Botín de guerra

Después de derrocar a un enemigo, siempre puede el vencedor encontrar un tesoro especial...

Destruí sus murallas, arrasé su ciudad, quemé sus campos, esclavicé a su pueblo y vendí a su familia en el mercado. A él me lo trajeron a mis aposentos desnudo y depilado, con las manos atadas a la espalda, tal y como yo lo había pedido. Era el premio para el vencedor: el hijo o la hija del vencido. El más bello o la más bella (o ambos). Esta vez fue sólo uno. El príncipe destronado apenas había cumplido los diecinueve años y apenas había cruzado las puertas del palacio de su padre hacia el exterior. Había sido príncipe toda su vida, pero su verdadera condición era la de un esclavo. Su propia familia le había enseñado a ser sumiso: su propia familia lo había dejado listo para mi uso personal.

Los guardias lo obligaron a arrodillarse ante mi presencia. Pedí que nos dejaran solos y se marcharon, cerrando las puertas con llave. Su cabeza rizada gacha, negra como el azabache, sus pectorales a medio formar inflándose y desinflándose de terror y sus gemelos de líneas robustas me arrancaron un ardor en el pecho. El chico lloraba de desdicha. Le ordené que se levantase.

Por favor, no vaya a hacerme nada. – me imploró

Nadie va a hacerte daño. – le tranquilicé con una risa casi amable pero ácida – Ahora levántate sin miedo para que pueda verte bien.

Se levantó y los ojos me dolieron de tanto esplendor. Portaba una erección gloriosa; más gloriosa que muchas de mis victorias. Su glande relucía rosado y húmedo. Pellizqué sus pezones casi blancos, y todo su cuerpo se estremeció. Su piel brillaba tersa pero suave. Los numerosos lunares de su geografía corporal resaltaban de forma excitante tras el depilado completo de cuello para abajo. Su cintura era estrecha, y sus nalgas esponjosas y respingonas, como las de una jovencita. Su pubis era una pirámide invertida de líneas suaves, y depilado al tacto parecía cortar como un cuchillo de afeitar. Sus huevos en tensión por la erección parecían, al acariciarlos, piel de naranja. Todo él olía a una extraña e indefinible flor azucarada.

¿Soy un esclavo ahora, señor? – me preguntó. Sus mofletes eran dos rosas abiertas.

Lo eres: así es el mundo. – le contesté acariciándole los huevos - Eres ahora mi esclavo. Y me ha gustado que me llames señor. Se ve que te han educado bien, que no eres otro príncipe mimado. Mejor para ti: te costaría mucho más trabajo adaptarte a tu nueva situación.

¿Dónde están mis padres y mis hermanos y mis hermanas?

Fueron vendidos en el mercado. Ellos también son esclavos ahora.

Su mirada se afligió. Le ordené que se volteara. Lo hizo y le quité las cadenas. Intentó, el inocente, nada más verse libre, taparse su polla y sus huevos. Me excitó de sobremanera verlo así: indefenso completamente, cargando con su vergüenza ante mi, intentado tapar aquella erección brutal y jugosa sin ningún éxito con sus manitas inmaculadas.

No intentes taparte porque no te servirá de nada. – le advertí – Pero pronto te acostumbrarás a estar así. Mis esclavos siempre trabajan desnudos en mi presencia.

Viendo que era inútil, dejó las manos a los lados de su cintura.

Si te portas bien, tal vez te haga una paja o te permita hacértela para que te sientas mejor.

Su glande chorreaba. No podía contener tantos efluvios aprisionados.

Bien, primero quiero que me sirvas la cena.

No lo hizo nada mal para ser su primer día: no derramó nada y permaneció de pie a mi lado mientras yo comía, cargando con aquella erección que ya hasta a mi empezaba a incomodarme. Yo, de vez en cuando, mientras mordía alguna fruta o algún pedazo de carne, acariciaba sus muslos, sus nalgas, sus huevos. También me limpiaba, cuando me ensuciaba, los dedos en cualquier parte de su cuerpo. A veces pasé el dedo por su ano, y otras por su pene. Hice amago de masturbarlo, pero lo dejé con las ganas. Su estómago rugía.

¿Tienes hambre? – le pregunté

Mucha, señor.

¿Y quieres masturbarte?

Si, señor.

Bien. Acércate.

Lo dejé con la polla justo frente a mi cara. Se la agarré con fuerza y empecé a darle arriba y abajo, arriba y abajo… Y se corrió en apenas tres segundos. El semen cayó bajo sus pies: espeso.

¿Tan poco aguantas? Tendrás tu castigo por ello.

Él se arrodilló de inmediato: - No, por favor. No me castigue. No me gustan los castigos.

Los esclavos, cuando no satisfacen a su amo, deben tener su castigo.

Vi a mi padre castigar a esclavos desobedientes. No me gustaban los gritos que daban. Por favor, señor, no me castigue. No es culpa mía haberme corrido tan rápido. No podía aguantar más.

Le volteé la cara de un tortazo.

Un esclavo no replica. Un esclavo obedece a su amo sin rechistar. ¡Agáchate ahora mismo y lame lo que acabas de tirar!

Entre sollozos, se puso a cuatro patas a mis pies, y como un perro agachó la cabeza. Se le veía indeciso ante la mancha de semen. Le di una patada en el costado.

¡He dicho que te comas lo que has tirado!

Empezó a lamer el semen, primero con timidez, y luego fue terminándoselo todo poco a poco.

Así me gusta: como un buen esclavo.

Mientras lamía, le acaricié la cabeza como a un perrito, seguí la línea de su columna vertebral hasta su culo y le acaricié la raja, con cariño, cuidadosamente. Le metí el dedo en el ano y le di hacia delante y hacia atrás varias veces. Estaba estrecho pero bastante mojado. La erección no le había bajado apenas.

Bien, ahora ven conmigo.

¿No es suficiente, señor?

Le di otro tortazo.

¿Suficiente dices? ¿Suficiente? Ya verás lo que es suficiente.

Pasamos a la sala del atril. Lo até con los brazos hacia arriba a las argollas del techo. No dejó de implorarme perdón, de implorarme piedad mientras lo ataba. Mi polla estaba a cien. Las piernas se las separé lo máximo posible. El chico sudaba como un cerdo, pero un sudor frío y punzante.

Por favor, no me haga daño. Por favor, nunca más volveré a hacerlo.

La erección seguía levantada.

Saqué el látigo de varias colas y, sin avisar, le golpeé con todas mis fuerzas en las nalgas. Un chillido inhumano desgarró el aire. Hice lo mismo en la espalda y otro nuevo chillido. Y de nuevo en las nalgas, y de nuevo en la espalda, y de nuevo en las nalgas, y de nuevo en la espalda, y así hasta cien. El sudor y la sangre le caían cuello abajo y tocaban el suelo derramándose por sus pies en tensión.

Me acerqué y lo volví a masturbar. Tardó un poco más pero se corrió de lo lindo. No hablaba: sólo resollaba ruidosamente, como un buey cansado. Lo desaté y lo llevé a la sala de baños. Temblaba, y el agua caliente le vino bien. Me desnudé y me bañé con él. Sané sus heridas con ungüentos. Le ordené que me hiciera una paja, pues mi polla ya tampoco podía más, y me la hizo sin mirarme a la cara, pero noté que ya comenzaba a disfrutar obedeciéndome.

Le ordené que se levantara y lo até, con el culo levantado hacia mi, a la argolla de una de las columnas. Separé sus nalgas