Blanca y el cacique indio (1/2)

A Blanca la viola el cacique Yamandú y después Tabaré la encuentra.

El cacique charrúa se acercó a la villa española para hacer suya a la blanca que había visto cuando ella se paseaba inocentemente. Había un placer especial en poseer a las mujeres del enemigo. El cacique buscaba los labios pequeños y rojos de Blanca, además de gustarle la actitud delicada y asustadiza de las cristianas. La pobre parecía un venadito aterrorizado cuando Yamandú la tomó para subirla en su caballo a la fuerza.

En la selva, Blanca se encontró al despertar con el rostro de Yamandú. La asustaron los ojos sedientos que la miraban, su cara manchada de de rojo de sien a sien. No sabía quién era, pero no era Tabaré. Antes de poder pensar en alguna otra cosa, el cacique la tomó por la cintura para desgarrar las ataduras del corpiño del vestido. Le rompió la blusa sin molestarse en quitársela. Con esto le vio la piel clara y los pezones rosas, que se comenzaron a endurecer con el frío de la noche y el frío que provocó el miedo en su cuerpo.

Mientras el cacique le apretaba los pechos, Blanca pensaba en que se había imaginado desde antes el sexo con un indio, pero no había sido Yamandú quien ella quería que la poseyera. Antes había estado en un trance y sin capacidad de hablar, pero al sentir el sudor de las manos de Yamandú sobre sus pezones, comprendió con claridad lo que pasaba.

“Maldito seas” dijo, cambiando de idea antes de decir ‘maldito indio’.

No respondió. En unos segundos, Yamandú levantó la falda del vestido y le bajó los pololos. Un grito y unas patadas de Blanca no hicieron ningún efecto. Él tomó las temblorosas piernas de la española con facilidad y las separó a la fuerza. Blanca cerró los ojos para ver más lejos, y evitar la imagen de la horrible cara pintada del cacique. Él ya había comenzado a gruñir, como si la estuviera amenazando antes de agredirla para tomar más placer de su sadismo. Con las piernas abiertas y sin tela para cubrirla, el cacique le escupió en el sexo, sólo humillándola más. Al verla desnuda y vulnerable, Yamandú se dejó caer encima de ella.

“¡No!” dijo Blanca, abriendo los ojos, cuando Yamandú puso su mano sobre su vagina para meterle la saliva “Dios, por favor.”

Después se levantó el cacique para quitarse el taparrabos. Blanca comenzó a moverse para intentar levantarse también, pero de inmediato Yamandú tomó su cabeza con los pulgares en sus mejillas. Su cara, que se había visto pálida, se volvía más rosa. Otra cosa que le gustaba de las cristianas: su vergüenza ante la desnudez, y el hecho de que se notara esa vergüenza en el color de sus caras.

La cara de Blanca sólo se enrojeció más cuando el cacique le metió el pene en la boca. Apoyándose en el suelo, se lo clavó entre los labios una y otra vez. Blanca se vio forzada a mantenerse callada en vez de intentar volver a gritar. Ya había aceptado que tal vez ningún español la desearía después de que la tenga un indio. Al parecer, Yamandú sólo quería mojarse el pene primero con la boca de Blanca, porque después de unos minutos lo sacó para ponerse otra vez cara a cara con ella. Se vieron por un momento a los ojos, pero Blanca había sido tan humillada que sentía más odio que miedo, y lo vio a los ojos a pesar de que le molestaba la pintura de guerra en su cara.

Pronto el cacique le levantó otra vez la falda del vestido, lo suficiente como para dejar sus piernas enteras expuestas a él y todos aquellos que se pudieran acercar a la escena. Una vez más, él agarró sus piernas, aún más pálidas que su cara por nunca estar expuestas al Sol. Blanca tenía un poco de energía para intentar juntar otra vez sus tobillos, que el cacique separaba forzosamente. Él estaba tan impaciente que, al encontrarse con que ella se resistía, sólo la dejó juntar sus piernas para después él levantarlas. La cara de blanca se encontró con sus piernas, dejando a la vista de él sus labios rosas y su ano. Él sólo fijó su vista en el área por un momento, y luego la miró otra vez a los ojos, como diciendo ‘ya te lo vi todo’. Se acercó más para meterle el miembro en la vagina caliente, húmeda y temblorosa.

“¡Qué asco!” ella dijo, sin importarle si él lo entendía o no.

Estaba siendo honesta, de hecho era una sensación que a las primeras embestidas era un poco dolorosa, pero después se volvió una mezcla de placer y agonía. Una mezcla que se convirtió en asco. Yamandú era exactamente el indio en el que Doña Luz y Gonzalo pensaban cuando veían a Tabaré: un hombre sin moral.

Por reacción natural, su vagina comenzó a humedecerse más. Lo que para Blanca era una sensación que querría poder ignorar, para Yamandú era sólo placer. Un placer que de alguna forma, Blanca le daba ella misma con la suavidad y calor de las paredes de su vagina. Para él casi parecía que el cuerpo virgen y pálido de Blanca lo deseaba y estaba hecho para recibirlo. Su plan era hacerla su esposa después de aprovecharse de ella, preñarla con un bebé para criarlo como charrúa, forzándola al mismo tiempo a quedarse entre ellos. Seguramente la cristiana no preferiría que un hijo suyo, indio o no, se volviera un esclavo de los españoles.

“¡Quítate!” ella gritó, sintiendo el pene duro de Yamandú. Sus gritos sólo le daban a él más placer, por saber que estaba dominando a la mujer del blanco.

Blanca comenzó a escuchar que el cacique se reía, y después jadeaba de placer con una sonrisa y los ojos cerrados mientras la seguía penetrando. Ella quería matarlo, por lo menos para que cualquier testigo de la escena o de su testimonio supiera que había sido contra su voluntad, y pensaran que la tierna Blanca nunca daría su cuerpo a un indio.

Era cuestión de tiempo para ella sentir que unas gotas calientes la invadían. Ella misma reconoció que su vagina se sentía lubricada desde antes, sin importar su voluntad. El erotismo del acto hizo a sus paredes contraerse para que su cuerpo aprovechara el semen.

“No es posible.” dijo, para sí misma “No.”

No se había imaginado que tendría semen indio adentro, que era casi inevitable que diera luz a un mestizo. Tal vez incluso tendría que darlo a luz entre los charrúas. Se estaba preguntando a sí misma si la vergüenza de tener un hijo indio sería suficiente para alejarse de los españoles por siempre.

Yamandú, ya satisfecho, le sacó el pene para ver su propio semen saliendo de la vagina rosada de Blanca. Con un dedo, la abrió más para deleitarse con el volumen que le metió, que seguramente la dejaría embarazada. Blanca no estaba segura de qué sentido tendría bajarse otra vez la falda para ocultarse su vagina violentada, aún derramando semen. Se cubrió la cara con la tela descartada por el cacique y se acostó de un lado, con las piernas juntas. A un metro de ella se acostó el cacique. Daba lo mismo para Blanca ya.

Se escucharon de pronto unos pasos que en un segundo se volvieron más ruidosos. Entonces el temor regresó a Blanca, sintió que alguien la vería con el cacique y pensaría que se habían acostado con el consentimiento de ella. Con el forro de la falda, se limpió por fuera la vagina y alejó la mirada de la dirección en la que se escucharon los pasos. Al mismo tiempo, Yamandú se levantó para enfrentar a quien se acercaba.

Era Tabaré. El hermoso mestizo que la atraía y parecía un misterio. Sólo pudo reconocerlo antes de que se lanzara contra Yamandú, y le apretara el cuello. El cacique apenas logró gruñir, y luego cayó. Blanca se levantó para alejarse del cuerpo caído, pero tenía que juntar con las manos el cuerpo del vestido para verse modesta frente a Tabaré. Él la miraba con algo que ella interpretó como lástima. Nunca se imaginó que un indio (o mestizo) la miraría de esa forma. De todas formas, sintió la necesidad de acercarse a Tabaré porque no había nadie más con quién refugiarse.

“Te llevaré de vuelta con tu familia.” él dijo.

“No puedes.” ella respondió, aún sentada en la tierra “No voy a regresar.”

“¿Por qué?” él le preguntó “¿Por qué no querrías regresar con tu familia?”

“¿No entiendes lo que me ha pasado? Me arruinó un indio.” le dijo ella, sin pensarlo mucho.

Sin saber qué responderle, Tabaré sólo dio unos pasos para acercarse a Blanca. Después se puso de rodillas a un lado de ella.

“Tendré un hijo mestizo seguramente.” ella dijo después, presionando sus brazos contra su pecho para sostener la tela que la cubría.

Tabaré se mantuvo callado. Regresaron a él las vagas memorias de la europea que le dio la vida para después morir.

Ahora, no podía permitir que Blanca muriera. Mientras pensaba en eso, ella lo miró otra vez.

“Digo, no es que esté mal ser mestizo. Tú eres uno y creo que eres hermoso. Pero… no sé qué voy a hacer con… un bebé indio.”

Tabaré comenzó a levantarse, pero Blanca tomó su tobillo con las dos manos. Cuando se enfrentó con la idea de que Tabaré se iría, ya no le preocupó tomar el corpiño de su vestido.

“No te vayas, por favor.” le dijo “No hay nadie más que pueda ayudarme.”

Él no pudo evitar verle los pechos descubiertos. No era lástima lo que sentía, sino una necesidad e impotencia por ayudarla.

“Yo no puedo ayudarte solo. Si no quieres regresar con los tuyos, sólo quedan los charrúas.”

A la pobre Blanca le aterrorizó la idea de ser parte del mismo grupo cuyo líder la atacó. Pero finalmente, era también el grupo de donde venía Tabaré. Además, no podía imaginarse una vida con los españoles después de lo que vivió.

“¿Ellos me aceptarían?” ella le preguntó.

“Si llegas como mi esposa.” dijo “Yo te capturé incuestionablemente cuando maté a Yamandú, y puedo hacerte mi esposa.”

Tabaré veía su cara y después sus pechos lindos y claros, y la bonita expresión sumisa de Blanca.

“Seré tuya, entonces.”

Después de un corto silencio, Blanca apoyó sus manos en el suelo para acercar su rostro al de Tabaré.

“Cierra los ojos.” ella le dijo.

“¿Qué haces?” él preguntó, pero también cerró los ojos. Sintió los labios tibios de Blanca sobre los suyos.

Ella misma no estaba segura de qué hacer después de eso, porque sólo una vez había visto a una pareja besarse en una boda. Sólo se tocaban sus labios entre sí, apenas rozándose.

“Eso hacen las parejas cuando se casan, ¿no?” Blanca dijo, una vez que se separó de él y ambos abrieron los ojos.

“No sé mucho de eso.” él dijo “Pero sé que cuando se casan, después tienen sexo.”

Blanca dirigió su mirada al suelo, todavía queriendo mostrar algo de vergüenza con el tema. Él tocó su pálida mejilla con la palma de una mano.

“Siendo mi esposa, siempre te trataré bien. Cuidaré de ti y tu bebé, que es de mi raza también.” le dijo él “Y cuando decidas entregarte a mi, cuidaré de la misma forma al nuevo hijo.”

Ella levantó otra vez la mirada y, en silencio, rodeó el cuello de Tabaré con sus brazos. Dejó su frente sobre el pecho descubierto del charrúa. El escuchar el latido de su corazón la logró tranquilizar. Los amables brazos del indio rodearon su cansado cuerpo también. Primero era un abrazo, luego él la levantó del suelo para cargarla al estilo nupcial. Ella mantuvo sus brazos alrededor del cuello de Tabaré, apoyando su cabeza también en su hombro. Así decidió Blanca entregarse por completo a los indios. En parte era necesidad. Al mismo tiempo, le convenció la curiosidad y la lujuria que sentía por Tabaré. En silencio, se dirigieron a la toldería.