BPN. Ana (1). Descubriendo a mi cuñada.

El deseo es un hideputa caprichoso...

El deseo es un hideputa caprichoso.

Es imposible anticipar quién, cómo o por qué despertará esa fiera corrupia, esa bestia incontrolable, y de un zarpazo destrozará el precario equilibrio de nuestra mente, y de un mordisco irá envenenando nuestros sueños primero, y nuestra vigilia después. A veces es instantáneo, como un relámpago. Conoces a alguien y la bestia se retuerce en el vientre, ocupando cada rincón y provocando que la sangre hierva en nuestra entrepierna y se congele en nuestra cabeza. Otra veces el monstruo husmea, se despereza, tantea paciente, y finalmente tras un tiempo prudencial clava sus dientes de súcubo, no por esperados menos dolorosos. Y luego están esas otras ocasiones, en las que durante semanas, o meses, o puede que años, la alimaña voraz haya estado dormida, indiferente, para el día menos pensado estallar en una deflagración rabiosa y espumeante que desborda la conciencia.

Esas, las veces que el deseo te coge desprevenido, son las peligrosas.

*

Cuando nos presentaron en Semana Santa, Ana me pareció mona, sin más. Era uina chica alta, un poco más que yo, y estaba algo entrada en carnes, especialmente de cintura para abajo. Sus piernas era gorditas, y también su trasero, pero su torso se afinaba para culminar en una cara muy guapa, de facciones regulares y elegantes, nariz recta, ojos marrón claro y una larga y lacia melena castaña. Tenía unas graciosas pequitas en la nariz y en las mejillas, y una boca bien dibujada que parecía hecha para sonreír, cosa que hacia a menudo, entrecerrando los ojos de largas pestañas y mostrando sus dientes pequieños y blancos. Pero sin más, me pareció una chica con un hermoso rostro, como nos cruzamos a docenas cada día sin pararnos a pensar ni medio segundo de más en ellas.

Era la nueva novia del mellizo de mi propia pareja, y llevaban saliendo tres meses.

Para entonces llevaba casi un año y medio de relación con Irene, alguien de quien quizá les hable con más detalle en otra ocasión. O puede que no, porque aunque nuestra ruptura fue espectacular, mi convivencia con ella resultó bastante convencional y no sé si me marcó lo suficiente como para escribir un relato en condiciones, más allá de servir como marco a este. No vivíamos juntos, no todavía, pero ella tenía un cepillo de dientes en mi baño, algo de ropa en mi armario y las llaves de mi piso, así que estábamos cerca de dar ese paso.

Su mellizo se llamaba Pablo y vivía en un pueblo al sur de Valencia. Era operario en la fábrica de coches de Almussafes. No se parecía mucho a su hermana, que era bajita, muy blanquita de piel y de pelo rubio oscuro, mientras que Pablo era grandote, no excesivamente alto pero sí corpulento, de hombros anchos y casi sin cuello, con una mata encrespada de pelo negro muy rizado, como una escarola. En lo que sí se parecían ambos era en el carácter afable y risueño, una risa contagiosa y una personalidad tranquila, casi se diría que negligente, de puro distraído y pasota. Nos llevábamos bastante bien, porque era un gran tipo, gracioso y divertido, y un servidor de ustedes, dispensen la vanidad, puede ser un chaval encantador casi sin proponérselo.

Durante esa primavera nos vimos bastante a menudo, las dos parejas. Pablo y Ana, que era de Valencia, subían al menos una o dos veces al mes a Zaragoza, y hacían hueco en sus compromisos con familia y amigos para pasar algun rato con nosotros, en el que aprovechábamos para ir a cenar, salir de tapas o hacer algún plan juntos. Irene y Ana se llevaban estupendamente, porque la novia de Pablo era una chica callada, paciente, con un punto de cinismo y a vees con un humor ácido que contrastaba con la dejadez y el buenismo desenfadado de mi cuñado, siempre de broma, siempre alegre, siempre despreocupado. También nosotros bajamos en tres ocasiones a Valencia, a casa de Pablo. Durante esas visitas Ana pasaba el fin de semana con nosotros, aunque llevaban poco tiempo y tampoco vivían juntos.

Recuerdo las cenas en la enorme terraza del piso de Pablo, cuyas sobremesas se prolongaban hasta la madrugada, llenas de bromas, chistes, charlas trascendentales donde arreglábamos el mundo y la crisis que asolaba nuestro país por aquel entonces (y que aún colea). Teníamos ideas políticas dispares, pero nunca fueron motivo de tensión, sino más bien de chanzas y pullas bienintencionadas. Tampoco faltaban las alusiones sexuales y los guiños en ese sentido, que me hacían sentir algo incómodo (después de todo, Magdalena era su hermana y no es plan de airear lo que pase en tu cama con el hermano de tu pareja) pero la que peor lo pasaba era Ana, que en cuanto Pablo hacía alguna gracieta o comentario alusivo a asuntos íntimos le daba una palmada en el brazo y con un escandalizado “Pablooooo” en tono de reproche no hacía sino alimentar su diversión, y tambiién la nuestra.

El primer incidente de esta historia ocurrió una mañana de domingo de junio, en Valencia, en casa de Pablo. Me levanté algo tarde, ya más  cerca del mediodía que de la mañana. La noche anterior, como siempre, se había alargado hasta altas horas, alimentada por botellas de licor que en su momento parecían deliciosas que ahora, en restrospectiva, me parecieron una pésima idea. Peleando contra un dolor de cabeza incipiente, me puse el pantalón del pijama, dejando a Magdalena remoloneando entre las sábanas, y fui al baño a liberar algo del líquido que había ingerido la noche anterior, beber algo de agua y tomar un ibuprofeno que me ayudase a combatir la migraña. Aún legañoso y entre las telarañas del sueño, entré despreocupadamente, di un paso dentro del baño, y al momento retrocedí y la cerré, con una exclamación de disculpa.

-¡Perdón!

Al parecer Ana acababa de ducharse, y estaba envuelta en una toalla que apenas alcazaba a tapar sus amplias redondeces. Tenía una pierna sobre la tapa del inodoro, morena y brillante, mientras la frotaba con una crema o algo así. Como ya he dicho, no tenía un cuerpo de los que hacen girar la cabeza, pero no puedo negar que verla de esa guisa me provocó una cierta turbación.

Nos vimos en el salón, ambos ya vestidos, diez minutos después, y Ana se me acercó secándose el pelo con la toalla, con una expresión compungida.

-Perdona C, se me pasó poner el pestillo, estabais todos en la cama…*

-No, no, por Dios, perdóname tú.  No sé cómo se me ocurrió pasar sin llamar, estaba medio sobado todavía… Lo siento, de verdad.

-No es nada, tranquilo. Al fin y al cabo llevaba la toalla… pero eso sí, medio rato antes y me pillas “in albis”… - Ana se echó a reír, y yo correspondí, con cierto alivio al ver que lo embarazoso de la situación se revolvía de forma natural. Al fin y al cabo eran cosas que pasaban y no había sido para tanto. Todo se habría quedado en esta tontería, esta chiquillada, si no fuera por lo que vino después, por la tarde.

Estaba siendo un principio de verano tórrido, sobre todo tan cerca de la costa, con el calor húmedo y sofocante propio del Levante que ni la sombra alcanzaba a aliviar. Después de comer, Pablo propuso ir a la playa, pero por desgracia nosotros teníamos que irnos pronto para llegar a Zaragoza a una hora prudencial, porque al día siguiente era lunes y el trabajo nos reclamaba a ambos. Irene y yo declinamos la idea, porque entre preparativos, ir hasta la playa, aparcar y luego volver para ducharnos y hacer la maleta, se nos iba a hacer algo tarde. También debo decir que ni Irene ni yo éramos muy aficionado al mar, y pudimos comprobar que Ana tampoco, ya que no puso muchas pegas a quedarnos tranquilamente en casa, por más que Pablo insistiese.

-Ya iremos otro fin de semana con más tiempo, Pablo. Mejor nos quedamos aquí... Oye, hay helado de vainilla. ¿Por qué no preparáis unos cafés especiales? – Irene  calmó a su hermano, que terminó encogió de hombros y se resignó.

-Como querais... aunque ya os vale, en Valencia y no pisar la playa...

En fin, allí nos pusimos mi cuñado y yo a preparar café con nata, licor y helado, mientras las chicas quedaron en la terraza, a la sombra del cenador de cañas, charlando y riéndose alrededor de la mesa. La terraza, tan grande como el propio ático, estaba rodeada por una fila de setos ornamentales que fastidian las vistas, pero la hacían bastante discreta, por lo que no nos sorprendió que cuando terminamos los preparativos y salimos llevando las bandejas, las chicas estuviesen tumbadas solo con los pantalones y la parte de arriba del bikini, tostándose al sol de junio.

-¿Os habéis echado crema? – pregunté al posar la bandeja, e Irene se limitó a levantar el spray dosificador de protector solar. – Tenéis el café aquí…

-Ya sabes cómo me gusta. - me dijo mi novia, y Ana se rió por lo bajo. Miré a Pablo, que parecía a punto de hacer alguno de sus comentarios, y le callé poniéndome el dedo en la boca.

-Tú a callar. - le dije, provocando su risa sofocada.

Durante unos momentos, lo único que se escuchó fue el tintineo de las cucharillas al ir deshaciendo el helado y la nata en el café caliente, y algún ocasional comentario de “qué calor” por parte de las chicas, que se abanicaban con unos sombreros.

-Cari, ¿puedes traer el vaporizador, por favor? – Ana se incorporó y se dirigió a Pablo, que asintió y desapareció dentro de casa, para aparecer de nuevo con un frasco traslúcido azul, con una boquilla de gatillo. Acercándose sin hacer ruido, salpicó con unas nubecillas de agua a su hermana y a Ana, que se revolvieron dando grititos.

-¡Para! ¡Que está fría! – todo acabó cuando Irene le quitó el frasco a su hermano, que se reía a carcajadas. Las dos fingieron enfurruñarse, y alejaron un poco las tumbonas, poniéndose a hablar entre ellas. Nosotros, por nuestra parte, iniciamos una conversación, posiblemente de fútbol porque era año de Mundial. No soy un gran aficionado, pero estuvimos un rato hablando antes de que la plática de las chicas captase mi atención.

-… no sé… me da palo .. – decía Ana, mientras Irene cuchicheaba. - ¿Seguro?

-Que sí tía. ¿No lo haces en la playa?

-A veces... pero es que, aquí...

-Ni lo pienses. ¿Quién te va a ver? Entre los setos, y como no tengan prismáticos…

Giré un poco la cabeza para mirarlas, y me quedé con los ojos como platos cuando mi novia y mi cuñada, entre risitas, se incorporaron hasta sentarse, se quitaron la parte de arriba del bikini, y dejaron al descubierto sus pechos, tumbándose otra vez y dejando bien a nuestra vista sus tetas. Las de Irene las conocía como la palma de mi mano. Literalmente, podría decirse. Esféricas, repletas, de grandes pezones rosa pálido. Así que las que atrajeron mi curiosidad fueron las de Ana, más pequeñas, un poco caídas, con unas areolas oscuras y lo que más me sorprendió, unos pezones extraños, como cicatrizados, que en lugar de sobresalir parecían introducirse en el centro de la areola, como invertidos. Bendije las gafas de sol, que permitieron cartografiar su busto sin resultar impertinente. Mi entrepierna comenzó a reaccionar, y las alarmas saltaron cuando las chicas, después de un rato, se acercaron y se sentaron a la mesa con nosotros para tomar su café, parloteando distraídamente, como si nada. Nunca había mirado a Ana de forma lasciva, y menos aún siendo la novia de mi cuñado, pero entre lo de esta mañana y tener sus pechos colgando a menos de un metro, mi cerebro reptiliano lanzó inequívocos mensajes por todo mi sistema nervioso.

Qué jodido es el deseo, ¿verdad?

Tanto Pablo como ellas actuaban con total naturalidad, asi que intenté relajarme, en vano. La mirada se me iba hacia los pechos de ambas, casi comparándolos, el abundante y precioso busto de mi novia, y el un poco más alicaído pero aún así atractivo de mi cuñada. El caso es que una vez tomado el café y bromeado un poco, las chicas volvieron a las tumbonas, esta vez colocándose boca abajo, así que al menos pude sofocar la revolución hormonal que se estaba produciendo en mi torrente sanguíneo. Mi mirada se pudo recrear entonces en el trasero de Ana, embutido en unos shorts de andar por casa que apenas podían contener su voluminoso culo y sus rollizos muslos, tensa la tela como piel de tambor. Desvié la vista, y disimulé como pude el bulto en mis bermudas, dando largos tragos del café helado.

La cosa quedó ahí, y esa noche pude exorcizar la imagen de Ana de mi recuerdo a base de dos rabiosos polvos con Irene.

*

Los padres de mi novia tenían una casa en un pueblo cerca de Huesca, a una hora y algo de Zaragoza, donde los mellizos habían pasado los veranos de la infancia y donde ahora sus padres acudían prácticamente cada fin de semana. Era una casa rústica, algo apartada del centro del pueblo, con un gran patio y una finca con frutales. Habíamos subido un par de puentes festivos para relajarnos entre barbacoas, excursiones a castillos y visitas a Huesca, y siempre nos quedaban ganas de repetir, así que como en julio teníamos todos unos días libres, toda la familia de mi novia había decidido ir a pasarlos al pueblo, juntos.

Mis suegros eran como versiones antiguas pero reconocibles de Pablo, altos, robustos, morenos, lo que convertía en un pequeño misterio el aspecto rubicundo de su hija, De trato fácil y amigable, me recibieron afectuosamente los dos en la puerta de la finca, que se extendía a la vera del río, rodeada de un muro, y que albergaba una casa grande de una sola planta, un patio porticado, una gran superficie de hierba salpicada de árboles frutales, un pozo y una pequeña cabañita de aperos. Cuando aparqué el coche, mi suegro se acercó con una sonrisa de oreja a oreja.

-¡Hombre C! ¿Cómo va?* – me palmeó el hombro con entusiasmo, mientras me acerqué a mi suegra para darle dos besos.

-Bien, bien… traigo cosas… - señalé el maletero.

-¡No jodas! ¿El qué?

Las “cosas” eran una caja de vino de Cariñena, una paletilla de Teruel, dos quesos y un surtido de embutidos.

-Ay C… ¿Para qué te molestas? –* la madre de Irene me lo reprochó, educadamente, al ver a su marido y a mí descargar los fardos en la cocina. Irene entró en ese momento, dándome un beso algo más casto y formal de lo habitual.

-¡Hola amor! – me saludó. Llevaba bañador y unos pantaloncitos de deporte, y estaba mojada y risueña. Me cogió el brazo y con un entusiasmo casi infantil me llevó al patio, mientras hablaba muy emocionada. - ¡Ven a ver lo que ha puesto mis padres! - Intrigado, salí con ella y lancé una exclamación de complacida sorpresa.

Los padres de Magda habían puesto una piscina. No una de esas de obra, sino de las de estructura de madera y plástico, más pequeñas y baratas, pero reconozco que impresionante y funcional.

-Quince mil litros… - me dijo mi suegro, saliendo detrás de nosotros. - ¿Qué os parece la sorpresa?

-¡Genial papá! – Irene contestó por los dos. Realmente parecía una gran idea, bajo el sol de justicia, contar con una piscina para quitarse la pegajosa canícula. No había traído bañador como tal, pero uno de mis pantalones de deporte hizo el servicio, y antes de quince minutos los dos chapoteábamos en el agua, con mis suegros sentados en el patio, a la sombra, bebiendo una cerveza con gaseosa.

-¡La leche…! – los cuatro nos volvimos cuando escuchamos la voz de Pablo, que miraba la piscina desde el patio, con la maleta todavía en la mano. -¿Y esto?

-Cosas de tu padre…- le contestó mi suegra, levantándose para saludarle. - Mira que le dije que igual a los chicos no os iba a gustar… - bromeó, con una risita. Ana entró también, con un vestido oscuro y un sombrero de paja.

-¡Anda!- sus ojos apenas se separaron de la piscina mientras saludaba a mis suegros. -¡Qué idea más buena!

-¡Ya te digo! – dijo Pablo - ¡Nos cambiamos y vamos! Oye… - nos dijo, alzando el dedo acusador - … ¡ni se os ocurra mearos dentro!

-Pablooooo… - dijeron al unísono Ana, mi suegra y el propio Pablo, estallando todos casi al momento en risas. Ana hizo entonces un pequeño mohín de fastidio. -No he traído bañador…

- Tranquila…- Irene salió del agua, envolviéndose en una toalla – Ven, te dejo uno mío.

No tardaron mucho en bajar, primero Pablo como una tromba, salpicando a conciencia al entrar al agua de un salto y expresando su aprobación a gritos, y luego las chicas.

Irene tenía curvas, algunas de ellas bien pronunciadas, pero resultaba obvio que ella y Ana no tenían, ni por asomo, la misma talla. La tela del bikini prestado por mi novia trataba de cubrir el perímetro más que generoso de las caderas de Ana, consiguiéndolo solo a medias, dignamente por delante, y casi nada por detrás. La tela se tensaba en un esfuerzo imposible, pero apenas conseguia conservar un amago de forma en la parte superior del trasero de mi cuñada, convirtiéndose en una especie de tanga al extraviarse en hendidura vertiginosa entre sus abultadas nalgas. Todo su moderado sobrepeso parecía haberse centrado en su pandero y sus muslos, también rollizos.

Agradecí estar sumergido hasta la cintura en el agua fresca.

¿Quién podía concentrarse? Cada vez que Ana nadaba un poco, sus posaderas asomaban como dos islotes gemelos, lustrosos como el mármol, y el recuerdo de sus pechos regresó, nítido como una fotografía, mientras nos bañábamos los cuatro en la piscina. Mantuve como pude la compostura, aunque los juegos enérgicos que proponía Pablo terminaban con contactos quizá casuales, pero notorios, lo cual no me puso fácil aguantar el tipo. En fin, jugamos un rato, nos refrescamos, y cuando su madre nos avisó, nos secamos apenas para comer, sentados en la mesa del patio, ensaladilla rusa, tortilla de patata, embutido, una tarta de queso con mermelada que habían traído Ana y Pablo, y café con hielo. El calor seguía siendo sofocante, y eso, unido a la copiosa comida y al vino y la cerveza frescos de los que habíamos dado buena cuenta, provocaron que todos nos fuéramos retirando a echar una cabezada, sobre todo mis cuñados que habían madrugado bastante para venir desde Valencia.

Me desperté todo sudado, con la cabeza algo cargada y la boca seca como el esparto. El reloj del móvil marcaba las cuatro y media pasadas, e Irene respiraba pesadamente a mi lado, desnuda y tapada apenas por la sábana. Yo también estaba desnudo, porque me había quitado el pantalón húmedo para ponerlo a secar al sol. Sin despertar a mi novia me puse otras bermudas y fui hacia la cocina, descalzo. La casa estaba silenciosa, y fuera solo se escuchaba el rumor sordo de una brizna de brisa, y el canto chirriante de las chicharras. Bebì un largo trago de agua fresca del refrigerador, y decidí salir un ratito a la sombra.

Me senté en la mesa, y cerré los ojos, aliviado por el soplo de un airecillo ligero que venía del norte, estirando los dedos de los pies y disfrutando de la paz del campo, cuando un ronquido procedente de una de las habitaciones me sobresaltó tanto que casi me echo a reír a carcajadas, yo solo. Provenía de una de las ventanas del otro lado, a la vuelta de la esquina de la casa. Picado por la curiosidad, me acerqué en silencio, divertido por el ronco rugido del durmiente, y con disimulo me asomé por la ventana abierta para saber si era Pablo o mi suegro el león alfa que retumbaba en la sabana. Era Pablo, aunque lo que me alteró fue otra cosa bien distinta.

Ana y él dormían desnudos en la habitación, junto a la ventana.

Me retiré al momento, avergonzado por mí falta de tacto. Pero entonces sentí un cosquilleo en la entrepierna, y aunque me arrepiento, no pude evitar asomarme para contemplar a mi cuñada, en su traje de nacimiento. Si despierta ya era guapa, la boca entreabierta y la expresión serenamente dulce de su rostro la otorgaban una delicadeza casi angelical. Su cuello bronceado descendía con gracia hasta su pechos, algo desparramados por su postura, entre boca arriba y de lado. Nuevamente me llamaron su atención esos pezones cóncavos, de un rosa muy oscuro, con ese pliegue de piel como sus botones se escondieran del mundo. Su vientre formaba una barriguita no muy grande, para ensancharse de forma notoria en sus caderas y sus piernas, ligeramente abiertas. Pude ver su pubis, bien arreglado, con unos cortos mechones de vello oscuro, y adiviné entre ellos el atisbo de sus labios, cubiertos de algo de vello.

Mi polla se puso de cemento en menos de un segundo., Pero casi me da un vuelco el corazón cuando la escuché gemir un poco y empezó a moverse.

Me retiré al momento, apoyando la espalda contra la pared, y mirando en todas direcciones, intentando contener los latidos de mi corazón, que amenazaba con salirse del pecho. Esperé unos momentos, y como nada, aparte de los ronquidos, parecía alterar el silencio de la habitación, volví a asomarme. Ana se había tirado hacia el centro de la cama, ofreciendo ahora su espalda hacia la ventana. Su espalda, y su espléndido trasero. Habían doblado una de sus rodillas, hasta colocarla altura del vientre, y eso proporcionaba una tensa curva sensual a su nalga más que abundante. Su culo era grande, desde luego, demasiado para ser considerado proporcionado, pero aparte de unas pocas estrías y un principio de piel de naranja, parecía turgente, firme, apetitoso. Mi polla ahora sencillamente quería escapar de su prisión, y cuando la froté por encima de la tela me pareció que bastarían una docena de toques para correrme como una fuente.

Metí la mano en el pantalón, y como no llevaba ropa interior comenté a restregar toda la longitud de mi miembro, apretando con fuerza. Mis ojos fueron de la hipnótica visión de su culazo a la velluda, abultada y oscura hendidura de su coño, que se perfilaba entre sus piernas. Estaba cerca de correrme cuando Pablo carraspeó, bufando y resoplando, y se agitó provocándome tal susto que me escabullí agachado hasta la puerta de la cocina, con el vértigo atenazando mi pecho y el miedo restallando en mis sienes como un látigo. No fue hasta que no llegué a la habitación que me di cuenta de que estaba conteniendo la respiración , así que tumbándome junto a Irene cogí una gran bocanada de aire y la expulsé, con un bufido. Mi pulso se fue regularizando y el nudo de mi estómago se aflojó gradualmente.

¿Qué carajo me estaba pasando, joder?

*

En un auténtico alarde de glotonería, la cena iba a ser una parrillada. En cuanto bajó un poco el sol, preparamos las viandas que íbamos a asar, quedando mi novia y yo con la boca abierta ante el despkiegue de carnes que teníamos delante. En la enorme bandeja de carne había longaniza, panceta, chorizo, muslos de pollo adobados, brochetas de cerdo y setas y dos buenas docenas de chuletillas de ternasco.

-¿Pero cuántos vienen a cenar? ¿Doce? – Irene miraba la bandeja que había dejado huérfanos a un centenar de lechones, y no pudo evitar reírse. -¿No os habéis pasado un poco?

-Hija, tu padre, que no se ve lleno nunca … - mi suegra preparaba cubiertos, servilletas y vasos mientras su hijo, su novia y mi suegro discutían en el fuego por los sarmientos, la leña de litonero o yo qué sé que diatribas barbacoísticas. Nunca me han interesado esas liturgias en torno al fuego, así que yo me senté en el patio a beber una cerveza mientras miraba a Ana, alimentando la hoguera, haciendo bromas y tomando el pelo de Pablo y su padre.

¿Cómo podía esta mujer estar obsesionándome de tal modo? Desde luego, era guapísima, pero no tenía buen tipo y objetivamente hablando, Irene estaba dos veces más follable, perdonen la grosería. Pero ella era la rutina, la comodidad, la seguridad, mientras Ana era el peligro, la aventura, el riesgo. ¿Qué lleva a alguien a abandonar su hogar y escalar un ocho mil? ¿Qué lleva a alguien a atarse una cuerda a los pies y tirarse de un puente? Tiene que ser una pulsión autodestructiva, un thanatos retorcido, un hambre insaciable y grotesca lo que nos hace despreciar lo que ya tenemos en las manos para arriesgarlo todo por un poco más, por desconocido que sea. Por inseguro. Por nocivo. Siempre hacia delante, siempre al límite, siempre en el alambre. ¿Por qué vivir en el abismo?

Quizá para muchos esto sea, sencillamente, vivir.

Irene me sacó de mis ensoñaciones, con un beso en la mejilla y una cerveza con limón en la mano. Se sentó a mi lado.

-¿Ya están las brasas?

Hice un gesto de ignorancia, levantando los hombros, bebiendo un trago y sonriendo.

-Llevan un rato ahí debatiendo. Yo no tengo ni idea. Lo mismo hoy cenamos pizza.

Finalmente el criterio de mi suegro se impuso, ya que era el anfitrión, y la carne fue colocada chisporroteando sobre la parrilla. Se fue cocinando lentamente, y pusimos la mesa entre risas. Ana se disculpó un momento.

-Vaya sudada con las brasas… voy a refrescarme un poco. – y se fue dentro. Una vez puesta la mesa, yo dije que iba a poner a cargar el móvil, y entré también, un minuto después.

La encontré en el baño grande, lavándose la cara. Toqué la puerta, y ella se giró, sonriendo. Teníamos cara muy roja, perlada de sudor, y con alguna mancha de hollín.

-Hey, C… ahora mismo salgo.*

La vi empaparse el rostro y el cuello, frotarse con energía, y al terminar secarse con la toalla. Inclinada sobre el lavabo su culo parecía tan redondo como un planeta, un par de asteroides expulsados del cielo, cuya fuerza de gravedad parecía amenazar mi estabilidad. Una vez seca me miró con su ojos castaños, yo apoyado contra el quicio de la puerta. Seguramente mi expresión debía de ser bastante extraña, incluso inquietante, porque dejó la toalla y me miró, mudando la expresión por una un poco más seria, alzando las cejas.

-C, ¿querías algo?

No dije nada, sino que en un par de movimientos entré, cerré la puerta, avancé hacia ella, cogí su nuca y la besé.

*

La cena fue, como se pueden imaginar, algo incómoda. Ana evitó cruzar la mirada conmigo en todo momento, y se comportó de forma correcta pero algo distante, callada, más de lo habitual, y eso que Pablo y su padre fueron particularmente locuaces. Comimos con apetito, alabando a los fogoneros, a los cocineros, a los anfitriones y en general a nosotros mismos, vaciando cuatro botellas de Cariñena, y media de ratafía. Cantamos alguna canción, charlamos de lo divino y lo humano, e incluso nos dio tiempo a jugar a las cartas. Ana se excusó muy pronto, alegando dolor de cabeza.

-Qué excusa más vieja… o sea que esta noche nada de nada …

Todos esperamos el “Pablooooo”, pero Ana se limitó a decir “Hasta mañana” , arrebujarse en la chaquetas, y entrar en casa, en silencio. Si bien aparentemente nadie le dio mayor importancia, sí que noté cierta perplejidad por parte de Irene, sensación que pronto se trocó en hilaridad ante la última ocurrencia de su hermano, y la velada continuó distendida, hasta que el frescor de la madrugada nos alertó. Recogimos un poco, y cuando nos fuimos a acostar era bsstante tarde.

Apenas pegué ojo.

No me devolvió el beso, sino que se limitó a quedarse quieta, con labios apretados, cogida totalmente por sorpresa. Cuando me eché hacia atrás, ella retrocedió un poco, interponiendo más espacio entre nosotros en aquel angosto cuarto de baño.

-¿Qué haces? – masculló, cómo buscando las palabras - ¿A qué ha venido esto?

-No lo sé. – Cierto, no tenía movimientos pensados, más allá de aquí. Y ni siquiera el beso había estado planeado del todo, más bien me dejé llevar. Así que decidí ser enigmático, o lo que yo entendí por enigmático. – Dímelo tú.

Ana me puso el dedo en el pecho, antes de hablar en voz baja, mientras su expresión iba pasando de la estupefacción al enfado.

-Ni se te ocurra volver a hacer nada parecido. Gilipollas.

Me empujó un poco, y yo me hice a un lado. Pasó junto a mí, pero era imposible, en el baño, no rozarnos, y su cuerpo se frotó contra el mìo, sus caderas contra mi entrepierna. Ni siquiera me miró al salir.

¿Y ahora qué?

Si se lo decía a Pablo, podía considerarme hombre muerto. Como decía el libro, todo hombre sabio teme la tormenta en el mar, la noche sin luna y la ira de un hombre amable. ¿Pero cómo se me había podido ocurrir besarla? Fingir normalidad en la cena, seguir las bromas, estar pendiente de cada gesto me habían hecho envejecer diez años en unas horas. Maldije mi cabeza loca, mi poco seso, mi majadería, porque solo a un majadero se le podía haber pasado por la mente hacer lo que yo había hecho. El remordimiento me daba cortas y certeras puñaladas, desvelándome, y deseé estar a mil kilómetros de allí.

-¿Qué te pasa….? – mi enésima vuelta sobre mí mismo habían logrado despertar a Irene, que me habló con vocecilla somnolienta.

-Creo que he cenado demasiado… tengo la tripa del revés…

-Hay antiácido en el botiquín del baño grande…

A regañadientes, me levanté y fui al baño. Efectivamente, en el armarito tras el espejo había un paquete de pastillas. Cogí una, y la deshice en mi boca mientras me miraba a los ojos en el espejo. Todo el mundo dice que tengo una engañosa cara de buen chico, y podía confirmarlo. El ojeroso, pálido y desencajado panoli del espejo era incapaz de hacer las tonterías que yo hacía, estaba claro. Eso debía ser cosa de su gemelo malvado, el calavera, el crápula que se había escapado del espejo una noche de tormenta, y me había suplantado con malas artes. Sonreí con conmiseración, me lavé la cara, bebí agua y respiré hondo, antes volver a acostarme, dar otro medio millón de vueltas ante las sordas protestas de Irene, y finalmente, ya despuntando el amanecer, me quedé dormido.

El cuerpo es sabio, y comprende cuándo toca fundido a negro.

(Continuará)

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