Bonita Pequeñez
La veloz historia de un debut. Durante la época del colegio, encuentro tres amigas y un hombre.
Tenía ya varios meses vistiéndome de chica a escondidas. Un vestido por el cual mi hermana no tenía mucho afecto formaba ya parte de mi secreto clóset de mujercita. Me decidí a expropiarlo cuando lo manché con esmalte de uñas mientras me las pintaba. Fui una suertuda porque a pesar que a mí me quedaba perfecto, a mi hermana no la favorecía, ya que estaba subida de peso. A mí me hacía ver preciosa. Verme en el espejo y ensayar posturas y gestos femeninos día tras día me dio la oportunidad de mejorar y cultivar a la mujercita que sentía cada vez más real…
Solo el temor de ser objeto de bullying por mis compañeros de clase me obligaba a reprimir mi feminidad.
Ese día que salí hacia el colegio no imaginaba la sorpresa que me esperaba.
Un profesor faltó y no encontraron ningún sustituto. Y alguien tuvo la idea de un juego para pasar el rato libre: comprobar quién tenía el pene más grande del salón de clase. Debían salir al frente los que se considerasen mejor dotados. Primero salió Roberto, que no impresionó a nadie, excepto por su atrevimiento, pues el suyo no pasaba los 10 cms. Ante esa pequeñez, muchos más se animaron a exhibir sus miembros viriles.
Demás está decir que ese fue un momento sumamente grato y excitante para mí, pero también muy incómodo ya que tenía que disimular mis ganas de tomar con mis manos aquellos miembros. Fue una tentación que a duras penas logré resistir, sobre todo cuando Sandro, el chico que me gusta más, me miró fijamente mientras cogía su pene y lo levantó y lo dirigió hacia mí. Yo sentí que eran dos los que me miraban, Sandro y su pene, que tenía vida propia por lo enorme que era. Imaginaba a su miembro al lado de mi pequeña cosita, y a mí mirando coquetamente a Sandro, mientras nuestros sexos hacían lo mismo.
Por supuesto, Sandro ganó. Siempre hubo en él una masculinidad muy intensa que me atrajo desde el primer momento que lo vi. Verlo caminar tan seguro de sí mismo, tan fuerte y tan macho me transportaba a un mundo de feminidad que solo sentía cuando me vestía de chica en la intimidad de mi dormitorio. Y ahora, que ya conocía sus mejores atributos, me resultaba muy difícil permanecer en el clóset y guardar mi secreto para mis ratos de señorita en privado.
Quienes no participamos en el concurso solo miramos, y solo éramos tres. Supongo que nadie tenía el tamaño suficiente para competir. Yo acababa de descubrir la gran diferencia entre un pene de hombre y la cosita de mujercita que yo tenía. Pero no era solo la pequeñez de mi cosita lo que me impidió participar. Yo llevaba una prenda íntima femenina debajo de mi pantalón, como era mi costumbre en los últimos días y me habrían descubierto si participaba.
Alguien notó que faltábamos tres. Y todo el salón empezó a gritar en coro que la teníamos chiquita. Y fue Sandro el que tuvo la idea de hacer el concurso al revés. Ahora debía coronarse al pene más pequeño. Fue un instante de duda. Por un momento me sentí vistiendo mi delicado y suave calzón rojo y entregándome a Sandro en medio de todos, y luego me asusté. Me vi a mi misma en medio de las carcajadas de todos, que se burlaban de mí. Sentí mucha vergüenza al momento que tuve que sacar mi gusanito y mostrarlo, y me bajé el pantalón junto con la femenina lencería que llevaba, de modo que no se note.
—No tengo calzoncillos —dije.
Nadie le prestó atención a lo que dije. Todos se quedaron asombrados de lo diminuto de mi órgano sexual, que de puro miedo estaba más pequeño que nunca. Yo misma me asombré de verlo tan chiquito. Y ya no pude más. Me di la vuelta y me tapé el rostro con un gesto muy femenino.
Sandro se me acercó por atrás y me abrazó. Su enorme miembro, un bate de beisbol portentoso que me había impresionado tanto hace unos minutos, estaba rozando la parte de mi cuerpo donde se concentra la mayor parte de mi feminidad: mi trasero.
Yo seguía con las manos tapando mi rostro, primero fue por vergüenza, porque ya estaba quedando claramente que sí había una mujercita, una mariconcita en el salón, y esa era yo. Pero unos segundos después, yo estaba experimentando por primera vez esa deliciosa sensación de pasividad al llevar mis manos a mi rostro y totalmente a merced de la voluntad de Sandro, a quien ya sentía como mi dueño.
—No permitas que me molesten, ya? —le dije con la única voz que podía tener en ese momento: súper femenina, delgada, suave…
Y me llevó hacia una esquina poniéndome de espaldas al salón.
—No te muevas —me dijo—. No digas nada.
Y se dirigió a todo el salón.
—Creo que por tener la pinga más grande tengo el derecho de propiedad de nuestra nueva compañerita, a quien voy a bautizar como “Katy”. Te gusta tu nombre, Katy?
—Ay, sí, me encanta —respondí, mientras de espaldas a todos y con la cara contra la pared, me iba acostumbrando a la idea deliciosa de ser la niña de la clase.
No imaginé que esta repentina salida del clóset le dio valor a los poseedores de los otros dos penes más pequeños, que se convirtieron en Fernanda y Carolina.
Y así, las tres, de espaldas, mostrando nuestros traseros, disfrutamos de la dulce experiencia de encontrarnos de pronto fuera del clóset, delante de todos, descubiertas de un modo tan veloz, tan sorpresivo, pero más que todo, excitante.
No pudo ser de otra manera: Las tres queríamos estar con Sandro. Hicimos una hermandad de chicos muy femeninos que se vestían de mujer. Lo hicimos por primera vez en casa de Fernanda. No es solo por vanidosa que puedo decir que la más bella era yo. Estaba segura que ninguna era lo suficientemente femenina para competir conmigo.
Recordaba el momento que le dije que no permita que nadie me moleste. Sandro no me respondió, pero su mirada me aprobaba, yo fui suya desde ese momento. Y esa sensación de pertenencia se sumó a mi ya larga lista de situaciones que me hacían volverme loca de placer.
Yo propuse que las tres lo invitemos a una fiesta entre los 4, que nos vistiéramos lo más lindas que podamos y que le demos a Sandro la opción de elegir a una.
Cuando leyó el mail que firmábamos las tres, pero que envié desde mi propia dirección. Después de unos minutos, llegó su respuesta, pero ellas ni se enteraron, porque había apagado el sonido en mi móvil.
En la noche, cuando en mi cama descansaba con un baby doll, abrí su correo…
(Fin de la primera parte)