretándola contra mi boca. Yo jugué un ratito con mi dedo en su culo, haciendo palanca, entrando y saliendo unos centímetros, tanteando las paredes ardientes de su recto, sin dejar de lamer, hasta que saqué el dedo y me detuve un instante, a coger aliento.
Laura siguió estremeciéndose, disfrutando, ajena a todo, y yo me incorporé, respirando en silencio, limpiándome la boca y la barbilla empapadas de su flujo y mi saliva. Esperé un minuto, mientras Laura seguía gozando de la comida de coño, y acerqué mi polla a su cara, golpeando sus mejillas, deslizándola por sus labios.
La atrapó en su boca, y empezó a chuparla despacio, gimiendo con la garganta, hasta que de repente se detuvo, pocos segundos después, sacándosela y hablando con voz perpleja.
-C***… ¿qué pasa aquí…? – titubeó, moviendo la cabeza, y sus manos buscaron la venda que la cegaba, mientras yo la detenía agarrando sus muñecas, y una voz surgía entre sus piernas.
-Tranquila… tú solo disfruta… mamá.
( Continuará )