Bilirrubina

Relato tierno algo edulcorado. De la superación personal, el amor y sus consecuencias, pero sobre todo de la vida y sus derroteros.

Advertencia: Se trata tan solo de la versión revisada y acortada del relato que se publicó en cuatro entregas. Con 10 hojas menos me gusta más como una única historia.

Entre todos los comentarios se sorteará un paquete de pañuelos de papel. No había para Kleenex y son marca blanca.

El automóvil desaceleró con suavidad hasta detenerse junto al bordillo de la acera. Alex aferró con más fuerza la mochila contra su pecho. Mordiéndose el labio superior miró visiblemente emocionada hacia el exterior. Estuvo observando segundos la puerta del instituto hasta por fin, volverse suplicante hacia el conductor.

–Por favor mamá, volvamos a casa.

–No, mañana volvería a pasar lo mismo –con una mano sobre el hombro de su hija, hablaba con un tono calmo y conciliador.

–Pe, pero… –Alex sentía cómo un nudo oprimía su garganta mientras se esforzaba por aguantar las inminentes lágrimas.

–Ya lo hemos hablado, cariño. Hoy será duro, muy duro, pero mañana lo será menos, pasado mañana menos aún y poco a poco retomarás tu vida –el tono de Pilar no podía ser más cariñoso ante la inquietud de la tensa muchacha.

Con un esfuerzo titánico, la joven aferró la maneta de la puerta, inspirando con fuerza, permaneciendo inmóvil durante varios segundos. Una postrera mirada a su madre no sirvió para obtener su propósito. Finalmente, derrotada, abrió la puerta y salió al exterior.

Se colocó la mochila en la espalda, con movimientos lentos, desganados, esperando que el mundo se acabara en ese instante, que algo o alguien la salvaran de aquel suplicio. Con movimientos nerviosos revisó su gorra de “Baseball” constatando que se encontraba bien calada sobre su cabeza. Sus labios exhalaron un suspiro de resignación y con pasos lentos, pesados, como si el pavimento se hubiera derretido y sus pies se hundieran en él, Alex comenzó su tortuoso camino hasta la puerta del instituto.

Varios muchachos de clases inferiores la miraron fijamente durante su trayecto hasta la puerta del centro. Alex sentía un vacío en la boca del estómago. Si gritara hacia dentro seguro que producía eco. Qué tontería, no se podía gritar hacia dentro. Con esas divagaciones llegó hasta la gran puerta acristalada del instituto de secundaria. Quiso girarse, constatar que el coche de su madre seguía allí como tabla de salvación, como última posibilidad de huída, pero sabía que de hacerlo, no podría remediar salir corriendo al refugio del cálido abrazo materno. Notó cómo sus piernas flaqueaban. Apretó las mandíbulas, inhaló con fuerza y entró al centro, rogando porque aquel día pasara rápido.

No había andado ni una docena de pasos en dirección a las escaleras, cuando vio acercarse desde la cafetería a Mónica y Reme, sus dos mejores amigas. Alex notó cómo un sudor helado recorría su espalda. ¿Le harían el vacío como en los últimos seis meses? ¿La saludarían por lo menos? En el fondo, ni siquiera sabía qué prefería: que la dejaran en paz y pasaran de ella o que se acercaran como si nada hubiera pasado.

Las dos adolescentes llegaron a su altura y desde una distancia prudencial, la más alta de las dos, Mónica, hizo un leve gesto con la barbilla a modo de saludo. Las dos chicas pasaron de largo subiendo con rapidez las escaleras. Alex subió detrás de sus amigas con paso cansado. Su debilidad se acentuaba cuando de subir escaleras se trataba.

Necesitaba huir. Regresar junto a la protección de su habitación, de su casa, de su madre. Anduvo cansinamente hasta la puerta del baño. Quedaban diez minutos hasta la sirena de entrada. Necesitaba llorar, gritar, cortarse las venas, pero sobre todo necesitaba soledad. Dentro de los aseos se sujetó con fuerza del lavabo, mirando  con fijeza el metálico desagüe sin atreverse a levantar la cabeza hacia el espejo. Aquel reflejo, aquella imagen que llevaba meses odiando, aborreciendo, aquel color que había destruido todo lo que su vida era hasta hacía seis meses, la esperaba del otro lado del cristal como una burla grotesca.

Odió profundamente la imagen de su reflejo. Dos gruesas y cálidas lágrimas emergieron debajo de sus oscuras gafas de sol, deslizándose por su amarillento rostro hasta bailar sobre su temblorosa barbilla. A través del espejo pudo ver la mirada de miedo, rechazo, asco, de una muchacha de un curso superior.

La clase estaba llena de gente. Oteó el panorama en busca de alguna hilera vacía de compañeros. Tan solo la primera fila, la de los listillos, los pelotas, tenía suficientes espacios libres como para no coincidir con nadie a ambos lados.

Alex notó aterrada cómo las conversaciones se detenían a su paso. Recorrer el pasillo central de la clase supuso la prueba de fuego. Si no se moría en ese momento, no creía que se pudiera morir por vergüenza. Alcanzó su asiento junto a la pared como si verdaderamente fuera un refugio en el cual evadirse de las miradas horrorizadas y temerosas. Desde detrás de sus oscuras gafas, se atrevió a mirar a su alrededor en el momento que escuchó a la profesora entrar en clase. Muchos compañeros habían prestado atención a la entrada de la profe de Mates, otros muchos seguían mirándola de reojo, con aquellas expresiones inconfundibles. Si la miraban fijamente, desviaban la mirada al paso de aquellas lentes ahumadas. Alex se sorprendió cuando una mirada no se desvió, cuando con sorpresa, alguien esbozó una tenue sonrisa, dirigida a ella. Mateo levantó ligeramente su mano a modo de saludo.

En la vida hubiera pensado Alejandra, que Harry Potter, sería el único en mostrarle algo de afecto. Un sentimiento, entre vergüenza, arrepentimiento e incredulidad, se apoderó de la chica. Cago en la puta, pensó, con la de veces que le he pegado collejas, capones. Con la de momentos en los que me he burlado de él llamándole; gafapastas, Potter, pajillero, Freaki y es la única persona que me ha saludado. Alex se quedó tan sorprendida que ni siquiera atinó a devolver el saludo.

–¡Chicooos! –la profe de mates intentaba acallar los murmullos y las conversaciones diseminadas por el aula—. Bienvenida, Alejandra. ¿Te encuentras mejor?

–Bu… bueno… sí, algo… algo mejor –Alex intentaba que salieran las palabras de su reseca garganta al tiempo que sentía cómo miles de invisibles bichitos recorrían a gran velocidad su espalda, cosquilleando con sus diminutas patitas.

–Bueno, os tengo que recordar una vez más lo que ya os han dicho muchas veces, sobre todo el profesor de Biología –Susana, la profesora, miraba severamente al grupo—. Cualquier enfermedad vírica tan solo es contagiosa durante la etapa de incubación. Una vez se desarrolla es totalmente inocua para la gente que rodea al enfermo. No me seáis ceporros que Alejandra acaba de salir de una enfermedad muy grave y lo que menos necesita es que le tengáis miedo. Sé lo que piensan algunos de vuestros padres, pero os garantizo que el contagio de la Hepatitis B es simplemente imposible. Así que hacer el favor de facilitar un poco el retorno a vuestra compañera.

La espiral metálica encargada de unir todas las hojas de la libreta, recibía resignada las manipulaciones de los amarillentos y huesudos dedos de Alex, objeto de su más profundo odio. Las dos siguientes clases antes de la pausa del recreo, transcurrieron entre sofocos, palpitaciones, sudores fríos y nervios, muchísimos nervios cuando alguno de los profesores hacía referencia a ella y a su enfermedad. En los dos meses que había estado en el hospital, había asistido con otros chavales a las clases que allí impartían. En su casa, su madre se había encargado de repasar con ella las tareas y apuntes que su tutor les hacía llegar puntualmente pero nada de lo que sus profesores hablaban le sonaba lo más mínimo. No logró concentrarse ni un solo instante en las distintas materias que se impartieron. Su mente volvía una y otra vez a su acogedora casa, a la alegría cuando su madre regresaba del trabajo, a las series de la tele en aquellas largas horas muertas. Quería desesperadamente que fueran ya las dos de la tarde y volver a su protector refugio.

Sonó la sirena que marcaba el fin de la tercera clase. Treinta minutos de descanso, antes de que diera comienzo la cuarta hora. Alejandra esperó remoloneando, a que todos sus compañeros salieran del aula. No sabía si quedarse en clase comiéndose su insípido bocadillo de pavo, si bajar al patio o ir a la cafetería. Esta última opción la descartó. Demasiada gente mirando, cuchicheando. Lo mejor sería quedarse allí tranquila. No se permitía comer en el aula, pero estaba segura que nadie le llamaría la atención. Tampoco se podía llevar gafas de sol en clase y el director había hecho una excepción con ella.

–¿No vas a bajar al patio? –Mateo se había detenido de pie, delante de ella.

–No, mejor me quedo aquí. –Alex apenas levantó la mirada de su pupitre para dirigirla al pecho del muchacho.

El joven tomó asiento sobre la mesa, en la cual Alex continuaba jugando con su material de escritura. Con esfuerzo la chica alzó la mirada hasta dar con los ojos de su compañero, el cual apartó rápidamente su propia mirada.

–Imagino que tienes miedo ¿no? –Mateo se había atrevido a mirar fijamente aquellos cristales negros—. Hay mucho gilipollas suelto.

–¿Gilipollas que dan capones y que te llaman gafotas? –Alex no podía olvidar lo faltona que ella misma había sido los últimos 5 años en aquel instituto—. Te puedes marchar. No necesito tu misericordia.

–Vale, si prefieres estar sola, me marcho –Teo se dirigía mochila en ristre hacia la puerta del aula.

Cuando el muchacho escuchó unos quedos sollozos, se detuvo por completo. Girándose, vio cómo la delgada espalda se convulsionaba con espasmos cortos y rápidos. ¿Qué debía hacer? ¿Acercarse y abrazarla para consolarla? ¿Respetar su dolor y dejarla sola? ¿Preguntarle? Joder, odiaba aquella timidez suya y aquellas indecisiones. En el fondo, su hermana tenía razón. Se metían con él porque era un pusilánime que les permitía que hicieran con él lo que les diera la gana. Con decisión se acercó hacia la chica. A medida que el momento de posar una mano en su hombro se acercaba, su decisión fue menguando hasta replantearse su idea inicial.

Maldiciéndose por dentro por su estúpida vergüenza, el joven tomó asiento en la silla contigua a Alejandra, sin atreverse a tocarla. Percibiendo su presencia, la joven levantó la cara bañada en lágrimas mirando a su compañero.

–Puta vida –balbuceó Alex como si su compañero debiera entender con esas dos palabras todo el dolor que encerraba su corazón— ¿Y tú, qué quieres, capullo?

–Ya echaba de menos que te metieras conmigo –Teo sonrió levemente a la muchacha de la cual estaba profundamente enamorado desde hacía cinco años—. Los demás también se meten, pero no es lo mismo.

Alejandra tuvo que esbozar una sonrisa, muy a su pesar. Le parecían increíbles aquellas muestras de cariño de la persona con quien más se había faltado en los últimos años. No es que solo se metiera con él. Tenía como rol ser la payasa del grupo y su misión era meterse con todo el que fuera diferente, raro, distinto. Mónica tenía muy definido su papel de divina de la muerte, la que más follaba, la que se llevaba a los mejores maromos, la más pelota con los profesores. Reme era la sumisa que servía en cuerpo y alma a Mónica e incluso a ella misma. Cuando aún no había sucedido aquello, solía reír todas y cada una de sus gracias aunque fueran malísimas.

La nostalgia acudió al corazón de Alex. Un amago de llanto se atisbó en sus ojos. Con una profunda inspiración, logró controlar las lágrimas que pugnaban de nuevo por brotar descontroladamente.

–Dime una cosa –la joven había logrado controlar su voz hasta que pareciera calmada–. ¿Por qué no huyes?

El muchacho guardó silencio. La verdad no se la podía decir. Que la quería desde hacía tanto tiempo, que le encantaba su sonrisa sardónica de medio lado, su flequillo siempre revuelto, aquellos ojos verdes de mirada pícara y risueña. Que le cautivaba  su alegría y desenfado. No le podía decir que en cierta manera su enfermedad le había abierto una puerta, que viéndola desvalida, él se había propuesto firmemente protegerla.

–Si te soy sincero, ni yo lo sé. Tal vez busco llevarme bien contigo para que no te vuelvas a meter conmigo.

–Um –la muchacha mordisqueaba su bocadillo expresándose con la boca llena– ¿Sabes lo que significa que estés aquí conmigo?

–Oh, sí. Mi popularidad se vería seriamente afectada por hablar con la chica amarilla. Siempre y cuando tuviera popularidad –las palabras del muchacho eran desenfadadas—. Mira, a mí la gente de clase me la trae floja, no hacéis otra cosa que faltaros conmigo, si te… Bueno, si tú… es decir… que podríamos… no sé… ser algo así… como amigos.

–¿Chica amarilla? ¿Es así como me han puesto? –Alejandra estaba complacida de que los apodos e insultos no hubieran ido a mayores—. Pensaba que serían más crueles.

–Bueno, ya sabes, hay de todo, hay mucho capullo suelto.

–Teo, por favor, dímelo –la chica se retiró las oscuras lentes mirando con profunda tristeza desde sus hundidas órbitas oculares.

–¿Seguro? No es agradable –el tono de preocupación del joven era sincero y apesadumbrado.

–Prefiero saber a lo que me enfrento. Me gustaría no saberlo, pensar que realmente todo va a volver a la normalidad, pero sé que no es así –su mirada se desvió posándose sobre su bocadillo, el cual despertó un repentino interés en la muchacha—. ¿apestada? ¿Desahuciada?

–No… no… no he escuchado muchas más cosas que chica amarilla.

–Vamos, escúpelo. Podré aguantarlo –Alejandra no sabía muy bien si quería o no quería realmente saberlo, pero había empezado aquello y ahora tenía que conocer a qué se enfrentaba.

–Bueno… dicen… que tienes… el… VIH… –Teo tragó saliva sonoramente como arrepintiéndose de inmediato de lo que había dicho.

–¿Sidosa? ¿Me llaman sidosa? –la voz de Alex se convirtió en un susurro casi inaudible. Gruesas lágrimas volvieron a deslizarse por su amarillento rostro.

Mateo se armó de valor. Acercándose con delicadeza pasó su brazo por los escuálidos hombros de la muchacha. No sabía si debía empujarla contra su pecho, pues el miedo que se alojaba en su estómago, le impedía seguir más allá. El joven sintió cómo un enorme peso se quitaba de encima suyo cuando ella se dejó caer sobre su torso. Por fin tenía aquello que había perseguido tanto tiempo: tener entre sus brazos a Alejandra. Pero ahora que lo había conseguido gracias a su enfermedad, se dio cuenta, que cambiaría aquel abrazo porque no la marginaran, porque la aceptaran, porque no se hubiera contagiado, aunque aquella posibilidad hubiera hecho que aquel momento no hubiera tenido lugar jamás.

Con delicadeza, retiró la gorra de la muchacha, pues le hacía daño la visera al clavársele en la axila. Acarició con ternura el cuero cabelludo de la chica que no paraba de llorar contra su pecho. Pensó durante un momento, incluso en besar aquella calva cabeza, pero podría ser mal interpretado su gesto.

También él se encontraba al borde del llanto, de un llanto de alegría. Podía notar con cada fibra de su ser, el calor, el olor, la suavidad de aquella piel que tanto había deseado poder tocar algún día. Notaba la fuerza de aquellos enjutos brazos aferrarlo con intensidad. En aquel instante el tiempo se detuvo para el muchacho. No debía ser posible ser más feliz.

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Tumbada sobre su cama, abrazando un conejo de peluche contra su pecho, Alex rememoraba el último mes desde el momento que volvió al instituto. Pensaba que ya no le quedaban lágrimas en sus ojos. Había llorado todos y cada uno de los días de aquellas cuatro semanas. Primero cuando notó el rechazo de sus compañeros, después cuando comenzó a oír las primeras burlas a su espalda, más tarde cuando la gente huía despavorida ante un casual roce y por último, cuando aquellas miradas de conmiseración la rompieron por dentro.

Pensó echada sobre su colcha en que alguien se había esforzado por hacerla reír todos y cada uno de esos nefastos días. Mateo había ido perdiendo paulatinamente la vergüenza con ella y no tardó en empezar a bromear sobre su situación. Le llamaba limoncito, le cantaba aquella canción antigua de Juan Luis Guerra, “Me sube la bilirrubina”, pues esa era la enzima causante de la Ictericia que tenía amarilla de pies a cabeza  a la joven.

Teo le ayudó con los deberes, logrando que se pusiera rápidamente al nivel de la clase pero sobre todo, estuvo a su lado. Era algo imperceptible, pero Alex sentía aquel calor, aquel empuje procedente de su compañero. Sentía que en aquel desierto había un oasis al que aferrarse, un reducto de protección entre el caos en el que se había convertido su vida.

Alejandra se debatía internamente. De un lado había perdido toda su vida anterior. Dudaba que las cosas volvieran a su cauce cuando recuperara su color de piel y le hubiera crecido el cabello. De otro lado, no sabía que pensar de Mateo. Estaba recibiendo tanto de él, que en cierto modo se sentía culpable, por haberse metido tanto con él, por desconocer las causas que le impelían a cuidarla, porque no se atrevía a corresponder mínimamente a su amigo. ¿Amigo? ¿Esa idea había surgido en su cabeza? Meditó largo rato sobre el significado de aquella palabra. ¿eran Mónica y Reme sus amigas? ¿Podría haberse hecho amiga del empanao de clase? No solo podía, sino que ahora se daba cuenta, se había convertido en alguien muy importante para ella en estos 30 días.

Un cosquilleo recorrió su estómago cuando el joven invadió su pensamiento. Se había descubierto en las últimas semanas, pensando a menudo en Teo. Incluso lo veía más erguido, más alto, alzando más la mirada y la cara ante los demás. Se sorprendió a sí misma, pensando que el chico era guapo. Aquel flequillo y aquella mirada de miope, le otorgaban un aspecto de chico bueno e inocente que tenía su cierto encanto.

Súbitamente, sin darse tiempo a pensar, estiró la mano y agarró su teléfono móvil buscando un nombre en la guía.

–Hola –respondió Alex al saludo inicial del interlocutor.

–Pues igual. Esto no cambia de un día para otro.

–Sí, eso sí, se agradece el fin de semana. ¿Y tú que haces? Yo estoy aquí aburrida.

–Pues perfecto.

–No, no me parece perfecto que te aburras, tonto. Es que había pensado… que podíamos echar un vistazo a la cartelera o algo.

–Eh, no te equivoques, que no es una cita –la joven reía ante alguna ocurrencia de Mateo.

–Vale, en media hora salgo de casa y en otra media estoy en el centro.

–¡Mamá! –gritó Alex mientras lanzaba el teléfono sobre la cama— que me voy a pasar la tarde por ahí.

–¿Con quién Si no es indiscreción? –preguntó Pilar asomando la cabeza bajo el dintel de la puerta del dormitorio.

–¿Con quién crees? –Alex, con un juego de ropa interior en la mano, se dirigía hacia el baño.

–¿Mateo? –preguntó Pilar. Ella había puesto al día a su madre de todo cuanto acontecía en el instituto. Por supuesto lo había suavizado todo para no preocuparla en exceso, pero le había tenido que hablar del gafotas.

La joven se paró delante del espejo del baño. Odiaba ver su reflejo. Ni maquillaje ni hostias, ese color era horrible. Se deshizo de la camiseta del pijama, quedando completamente desnuda de cintura para arriba. Huesos, huesos y más huesos, sus clavículas se apreciaban como si no estuvieran cubiertas por músculo y piel. Sus costillas permitían que uno de sus dedos se introdujera hasta la primera falange en el espacio intercostal. Sus senos estaban blandos y algo caídos debido a la falta de carne. Bailaban dentro de todos los sujetadores que tenía. Por lo menos había perdido una talla entera y antes no es que fuera muy sobrada de pecho.

Se despojó del pantaloncito corto del pijama, se quitó las braguitas de medias lunas, examinando sus piernas y su pubis. Sus piernas eran fiel reflejo de su mitad superior, huesos sin prácticamente nada de carne. Su pubis, como el de una muñeca. Se abrió los labios vaginales con una de sus manos observando el interior de su vulva. Seguía teniendo ese color pálido, un gris enfermizo.

––-

Cuando Alejandra, pesadamente, logró ascender los 35 escalones de la salida del Metro, contados lentamente uno a uno, soltó un profundo suspiro. Era la primera vez que salía de casa con un destino diferente al del instituto o el hospital y había decidido intentarlo sola, sin que su madre la acercara en coche.

–¡Hola! –dijo Mateo a una exhausta Alejandra.

–¡Coño, que susto me has pegado! –dijo la muchacha recuperando el resuello.

–¿Nos sentamos a tomar algo mientras recuperas el aliento un poco? –Mateo dudaba si agarrar a la muchacha para que se apoyara en él. ¿Sería muy precipitado? ¿Le molestaría demostrar fragilidad?– ¿Me cede su brazo, señorita?

–Tú has visto muchas pelis cursis, tío –Alex sonreía ante la pose de galán de película añeja que había puesto Teo pero le dio pie a poderse sujetar del joven sin demostrar que en esos momentos estaba al borde de caerse redonda.

Anduvieron unos metros con Alex sujetándose del brazo de Teo. La pareja resultaba cómica: Alex, con casi su metro ochenta, debía bajar mucho el brazo para asirse del bajito joven. Aunque fuera una postura más típica de un hombre con una chica, decidió cruzar el brazo por los hombros del chico y apoyarse de su hombro opuesto. De este modo, se podía dejar caer con cierta seguridad. Si él la rodeara por la cintura, estaría totalmente sujeta y segura.

–¿Me vas a poner el brazo en la cintura, hoy o mañana? –reclamó con fingida seriedad la joven. El muchacho no se hizo de rogar y rodeó las femeninas caderas con su brazo atrayéndola ligeramente hacia sí. Alex se sintió extrañamente reconfortada.

Joder, aquello era un sueño hecho realidad. Estaba caminando con Alex agarrados aunque se sujetaban a la inversa de lo que lo harían cualquier pareja. Los pensamientos del muchacho iban y venían de un lado a otro, mientras sus ojos no se despegaban del rostro de aquella chica a la que tanto tiempo había deseado.

Estuvieron toda la tarde tomando refrescos en una cafetería. Habían ojeado la cartelera pero no les interesó nada de lo que se proyectaba en esos momentos. Teo tenía la fundada sospecha, que el camino de diez minutos hasta el cine, tal vez fuera excesivo para Alex.

La muchacha sentía que debía ofrecer más en aquella nueva relación si no quería quedarse sola. En las últimas semanas se había mostrado bastante egoísta con Mateo. Se había limitado a desahogarse con su nuevo amigo, sin prestar demasiada atención a sus cosas. Intentó conocer algo más de él aunque para ello tuviera que estirarle de la lengua.

–¿Me quieres decir que solo saliste con una chica cuando tenías 14 años? –Alex puso los ojos en blanco tras las gafas de sol. Su acostumbrado gesto pasó desapercibido para el ruborizado joven– ¿Entonces, eres…?

–Sí, soy vir…gen –el tono empleado por Mateo dejaba a las claras lo que le incomodaba aquella conversación– ¿Tú has estado con muchos chicos?

–Eh, eso no se le pregunta a una señorita que luego me ponen fama de putón.

–Pues bien que me has preguntado tú –Mateo, ante la broma de su amiga, terminó por relajarse un poco.

–Pues la verdad, es que he estado solo con tres, pero llegar al final solo con uno –el amarillo de las mejillas de Alex se oscureció debido al rubor— Además… creo… que…

–Si no quieres hablar, no es necesario que lo hagas –Teo había notado la tristeza e indecisión de su amiga a la hora de hablar de aquel tema.

–Verás. El mes antes de comenzar con los síntomas, estuve con un tío en una discoteca. No pasó nada del otro mundo. Bueno, unos morreos y unos magreos. El tío me puso a mil. En un arrebato le mordí en el cuello, chupando las dos o tres gotitas de sangre que salieron. Él se rió y me dijo que estaba hecha una vampiresa –la chica comenzó a llorar silenciosamente—. Si pudiera regresar a aquel día, si pudiera retornar el tiempo.

–¿Seguro que fue aquello? –Teo la miraba cariñosamente detrás de sus gafas de montura de pasta, mientras que con iniciativa propia su mano se deslizó hasta situarse sobre el hombro de la chica.

–Bueno, en esas semanas me hice el piercing en el ombligo. Me lo regaló mi madre por los 17, aunque esos sitios suelen usar instrumental higiénico. También fui al dentista a empastarme una muela. La verdad que nadie me sabe decir con certeza qué pudo pasar -Alex agradeció los mimos de Mateo retirando la mano de este de su hombro y depositando un corto beso sobre la palma—. Gracias por todo, tío. No sabes lo que significa tener alguien al que dar la tabarra

El joven insistió en acompañar a Alex hasta su casa. No iba a permitir que le pudiera pasar algo. Ella, por su parte, se encontraba suficientemente fuerte como para andar sin aferrarse a nadie aunque En más de una ocasión, durante el trayecto en metro, se sorprendiera con ganas de sentir el contacto de su amigo. Los sentimientos de él eran similares, esperando una señal que le permitiera volverla a tocar.

–Pues ya estamos –Alejandra se había detenido en un portal, sacando unas llaves del bolso.

–Sí –Teo fijaba la mirada en las baldosas de la calle, mientras parecía pensar en algo.

–¿Te pasa algo? –la joven había percibido la inquietud del muchacho.

–Bueno, quería decirte algo, pero es que me da vergüenza. Es un poco cursi –el rubor del joven teñía sus mejillas.

–¡No jodas! ¿Te vas a declarar? –la chica esbozó una media sonrisa mientras abría la puerta del portal—. Ala, sube y te me declaras con una rodilla en tierra como Romeo.

–Estás fatal.

Ambos jóvenes estuvieron en silencio todo el trayecto del ascensor. A Mateo le parecieron sumamente interesantes las recomendaciones de seguridad del aparato mientras Alex se entretenía rebuscando algo en su bolso. Cuando llegaron al domicilio, descubrieron que la madre estaba preparando la cena en la cocina.

–Hola chicos –dijo Pilar.

–Hola –respondieron al unísono los dos.

–¿Te quedas a cenar, Mateo?

–OH, sí. Seguro que a Teo le encantan las hamburguesas de pavo desgrasado y el calabacín a la plancha, ¡festival del sabor! –Alejandra puso cara de asco ante la insípida dieta que debía seguir—. Vamos a mi cuarto a hablar un momento, mami.

Los dos chicos entraron en el dormitorio de Alejandra. Se sentaron uno al lado del otro sobre la cama, entre la multitud de peluches que tapizaban el mueble.

–Te deberías poner de rodillas. Queda más romántico –Alejandra sonreía por sus propias ocurrencias.

–No me hagas coñas. Quería hablar en serio contigo –la expresión de Teo se tornó seria—. Verás, quería que supieras… que puedes… contar conmigo… que los dos meses que quedan hasta terminar el instituto, si me necesitas para cualquier cosa, estaré a tu lado, bueno… luego en la universidad también… claro… si tú quieres…

–Joder –fueron las únicas palabras que surgieron de los apretados labios de Alex mientras sujetaba cariñosamente la mano de su amigo.

-La locuaz Alex  se ha quedado sin palabras. Soy un fenómeno –el joven sonreía de puros nervios mientras Alex miraba fijamente cómo sus huesudas manos asían con delicadeza una de las manos de Mateo.

–Joder, tío –Alex se esforzaba por no romper a llorar de lo emocionada que se encontraba.

Los dos jóvenes cabizbajos, rogaban porque fuera el otro el que diera el siguiente paso. Alex no se había considerado nunca una chica tímida, pero tenía muchísimo miedo de cagarla con el único amigo que de verdad le quedaba. Por su lado, Teo, había logrado con Alex mucho más de lo que jamás hubiera pensado. No quería joder aquello tan especial por un paso en falso.

Con deliberada lentitud, Alejandra se fue acercando al rostro sonrojado de Mateo en el que depositó un casto beso en la mejilla del chico.

–Gracias, Teo –susurró la muchacha al oído del chico. Seguidamente recostó su cabeza sobre la clavícula de su amigo—. Eres un encanto.

Mateo se encontraba petrificado. No sabía qué paso dar a continuación. Ese “eres un encanto”, había sonado como si se lo dijera a un niño de diez años, pero se lo había dicho con mucho cariño.

Con la mano que le quedaba libre, el joven se atrevió a rodear los hombros de Alejandra. La incipiente pelusilla del cráneo de la joven cosquilleaba en sus mejillas. Sintiendo el estómago encogido por el miedo, fue acercando sus labios a la cabeza de la muchacha, depositando un tierno beso.

Su corazón quedó detenido mientras esperaba la reacción de Alex. Medio segundo que se le hizo eterno, mientras aspiraba el aroma del perfume de la joven, hasta que sintió cómo la muchacha se arrebujaba más contra su pecho, emitiendo un tenue suspiro.

Los segundos transcurrieron con lentitud pasmosa. La posición resultaba cómoda para ambos y pareciera que ninguno estaba dispuesto a deshacer el abrazo. Finalmente, Alejandra se quitó las gafas oscuras y alzó la cabeza hasta situarla a la altura de la del chico, situando sus labios a escasos milímetros de los de este.

–Y yo que esperaba que te declararas, menudo Chacón –Teo podía notar el calor del aliento de su amiga susurrando aquellas palabras, mientras esta le miraba fijamente a los ojos.

El cosquilleo que el muchacho sentía en su bajo vientre, se había convertido en una carga eléctrica que amenazaba con electrocutarlo mientras ni siquiera era consciente de la ausencia de aire en sus pulmones. Y se lanzó. Cuando notó cierta presión de las manos de Alex sobre su mano, supo que el momento que tanto había esperado, por fin había llegado.

Con el pánico instalado en su estómago, Teo fue lentamente reduciendo la exigua distancia que había entre sus labios y el objeto de todos sus anhelos.

Ambos labios presionaron y aflojaron a modo de sutil piquito, sin que ninguno de los dos pareciera atreverse a más. Alejandra, que disponía de más experiencia, decidió atrapar entre sus dientes el labio inferior del muchacho. Succionó aquel gajo, como si quisiera extraerle el zumo de la pasión. Una vez lo tuvo bien asido entre sus labios, se atrevió a explorar con la punta de la lengua la tersura de aquella fina piel.

Las bocas se apretaron, mientras las lenguas realizaban un fugaz reconocimiento. Este tuvo que ser todo un éxito, puesto que ambas se enzarzaron en una húmeda danza.

Con la mano libre acarició la cara de Alejandra. Quería a aquella muchacha con todas sus fuerzas. Deslizó la mano de la mejilla de la chica hasta su nuca, en la cual realizó una ligera presión, queriendo unir más sus bocas, si aquello fuese posible. Acarició la delgada espalda sintiendo bajo las yemas de sus dedos todas y cada una de las vértebras.

Bruscamente, el beso finalizó con una sucesión rápida de besitos cortos en los labios.

–Que no podía respirar –Alex sonreía traviesamente, mientras inhalaba profundamente mirando fijamente a Mateo.

–es…  esto… yo…. Tú…

–No hables –Alejandra había reanudado los breves piquitos en los labios de su chico— que calladito estás más mono.

La joven dio por finalizado el beso y se levantó de la cama dirigiéndose a la puerta, en la cual Bart Simpson alzaba un dedo mientras guiñaba un ojo al espectador.

–¡Mamaaa! –gritó Alejandra asomándose por la puerta de su dormitorio— que Teo se queda a cenar.

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El sol abrasador de medio día, castigaba implacable la enrojecida espalda de Mateo. El joven hacía esfuerzos por mantener bajo control su preocupación. Hacía más de 20 minutos que Alex se había marchado a pasear por la orilla del mar, y a pesar de que era consciente de que su novia necesitaba su propio espacio y que se molestaba si la sobreprotegía, no podía quitarse de la cabeza lo agotador que resultaría su primer día de playa.

Un húmedo frescor recorrió la espalda del muchacho. Un suave peso sobre el centro de su espalda y algo que erráticamente caminaba hacia su nuca. El salto fue de atleta olímpico comenzando a palmotear sobre su espalda intentando desembarazarse de aquello que le habían dejado caer sobre su dorso.

De pie, a un par de metros del saltarín muchacho, una espigada y enrojecida Alejandra se presionaba los abdominales, muerta de la risa.

–No tiene puñetera gracia –gritaba el muchacho mientras cada vez eran más los espectadores que le miraban sorprendidos.

–Ji, ji, ji, jiji, jijiji. No tendrá gracia para ti –la chica se reía abiertamente, intentando recuperar el cangrejo que había caído a la arena—. Pero si se ha asustado más el pobre bicho que tú.

Observando el hostil semblante de su novio, decidió salir corriendo en dirección al agua. Él corrió tras ella, más con la intención de jugar que de obtener venganza.

Mateo esperó a que su novia estuviera dentro del agua para abalanzarse sobre ella. Su peso dentro del agua no causaría el más mínimo daño. Alejandra insistía hasta el enfado, en que estaba perfectamente y que él no debía tener contemplaciones especiales con ella, pero a Teo le era imposible no ser delicado y cuidadoso con lo que más quería en el mundo.

–Ya eres mía –gritó el joven mientras hundía bajo el mar a la alta chica.

Alejandra, en vez de huir, se dejó atrapar uniendo su espalda al pecho del joven, el cual con la ayuda de la densidad del agua salada y del escaso peso de la chica, pudo alzarla en vilo mientras realizaba una nefasta imitación de un ogro de las cavernas.

–Grrr, ya eres mía ¡Ríndete malvada!

–¿Y si no me rindo, qué me vas a hacer? –preguntaba entre carcajadas la joven.

–Te torturaré a cosquillas… grrr –Teo agarró las muñecas de Alex con una sola mano y con la mano libre, torturó los costados de la chica provocando la hilaridad de esta.

Estuvieron jugando poco tiempo puesto que Alejandra comenzó a respirar sofocadamente y ambos, de manera tácita, decidieron retornar a las toallas.

–¿Me pones crema? –la media sonrisa de la chica invitaba a algo más que a poner protección solar asépticamente.

–¿Es que estás caliente? –en los tres últimos meses, Mateo había aprendido a seguir el juego de su chica y en ocasiones, incluso, a anticiparse a este.

–Estoy ardiendo –continuó la broma la muchacha—. El morenazo del bañador azul me tiene malita.

El chico volvió a atacar el flanco de Alex con sus eficaces cosquillas.

–¿Quién te tiene malita?

–El… ja, ja, ja chico… ji, ji, ji, del… ja, ja, ja, baña… ji, ji, ji dorrrr…. Tú, tú, tú… ja, ja, ja, tú, solo tú, pero paraaaaa…. –Como compensación a su derrota, Alex recibió un tierno mordisco en la oreja.

–Que no me entere yo…

–Huís, que se me pone celosón el enano –Alejandra disfrutaba de torturar a Teo con sus diferencias de altura—. Noo…. Lo retiro….

Alejandra puso cara de niña arrepentida tras la socarrona mirada de Teo, y se tumbó de cara a la toalla, emulando una sumisión que estaba lejos de sentir.

Teo, no pudo por más que mirar arrobadamente aquella huesuda espalda. El otrora amarillento de la piel, se había tornado paulatinamente en un pálido bastante natural. Al finalizar aquella primera jornada de playa, la piel tendría un bonito color rojizo.

Delicadamente, deslizó por los hombros los tirantes del bikini. El cosquilleo que sintió al rozar la cálida y tersa piel, le envalentonó para intentar desabrochar el sujetador del conjunto.

Ayudándose de las dos manos, abrió el cierre de la pieza haciendo que cada mitad reposara sobre la toalla, pudiendo observar por completo aquella preciosa espalda, libre de cualquier tejido.

El joven mantuvo el aliento durante unos segundos. Siempre que intentaba meterle mano por debajo de la camiseta, Alex se revolvía evitando las maniobras del muchacho. Respiró aliviado, cuando vio que no había ninguna reacción hostil.

Vertió una buena cantidad de crema sobre una de sus manos y la frotó contra la otra. Con delicadeza posó ambas manos sobre los marcados omoplatos de la chica. Las señales de la Hepatitis prácticamente eran inexistentes. Incluso, la joven lucía un bonito corte de pelo a lo chico; si bien, la estricta dieta carente de grasas, la mantenía en los huesos.

Mientras masajeaba la espalda con las palmas, delineaba con los pulgares el contorno de los omoplatos. Ascendió por su columna hasta posar sus delicadas manos sobre la nuca de la chica. Con lentas pasadas de sus palmas, amasó desde la base de la cabeza hasta ambos hombros.

El joven no pudo reprimir una sonrisa cuando escuchó ronronear a su gatita, pues la puñetera tenía tanto carácter como un felino y las uñas tanto o más afiladas como ellos.

Una idea rondaba la cabeza de Mateo desde que comenzara el improvisado masaje: ¿le dejaría acariciar el lateral de sus pechos si se acercaba peligrosamente a su costado?

Con la cautela instalada en su estómago, el muchacho posó sus dos manos en los riñones de la chica. Si bien no tenía unas manos demasiado grandes, le permitían abarcar por completo la reducida cintura y la zona lumbar.

Extendió la crema sobre la zona y ascendió abriendo ligeramente las manos hacia los costados. Intentando que resultara un movimiento casual, introdujo los dedos por los laterales de las costillas hasta rozar levemente la fina piel de los pechos de la chica.

Podía percibir perfectamente las profundas inspiraciones de la chica. Se mantuvo inmóvil, a la espera de alguna señal que no llegaba. Indeciso, volvió a descender hasta posar las manos en la zona lumbar de Alejandra. Repitió la maniobra de ascensión, si bien esta vez desplazó más las manos hacia los laterales de la joven en busca de sus pequeños pechos.

El calor que desprendía aquella fina piel, el olor a crema y mar y el sofoco que arraigaba en el corazón del muchacho, hablaron sin su consentimiento.

–Alejandra…  te quiero.

Con las yemas de sus dedos, sintió la respuesta de su chica. El pecho de Alejandra se hinchó con una profunda inspiración y el consiguiente suspiro. La joven se acodó, alzando ligeramente el torso, lo suficiente para que las manos de su chico pudieran acariciar sus delicados senos.

Teo tenía ante sí la oportunidad que llevaba solicitando durante semanas. Podría tocar a placer aquella maravilla de la anatomía de la chica más preciosa de este mundo.

El joven se inclinó, depositando un casto beso sobre la espalda de Alejandra. Le apetecía abrazarla, besarla, comérsela de los pies a la cabeza.

–Pero mira que eres tontorrón. Te pongo las tetas a tiro y te dedicas a darme besitos de niño en la espalda.

–Me tienes tan acostumbrado a que ahí no se toca que casi ni me lo creo.

–Ains, pero mira que eres tonto –dijo la chica tras un profundo suspiro– ¿Qué me acabas de decir?

–¿Que nunca me dejas que te toque las tetas?

–No, bobo. Lo de antes, lo de que me quie…

–Sí, que te quiero –Mateo enrojeció visiblemente bajo la mirada de Alex.

–Vale, a ver si te explico la lección. Si nunca te dejo que me metas mano y tras decirme que me quieres, te pongo las tetas a huevo ¿qué crees que significa?

–Pu… pues… que… tú… también…

–Sí, melón, que yo también te quiero –Alejandra se incorporó sin importarle el espontáneo Top-less que ofreció a la concurrencia y besó cariñosamente a su chico, dándole un tierno y prolongado beso en los labios. Percibiendo que sus pechos estaban al aire, la joven se cruzó de brazos intentando cubrir su parcial desnudez.

–Yo también te quiero, tarugo.

–Hay que ver qué cosas más bonitas me dices –replicó el joven tras el segundo beso.

–Pues ahora te quedas sin premio –dijo Alejandra mientras movía ligeramente sus pechos cubiertos por sus brazos cruzados.

Mateo, con toda la sensualidad de que era capaz, agarró a Alejandra de la cintura y acercó su boca a la de la chica con el oscuro objetivo de ganarse su premio.

Alejandra estiró el cuello hacia atrás alejando sus labios de los de su novio, que ya se acercaban peligrosamente.

–No, no, no –canturreaba Alex tras mostrarle su larga y sonrosada lengua a Teo.

El joven se sabía ganador de aquella partida. Presionando ligeramente hacia delante, logró tumbar de espaldas a su novia sobre la toalla. Alejandra no tuvo más remedio que separar sus manos de sus propios senos para llevarlas al pecho de su novio.

–Um, bonita vista –Mateo agachaba la cabeza oteando el hueco entre su pecho y aquellas dos preciosidades que a punto estaban de rozarse con su propia piel.

–¿Cariño? –susurró Alex al oído de su chico.

–Ajam, dime.

–¿No llevas el teléfono en el bañador, verdad?

–Umm, creo que eso no es el móvil –Teo puso su mejor voz de seductor.

–Pues ale, al agua a enfriar eso, que nos debe de estar mirando toda la playa.

La repentina consciencia de que estaban en un lugar público abarrotado de gente, hizo que ambos muchachos se ruborizaran hasta las orejas. Mateo alargó la mano en busca del bikini de la joven. Esta relajó la presión que ejercía sobre el pectoral de su chico, lo cual aprovechó Teo para inclinar la cabeza y depositar un beso sobre uno de los pezones de la muchacha. Antes de que Alejandra reaccionara, el joven ya había cubierto los senos de la chica con la escueta prenda.

–¡Capullo! –amonestó Alex con fingida indignación.

Teo se sentó, llevándose las rodillas al pecho, con la intención de que su erección quedase disimulada, mientras Alex se ponía de pie abrochándose el sujetador.

–Venga, al agua –Alex esbozaba su acostumbrada media sonrisa de chica traviesa.

-SÍ claro. En mi estado.

–Bah, tampoco será para tanto. Seguro que ni se enteran de que tu pajarito está de guardia.

–¡Oye! Perdona, a mi anaconda no le llames pajarito.

–Mira, chavalín. Si de verdad tuvieras una anaconda, se la ibas a meter a quien yo te diga, así que más te vale que no sea más que un pajarito juguetón –Alex volvió a mostrar la lengua en toda su longitud y corrió hacia la orilla–. ¡venga, píllame ahora!

Teo aún tuvo que estar un buen rato concentrándose en bajar su excitación, más aún tras las veladas insinuaciones de su novia. El joven ardía de deseos de tener a aquel terremoto de muchacha entre sus brazos. Si hacer el amor era la mitad de especial de lo que la gente decía, con Alex sería como tocar el cielo.

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Alex abrió la puerta de su casa. Cerró tras de sí, consciente de que detrás, a escasos pasos, venía Mateo.

–Eh, que me das en las narices.

–Pues te estaría bien merecido ¡Capullo!

La joven se había cabreado, tras la negativa de Mateo a permanecer en la playa ni un minuto más allá de la hora y media que ambos habían pactado al principio del verano como tope de tiempo para permanecer al sol.

–así no me voy a poner morena en la vida.

–Pero si tienes un bronceado precioso –conciliador, Teo intentaba que su novia entrara en razón—. Cuando te duches y vaya saliendo el sol de debajo de la piel ya verás cómo has ganado color. Para ser tu cuarto día de playa, tienes un tono precioso.

–Pues espero que me darás cremita tras la ducha –el enojo había desaparecido, volviendo la actitud juguetona de Alejandra.

–No sé yo qué opinará tu madre.

–Pues se lo preguntamos –Alex tomó aire para gritar a pleno pulmón–, ¡Mamá! ¿Dejas a Mateo que me embadurne sensualmente todo el cuerpo de cremita?

–¡Alex! –Teo frustradamente intentaba que su novia callase, mientras esta reía a carcajadas.

–Que mi madre está en el curro, melón –la joven se acercó sensualmente al joven mordisqueando el labio inferior de este–. ¿me pondrás cremita?

Ante aquella pregunta, Teo solo acertó a asentir vigorosamente con la cabeza.

Media hora después, apareció Alejandra bajo el dintel de la puerta de su dormitorio. Teo, tumbado sobre la cama, jugaba con el móvil haciendo tiempo para que su novia se pudiera duchar.

–¡Estás… pre….cio…. sa…! –Teo boquiabierto miraba con ojos desorbitados el cuerpo desnudo de la chica.

–Esta cara me la guardo –dijo Alex tomando una fotografía del sorprendido rostro de Teo con el teléfono que le acababa de arrebatar—. Ja, ja, ja, la mandíbula te va a llegar al suelo.

Era la primera vez que Mateo veía totalmente desnuda a la muchacha. Durante el verano ella le había permitido vislumbrar fugazmente alguna parte de su cuerpo, pero ahora la podía ver sin prisas de arriba a abajo.

Su grácil cuerpo se apoyaba sobre el marco de la puerta, mostrándole aquella media sonrisa que le traía loco.  Sus pálidos y pequeños pechos, eran contorneados por una piel broncínea, haciéndolos resaltar más aún. Continuó recorriendo el desnudo cuerpo con la mirada. Acarició con su vista aquel vientre plano, aquellas estrechas caderas, la rala mata de vello dorado que crecía entre sus muslos. Descendió observando sus largas y flacas piernas, sus estrechos tobillos para concluir con sus delicados pies.

–¿Qué, te gusta lo que ves? –Alejandra se sentía pletórica, simplemente con ver la cara de adoración y éxtasis de su novio. Si sentía ese nudo en la boca del estómago tan solo con darle aquel pequeño placer a su chico, cómo sería poder compartir algo más que besos con él— ¿Me pones crema?

Alejandra se acercó a la cama en la que estaba tumbado Teo. Este, al ver aproximarse a la joven, se levantó de un brinco cediendo su espacio a la espigada muchacha.

–¿Te traigo pañuelos de papel? A ver si se te cae la baba en mi espalda –Alex no podía dejar de ser como era ni en los momentos de mayor romanticismo.

–Ja, ja, qué graciosilla la niña –Teo se aplicó una generosa cantidad de crema sobre la mano y la extendió sobre la femenina espalda, masajeando con delicadeza–. ¿Te gusta así?

–Ajá –Alex se estiraba como un gatito, llevando sus brazos debajo de su cabeza.

El joven recorrió cada centímetro de la piel de la muchacha. Podía sentir a través de sus dedos el calor que desprendía aquel tapiz broncíneo, empapándose del olor, de la deseada piel, a playa, a ducha fresca, a crema, olor a Alejandra.

Deslizó sus manos desde el cuello de la joven, pasando por sus omoplatos, sus costillas, sus lumbares, hasta llegar al final de su espalda.

El comienzo de aquellas blancas y redondas nalgas prometía llevar a cotas inimaginables la erección que guardaba bajo su bañador.

Se agachó y depositó un casto beso en su glúteo izquierdo. Luego, viendo la aceptación tácita, repitió la maniobra con la nalga derecha. Abrió los labios y en su segunda sesión de besos pudo saborear la fresca piel que no había sido maltratada por el ardiente sol.

Extasiado, el joven se dejó caer sobre las largas piernas de la muchacha, apoyando su mejilla sobre el pálido glúteo que le hacía las veces de almohada. Inspiró profundamente, permaneciendo en la más absoluta quietud por unos segundos.

–¡Que te me duermes! –rió bromista la muchacha.

–Dónde mejor para dormir.

–¿No preferirías que te pusiera un poco de Aloe Vera? no quiero que mi niñito se me queme.

Mateo alzó la cara del trasero de Alex y posó los ojos en ella con una muda interrogación en la mirada. La joven le devolvió una sonrisa por toda respuesta.

Alex rodó sobre sí misma, dejando hueco suficiente para que Teo se pudiera tumbar a su lado. Al girar volvió a quedar de espaldas, mostrando sus blancos pechos y aquella sonrisa prometedora de emociones fuertes.

–¿Pero qué haces, tarugo? –La joven empujaba al recién tumbado muchacho fuera de la cama– ¿Pero cómo te tumbas junto a un pibón como yo con el bañador puesto?

El ruborizado muchacho se aceleró intentando deshacerse de su bañador y su camiseta. El sonrojo de sus mejillas arreció. Era la primera vez que se mostraba desnudo delante de una chica. Ella palmeó el espacio vacío a su lado. Él no tardó en tumbarse mientras intentaba ocultar la creciente excitación tras sus manos.

Alex se colocó de lado apoyando la cabeza sobre una mano. Miraba divertida la cara de apuro de su novio, mientras con su mano libre jugueteaba con los escasos vellos que salpicaban el masculino pecho.

–¿Tienes miedo, chiquitín? –la voz susurrante de la joven, era cálida y llena de afecto y ternura.

–Bueno… me gustaría hacerlo tan bien… darte tanto… que seguro que la cago.

–Ja, ja, ja, ja, pero serás tonto. Si tenemos toda la vida para practicar y mejorar. Lo de la primera vez es una tontería –la joven cubría la cara del muchacho de tiernos y amorosos besitos.

–¿Cómo fue tu primera vez? –preguntó Teo más por cambiar de tema que por obtener información.

–Ja, ja, pues una decepción, pero eso hoy no va a pasar, porque ¿sabes una cosa? te quiero –la mirada directa, franca, sincera, hizo que el estómago de Teo diera volteretas de alegría.

–Yo a ti más –el joven rodeó la cintura de la chica juntando ambos cuerpos en un cálido y sensual abrazo.

Los labios se buscaron y se encontraron. Se humedecieron cada uno con la saliva del otro, se degustaron con dulzura, con amor.

Alejandra se sentía relajada como no lo había estado en toda su vida. Estaba a punto de hacer el amor con su novio, pero no tenía la más mínima inquietud. Aquello era lo que deseaba. Abrazó las caderas de Teo con una de sus largas piernas, sintiendo en su vientre el calor y la dureza del sexo del joven, mientras sus ojos miraban divertidos las reacciones que su movimiento despertaba. No se podía estar mejor. Su corazón se estremecía por los cálidos besos, por aquella mirada dulce y sincera.

Teo deslizaba la palma de su mano, acariciando todo el femenino contorno. Las bocas se mordían con dentelladas de pasión, mientras las pelvis se frotaban anhelantes.

Amor y pasión, ternura y lujuria, cariño y excitación, iban y venían de la mano, recorriendo los lugares más recónditos del alma y los cuerpos de los muchachos.

Los labios se separaban en busca de piel aún por degustar. Alejandra paladeó en la salada piel del muchacho el más intenso sabor a mar, dibujando ardientes y lúbricos senderos.

La boca de Alejandra se afanó en trabajos con los que su novio no se había atrevido ni siquiera a soñar. Él sentía cómo su cuerpo reaccionaba de manera autónoma a las húmedas caricias.

Con aquellas deliciosas atenciones, la anatomía del joven decidió que había llegado el momento de expulsar todo el cálido amor que contenía en su interior.

Alejandra se deleitó con el ruborizado rostro de su tontorrón particular. Estaba encantador con aquella sonrisa bobalicona.

–¿Te ha gustado? —preguntó Alex con autosuficiencia y una pizca de timidez.

Por respuesta Teo, amplió su bobalicona sonrisa, dando a Alejandra la estampa más bonita que podía esperar. El joven, silenciosamente, dibujó las sílabas de un “Te amo” con sus enrojecidos labios.

–Yo a ti más –confesó Alex a la ingle del muchacho, sabiéndose incapaz de aguantar el reguero de lágrimas si lo miraba a los ojos.

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Recuerdo aquel verano como un comienzo, como el principio, no de una nueva vida, sino como el comienzo de mi vida. El mar bañando nuestros cuerpos, el sol dorando tu sedosa piel, las miradas cómplices, las sonrisas traviesas, pero, sobre todo, los abrazos, las caricias, los besos tiernos y al mismo tiempo apasionados.

Aquella tarde en casa de tu madre perdimos la virginidad sentimental. Pudimos decir y expresar lo que tanta vergüenza nos daba. ¡Me querías! fue música celestial para mis oídos cuando escuché de tus labios aquellas dos palabras.

Tres meses antes, me hubiera satisfecho con una mirada, con un saludo, con un reconocimiento y ahora, tenía tu amor. Un amor por el que me esforzaría cuanto fuera necesario.

Recuerdas cariño, qué cabezota te ponías:

–Cari, deberías perder esos cuatro kilitos que te sobran –me decías mimosa.

–Tienes que mirar a la gente a los ojos. Nadie vale más que tú –siempre subiéndome el ánimo, creyendo en mí.

¿Y sabes lo más gracioso? que aquellas pequeñas exigencias nunca las hiciste pensando en ti. Querías que creciera, que me sintiera satisfecho de mí mismo y lo lograste. Costó lo suyo, pero al final, tuviste razón. Resultó que dentro de mí había mucho más de lo que yo mismo creía.

Y llegó un gran día en mi vida, espero que en la tuya también, aunque tal vez ni lo recordarás. Estábamos en tercero de carrera. Tú estabas con las prácticas en el hospital, apenas te quedaban cuatro meses para ser toda una enfermera. Yo andaba liado con el puñetero proyecto de fin de carrera, aquel odioso Software de gestión de almacén era lo único que se interponía entre la Ingeniería y yo.

Habíamos terminado todos los exámenes de Enero y las cosas habían ido bastante bien. Me sorprendiste con aquella reserva de la casita rural.

–Cierra los ojos, melón –me dijiste con tu media sonrisa.

–Vale ¿y ahora qué? ¿Me vas a hacer un striptease? –te respondí.

Abrí los ojos y ante mí estaba aquella reserva de la casita de montaña. Una coqueta cabaña de dos dormitorios, comedor-cocina y lo más importante, una gran chimenea.

–Vas a ver la nieve, capullín –saltaste sobre mí y me besaste cálidamente—. Por fin vas a ver la nieve.

Pasamos esa semana previa, rebuscando ropa entre mis armarios. Teníamos que ir preparados para cualquier cosa. El gran día llegó y ambos nos montamos en el Renault Laguna que habías logrado que tu madre nos dejara. Tan solo dos noches, pero el maletero iba repleto como si nos fuéramos para dos meses.

Durante ese fin de semana me diste el regalo más valioso que un hombre pueda desear. Aquel día, nació un nuevo Mateo, sin inseguridades, sin vergüenzas.

Te preparé una cena romántica. Logré tenerlo todo listo en el tiempo que duró tu larga ducha. Pude convencerte de que lavases tu larga melena, aunque te quejaras de que se te ahumaría de nuevo con el hogar.

Cuando saliste del baño estabas preciosa. Con la belleza de la sencillez, de un rostro recién lavado, de un cabello húmedo y perfumado. Vestías un bonito Jersey de cuello alto con tus eternos vaqueros.

–¿Has preparado todo esto tú?

Te sonreí e hice una amplia reverencia, invitándote a la mesa. No fue gran cosa, pero estaba preparado todo con muchísimo cariño. Unas hamburguesas completas, con su Bacon, su huevo frito, etc. Una gran fuente de patatas fritas y como colofón, un bote de guacamole con sus nachos. Todo ello regado con un vino tinto, que si bien no era espectacular, ayudaría a que entrásemos en calor.

–Wow, has traído guacamole, cariño. Te has acordado, eres un amor –me pegaste un morreo que hizo que, instantáneamente, algo se despertase entre mis piernas.

El vino de la cena, el fuego de la chimenea, tus ojos brillantes reflejando las llamas del hogar y tu sonrisa satisfecha, crearon el mejor escenario que se pudiera desear.

Miraba embelesado cómo se movían tus labios al masticar la hamburguesa, cómo tu sonrisa se burlaba de mi ingenuidad de manera silenciosa, cómo brillaba tu largo pelo por los reflejos de las llamas.

–No me comes nada –fingiste indignación porque conocías el motivo de mi inapetencia.

–Con tu mera presencia me alimento –puse mi mejor imitación de voz de seductor.

Ver cómo salía el vino por tu nariz, hizo que yo también comenzara a reírme a carcajadas. Nos contagiamos las risas y terminamos con dolor abdominal de tanto jadear.

–Entonces… si con mi presencia te alimentas… no querrás tomar el postre… –ese tono insinuante no presagiaba nada bueno.

–¿Qué me ofreces de postre?

Por respuesta te levantaste de tu silla y te sentaste a horcajadas sobre mis rodillas. Sentí tu cálido aliento a milímetros de mi boca, tu pícara mirada clavándose en mí, tus brazos rodeando mi cuello.

–¿Quieres que yo sea tu postre? –pusiste tono de mujer fatal como si la que me iba a devorar fueras tú.

Haciendo acopio de fuerza física, logré alzarte en vilo, sin parecer demasiado ridículo, tambaleándome.

–Menos mal que estás en los huesos.

Mis manos se aferraban firmemente a tu trasero, tus brazos rodeaban mi cuello con determinación, tu boca se pegó a la mía, sellando el momento con un beso de pasión.

El camino hasta la alfombra que se extendía delante del hogar, fue un suplicio. Cuatro pasos, solo cuatro, pero que se hicieron interminables. A cada momento tenía la sensación de que caeríamos rodando por el suelo y aquella demostración de seducción romántica, acabaría como la actuación de los payasos.

No sé qué cambió aquella noche, si el tener todo un fin de semana para los dos, si el fuego de la chimenea, si la confianza que ya teníamos tras tres años, pero el caso es que todo fue diferente.

Logré tumbarte de espaldas sobre la alfombra sin que nos rompiéramos la crisma. No quedó todo lo romántico que me hubiera gustado, pero tus tenues risitas, compensaron con creces la falta de delicadeza.

Te tenía a mi merced, a mi entera disposición. Esa noche serías mía por completo. Se había terminado la reciprocidad, el dar y recibir. Esa noche quería demostrarte todo lo que significabas para mí.

El fuego del hogar, a un metro escaso de nuestros cuerpos, coloreaba con cálidos matices, la mitad de tu rostro. Recorrí tu frente, con ligeros besos sin dejar ni un milímetro de fina piel por saborear. Posé mis labios sobre tus laxos párpados, peiné tus pestañas con mi lengua. Tus cerrados labios se abrieron anhelantes al roce de mi boca. Tus dientes dentellearon al aire en ausencia de su presa. Tracé caminos de cálida humedad por tu rostro, por tu mandíbula, por tu mentón.

Debía alcanzar mi meta, aquel punto débil que me abriría tus puertas de par en par. Logré quitarte el grueso jersey para acceder sin restricciones a tu largo y fino cuello. Besé, chupé, mordí y saboreé cada colina y cada valle de tu preciosa piel.

Por primera vez mis labios se movían sin premura, con la lentitud de un caracol, reptando por tu piel, retornando una y otra vez a aquellas zonas donde demostrabas mayor sensibilidad.

Retiré tu camiseta interior con la alegría de ver, que debajo de ella, tan solo me esperaba tu piel. Tus perfectos pechos, me aguardaban, sin más trabas, sin impedimentos.

Besé tus clavículas, tus angulosos hombros, tu esternón. Bajé con mi lengua y mis besos por el amplio valle de tus senos. Acaricié con mis mejillas la tersura y calidez de ambos montes. No se me ocurría mejor lugar para reposar mi cabeza que al contacto de aquellos cálidos senos.

Ascendí por la ladera de la colina, lentamente, pausadamente, haciendo que anhelaras cada segundo hasta llegar a la cima. El olor a jabón de ducha, la calidez del fuego en tu piel, la tersura, invitaba a prolongar el ascenso hasta la cúspide.

Era la primera vez que me mostraba así de apasionado, pero es que me volviste loco. Tus jadeos y gemidos me incitaban a proseguir con aquel delirio de pasión desatada.

Tu cuerpo y mis manos parecían haber estado creado el uno para el otro, encajaban a la perfección. Nada faltaba, nada sobraba. Amasé, pellizqué, acaricié, pero nada me saciaba. Necesitaba darte más, tocarte más, transmitirte cuánto te deseaba. Mi cuerpo pedía más de ti, de aquella piel, de aquel olor, de aquel sabor. Quería gritar de frustración por no tener más manos para tocarte, más bocas para saborearte, más oídos para escucharte gemir.

Tras desvestirte por completo, me senté sobre mis talones, satisfecho como el que termina una escultura, un cuadro. Tan solo te había desnudado pero te admiraba como si te hubiera creado yo. Tus larguísimas piernas, flacas para muchos, pero estilizadas y delicadas para mí. Tus exiguas caderas, entre las que se ocultaba el más precioso tesoro. Tus delineadas costillas, tus pechos ideales para mis manos. Pero sobre todo, tu rostro, aquel rostro arrebolado por la excitación, por el deseo. Aquellos ojos cerrados, ciegos ante mi siguiente actuación, aquellos labios entreabiertos y aquellas mejillas ruborizadas.

Tomé tus pies entre mis manos. Aquellos trozos de hielo, que me sobresaltaron con su simple contacto. Los llevé bajo mi jersey y mi camiseta, posando las plantas sobre la cálida piel de mi tripa. Joder con la ternura. Muy bonito gesto por mi parte, pero casi me da algo al contacto con aquellos témpanos. Abriste los ojos y me miraste pícaramente, jugueteando con los dedos de tus pies sobre mi vientre haciéndome cosquillas.

Descendí hundiendo mi rostro en tu femineidad. Con más pasión que técnica, con más ímpetu que delicadeza, con más actitud que aptitud, comencé a besar todo cuanto se ponía al alcance de mi ansiosa boca.

Cada gemido que alcanzaba a escuchar era fuego para mi inflamado corazón. Cada estremecimiento de tus caderas, pedía a gritos que introdujera más mi cara entre tus muslos.

Tus caderas comenzaron a moverse compulsivamente, con una danza desacompasada. Tus muslos se cerraron como una fuerte tenaza sobre mi cabeza, frotándose enérgicamente contra mis maltratadas orejas.

Había sido espectacular. La tranquilidad de no tener a tu madre a punto de llegar a tu casa, de que mis padres y mi hermana nos sorprendieran en la mía, la calidez de la alfombra y el fuego de la chimenea. Era la vez que más estaba disfrutando de ti, sin duda alguna. Y lo mejor es que el ritmo lo marcaba yo. Por primera vez tú eras quien recibía sin ansiedad por corresponder.

Mi cuerpo cubrió el tuyo. Tus largas piernas se anclaron a mis caderas, fusionándonos en un abrazo primitivo. Tus talones golpeaban mis glúteos, solicitando acciones inmediatas. Tus brazos enlazaban mi cuello, estrechando la frontera de nuestras bocas.

Lo intenté una primera vez, una segunda vez y a la tercera sentí cómo se completaba la fusión entre nuestros sexos. No podría existir lazo más fuerte que el que unía nuestros cuerpos en ese instante.

–Mierda, el condón –un instante de lucidez me recordó que no me había puesto goma.

–¿Qué condón? Déjate de condones y hazme el amor.

–Pero Alex, ¿estás loca?

–Loca por ti, enanito. Ya no te vas a tener que poner condón.

–Pero… si no puedes tomar… anticonceptivos…

–Melón, hay más métodos que los orales y además no me afectan lo más mínimo al hígado y ahora, muévete.

Apoyándome sobre codos y rodillas, comencé una lenta y cadenciosa danza con mis caderas.

Mientras besaba tus orejas, tus labios, tu cuello, mi virilidad martilleaba rítmicamente en tu interior. Cada roce, cada palpitación, me llevaba al paraíso y viendo cómo apretaban tus muslos, imagino que a ti también te estaba gustando.

Sobre la alfombra nuestros cuerpos ardían. Comenzábamos a sudar de pasión. Podía sentir cada milímetro de tus muslos, de tus pantorrillas, de tus talones, pegándose a mi propia piel en un increíble abrazo.

Tu boca se aferró con violencia a la mía, tus brazos atenazaron mi cuello y todo tu cuerpo se crispó presa de la tensión. Un gemido gutural emergió de lo más profundo de tu Garganta, para ir a morir en mi propia boca.

Pude sentir en cada fibra de mi cuerpo, cómo tu orgasmo se abría paso en tu interior, cómo se aplastaban tus delicados pechos contra mi torso, cómo tu pelvis se fundía contra mí, cómo tu cuerpo convulsionaba presa de espasmos incontrolables.

No es que hubiera aguantado mucho más, pero sentir aquella explosión entre mis brazos, ver aquella mirada perdida, detonó en el mejor orgasmo que había tenido en mi vida. Cada explosión de mi virilidad, me sacudía de pies a cabeza.

Aún dentro de ti, giré lentamente para no aplastarte. En un par de movimientos poco románticos, logré tenerte tumbada sobre mi pecho.

Derrengada sobre mi hombro, respirabas entrecortadamente. Las yemas de tus dedos recorrían mi rostro, delineaban mi nariz, acariciaban mis mejillas.

–Ha… ha sido… una pasada….

Esas palabras eran música celestial para mis oídos. Con movimientos lentos y suaves, acariciaba tu espalda desde tu culo hasta tu nuca.

No hiciste el más mínimo movimiento para sacarte mi miembro y yo, voluntariamente, no me iba a salir de tu interior por menguada que estuviera la cosa.

Estuvimos así, minutos, tal vez horas o días. Aquel peso sobre mi pecho me resultaba maravilloso, el tacto de tu transpirada piel, el olor de tu pelo, tu aliento en mi cuello.

No sé cuándo ni cómo, tus caderas comenzaron a realizar movimientos circulares. Alertado por el súbito cambio de actitud, me percaté de que tenía de nuevo mi entrepierna dura como una piedra. Por lo visto tu sensible intimidad lo había percibido antes incluso que yo.

Estuvimos un rato así: yo prácticamente inmóvil, tú rotando lentamente tus caderas. El cansancio, el calor del hogar, tus lentos movimientos, me sumieron en una especie de trance onírico. Estaba como flotando en un sueño que no quería que acabara nunca. Era otro tipo de sexo, pero tan placentero o más como el salvaje. No habían movimientos impulsivos, ni golpeo de caderas unas contra otras, ni jadeos, ni ansiedades, pero era precioso.

De repente te quedaste muy quieta, tensando ligeramente tu cuerpo. Exhalaste un tenue suspiro y permaneciste inmóvil durante unos segundos. No sé si fue el tercer orgasmo de la noche, la cantidad no era lo importante. Lo principal siempre fue que disfrutásemos, aunque en lo más profundo de mi ego, sí era relevante provocarte todos los orgasmos que pudiera.

Disfrutamos de nuestros cuerpos durante lo que parecieron segundos y en realidad fueron horas. Recuerdo perfectamente cada instante, cada palabra, cada gemido y cada orgasmo.

Aquella noche no fue la primera que hicimos el amor, no fue la primera que saboreaba tu femineidad, pero todo pareció novedoso. Algo flotaba en el ambiente que lo hizo especial. Tal vez el tener una casita para los dos, el fuego de la chimenea, la ausencia de prisas, pero aquella noche fue inolvidable para mí. En aquellos momentos, con tu pecho sobre mi pecho, con tu cara en mi cuello, en ese momento, no me quedaron dudas. Por primera vez supe seguro que me querías tanto como yo a ti. La certeza me golpeó con contundencia: tú también me querías.

–¿Sabes una cosa? Te quiero muchísimo –Ante aquella declaración, no tardé en poner cara de tonto—. Ja, ja, ja, pero no pongas esa cara de empanao.

–Yo… a ti… más… –balbuceé agotado.

–¿Ah sí? Eso que te lo crees tú. Si me quisieras tanto como dices, me harías el amor otra vez –tu risa victoriosa me contagió. Ambos sabíamos que habías ganado—. Teo, Teo… si siempre gano yo. No sé ni por qué lo sigues intentando. Yo te quiero más y punto.

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Una figura alta, de amplia falda, se recortaba contra la luz en el vano de la puerta de la iglesia.

Mis manos comenzaron a sudar y mis piernas flaquearon. Tu visión a contraluz, aún sin poder ver tu cara, me tenía paralizado de terror.

Comenzó a sonar la marcha nupcial y un nudo se alojó en mi garganta. Tras ocho años de novios, estaba tan nervioso como el primer día que nos besamos en tu dormitorio.

Fuiste caminando, elegantemente erguida, con pasos cortos y estudiados del brazo de tu madre.

Cuando te envolvió la penumbra del templo, pude por fin ver tu rostro. Elegantemente maquillada, me sonreías de medio lado con aquella mueca pícara que me enloquecía.

–Hola memo. qué gafas más chulis que llevas –tu saludo al pararte a mi lado no pudo ser más de tu estilo.

–Estás… preciosa…

–Una que es mona… Hoy el capítulo 6, Teo va de boda –tú misma reíste tu ocurrencia, siempre sacando a colación la serie de dibujos animados de Teo.

Nos cogimos de las manos a aguantar aquel tostón de ceremonia. Si no hubiese sido por nuestros padres… La homilía se estaba haciendo interminable. Tu mano se acercó agarrada por la mía hasta situarse encima de mi entrepierna. Te miré aterrorizado, pues de ti me podía esperar cualquier locura. Sin dejar de mirar al párroco, esbozaste esa sonrisa ladina presagio de tormenta en el horizonte. Tu dedo meñique, bien oculto tras nuestras manos, comenzó a acariciar mi entrepierna por encima de la tela del traje. Creo que en ese momento estaba blanco como el papel. Tu mueca traviesa se acentuó saboreando la victoria.

Todo terminó, y aquel señor mayor que no sabía de nosotros más que nuestros nombres, nos autorizó para besarnos.

Tomé tu rostro entre mis manos y te besé tiernamente. Deseaba poseerte allí mismo, pero no era cuestión de montar un espectáculo.

Fue un día divertido y acogedor. Tan solo nuestros familiares más directos, algunos compañeros de mi oficina y casi toda la planta de Oncología Infantil en la que trabajabas.

Estuvimos hablando con todos los invitados. El reducido número de estos invitaba a disfrutar, sin las tensiones y formalidades de una boda más masificada.

Realizamos el brindis nupcial, yo con Cava y tú por supuesto con tu perpetua copa de agua, que ese hígado tuyo teníamos que cuidarlo como oro en paño. Abrimos el baile nupcial y por mi torpeza casi lo terminamos. Me retiré a un lado, admirando lo bien que te movías. No paraste de danzar en toda la noche, te encantaba y alguno de tus compañeros lo hacía verdaderamente bien.

Yo, mientras, tomaba copas con los menos bailarines, con tu mejor amiga Lucía, oncóloga en el hospital, con Mirella, otra de las enfermeras. Una jovencita preciosa me insistió en que bailara con ella. Me estuvo contando que era payasa para los niños del hospital. Cuando terminé con Hada, que era como se llamaba la jovencita, me agarró mi suegra sin dejarme descansar. Insistí a pilar de que la acabaría pisando, que el ritmo no era lo mío, pero estaba feliz y contenta y no le importaba un pisotón más o menos. En ese momento ni ella ni yo sabíamos cuán cerca estábamos de atravesar momentos muy dolorosos.

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Transcurrió un maravilloso año hasta que las dificultades aparecieron, arrasando con nuestras vidas. Tu insuficiencia hepática se acentuó rápidamente. El malsano amarillento de tu rostro acentuaba tus afilados rasgos. Perdiste 10 kilos en aquel fatídico año.

Un año, tan solo un año había transcurrido desde el inicio de aquella tortura. La gravilla del cementerio crujía bajo mis pies, tu rostro pálido, levemente maquillado, se mostraba sereno, tras un año de sufrimiento. Alargué mi mano para asir la tuya. Estaba helada. La fría mañana de invierno no ayudaba a templar ni los cuerpos ni las emociones.

Te miré con toda la ternura y calidez que fui capaz de transmitir. Tus ojeras, apenas disimuladas por el maquillaje, evidenciaban los meses de calvario que habías atravesado.

Debido a tu trabajo, no eran infrecuentes las visitas al cementerio para acudir al entierro de algún pequeño niño con el que habías tenido una afinidad especial. Pero aquel día tenía un nudo en la garganta que no me dejaba respirar convenientemente.

Alargué la mano para acariciar tu mejilla. Giraste lentamente tu rostro hasta apoyar por completo tu cara en mi mano. Una solitaria lágrima recorrió tu faz hasta temblar en tu barbilla.

Te habías mostrado firme durante todo aquel año, en el que el cáncer de páncreas golpeó nuestras vidas. Tu propia salud corrió peligro, por tu tristeza, por tu falta de cuidados, por tu insistencia en no separarte ni un momento del lado de tu madre. Fue triste aquella mañana de invierno en la que nos despedimos de Pilar por última vez. Cumpliría lo mejor que pudiera su encargo, te cuidaría lo mejor que supiera.

Otros seis meses fueron necesarios para que volvieras a mejorar paulatinamente. La medicación, la dieta saludable y aquel viaje al Caribe, terminaron por devolverle el color  a tu piel y la energía a tu cuerpo.

Tuvo que ser allí en el Caribe, donde se produjo la mayor de nuestras alegrías. Al mes de regresar de Santo Domingo, volví una tarde del trabajo. Tú debías estar durmiendo pues habías tenido turno de noche. En vez de dormir, te encontré con tu mejor vestido, con una mesa elegantemente arreglada y mi plato preferido en una gran fuente.

–No es mi cumpleaños, ¿no? –pregunté desconcertado.

–Nop, celebramos otra cosa.

–¿Y qué celebramos?

–Pues mira. Como eres un capullín, tontorrón, te lo voy a explicar despacito para que lo entiendas. Mira, cuando una abejita se posa en una flor…

–¿No? ¿De verdad? ¡Dime que no es una broma! –mi cara de bobo debía ser increíble puesto que no pudiste reprimir tu carcajada.

–Vaya careto que se te ha quedado.

Nos abrazamos alborozados, riendo tontamente como dos críos con juguetes nuevos. A ratos reíamos, a ratos llorábamos. Era tanta la alegría que nos desbordaba. Aún recuerdo aquel día como si fuera hoy, el día en que todo cambió en nuestras vidas.

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–¡Que llaman a la puerta! –gritaste desde el dormitorio.

–Que no ha llamado nadie -te dije desde el salón.

–¡Que sii, que llaman a la puerta!

Mosqueado, me levanté del sofá y me acerqué hasta el dormitorio. La imagen que vi, me aterró tanto como me emocionó. En el centro de la habitación estabas tú con el camisón de verano remangado hasta los gordezuelos pechos. Tu prominente vientre aparecía terso, precioso.

–Que sí, que llaman a la puerta –susurraste mientras bajabas la vista a tu entrepierna. Seguí tu vista y vi el gran charco que había en el suelo.

Me puse a temblar como un flan. No sabía hacer nada de lo que tantas veces habíamos planeado. Tuviste que ser tú, más calmada, quien me fuera indicando los pasos a seguir mientras me sonreías y me dedicabas una mirada condescendiente.

Cinco horas después y ocho vasitos de plástico de café, llegó la esperada noticia.

–Mateo, todo ha salido bien –Lucía había querido estar en el parto, a mí no me habían dejado por tratarse de una cesárea—. Alejandra está derrengada. Ha sido muy duro dado el estado de su hígado, pero ambas se encuentran bien.

–¿Ambas? ¿Es una nena? ¿Puedo verlas? ¿Cómo es?

–Calma, calma. Todo a su tiempo. El ginecólogo ha mandado a Alex a reanimación. Hay que vigilar los niveles hepáticos. Con su insuficiencia, ninguna precaución es poca. Tú sígueme que te voy a colar en neonatos para que puedas ver a tu chiquitina.

Seguí a Lucía por aquellos pasillos con las lágrimas a punto de derramarse de mis inflamados ojos. Me vistieron con una bata verde y un gorrito de papel para el pelo. Lucía habló con una enfermera y ambas zigzaguearon entre varias decenas de cunas de metraquilato.

-Te presento a tu hija, Mateo.

Las palabras no surgían de mi garganta. Un nudo de emociones impedía que ningún sonido saliera de mi interior.

–Es… es… es preciosa… –rocé con la punta de mi dedo su pequeña manita y aquel increíble ser se revolvió entre sueños.

–Al ser cesárea tienen que controlar que no le haya afectado la anestesia. En un par de horitas te la subirán a la habitación y podrás tomarla en brazos –me dijo una sonriente Lucía.

Dos horas después, corría por los pasillos del hospital en dirección a Cuidados Intensivos, donde te habían trasladado. Hacía minutos que Lucía me había comunicado, con lágrimas en los ojos, que habías entrado en una aguda crisis hepática. Me volvieron a vestir con la bata verde y el gorro de papel.

Te observé dormir. Tu cabello, empapado de sudor, se pegaba a tu cráneo resaltando las angulosas formas de tu contraída cara. Abriste unos vidriosos ojos y me miraste con intensidad tras la máscara respiratoria.

–Ey, memo ¿Qué pasa? –Tu tono pretendía ser desenfadado—. Me han dicho que tienes una niña preciosa.

–Tenemos, una niña preciosa.

–¿Está bien? Quiero verla.

–Ahora la entraré. Está fuera con mi madre.

No pudiste contener las lágrimas cuando deposité a la pequeña Pili en tu pecho. Gruesas y cálidas lágrimas se derramaron por tu pálida piel, las cuales fui recogiendo con el dorso de mi mano.

–¡Escúchame bien, capullo! ¡Voy a luchar! ¡Con todas mis fuerzas y al final Venceré! ¡Nada ni nadie me va a separar de mis niños! –recuerdas cómo te aferrabas a mi bata verde, con qué violencia salieron esas palabras de tu boca—. Nada, nada, podrá separarnos.

Mi madre se instaló en nuestra casa para ayudarme a cuidar a Pili. Toda tu planta se pasaba por Cuidados Intensivos a saludarte, a pesar de no estar permitido, pero con las enfermeras y los médicos se hacía la vista gorda. También logramos permiso para poderte ver Pili y yo un ratito todos los días.

-¿Te han dado la noticia? –me preguntaste con voz cansada una fría mañana.

–Ya verás como todo va a salir fenomenal.

–Un puto hígado, necesito un hígado rapidito y me marcho a casa con vosotros –recuerdo tus apretados dientes, intentando controlar las lágrimas que amenazaban con brotar—. Todo saldrá de maravilla. Venga ese hígado que me piro con mis niños.

Pero el hígado no llegaba. Las semanas se hacían eternas. Me esforzaba en controlar mi angustia para no trasmitirte ni a ti ni a la niña toda la desesperación que me embargaba.

–Hola cariño –me dijiste una tarde de primavera con tono alegre.

–Ey, preciosa. Te veo muy animada.

–Teo, me ha llegado la hora. Ese hígado jamás llegará a tiempo.

–No digas tonterías mi amor. Claro que llegará a tiempo.

–Mira, capullo. He acompañado a muchos niños en sus últimas horas. Sé de qué va esto. Me encuentro bien, extrañamente bien. Mi cuerpo comienza a producir adrenalina como un loco, intentando un desesperado esfuerzo. Dentro de poco, un gélido sudor me bañará por completo y poco después, me marcharé. No, cariño, no me interrumpas. No sé cuánto queda pero tengo muchas cosas que decirte.

Tus mandíbulas se apretaron con fuerza, conteniendo el aire en tu interior. Tus ojos adquirieron un brillo fulgurante, vidrioso y comenzaste a sudar. Me asusté de ver la profusión con la que sudabas. En segundos, tu pelo, tu rostro y tu pijama, se encontraban empapados.

–Ya se acerca, mi amor, ya se acerca. Tengo miedo, mucho miedo.

–Ey, tranquila. Estaré aquí contigo, siempre estaré contigo, te lo prometí ese día en clase y lo cumpliré –nuestros dedos se entrelazaron con fuerza. Solicité a una enfermera amiga tuya, que saliera a traer a la niña.

–Solo dos cosas memo mío. Prométeme… prométeme que no serás capullo…

–Te lo prometo… ¿y la otra cosa?

–Bésame, por favor, bésame y abrázame fuerte…

Recuerdas con qué pasión te besé, Sin la más mínima ternura. Nos abrazamos con desesperación. Tus labios apretaban los míos con ansiedad. Muy lentamente, tu beso se fue haciendo más delicado, más tenue hasta que apenas hubo movimiento en tu boca.

Me retiré lo suficiente para admirarte, para deleitarme con ese rostro relajado como si durmiera un dulce sueño. El amarillo de aquellas mejillas, aquella bilirrubina que nos unió y que ahora te alejaba de mí.

Quedamente, la enfermera sollozaba con la niña en brazos. Me acerqué a ella y tomando a nuestra hija, volví a la cama en la que yacías.

Sujeté la mano de la pequeña Pili entre la tuya y la mía. Te conté en silencio cuánto te había amado, qué dichoso me habías hecho durante todos estos años. ¿Debía maldecir a alguien por aquello? ¿Debía llorar y renegar de esta puta vida? Te habías ido mi amor, todo lo que más quería en mi vida, se acababa de marchar para siempre. “Para siempre”. Esas palabras se clavaron en mi consciencia como puñales.

Debía ser fuerte. Me habías dado tanto que no debía mostrar tristeza por perderte, sino alegría por haberte disfrutado, por haber compartido contigo estos años tan maravillosos. Pero una cosa es lo que debía hacer y otra lo que necesitaba mi corazón.

Rompí a sollozar como un niño desamparado. No quería llorar, no te merecías esa tristeza pero no pude controlarlo. Algo se  rompió en mi interior. Entre las lágrimas, vi cómo alguien retiraba a Pili de mis brazos. Me incliné sobre ti y volví a besar aquellos labios que me encantaban, aquella boca en la que permanecía esa mueca de muchacha traviesa.

No sé cuánto tiempo pasó. De repente me di cuenta de que no te abrazaba a ti sino a Lucía, y la aferré con todas mis fuerzas.

–¿por qué? ¿Por qué? –Ambos Llorábamos en un fuerte abrazo de desesperación, de profunda tristeza.

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Una jovencita de unos diez años correteaba sobre la orilla del mar persiguiendo a un pequeño perro negro.

Diez años de tu partida, diez años de recuerdos, de oler tu fragancia cada mañana cuando me despierto. Diez años de ver tu sonrisa cada vez que miro a nuestra hija. Diez años en los que no he podido ni querido olvidarte, porque todo lo que viví junto a ti, no lo podría vivir ni en un millón de años.

Y créeme cariño, que te he intentado hacer caso y cumplir tu último deseo. He intentado no ser capullo, he quedado con chicas, he intentado conocer a otras mujeres, pero ya tengo todas las mujeres que necesito. Tengo a Pili y tengo los recuerdos más bonitos que nadie pueda desear. Perdóname, de verdad, por no haber cumplido tu último deseo.

FIN

Lo malo de borrar relatos es que se pierden los comentarios, puesto que estos considero que son míos me los guardo para enseñárselos a mi nieto dentro de…