Botes contra la pared
Cosas tan insignificantes como un balón botando contra nuestro muro, pueden sacar lo peor de nosotros.
Ahí estaba otra vez ese golpeteo que tanto molestaba a Javier. Se trataba de su vecino Adolfo, jugando con esa pelota de baloncesto que, en un hecho del que ahora se arrepentía, él mismo le había regalado en navidad.
El chico no había logrado entrar a la universidad y se la pasaba gran parte del tiempo jugando con el balón, solo y sin más que hacer. Lo hacía desde temprano, justo como esa mañana, en cuanto el primer rayo de sol entraba por su ventana. Ya Javier le había pedido de una y mil maneras, siempre con educación y amabilidad, que por favor no lo hiciera, pero el jovencito no hacía caso, como si estuviera retándolo, seguía botando el esférico precisamente contra el muro que daba a casa de quien meses atrás se lo regalara.
Harto de escuchar ese mismo golpeteo despertándolo todos los días, Javier se levantó con la cara roja de coraje y, así como estaba vestido, con nada más que un bóxer, salió de su casa dispuesto a lo que fuera necesario con tal de dormir. Caminó hasta la construcción contigua y al ver el gusto con que el muchacho rebotaba una y otra vez la pelota, su furia se incrementó.
¿Qué chingados crees que haces? Preguntó el enrabietado hombre.
¿Qué no ves? Jugando con el balón que me regalaste. Respondió el chamaco con tono burlesco.
No te hagas el chistoso, eso ya lo se. A lo que me refiero es a por qué lo haces, si ya te he pedido mil veces que no, que no me dejas dormir. Gritó Javier, sumamente encabronado por la actitud arrogante del chico.
Lo hago porque quiero. Si te molesta, es tu problema y no mío. Si no te dejo dormir, pues cámbiate de casa. Además, ¿para qué me lo regalabas si luego no ibas a querer que lo usara? Lo cuestionó Adolfo, sin poder evitar esbozar una cínica sonrisa.
Javier no pudo contenerse más y, luego de saltar el cancel que lo mantenía fuera de la casa del muchacho, se le lanzó encima. Empezó a golpearlo con todas sus fuerzas, descargando sobre él toda su rabia. No se detuvo hasta que los nudillos le dolieron y la cara del jovencito quedó cubierta de moretones, bañada en sangre.
Al darse cuenta de lo que había hecho, el enloquecido sujeto se apartó horrorizado, pero no por sus actos, no por la tremenda golpiza que acababa de propinarle a su vecino o por las consecuencias que eso le traería, sino porque una parte de él, una de la que no tenía conocimiento y de la que sentía miedo lo había gozado.