Bollería industrial
Y podrás preguntarme por qué estoy aquí, viendo vídeos lésbicos en una página cualquiera de Internet, y no sabría muy bien qué contestarte. Supongo que porque con mis dedos y mi imaginación no es suficiente y una necesita algo más, ese algo más...
Salto de vídeo en vídeo sin soportar más de medio minuto. Podría concederles una oportunidad, llegar al clímax, pero los encuentro tan huecos, tan vacíos, que en vez de excitación me provocan pena, con sus cuerpos prefabricados, sus posturas artificiales, y esos grititos tan rídiculos, pura bollería industrial.
Y podrás preguntarme por qué estoy aquí, viendo vídeos lésbicos en una página cualquiera de Internet, y no sabría muy bien qué contestarte. Supongo que porque con mis dedos y mi imaginación no es suficiente y una necesita algo más, ese algo más. Podría incorporar la memoria, pero es una puta traidora y sólo me trae a Isabel, e Isabel ya no está en mi vida; únicamente está en mi memoria y en todos los poros de mi piel. Por eso estoy aquí. Por eso busco, por eso veo, por eso salto y sigo buscando, entre silicona, morreos de postureo y orgasmos sobreactuados, algo que sea real, algo de verdad, como cuando Isabel se tendía sobre mi cuerpo desnudo y me traspasaba su calor.
Podía haber una razón, pero era casi mejor cuando no la había, cuando me miraba y en silencio nos decíamos: hoy. Y entonces corría a ella y la besaba, en cualquier parte menos en la boca, y el deseo hacía el resto. Puede que cuando nos desnudábamos nuestros cuerpos no fueran tan perfectos como los que veo en la pantalla, pero cuando mis manos llegaban a ella e Isabel se adentraba en mis pliegues era… tan diferente. Sabía dónde tocarme, sabía cómo hacerlo para que mi sangre comenzara a hervir; cuando las yemas de sus dedos comenzaban a trepar por mi muslo el incendio ya se había desatado. Y entonces me tendía, o se tendía, o caíamos enredadas, daba igual, porque el orden de los factores no alteraba el producto. Y era yo la que acercaba mi boca a su sexo, o era ella la que se aventuraba por mi cuerpo, o éramos las dos las que jugábamos entrelazadas.
Ahora que el recuerdo de Isabel ha separado mis dedos del ratón y el vídeo desfila ante mis ojos mostrando a una asiática y una mulata compartiendo un juguete, ahora que mi mano aprieta mi pecho izquierdo deseando que fuera otra mano, ahora cierro los ojos y pienso en que nosotras no necesitábamos juguetes, tan sólo nuestros cuerpos. Separar las piernas y acercar los cuerpos. Nadie nos enseñó, nos guiaban el instinto, el deseo y el amor. Ni mis muslos eran tan perfectos, ni su coño brillaba de esa manera, pero Isabel sabía interpretar el momento de parar, tumbarme y follarme. Con furia, como un tío, como si sus dedos fuesen capaces de correrse. Yo me revolvía, pataleaba, gritaba, pedía por favor que no parase. Y cuando mi mente fluía mecida por el orgasmo le decía que sí a todo: a comprar esas cortinas tan feas, a unas vacaciones sin playa, a quererla toda la vida, a comerle el coño sin prisas, aleteando entre sus labios, sintiendo sus manos revolviendo mi pelo.
Y ahora, en el minuto final de la escena, cuando la china grita en versión original porque un director le ha dicho que tiene que hacerlo, me acuerdo de Isabel, que apenas musitando me pedía que parara, y entonces nos abrazábamos, desnudas y arrodilladas sobre la cama. Sus pechos contra los míos, mi boca en su cuello, su entrepierna contra mi muslo, se frotaba, como una gata en celo. El vídeo llega a su fin, el reproductor me ofrece prolongar el recuerdo con otras historias igual de vacías, y yo, yo sin darme cuenta que el día menos pensado los gatos se escapan por los tejados.