Bodas de plata 01

Un incidente fortuito que acaba en madurita satisfecha y marido cornudo, con un poquito de sexo homosexual y un tonillo irónico que yo creo que está bien.

Fue una ocurrencia idiota de Miguel por nuestras bodas de plata la de jugar a ser novios otra vez.

Salimos juntos desde niños. Vivía en la puerta de al lado cuando éramos críos, y jugamos juntos cuando no sabíamos ni hablar. Crecimos así, y a nadie le extrañó que nos hiciéramos novios enseguida, ni que nos casáramos después en cuanto terminó la carrera.

Yo no estudié. No me gustaba, y en casa tampoco insistieron mucho para que lo hiciera. Yo me limité a ser la amiga de Miguelito, la novia de Miguel, y la mujer de don Miguel Arrionda, doctor arquitecto, apuesto, conservador, y tan golfo como le permitían sus recursos, que eran muchos, así que también fui la señora madura de buen ver y vida ociosa a quien su marido se los ponía con un sinfín de señoras, muchachitas, mariconcitas, y cualquier otra clase de zorrón que se le pusiera a tiro. No me parecía mal: cosas de hombres. Vivía bien, disponía de mucho más de lo que necesitaba, mi marido era un hombre atento, a pesar de sus deslices, y gozaba de una cantidad de sexo que a mi me parecía razonable y cumplía con mis expectativas.

Hay que entender que nacimos el mismo mes, y nos casamos a los 25 (así que nuestras bodas de plata coincidieron con nuestro 50 cumpleaños), y yo nunca había tenido más relación que la que tenía con él, de manera que mis expectativas se ceñían a la que había sido mi única experiencia: me follaba cuando le apetecía, y a mi me excitaba mucho. A veces me corría; él se corría siempre, y, aunque me gustaba correrme, la simple excitación del encuentro me parecía algo satisfactorio, así que no tenía queja.

  • Oye… ¿Y si vamos al cine cómo cuando éramos novios?

Creo que hasta me sonrojé al oírselo decir. Nuestros primeros encuentros habían sido en el cine. Nada serio, por que yo llegué virgen a mi noche de bodas. Yo le tocaba y él me tocaba. Nos besábamos, le agarraba la polla, él me tocaba las tetas y, a veces, me metía un dedo en el coño. Él se corría, yo me ponía muy cachonda (algunas veces me corrí también), y nos quedábamos viendo la película como si tal cosa, a no ser que le urgiera de nuevo, que entonces se la volvía a menear.

  • ¡Uffff… no sé! ¿No somos muy mayores?

Naturalmente, acepté. Nunca le dije que no a nada a mi marido. A veces he pensado que si un día me hubiera dicho de ir con él a hacerlo con alguna de las zorras que frecuentaba, yo lo habría hecho también. La verdad es que le quería, y aquella forma imperfecta del placer que me proporcionaba me parecía de lo más satisfactorio. Creo que he sido una zorra desaprovechada, la verdad, por que siempre me ha gustado mucho lo de sobar y joder.

  • ¡Oiga! ¿Pero qué hace?

Nos habíamos sentado atrás, en las últimas filas y cerca del pasillo izquierdo del cine, como cuando éramos novios. Miguel decía que allí siempre había menos gente, y era verdad. En realidad, en el cine no había casi nadie, y cerca de aquellas butacas ni dios. En cuanto se apagó la luz, se sacó la polla, y yo empecé a pelársela. Hacía por lo menos un mes que no me tocaba, así que estaba muy animosa, muy cachonda. Me estrujó un poco las tetas metiéndome la mano por debajo del jersey, y no tardó en meterme también un dedo en el coño. Noté que se alegraba de que lo llevara bien depiladito. Me había dicho que le gustaba hacía años, y desde entonces lo llevaba así. A mí también me gustaba. Me parecía cómodo y muy higiénico, y hasta me veía más sexi y comprendía que él quisiera que estuviera de esa manera.

  • Cariño… ¿Por qué no me la chupas?

Si no hubiera estado ya bien cachonda, aquello me hubiera puesto. Me encantaba chupársela, y lo hacía hasta el final, hasta tragarme su leche. Me ponía mucho notarla en la boca tan dura, y notar cómo se le ponía más gorda y parecía que tomaba vida. A veces, cuando se iba a correr, me empujaba la cabeza con fuerza y me llamaba su putita mientras me llenaba la garganta de leche. Esas veces me corría casi siempre. Él me metía dos dedos en el coño y yo me ponía loca.

  • Nos van a ver.

  • ¿Quien va a vernos, tonta? Si no hay nadie.

Como pude, me incliné hacia él y me la metí en la boca. No era cómodo, pero estaba muy cachonda, y empecé a chupársela con mucho entusiasmo. Él me estrujaba una teta y respiraba hondo. La tenía bien dura. Estaba poniéndose muy caliente conmigo, y eso a mí me volvía loca.

Entonces fue cuando empezó a complicarse todo:

  • ¡Oiga! ¿Pero qué hace?

Lo que hacía era tocarme el culo. Me levanté del susto al notarlo, y vi que un grupo de muchachos había ocupado los asientos a nuestro alrededor. Debían ser seis o siete, y los teníamos yo a mi lado, él al suyo, en la fila de delante de la nuestra y en la de detrás.

Hizo ademán de ponerse gallito, y trató de levantarse, pero el chico que estaba a su lado, que era un tipo fornido, muy musculoso y con un poco de cara de bobo, le sujetó sin ningún esfuerzo.

  • Tú te estás quieto, gilipollas, y callado, o te vas a casa sin dientes.

El que me había tocado el culo, que estaba sentado a mi izquierda, me había sacado el jersey, y andaba desabrochándome la blusa como con prisa. Los de alrededor miraban y le animaban. Uno de los de delante, que se había dado la vuelta, me sujetaba las rodillas dejándomelas muy abiertas, y la falda de tubo que llevaba se me había subido hasta más de la mitad de los muslos.

  • Joder, está buena la abuela. A mi estas viejas rellenitas me ponen muchísimo.

Yo, que además de anonadada estaba bien cachonda, la verdad es que me dejaba hacer sin resistirme. Tampoco quería que le fueran a hacer daño al pobre Miguel, así que dejé que me desabrochara, que me sacara las tetas por encima del sostén, y que empezara a magreármelas como si le fuera la vida en ello. Tampoco me negué a agarrarle la polla cuando me cogió la mano, ni me resistí a que el de delante me bajara las bragas hasta los tobillos y empezara a meterme los dedos en el coño.

Creo que debí dar un respingo, por que todos se rieron. Ni se me había ocurrido que una polla pudiera ser tan grande. Y, por lo que podía ver alrededor, por que los muchachos se las iban sacando, no era la única polla enorme, ni mucho menos. Ni siquiera la más grande.

  • ¡Joder qué tetas tiene, la cabrona, y qué caliente está!

A esas alturas, yo estaba despatarrada en mi butaca, meneando el pollón del chaval flaquito de la izquierda y la de uno de los de enfrente que se me había puesto a tiro, con las manos de dos de los de detrás magreándome las tetas, y los dedos de otro haciéndome un trabajo en el coño que jadeaba como una perra.

  • ¡Míralo, el julai este, si se la está pelando!

  • ¡Huy la ostia!

  • ¿Te gusta tocártela? Pues a ver si te gusta esta también.

No me había atrevido a mirar hacia Miguel. Me daba vergüenza. Cuando empezaron a cachondearse de él, no pude evitar hacerlo y, efectivamente, se la estaba tocando. No sé por qué, pero aquello me puso más cachonda todavía, y cuando se la agarró al muchacho fuertote que estaba a su lado, creí que me corría. Se reían de él mientras me manoseaban, y ahí estaba el tío, con la minipolla durita y meneándosela. Yo siempre le había dado satisfacción en todo, así que aquello me pareció como una liberación: si a él le ponía, a mí me ponía, ya no había problema.

  • Así está de cachonda la viejita, con un marido maricón…

El que estaba delante de mi me agarró de las manos y tiró con fuerza. Cuando me quise dar cuenta, estaba de bruces sobre el respaldo de su asiento y con medio cuerpo en el otro lado, así que no le costó ningún esfuerzo metérmela en la boca. Yo, aunque al principio me costó trabajo tragarme un pollón de ese tamaño, me acostumbré enseguida, y en un momentito se la estaba mamando como una campeona.

  • ¡¡¡Madre mía la abuelita!!! ¡¡¡Tragatela así, putón!!!

Entre el tamaño de su polla, el de las dos que tenía en las manos, y la que me clavó en el coño el muchacho flaco, ya es que era un dechado de entusiasmo. Me las metía en la boca una tras otra y las mamaba, y el que me estaba follando era como si me partiera en dos. Yo, desde luego, hasta ese día ni me había imaginado lo que podía llegar a ser eso de joder, y estaba como niña con zapatos nuevos. Cuando el primero se me corrió en la boca, ya no pude más, y me puse a gritar como una loca. Me temblaban las carnes, y los muchachos me sobeteaban enterita mientras me corría.

  • Anda, maricón, ayudá a tu mujercita, que no da a basto.

A Miguel le habían puesto en la misma posición que a mí, y estaba a mi lado con otra polla en la boca. Yo, que no sabía que podía una correrse y seguir jodiendo, estaba como loca. Encima, esas burradas que nos decían, me hacían sentirme de verdad como una puta, y me gustaba., Bueno, más que gustarme es que me ponía cieguita.

  • Mira cómo mama el tío. Seguro que si se la enchufas se corre como una putita.

  • Yo creo que lo que le pone es ver correrse a su mujer.

  • Métesela a ver.

  • ¿A que no hay huevos?

Y, claro, sonaron las palabras mágicas, y mi pobre Miguel se encontró con un rabo en el culo.

A mí se me había corrido el flaco en el coño y lo tenía chorreando todavía cuando otro de los chavales se me plantó delante, me levantó, me colocó un pie en el asiento delantero y, cara a cara, me enchufó la suya y empezó a follarme como un animal. El tío me comía la boca. Uno se me iba y otro me venía. Encima, en esa posición, podía ver a mi maridito con el culo en pompa. Ni se había quejado cuando se la metió, ni había dejado de chupársela al de delante.

Y entonces ardió Troya. Otro de los chavales (yo ya ni los distinguía) se me acercó por detrás, me abrazó, y empezó a magrearme las tetas sin que el otro parara de follarme. Me pellizcaba los pezones como si quisiera arrancármelos, y, aunque me hacía daño, aquello me ponía a mil. Me frotaba la polla en el culo, entre las cachas, y resbalaba de lo mojadita que la tenía.

  • ¡Qué culazo tienes, abuelita!

Y entonces me la apuntó, empujó con fuerza, y sentí que me lo rompía. Era un dolor insoportable. Intenté apartarme, pero no había manera. Los muchachos me agarraban de las manos y me las llevaban a las suyas, y el que me estaba follando empezó a hacerlo tan deprisa que me dejaba sin fuerzas. Era una sensación extraña, la de correrme con un tizón ardiendo en el culo. Di un chillido enorme, y estuve un rato medio lloriqueando, pero acabó pudiéndome la excitación y al final me gustaba. Era un estar llena de polla por todas partes que tenía su aquel, y me sobaban tanto, y me ponían todos aquellos rabos en las manos…

Miguel, al oírme gritar, empezó a correrse, y los chicos se reían de él. El que se la tenía en la boca, por lo visto, también se estaba corriendo, por que le decía que se lo tragara todo, y le llamaba maricona.

  • ¡¡¡Tómala, puta!!!

Casi todos me llamaban puta cuando se corrían. Cuando lo hizo el primero que me folló el culo, fue como un alivio. Aquello empezó a resbalar bien, así que, cuando me la enchufó el siguiente, ya ni me dolió ni nada. El que tenía delante también se había corrido, aunque de eso ni me di cuenta. Cuando me sentaron encima de uno en el asiento, dándole la espalda, chille otra vez, pero de alegría, y abrí mucho los muslos cuando vi que se me acercaba otro por delante. En esa postura, sus amigos llegaban a metérmelas en la boca, y se peleaban por hacerlo. Me agarraban del pelo y me llevaban la cabeza de un lado a otro. Unos se me corrían en la boca, otros no se podían aguantar mientras se las meneaba y me lo echaban en la cara o en las tetas. Yo ya tenía la cabeza ida y casi ni me enteraba. Era un follar y un tomar y sacar lechita por todas martes. Me chorreaban el coño y el culo, y ya ni me enteraba de lo que hacían conmigo, así que unas veces estaba boca arriba, otras boca abajo, otras mamaba pollas, otras meneaba pollas, otras todo al mismo tiempo.

Aquello era como una pelea por darme más y más leche, y los muchachos parecía que no se agotaban nunca. De todas formas, es que eran jóvenes y, como también eran muchos, pues mientras unos me follaban los anteriores se recuperaban, y era un sinfín la cosa.

Miguel seguía por allí, aunque ya no le hacían caso. Se meneaba la minipollita mirándonos. A veces, se reían de él, y le llamaban cornudo. Parecía que le daba vergüenza, pero seguía meneándosela, así que no debía estar a disgusto.

Pero, como todo lo bueno se acaba, los chicos terminaron por cansarse. No me extrañó, la verdad, por que yo no sé las veces que me había dado lechita cada uno. A Miguel le quitaron la cartera y el reloj, pero a mí no me hicieron nada. Fueron muy correctos conmigo.

  • Bueno, señora, pues tenemos que irnos…

  • Ya… bueno… Y… ¿Venís mucho por aquí?

  • Casi todos los miércoles.

Mientras me recuperaba, Miguel me fue arreglando con mucha paciencia. El pobre, me limpiaba como podía con el pañuelo y con un par de paquetes de kleenex que yo tenía en el bolso. Cuando pude andar, salimos del cine y cogimos un taxi, por que no estábamos para conducir. Como había perdido las bragas, y algunos botones de la blusa -

menos mal que el abrigo lo tenía intacto-, me corría la lechita por los muslos abajo.

  • Miguel…

  • ¿Sí?

  • ¿Te ha gustado?

  • … sí…

  • ¡Menudas pollas tenían!

  • sí…

  • Y yo creyendo que la tuya era grande…

  • Ya ves…

  • Eres un maricón cariño.

  • Bueno… yo…

  • No, si no me importa, no te preocupes.

  • Ya… gracias…

-

No sabía lo bueno que era esto…

  • Pues no sé tú, pero yo el miércoles que viene vuelvo.

-

Como quieras, cariño...