Bosquejos de dos vidas
¿Sólo una fantasía?. De todos modos, exquisita.
Como en muchas otras situaciones de vida que se adivinan por acá, era muy chico cuando vestí ropas femeninas por primera vez.
Se trataba de una fiesta de carnaval y Constanza, una prima nuestra que transitoriamente estaba en casa, mi hermana y yo nos preparábamos, para competir en un concurso de disfraces que se realizaba por la tarde, como culminación de la fiesta.
Constanza había traído de su casa el disfraz, uno muy bonito de odalisca, a Carola, mi hermana, mi madre le había preparado uno de dama francesa del siglo XIX y para mi, me había hecho uno de extraterrestre o cosa similar.
Sin embargo, en la misma tarde de la fiesta, tuvimos un pequeño accidente en casa, cuando mi madre se puso a hablar por teléfono con una amiga, descuidó la plancha sobre la tabla, tomó fuego la tela con que estaba forrada esa tabla, y en el lío subsiguiente, se desprendió un pedazo de tela ardiendo que cayó sobre la silla donde estaba mi disfraz, que, en segundos, quedó inutilizado por el fuego.
Cuentan que ante la evidencia de que me quedaba sin desfile, armé todo un alboroto, (Se entiende, tenía cinco años), lloré como un verdadero marrano, estruendo al que se sumó Carola, aprovechando para protestar porque su disfraz con tanto corset, polison y peluca no le gustaba para nada. ¿Saben que quería mi hermanita?: ¡Un disfraz de futbolista!.
Total, que una vecina nuestra ayudó a mi madre con la solución: Fue sencillo improvisarle vestimenta de futbolista a Carola y yo heredé el rol de dama francesa. Constanza palmoteaba encantada, porque ella se llevaba mucho mejor conmigo que con Carola, y prefería ir del brazo con su primo, dos damitas de paseo, antes que con mi hermana. Por algún motivo (¡Vaya! ¡Tan chiquito y con subconsciente!), no sólo no resistí vestirme con ropa femenina, sino que me presté con gusto a la transformación.
Qué fue toda una epopeya. Porque moverme con alguna naturalidad con ese corset tan ajustado, con ballenas metálicas, una perfecta imitación de los originales; encastrarme luego la peluca blanca con encantadores rizos que me llegaban al hombro, soportar el trabajo de maquillaje en tonos subidos, como marca la historia, aunque con productos mucho más prácticos que los polvos y afeites que usaban aquellas damas post napoleónicas, en fin, que a la hora de la fiesta salimos de apuro y tuvimos que tomar un taxi, con nuevos problemas, sentarme sin arruinar el polison, intentar que el vestido no se arrugara demasiado. Y luego la fiesta.
Inexplicablemente (O no tanto, por lo que se vería con el correr de los años), gané el primer premio, doblegando en el último instante a los jueces fanáticos de Constanza, que parecían sucumbir ante el espectáculo de su ombliguito al aire.
Hasta muy tarde esa noche estuvimos dando vueltas. Obligatoriamente teníamos que dar varias de ellas, desfilando en una carroza a lo largo de la calle principal del pueblo, luego sacarnos fotos y por último prolongar la velada ya en casa, porque ninguno quería quitarse el disfraz.
Pasaron trece años, sin que en apariencia, yo volviera a recordar esa noche y mucho menos a repetir de alguna manera la experiencia. No obstante, muy dentro de mí, había surgido algo, casi inadvertido al principio, pero que con el paso de los años, fue transformándose en un sentimiento inquietante. Esto se manifestó bruscamente la noche en que sin saber muy bien los motivos, me las ingenié para quedarme con un corpiño de mi madre, me lo puse bajo la protección de las sábanas y luego de tocarme lentamente, en especial los pezones, chiquitos pero endurecidos bajo la suave tela de la prenda, me masturbé.
Fue placentero pero se convirtió en una oculta pesadilla en mi vida, que me impidió disfrutar de la adolescencia. Me convertí en un ser huraño e introvertido, con grandes dificultades para relacionarme con la gente de mi edad y mucho menos con las chicas. A mis diecinueve años no había tenido aún sexo compartido con nadie. La única persona con la que compartía horas más o menos amables, era mi prima Constanza, que parecía ser mi réplica en femenino. Es decir, también metida en si misma, con pocas amigas, ninguna íntima, y expresándose abiertamente, únicamente conmigo.
Llegó luego un día en que nuestras familias, la de Constanza y la mía, resolvieron que deberíamos compartir el departamento en la Capital, donde viviríamos mientras estudiáramos en la Universidad.
El departamento tenía una habitación, con dos camas de una plaza, un coquero living de buenas dimensiones muy bien amoblado, y una cómoda cocina, además por supuesto del baño, que una rareza, era lo suficientemente grande como para permitir una cómoda bañera y un práctico lavadero a continuación de la cocina, que pronto convertimos en una especie de invernadero, porque tanto a Constanza como a mi, nos gustaban y entretenían mucho las plantas en macetas.
Suponíamos que manejar nuestra intimidad no sería un problema dada la confianza que había entre nosotros luego de tantos años de amistad compartida. Sin embargo, Constanza, para mi sorpresa, se mantenía reservada, yo diría que como reticente. Parecía que de pronto hubiera sentido la necesidad de extender entre nosotros, la cortina que la separaba del resto de la gente, aumentando las distancias entre nosotros.
Esa situación duró casi un mes hasta convertirse en notoriamente evidente y por lo tanto, perturbadora de nuestra convivencia. Hasta que una noche, ambos estudiando en la cama, dejé el libro sobre la colcha y encaré decididamente el problema, pidiéndole a Constanza que habláramos de nuestra incomodidad, ofreciéndole incluso, la posibilidad de mudarme, porque sabía que si se lo planteaba a mi padre, él no tardaría en darme el gusto.
Y de pronto, Constanza que rompe a llorar desconsoladamente y yo que me quedo helado, porque sentía que las cosas eran más complicadas de lo que yo presumía. Me levanté de mi cama y así nomás como estaba, vestido solamente con un boxer, me senté en la cama de ella intentando descubrir el motivo de su sorprendente llanto o al menos, consolarla. Ella se refugió entre mis brazos y lloró un largo rato, durante el cual no atiné más que a acariciarle el pelo y musitar alguna que otra palabra pidiéndole que confiara en mi.
De pronto todo cambió: Ella parecía haber tomado alguna decisión. Se sentó en la cama y me miró seria y escrutadora, sin decir una palabra. Luego esbozó una sonrisa algo tristona y me habló en voz baja:
─
Mi querido Alejandro, no sé que pasará en los próximos minutos aquí, pero estoy harta de llevar sola, sobre mi espalda una carga que ya no soporto. No tengo la menor idea de por qué debés ser vos quien la comparta, tal vez porque después de mamá, sos la persona a la que más quiero, o porque sos mi amigo, o más sencillamente, porque como estoy, como estamos, no podemos seguir.
─
Constanza, querida, tratá de confiar en mi. No sé en que podría ayudarte, no se me ocurre nada sobre que te puede estar pasando, pero vos sabés, carga compartida, siempre es más fácil de llevar.
Ella corrió un poco la sábana y la colcha, hice un gesto como para levantarme suponiendo que ella a su vez deseaba hacer lo mismo, pero me detuvo apoyando su mano sobre mi brazo.
─
Sólo se trata de mirar. Dijo aún más quedo, como hablando para si.
A esa altura, yo me estaba empezando a alarmar. Constanza se estaba levantando lentamente el camisón y mil pensamientos absurdos pasaron en un segundo por mi mente, aunque ninguno me preparó lo suficiente. Ella ahora tenía el camisón enrollado en la cintura, y mi mirada se sintió inevitablemente atraída por la breve bombachita blanca que llevaba.
Realizó un extraño movimiento con la mano bajo la prenda, como si despegara algo adherido a su piel y el ver aparecer entonces por el costado de la bombacha un pene, produjo como si en otra habitación imaginaria, un techo se derrumbara sobre mi cabeza. Estábamos los dos inmovilizados y en silencio. Ella había echado su cuerpo algo hacia atrás y se apoyaba sobre sus brazos puestos en la almohada. Yo, estúpidamente oscilaba entre mirar ese miembro que descansaba entre sus piernas y sus ojos que casi sin solución de continuidad mutaban del desafío a la súplica.
Fue ella la que interrumpió la extraordinaria situación, bajando bruscamente su camisón y haciendo el inequívoco movimiento de levantarse, lo cual me obligó también a reaccionar, pararme y asentir cuando ella dijo:
─
Mejor nos sentamos, nos tomamos una copa y te cuento
¿
te parece?.
La historia no le llevó mucho tiempo. Ella recién la había comenzado a conocer a partir de sus cinco años, cuando a pesar del cuidado de su madre por evitarlo, descubrió bajo la bombacha de una amiguita que al parecer todas las nenas no eran iguales. Su curiosidad fue en aumento y comenzó a recibir lenta y progresivamente de boca de su madre fragmentos de explicaciones que concluyeron un par de años después, cuando pudo comprobar la similitud entre su conformación física y la de su hermano mayor. Supo entonces de una fatal obsesión de su padre que esperaba que su mujer le diera una nena para la cual no solo tenían preparado el ajuar correspondiente, sino hasta el nombre elegido y como la frustración desencadenó una tremenda negación de la realidad, que lo impulsó a realizar lo necesario para eliminar todo testimonio sobre su sexo de nacimiento, y culminó con la anotación del sexo femenino del hijo recién nacido. Desde ese momento, hasta cinco años después, no hubo nada anormal en la crianza de esa hija, que además, por su espléndida salud y la circunstancia de vivir en el campo, no requirió ni recibió mayores cuidados médicos. Al menos eso decía la versión de su madre. Por lo demás, la conducta del hombre había sido la de un amantísimo padre, cuya ausencia, cuando murió, resultó terriblemente sentida por Constanza. Fue a partir más o menos de sus doce años, cuando el conflicto entre su formación y su explosión hormonal, definieron la personalidad de mi prima y amiga, creándole conflictos que se fueron sumando en su interior, ya que a una especie de decisión consciente de continuar siendo la chica que se había criado, se le opuso una definida pulsión interna en sentido opuesto, aunque sin la fuerza suficiente para llevarla a modificar tan radicalmente su vida.
No mucho más que esto contenía la historia, aunque se nos fueron las horas hablando de sus sentimientos, de sus contradicciones, por etapas, su aceptación, pero esas horas no fueron singulares por ese único motivo, sino porque a lo largo de ellas, también mis sentimientos y sensaciones estaban preparando su propia explosión. Una especie de identificación con la vida de mi prima fue surgiendo en mi, pero además oscuros sentimientos parecidos al resentimiento, la envidia, la frustración, que fueron corporizándose, en pleno proceso de aceptar como deseable para mi, la vida de Constanza. Creo que lo afortunado fue poder hablar de ello, y entonces llegó el turno del asombro para mi prima.
Una chica, que se sentía naturalmente chico y un chico al que le hubiera encantado esa vida desde niña. Ambos sin haber compartido jamás el sexo, buscando, encontrando y sorprendiéndonos por la sucesión de extrañas similitudes y diferencias en nuestras maneras de vivir con nosotros mismos. El amanecer nos encontró maravillados con la especie de encuentro que habíamos experimentado en conjunto y aunque en algún momento decidimos irnos a dormir, ambos percibíamos la vigilia del otro.
Nuestra vida se puso patas arriba con respecto a todo el tiempo transcurrido hasta allí. Constanza era ahora una chica alegre, suelta, distendida, hablaba con naturalidad de chicas que la habían atraído en la calle, jugábamos con hipotéticas situaciones que podrían darse, e inevitablemente, yo fui dejando aflorar a mi verdadera naturaleza. Un buen día, gracias a Constanza tuve mis primeras prendas femeninas que aprendí a llevar alegremente alentado por ella.
Una tarde en que ella peleaba por depilar y dar forma a mis cejas frente a mi simulada resistencia, cayó sobre mi y percibí su pene algo erecto. Los dos fuimos conscientes de ello y nos quedamos mirándonos. Ella se bajó presurosamente el vaquero y tomando su miembro que ya tenía una evidente erección, me lo ofreció con cierta timidez. Yo puse mi mano alrededor de él y comencé a acariciarlo. Constanza guió firmemente mi cabeza, obligándome a deslizarme entre sus piernas y luego de un último encuentro de nuestras miradas, acerqué mi boca y se lo besé. Su estremecimiento liberó la última de las vallas que restaban y guió mi instinto hacia el mundo deseado. Su pija fue en los minutos siguientes un juguete en mi boca, un delicioso juguete que tan pronto era lamido con suavidad, como chupado con frenético ardor. Mi boca, mis labios, la lengua, mi saliva, mis besos fueron artífices de deliciosas sensaciones, palabras apenas pronunciadas, gemidos, movimientos de nuestros cuerpos gozando del contacto de cada milímetro de piel y por fin, tras un gritito de Constanza y la súbita y consciente urgencia que le imprimí a los movimientos de mi lengua y mi boca, sentí como se derramaba en enérgicos chorros que acariciaban mis mejillas, mis ojos y también se proyectaban hasta el fondo de mi garganta. Ella me urgió a no dejar caer nada, se ocupó de recoger con sus dedos cada gota de mi cara haciéndome luego chuparlos hasta limpiarlos totalmente.
Me hizo luego lamer todo su tronco, sus huevos, como para asegurarse de que nada quedaba del cálido regalo que me había hecho. Se dejó caer luego a mi lado y me tomó entre sus brazos, hasta que nuestras bocas se encontraron en un primer beso largo, apasionado, exigente, a los que le siguieron otros y otros más. Y eran besados nuestros ojos, las orejas, las mejillas y nuestras manos conocían caricia tras caricia nuestros cuerpos. Abrí sus nalgas, lamí, besé apasionadamente su culo, forcé a mi lengua para que se introdujera en él hasta más no poder, mientras escuchaba sus exclamaciones de placer.
En un momento estaba montada sobre mis nalgas, dándome palmadas en ellas para forzarme a abrirlas. Fueron después sus dedos los que buscaron, para preparar mi agujero hasta que ya entregado, terminé rogándole que me cogiera.
La suave mujercita que conocía era ahora un macho desatado que hundía su pija sin miramientos en el culo palpitante que se le ofrecía. Era una voz desconocida la que me amaba y me insultaba por igual mientras me pegaba, me tiraba del pelo, me mordía el cuello, los hombros, la espalda, la que reclamaba mis movimientos, exigía mi completa sumisión a sus dictados, que yo aceptaba gozoso de sentirme por fin hembra deseada y dadora de placer.
Un violento pujo final y era ahora mi culo el que se inundaba con la leche amada. Y era su cuerpo que ahora se derrumbaba sobre el mío, en procura del alivio que el placer vivido reclamaba.
Mucho después fue su boca la que me transportó a otros niveles de exquisito goce y la que extrajo mi leche que ella me obligó a quitar con mi lengua de su rostro.
Siguieron días de infinita lujuria. Poco a poco Constanza se adueñó de mi vida, de mi cuerpo y de mi voluntad. Nuestro sexo se enriqueció con amantes, tanto mujeres con las que ella disfrutaba dando cauce a sus ahora incontenibles instintos masculinos, como hombres que cada vez me hicieron un poco más hembra.
Constanza, como reconstruyendo una historia que le era propia, se ocupó afanosamente de mi transición. Habíamos concluido en que mi transformación debería ser total, y además de ayudarme con los tratamientos hormonales previos a la cirugía, cuidaba de mi aspecto, del aprendizaje de mi rol femenino, del más pequeño de mis gestos y me contenía y apoyaba en los duros días de mi inserción en el mundo exterior a nuestro pequeño paraíso.
Ella no mostraba mayor entusiasmo por renunciar a la femineidad adquirida que era por otra parte, la de una hermosa infancia, según ella la recordaba. Y en lo que a mi respecta, mi felicidad como mujer sumisa y gobernada por los caprichos y la imponencia de mi dueña, como ahora la sentía, me hacían desear que nada cambiara en ella. Constanza lo sabía, y cuando sentía que debía premiarme por mi voluntaria adhesión al propósito de vivir para su placer, me juraba, mientras me poseía, que siempre se mantendría esa mujer que había en ella, nada más que para amarme, sojuzgarme y deleitarme para su dicha y placer.