Biel & Marcos (9) Mojados
Abandonó su mano en mi cuello mientras nos comíamos la morros, para desabrocharme el pantalón y forzarme a bajarme los bóxers. Yo hice lo mismo con su bañador, desatando el blanco cordón y agarrándolo por las nalgueras para retirarle el trozo de tela
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La soledad no supone, por ella misma, una amenaza al equilibrio de nuestras fuerzas y nuestros sentimientos. Proyectada, sin embargo, hacia la idea de nuestro paso fugaz y efímero por este mundo, hacia la finitud de nuestra existencia, hacia el miedo al olvido… es tan letal como la propia muerte. Nuestras vidas suelen caracterizarse por muchos y muy variados matices pero, sobre todo, por ser capaces de vivirla con el resto del mundo. Por eso amamos. Porque nuestra existencia tiene un sentido cuando las alegrías, las tristezas, los logros, las decepciones y los sueños se comparten. Y aun así, no deja de embargarte una desazón ante la volatilidad y lo perecedero de nuestra existencia que, para un homosexual como yo, siempre se vio acentuada por el miedo a la no descendencia, la renuncia a la perpetuación de tu semilla, tu ser y tu condición única e indescifrable. Creo que un hetero jamás será capaz de entender cuán profunda y solitaria es la idea de la auténtica fertilidad como una persona marcada de nacimiento por una única y extraordinaria manera de ser.
Porque, al final, nunca sabes cuándo puedes saltar y debes saltar el abismo de la incomprensión y embarcarte en la lucha total por un binomio cuasi perfecto: la perpetuación de la felicidad.
–¡¡Salta!! ¡¡Ahora!!
Jornada de revisión médica y de rendimiento físico en las instalaciones deportivas del Galaxy. Ante la piscina de 50 metros, subido en lo alto del trampolín, un Marcos Forné en la plenitud de su cuerpo y su juventud.
–¡¡SALTA!!
La voz de Bernat, el preparador físico que acompañaba al doctor Santos, jefe médico del club, sonó firme y amenazante. Marcos obedeció y, enfundado solamente en su bañador slip azul marino, alzó sus brazos, irguió su cuerpo semidesnudo, tensó sus músculos y sus anchas espaldas y se lanzó al agua.
Para los jugadores del Olympic Galaxy, el agua, la natación, era la disciplina auxiliar que ponía a trabajar todo su cuerpo poniendo a prueba su resistencia física ante el esfuerzo de algo agotador. Como los largos partidos de 90 minutos sobre el césped, en el campo. La élite del fútbol europeo no sólo tenía que ser amante experta del balón. También máquinas de soportar esfuerzo. Ahora tocaba “correr” en el agua.
El doctor Santos iba anotando en su portafolios todo cuánto le cantaba Bernat, el preparador.
–Tome nota, doctor: Marcos Forné, número 10 del dorsal de su camiseta, 32 años, 174 centímetros de estatura, 70 kilos, ambidiestro.
–¿Velocidad? –preguntó el médico sin apartar la vista del portafolio, apuntándolo todo.
–Velocidad punta en cursa… 74 de 100.
–¿Fuerza explosiva?
–88 de 100.
–¡GUAU! –silbó el doctor– está en el techo de su desarrollo, ciertamente.
–Jamás ha corrido tanto como ahora –respondía Bernat mientras Marcos acababa su segunda vuelta a la piscina.
–¿A cuánto corrió la cinta de resistencia en sus anteriores estadísticas?
–Mmmm… Aquí tengo el informe del último chequeo en el Manchester United en julio anterior. ¡Sí! 83 de 100 en sprint constante de 7 minutos. 74 de 100 en 13 minutos.
–Ya es lo normal. ¿Pulsaciones por minuto en el segundo ejercicio?
–204.
–¡Uf! Menuda fiera. Sí, en la cima…
–No hemos tenido muchos ejemplares como éste –sonrió el preparador–. Desde luego no es sólo una fiera deportivamente hablando. No me extraña que las agencias publicitarias se lo rifen. Tiene la altura mínima para agradar, sin ser nada alto, más bien lo contrario.
–Es más bien bajo para todo lo que llega a hacer en el campo.
–Exacto. Ahí su rapidez, también. En fin, una altura generosa pero no puntera en el equipo: pero todo él es fuerza, robustez y compacta complexión. Brazos bien musculados, sin exagerar, en su justa medida, llevando a la máxima excelencia las proporciones humanas bien trabajadas dentro y fuera del gimnasio. Sobre todo fuera. Y ese cabello castaño grisáceo de tonos claros junto a sus ojos, de un verde intenso… ¡doctor, no tenemos al atleta griego, tenemos al modelo-futbolista perfecto!
–Jajajaja… No lo digas muy alto, que si te oye te echará una buena bronca. A éste me lo conozco bien hace años y no soporta que lo deifiquen. En fin… Bernat, ¡buen trabajo! Mándamelo a la cinta de correr cuando acabe esa última brazada a la piscina.
–¡Hecho, doctor!
Marcos Forné estaba, en efecto, en la cumbre de su carrera deportiva. 230 goles en trayectoria de clubes, más de 40 como dorsal internacional con su selección nacional, galardones y reconocimientos máximos y… sin embargo. Sin embargo… una espesa nube gris se cernía sobre su futuro personal. Solo y abandonado. Con su lecho vacío cada amanecer. Con las tardes conversando consigo mismo sin otra compañía que su soledad. Una situación de crudeza que él trataba de disimular lo más que podía, si bien la prensa rosa no lo había dejado en paz desde la suspensión de la boda y la posterior filtración de la ruptura. Forné se había convertido, desde el anuncio de su noviazgo con Hernán Alonso, no sólo en el futbolista más laureado de su generación, sino en todo un símbolo por la lucha a favor de la igualdad de las personas homosexuales. Anunciar su condición cuando ya no era un simple muchacho dando patadas a un balón sino un hombre hecho y derecho convertido en toda una institución del fútbol europeo… aquello le había servido de poderosa coraza a favor de su lucha. Y, gracias a él, muchas puertas se habían abierto dentro del fútbol y del deporte de élite. “Me hacen gracia estas celebridades de la música, el cine o el deporte”, escribió una sarcástica columnista en un conocido periódico nacional, “salen del armario cuando ya nada puede hacer tambalear su carrera. Me pregunto si es valentía o atrevido control de los tiempos”. Una reflexión equivocada para Forné. Él expresó quién era y cómo era… cuando más feliz creía que podía ser. Cuando su familia ya llevaba tiempo digiriendo su condición. Y, sin embargo, ahora… La soledad.
Última jornada de Liga. Primeros de junio. Viviendo un partido del Olympic Galaxy… desde la soledad del salón de Mercedes de Granados.
–¡¡MIERDA, Darío!! ¡¡Mueve el culo, vengaaaaa!!
Entré en el salón y me encontré un relajado pero alterado Lluc tumbado en el sofá, con su Ipad entre sus manos, siguiendo el último partido de Liga Nacional. Gritaba a la pantalla y se sacudía en el sofá. Sonreí para mí mismo al verlo tan dulcemente gracioso. Me dirigí a él, casi tropezando con su silla, que había dejado a un lado del sofá.
–¡Biel! ¿De dónde vienes? –me inquirió sin apartar la vista del partido.
–De ver a Marina.
–¿Cómo está?
–Relajada. Creo que por fin ha hecho algunas amistades dentro del Penal.
–Ya era hora. Esas compañeras suyas de patio parecían unas víboras, según lo que me contó el otro día.
–Son gente malviviendo en una prisión, Lluc. ¿Me haces un hueco? –le pregunté señalando al sofá.
Con lentitud se movió a un lado y me pude reclinar yo también en el sofá, enganchado a su brazo y a su Ipad.
–¿Cómo van?
–¡TERRIBLEMENTE MAL! 2 a 1. Aunque empatemos no llegaremos a los 3 puntos necesarios para proclamarnos campeones de Liga. ¡¡¡VAMOS SAVALL!!!
Me callé, sonriendo.
–¡MIERDA! Ese niñato no da ni una hoy. ¡MENOS FIESTAS Y MÁS FÚTBOL, PAQUETAZO!
–¡¡Pero deja de gritarle a la pantalla!! –grité, divertido.
–Es que me hierve la sangre. Perdimos el pase a la final de Champions. Y ahora estamos a punto de perder la Liga. ¡Joder! ¡Menudo año!
–Siento que el Galaxy haya tenido una mala temporada… –susurré despreocupado; tenía otras preocupaciones mayores en la cabeza.
–Es un milagro haber salvado los muebles de la manera en la que lo hemos hecho, chaval. ¿O tengo que recordarte…?
–¡No más!
Puse mis dedos sobre sus labios, haciéndole callar al segundo. Iba a echarme otra vez la bronca por ser el “culpable” de la salida inmediata de Héctor Dalahari a finales de marzo. El tipo se largó incumpliendo el contrato, dejando de jugar de un día para otro, dejando a la afición y a los medios de comunicación escandalizados en una polémica que duró semanas. Garbella simuló abrir un expediente y una denuncia por incumplimiento contractual, pero le supliqué que lo dejara correr.
–No vas a hacerme callar, Biel. Perdimos a un delantero clave para esta temporada. El complemento perfecto para un centrocampista como Ortega y un delantero como Forné.
Aparté la mirada de la pantalla, mirando al infinito, relajado.
–Sí, sí… mira para otro lado, ¡tus desamores van a costarnos un riñón y parte del otro!
–Héctor era un espíritu libre. No hay contrato ni afición que pueda retenerlo. Ya tendrías que saberlo cuando lo fichasteis.
–No quiero discutir –sentenció Lluc, con su flequillo rubio alborotado y sus ojos azules chispeantes–. Además… –pasó su dedo por la pantalla, dirigiéndose a la tecla de apagado–, ya estoy cansado de todo…
Y el tío apagó el Ipad y lo tiró a un lado del sofá.
–¿¡Qué haces!? ¿No vas a ver en qué acaba el match?
Lluc se cruzó de brazos:
–No.
–¡Cómo tienes que estar para dejar de verlo!
–Hasta los huevos, estoy. Y perdona mi vulgaridad que siempre te desagrada.
–Hace años que te acepto tal y como eres, querido hermano.
–Estoy harto de todo, Biel. Encima el club… ha sido una maldita piedra en todo este proceso de Marina.
–No lo dirás por lo bien que se portaron todos… Berny firmó…
–¡¡¡NO ME HABLES DE BERNY!!! –me interrumpió sacudiendo el nombre del primer entrenador del Galaxy– Aquello fue en error.
–¿Por qué? ¡Fue un acto de afecto!
Nos referíamos a la rueda de prensa que, pocos días después del confinamiento de Marina, Berny Scheimmest hizo rodeado de su equipo técnico, declarándose como entrenador “amigo de la familia” y “creyendo radicalmente” en la inocencia de Marina. Aquello fue un gol en propia puerta porque, aunque lo hicieron con la mejor de las intenciones, apelaba a algo que no era nada cierto. Y a nosotros como familia bastante difícil nos estaba siendo manejar la tormenta que había caído contra nosotros. Se dijeron mil y una barbaridades. Y se airearon en la prensa cuestiones privadas que amenazaban nuestra intimidad. Vivíamos refugiados en nuestras vidas, en la casa de doña Mercedes de Granados…
–Tengo que decirte algo, Biel…
Me recliné sobre mi brazo, acariciando el fuerte brazo de Lluc.
–Dímelo.
–Esto de Marina, ya lleva más de dos meses la pobre, ahí… Y la reacción de tanta gente… Me ha hecho pensar. Esto y… en fin, mi próxima paternidad.
Aún no me hacía a la idea que Lluc iba a ser papá. Aunque sabía que iba a ser un padre fenomenal. ¡Y yo un tío dedicado a malcriar a su sobrino a base de libros y excursiones! Porque el deseo secreto de Lluc seguro que era que fuera futbolista…
–¿De qué estás hablando, Lluc?
–Creo… –guardó un silencio dificultoso– creo… que… ha llegado el momento de dejarlo…
–No te sigo –le apreté su brazo desnudo, con su jersey fino remangado bajo el codo.
–Sí, sí que me entiendes… Dejarlo todo.
–¿Cómo…?
–¡Venga, no me digas que nunca lo has pensado!
–En… ¿dejarlo todo?
–Sabes tan bien como yo la lacra, el horrible peso que ha sido para nosotros todo lo que nos dejó el bueno de papá.
–Lluc…
–Quiero dejarlo todo… ¡BIEL! Vendamos el Galaxy. Vendamos las empresas. Dejémoslo todo. Volvamos a Santseny, al pueblo natal de la familia. Dediquémonos a otras cosas.
–¡Lluc! –le regañé.
–¿¡Qué!? Tú como profesor, ese ha sido tu buen camino. Haces un gran bien. A tus clases pero también a tus paseos, tus árboles y tus animales silvestres. Recuerdo… ¡sí! Recuerdo ese bien de antaño, hermano, de adolescente… Yo me metía tanto, contigo… Estaba todo el día haciéndote la vida imposible. Y en el fondo siempre fuiste un modelo a seguir… ¡mi tonto hermano pequeño!
Me hizo reír.
–Quiero que mi hijo crezca fuera de la falsedad de este mundo de fama y fiestas. No quiero estar en el punto de mira. ¡NO quiero que ni él ni Laura estén en el punto de mira! Quiero dejarlo… Hemos de dejarlo…
Se me hizo un nudo en la garganta.
–¿Y Marina…? –pregunté, triste.
–Nuestro objetivo ahora es sacarla de allí a como dé lugar y marcharnos para siempre de esta ciudad.
–Muy radical me parece.
–La vida se compone de decisiones drásticas que has de tomar para seguir respirando.
Me sorprendió el bruto y profundo realismo de Lluc. A sus 33 años era un hombre… sí, completamente maduro.
–Yo… en fin, Lluc… nos sé qué pensar. Yo también me estoy redescubriendo a mí mismo en estos meses. Pero… ¿qué hubiera querido papá?
Lluc pensó la respuesta, me tomó la mano, apretó mis dedos y me miró a los ojos. Me sacudió por dentro la profundidad de esa mirada de ojos azules.
–Él hubiera querido esto. Todo lo que él construyó ha sido también parte de lo que nos ha puesto aquí.
–Yo, a veces… pienso en cómo el entorno nos condicionó, sí. ¿Habría conocido a Karl si no fuera por esta vida errante de un país a otro?
–¿Te arrepientes?
–¿De qué?
–¿De haberlo conocido?
–¡Desde luego que sí! Fue mi primer… en fin. El hombre que me robó mi primer beso. El tío que me quitó mi virginidad…
–A veces pienso… pienso… que Marina no debió…
–¡Lluc!
–Él se autoimpuso la carga de salvar a la familia. Ella se manchó las manos de sangre por nosotros. ¡No debió! ¡No…!
–A veces tengo pesadillas, Lluc… Se me ha hecho, terrorífico, que… el mismo tío que me cogió por primera vez… fuera el mismo que arruinó nuestras vidas.
Silencio. Era una realidad cruda.
–¿Tú… tú piensas en él, Lluc?
–¡Valiente pregunta, Biel! Olvidas que me dejé coger también por él una vez. Que fui sumiso a sus deseos, que me dejé lamer todo el cuerpo, que yací junto a él, en sus caricias… ¡ARRRG! ¡Me doy asco!
–Espero que no sea por el hecho homosexual en sí sino por haberte acostado con ese traidor asesino –le inquirí en mi papel más firmemente defensor de los derechos propios.
–¡Venga, Biel! Ya sabes que hace años que dejé atrás mi estúpida homofobia… ¡Eres mi hermano! ¡Te quiero! Hablaba de lo que hice para vengarlo todo… Esta familia… ¡esta familia se ha equivocado tanto! Yo me equivoqué. Marina se equivocó. Biel… ¡BIEL! ¿Qué te dice el corazón? ¿Qué deberías hacer? ¿Qué tendríamos que hacer?
Seguía agarrado a la mano de Lluc, reposada sobre su pecho. El corazón le latía con fuerza.
–Yo… ¿que qué haría? Pues… No lo sé, Lluc… No soy en absoluto un ejemplo para nada, como tú crees. Estoy más solo que la una. Tú tienes a Laura. ¡Vas a ser padre! Cris tiene su trabajo, que la hace feliz… Yo… y yo…
–Tú sigues siendo Biel… –completó Lluc–, y por ello, voy a seguir el ejemplo que realmente eres pero no sabes. Y voy a dejarlo todo. Por ti, por Marina, por Cris, por mi mujer e hijo. Incluso por la abuela, que no se entera en qué mundo vivimos…
Volvió a hacerme reír. Instintivamente, me salió de dentro abrazarlo con ternura.
–¡Te quiero, Lluc!
Parecía mentira cuánto habíamos luchado el uno contra el otro. Cuánto nos habíamos peleado. Cuántos reproches habían salido de nuestra boca. Habíamos sido como enemigos y ahora… ahí estábamos tumbados en el sofá, fundidos en un abrazo fraternal indestructible, decidiendo qué era lo mejor para nuestra familia. Mi abuela solía decir, desde la muerte de papá, que Lluc era el hombre de la casa, como apelando a su liderazgo. Yo lo aceptaba. Pero sabía bien que, en el fondo, yo era como era ya también por Lluc. Y Lluc era como era también por mí. Nosotros, los hombres de la casa, el hetero machito que había socavado mi identidad siendo yo adolescente y el homosexual pensativo que había saltado todos los muros habidos y por haber… ahora unidos, para salvar a los Granados.
–¡Buena brazada! –exclamé nada más verlo nadar de un lado a otro de la larga piscina cubierta.
Marcos completó la ronda y sacó su cabeza del agua, sonriéndome con su perfecta sonrisa blanca. Estaba guapísimo incluso con las gafas acuáticas puestas y el gorro de látex en la cabeza, cubriendo su cabello castaño claro grisáceo, que nada más quitárselo dejó a relucir, húmedo. Cómo deseaba acariciar su cabello… Salió de la piscina marcando esos brazos, esos bíceps y esas piernas, esos muslos que… lo confieso, me habían vuelto loco desde el primer día, años atrás, en que vi su desnudez en las duchas del gimnasio [LO RECUERDAN? Capítulo inaugural de la saga: http://www.todorelatos.com/relato/84027/ ].
La imagen de su paquete chorreando por el bañador-slip que lo aprisionaba… Mmm… ¡aquello presidía mis mejores sueños!
Fui a buscarlo al borde de la piscina, mientras él se secaba con una pequeña toalla blanca.
–Menuda sorpresa, Biel. ¿Qué haces aquí? –me sonrió.
–Me aburría… Ya he acabado el semestre en la facultad, he corregido todos los exámenes… y quería dar una vuelta por el club –dije algo sonrojado, metiéndome las manos en mis bolsillos traseros del vaquero.
Volvió a sonreírme. Se sacó las gafas de piscina y casi se quedó prendado, mirándome con sus ojazos verdes.
–Se te ve en muy buena forma.
La verdad es que no sabía qué decirle.
–Siento que estoy en mi plenitud física, sí. Dicen que se consigue por estas edades, 31, 32… ¡Estoy mejor que nunca, jaja! O al menos… se intenta.
–Estás genial –le solté tontamente, como un adolescente carpetero. Apreté los labios de vergüenza.
–¿En serio lo dices? –me preguntó, indefenso.
–Claro. ¡Estás genial, insisto!
Inconscientemente se mordió el labio inferior mientras me miraba. Disimuló el gesto de relajación al instante desviando sus ojos de los míos.
–Vaya… ¡me abrumas!
–No deberías… podrías tener al chico que quisieras, Marcos…
–¿De veras? –volvió a preguntarme con sus ojitos débiles, pues ahora parecía que le flaqueaban las piernas.
–De veras…
Nos quedamos pasmados, mirándonos el uno al otro sin pestañear… no sé por cuánto tiempo. Su paquetazo seguía chorreando, húmedo, con ese bañador-slip azul marino que tan bien le reseguía no sólo las líneas delanteras sino también su firme culazo.
–El único chico al que deseo… –dijo tímidamente– lo tengo frente a mí.
Se me revolucionó el corazón. Sentía un calor y a la vez un frío terrible, sobreviniéndome en todo mi cuerpo. Marcos tragó saliva. Parecía nervioso.
Le tendí mi mano izquierda:
–Sígueme, Marcos.
Me la tomó con su derecha. Me lo llevé a los baños que había junto a la piscina. No había nadie más por allí a aquellas horas de la tarde. La temporada había decaído definitivamente tras el final de Liga…
Cogidos de la mano, entramos en un compartimento de los baños. Ni un alma a la legua. Cerré la puerta con pestillo, a cal y canto.
–¡Biel! ¿Estás seguro de…?
–Llevo siete años esperando este momento.
Nos miramos mutuamente, como dos adolescentes frente a su primera vez. Parecíamos absolutos inexpertos.
Empecé a desabotonarme mi camisa de cuadros negros y rojos. Con mis dedos, en solitario. Marcos, sólo en bañador, me miraba nervioso. Palpitante. Dejé mi torso desnudo. Hubo un impase en que no sabíamos qué hacer el uno con el cuerpo del otro hasta que… Marcos se me echó encima sin preaviso. Me agarró del cuello y por la espalda y empezó a besarme como si se le fuera toda la vida en ese beso. Yo me enganché a su pecho y espalda desnuda, pellizcando con mis dedos su dura, fuerte y suave piel, palpando su cuerpo caliente y el latido venoso de su equilibrada musculatura. Juntó su paquete al mío. Los dos íbamos bien calientes…
–¡Joder, me iba a morir si no hacía esto! –me soltó en un segundo de respiro que me concedió a la comida de boca.
Me eché sobre sus morros otra vez. Mi deseo también me consumía.
Marcos me agarraba del cuello y del mentón. Era la caricia bruta perfecta. Yo subía con mis dedos a su cabello húmedo, y le estiraba de él deseoso de que todo él fuera mío… y sólo mío.
Él, con su otra mano, resiguió con sus dedos el nervio de mi espalda y se metió entre mis pantalones, pellizcando mis nalgas.
–Arrrrrg, Biel, me quemas por dentro… por fuera… Ahhh, sí, ¡voy a cogerte!
Yo sólo podía jadear mientras retozaba mi paquete contra el suyo.
Abandonó su mano en mi cuello mientras nos comíamos la boca, para desabrocharme el pantalón y forzarme a bajarme los bóxers. Yo hice lo mismo con su bañador, desatando el blanco cordón y agarrándolo por las nalgueras para retirarle el trozo de tela.
Nuestras vergas salieron disparadas la una contra la otra a la vez. Como dos sables chocando con sus filos… ardientes. Marcos me agarró la pija y la juntó con la suya, masturbándolas a la vez mientras me dejaba sin aliento absorbiéndome la lengua y comiéndome todos los morros, con súbitas mordidas del labio.
–Buuuuuuuf –gruñó y gimió– ¡Me matas!
–¡Calla y bésame!
–Te amo… aaaaaaahhhhh…
Separamos los labios y, violentamente, me dio la vuelta contra la pared del minúsculo habitáculo del baño.
–Voy a cogerte, Biel…
Se solapó a mi espalda, agarrándome y arañándome por los hombros, mientras volvía a comerme la boca desde atrás.
Su verga, bien erecta, totalmente erguida en sus veintidós centímetros de virilidad, trampeaba la raja de mi orto.
–Van a pillarnos –jadeé, al sentir un ruido extraño fuera, en el pasillo.
–Me da igual… –me respondió mientras escupía en sus dedos y los dirigía a mi ojete para lubricarlo.
–Marcos…
–Ahora mismo sólo estamos tú y yo, Biel… Y si el mundo se acaba ahora, que me pille cogiéndote –soltó con la voz ronca y la respiración entrecortada.
Los jadeos debían sentirse a la legua, tan calientes como íbamos los dos. Yo ya sudaba de tanto frote, lengüetazo y pinchazo de su pija…
–Voy a cogerte… No puedo más, Biel… –y le mordía el cuello, y yo me inclinaba hacia él y le agarraba por su espalda.
¡Quería más!
–Voy a follarte, Biel… ¡Joder, cuánto te deseo! ¡Aaaahhhh!
Recolocaba su polla hacia mi entrada. Mi orto cedía generoso.
–Cógeme, ¡cógeme ya! ¡Hazme el amor, bufffff!
Del golpe del estímulo, sentía casi como yo, por delante, prácticamente me corría en mi verga sin poder evitarlo…
–¡Ah! ¡Allá voy! –me agarraba por la cintura, me mordía el cuello y la oreja, forzaba hacia adentro– ¡Ahhhh! ¡Serás mío, mío, mío por siempre!
Aaaaaaahhhhhh, qué gozo y qué…
BRRRRRRRUUUUUUUUUUUUB
–¡¡¡BIEL!!! ¡¡¡Despierta… ya!!!
Mi hermana Cris me daba golpecitos en el brazo, recubierto por la sábana.
¡NO! ¡NO! ¡Y NO! Todo había sido un maldito y pueril sueño.
–¿Biel? ¡Que Marina nos espera a las 10 en el locutorio del penal! ¡Venga, dúchate y vístete!
En aquel momento Cris se me reveló horriblemente odiosa. ¡Me había sacado de mi mejor sueño en años! ¡Porque llevaba AÑOS sin soñar con Marcos! Aunque fuera en una situación totalmente inconfesable y vergonzosa para cualquier chico de buena reputación.
–Oh, vaya, hermanito… ¿te he despertado de… algo… dulce? –sonrió, picarona.
–Mmmm… –me quité las legañas– Salvaje sería la palabra más adecuada.
Salté de la cama. ¡Uf! Estaba mojado de ahí abajo.
–¡Uuhhhh! –exclamó Cristina– Vaya, vaya… Alguien ha tenido fiesta con alguien… Jajaja…
–¡¡Calla!! ¡¡No mires!! –grité sonrojado mientras me metía avergonzado en el baño.
–¡Te espero en el hall! ¡Y no tardes!
El joven enfermero retiró los últimos sensores de la espalda y el pecho desnudos de Forné, que se mantenía firmemente sentado en la camilla sólo con sus pantalones cortos de tela negra sintética. Último control. El chico se recreó algo sobándole con los dedos la piel, especialmente con los sensores bajo los pezones. Marcos vio de refilón como el enfermero veinteañero le dirigía una mirada de repaso brutal y un guiño con el ojo. El enfermero buscaba “tema”… en un Marcos que sexualmente estaba viviendo en el desierto y la sequía desde la marcha de Hernán a Bilbao.
–¡Bien! –entró por fin el doctor desde el laboratorio contiguo– ¡Aquí tenemos los resultados definitivos!
El doctor Santos se recolocó el pliegue de su bata blanca y se dirigió al escritorio del fondo de la consulta.
–Puedes levantarte y vestirte, Forné.
Marcos obedeció. El enfermero le extendió la camiseta blanca de manga corta y se cubrió. El chaval lanzó una lasciva mirada de repaso al dios del Olimpo que hacía nada había tenido frente a él en paños menores. Toda una delicia para los sentidos y para la recreación de la vista. Marcos tenía algo de frío, en medio de la palidez y atmosfera metálica y clínica de las instalaciones médicas del club. Se ató las zapatillas y se acercó a la silla contigua al escritorio del doctor.
–Albert, puedes salir, gracias –ordenó severamente el doctor a su enfermero mientras se colocaba sus gafas de pasta sobre la nariz.
–¡Adiós, Marcos! –susurró el chico, con una voz fuertemente amanerada.
Marcos saludó al enfermero con la vista, tembloroso del frío y de lo extraño de todo aquello.
El doctor abrió su carpeta:
–Bien, Marcos… Ya llevamos cinco largos días de pruebas, radiografías, cardiografías, placas, electros…
–Dígamelo a mí. En toda mi carrera me habían hecho pasar un control médico tan exhaustivo. ¿Se debe a mi edad, ya? ¡Hay que extremar la precaución con jugadores treintañeros, ja!
–Ciertamente que 32 años en el mundo del futbol ya no son 22. Pero no, no es eso…
–¿Y pues…?
–Recuerdo tenerte aquí cada año en todas las temporadas que has jugado para el Galaxy, desde aquellos divinos tiempos de tu adolescencia… Cuando eras más joven siempre decías que era tu deseo retirarte a los 37.
–Como Pelé –respondió el risueño Apolo con dulzura.
–Y yo no tendría inconveniente alguno, Forné, porque tu rendimiento físico es inmejorable. Y tus premios y reconocimientos lo avalan por completo. Eres el más rápido en el campo. Físicamente insuperable. Y técnicamente, que es lo que te da esa innata capacidad de golear.
Marcos asintió con la cabeza. No comprendía muy bien hacia dónde le estaba llevando el doctor Santos.
–¿Y bien…? ¿Qué ocurre, doctor?
El doctor guardaba silencio porque estaba francamente impresionado por los resultados que custodiaba entre sus manos.
–Forné… ehem… Marcos, hijo…
–Doctor, ¡me está asustando!
–Creo que ningún médico deportivo desearía estar ahora en mi posición. No es fácil decir lo que voy a decir a alguien como Marcos Forné.
–¡Demonios! ¿Marcos Forné? ¡Presente! ¡Aquí estoy! ¡Olvídese de toda la absurda leyenda que me rodea y dígame a la cara qué ocurre!
El médico tenía un nudo en la garganta, sacudió su cabeza, reaccionó reincorporándose a la silla, y habló sinceramente:
–Tienes una ralentización cardíaca prematura, Marcos.
Un martillo golpeó todos los sentidos de Forné.
–Tu corazón…
El futbolista bajó la cabeza, manteniendo sus ojos abiertos como platos, impactado e inmóvil.
–…lleva millones de latidos de más…
No había lugar para el llanto. Sino para la completa entrada en un limbo de estupefacción e incredulidad.
–De hecho… –al médico se le quebró la voz–, es un milagro que no hayas tenido ningún infarto en el terreno de juego aún. No me lo explico… y… tampoco que no hayamos detectado nada hasta ahora, excepto porque tú nos advertiste de esos pinchazos recurrentes en tu brazo y en el pecho…
Marcos cruzó sus manos, mirando al suelo, incapaz de centrar su atención en el doctor. Pero… sin dejar de escuchar esa cruda revelación.
–Tienes que colgar las botas. Ya. Ahora. Ni un minuto más, Forné…
El tono del doctor, asustado, fue imperativo.
–No puedo.
–No puedes permitirte el lujo de forzar más tu corazón, Marcos.
–¡No puedo!
–Es tu vida, ¡vamos!
–¡¡Mi vida!! ¡¡Usted lo ha dicho bien!! ¡Es mía!
–¡¡Marcos!! Todo lo que te haya podido aportar el fútbol en los diecisiete años que hace que te dedicas profesionalmente no compensa acabar de exprimir tu cuerpo unos pocos años más. Si no lo dejas, no llegarás a los 40. Te lo puedo asegurar.
El doctor endureció sus facciones, tensionado y enfadado.
–Ahora mismo, doctor… El fútbol es lo único que me sostiene. Lo único que me queda en esta miserable vida.
–No me creo que alguien como tú sólo tenga el fútbol por alimento de la vida. Y aunque así fuera, insisto, ¡no vale la pena!
Marcos se mantuvo tozudo y cabezón, sin mirar al doctor.
–Voy a darte dos semanas para que hables tú directamente con Berny Scheimmest, con el resto del equipo técnico, si quieres y, naturalmente, con presidencia. Pero a partir de ahí, si no les comunicas tu renuncia, hablaré yo directamente con el entrenador.
–No puede hacer eso. ¿Y la confidencialidad…?
–Desde luego que puedo. Soy el primer facultativo del equipo médico del Galaxy y eres mi responsabilidad. Si te pasa algo, ¿a quién crees que pedirá explicaciones la gente? No voy a arriesgar eso… Y mucho menos, como médico que cree en su trabajo, que cree en sus pacientes, voy a permitir que te apagues de esa manera.
El doctor se levantó de la silla, habiendo dictado sentencia.
–No puedo dejar el fútbol, joder, ¡no puedo!
–La decisión la ha tomado tu cuerpo por ti. No tú.
Marcos se levantó, furioso, golpeando la silla, con la vena de la frente bien marcada por la ira:
–¡No voy a dejarlo!
–¡No seas estúpido! Si dejas el deporte de élite, sus esfuerzos y sus sacrificios físicos y personales… podrás llevar una vida normal dentro de la tara que llevas dentro. Afrontaremos el tratamiento adecuado y te garantizo que tendrás una vida lo más larga posible. Tu corazón funciona muy rápido, pero podemos engañarlo, domarlo, controlarlo… Y no te garantizo fiesta y alegría, esto no es fácil. No lo será. Pero vivirás, te aseguro, mucho más de lo que te espera ahora mismo si no abandonas el campo de juego.
Marcos fue a buscar la chaqueta de algodón. No soportaba más el frío de la consulta del doctor Santos. Se abrochó la cremallera e hizo gesto de abandonar la sala.
–Marcos, piénsalo, no hagas locuras… Es hora de dejarlo… Por tu bien… Por tu futuro… ¿A caso no quieres formar una familia? ¿No quieres disfrutar de tus hijos? ¿De tu pareja? ¡Piénsalo! ¡Piensa en tu futuro!
–¿Mi… futuro? –dijo cínicamente, con asco.
–¡Marcos!
–¿Familia? ¿Hijos? –siguió con desdén y algo gamberro– ¿Qué familia e hijos, QUÉ FUTURO, le espera a un puto maricón como yo? Que ahora, encima, ¿ni si quiera puede ir detrás de un balón? No se esfuerce, doctor, no va a convencerme…
–¡¡Forné!!
El grito del doctor fue en vano. Marcos salió de la consulta con un golpe de puerta que hizo temblar las paredes.
Bajó del coche con el cuerpo titiritando de repentinos escalofríos. Su poderosa figura, su chupa de cuello alto, sus ojos verdes seductores, su mirada penetrante y esa suficiencia en la manera de cerrar el vehículo con el mando no bastaban para mitigar, en el calor de su propio cuerpo, el látigo de hielo que le sobrevenía.
Porque, desde que había descubierto su aflicción, Forné palpaba cada miembro y cada parte de su propio cuerpo y se sentía… rabiosamente débil.
Se adentró en las oficinas de la Ciudad Deportiva y fue a buscar a Cesc Garbella.
–¿Está Garbella ahí dentro? –espetó a Lucía, la secretaria, sin detenerse en sus pasos, sólo señalando a la puerta y dispuesto a entrar sin más aviso.
–Está esperando una llamada importante, Marcos –respondió la dulce mujer.
–Lo que voy a decirle también es importante. ¡Entro!
–¡Marcos, no! ¡Ahora no puede…!
Advertencia en vano. Sin llamar, Marcos abrió la puerta y se lanzó al interior del despacho presidencial. Cesc estaba sentado en el escritorio, escribiendo unos papeles. Alzó la vista al intruso y se quedó con la boca entreabierta al ver el ímpetu del futbolista.
–Forné… no te esperaba.
–No, es obvio –respondió con voz grave; parecía enfadado… enfadado con el resto del mundo.
–¿Qué ocurre? –Garbella soltó su estilográfica y se reclinó en el sillón giratorio.
Marcos, visiblemente alterado, empezó a deambular de un lado a otro, sobre la moqueta gris. Sin mirar a Cesc, empezó su discurso:
–Tienes que buscarme salida, Cesc. Tenéis que venderme a otro club. No voy a seguir en el Galaxy. No voy a seguir en Barcino.
–¿Que no vas a seguir en…? ¿¡Perdona!?
La cara del presidente en funciones era un poema. Cesc se llevó la mano a su revoltoso flequillo rubio, rascándose la cabeza.
–Si no lo hacéis vosotros, le diré a mi agente que rescinda unilateralmente la cláusula de permanencia. Y me iré. ¡Cueste lo que cueste!
El tipo seguía deambulando de un lado a otro.
–¡Oye! ¿Sabes lo que nos costaste hace medio año en el mercado de invierno? ¡Pagamos al Manchester la luna entera por tu cesión!
–¡Me da igual! No es cuestión de dinero… ¿cuánto costará la cláusula? ¿10? ¿15? ¡¡Pagaré si es necesario!!
–¡¡FORNÉ!! –gritó Cesc desde el sillón. Marcos se detuvo en seco.
–¿¡Qué!? Tengo que irme. La ciudad se me cae encima. Ahora sólo jugar a fútbol me importa. Me da igual a dónde vaya. Hasta Rusia o Ucrania me servirían, aunque no sean los grandes clubes occidentales. ¡Pero tengo que irme!
Cesc se levantó, absorto, y se acercó al dios caído del Olimpo, al Hércules convertido en mortal.
–Marcos… escúchame…
Marcos no lo miraba, con una fría mirada perdida en la nada.
–Marcos… sé que has pasado un momento duro. Puedo imaginar las dificultades que has atravesado por la marcha de Hernán. Pero ésta no es la solución. No puedes irte sin más.
–¿Qué no puedo irme, dices? –preguntó, cínico, apretando los dientes, rabioso– Óyeme bien, Garbella… En dos semanas quiero estar fuera del club. Y ya te aviso que no voy a entrenar más con el equipo.
–Tienes una obligación, Marcos. Un deber con el Olympic Galaxy.
–La Liga ya ha terminado…
–Me da igual: ahora viene el mundialito de clubes. Berny te necesita. No puedes decepcionar así a la afición.
Por fin, Marcos clavó su mirada llena de ira en los ojos azules de Garbella.
–¿Decepcionar… dices? ¿Decepcionar? ¡Maldita sea!
–Y… –Cesc tragó saliva– …piensa en los que te necesitan aquí. Los… Granados.
Marcos dejó caer la mirada, triste. Se le hizo un nudo en la garganta. Siguió con la voz quebrada:
–¿Y qué puedo hacer yo al respecto? Si casi ni me aguanto a mí mismo. ¡Voy a marcharme! ¡Me voy, Cesc! Nada ni nadie va a impedírmelo. Mucho menos la jerga legalista y contractual del club, ¿me has oído bien?
–Pues lamento decírtelo, Marcos Forné… pero aquí delante NO tienes a tu amigo Lluc para dejártelo pasar todo sino a Francesc Garbella. Perteneces al Olympic Galaxy. Eres del Galaxy. Te quedarás en el Galaxy. Eso pone en tu contrato.
–¿¡Qué!? –Marcos enfureció como un adolescente, frunciendo el ceño, rabioso, y gesticulando con sus brazos y manos abiertas.
Garbella se volvió hacia el ventanal.
–Lo que has oído –le respondió dándole la espalda–. Soy el presidente del club por delegación de los propietarios y bajo mi mando los acuerdos se cumplen y se cumplirán. He dicho.
–¡No puedes impedirme que me vaya!
–No soy yo quien te lo impide. Es tu contrato. No sigamos discutiendo, te lo ruego –Cesc trató de zanjar el asunto, con la mano tendida, pacificada.
Marcos se encaró a Cesc:
–¿¡Pero quién coño te has creído!? ¿¡El salvador del Galaxy!? ¿¡De los Granados!? Por si no te has enterado, ¡nuestras vidas se han ido a pique, tío!
Cesc se mantuvo inflexible. Impasible. Acariciando con su mano la superficie del escritorio.
–En el fondo es por tu bien, Marcos. Créeme.
Poco sabía Cesc en ese momento cuál era el “bien” verdadero para Marcos. Dejar el fútbol al grito de “YA” o morir. Nada sabía al respecto. Marcos trataba de huir del Galaxy para contravenir la advertencia del doctor Santos y ocultarla… hasta la eternidad.
–Tú no tienes ni idea de qué es lo que me conviene. Ese cuento protector tal vez te sirva con Biel, pero NO conmigo…
Marcos estaba completamente desatado, desafiante y bien macho.
–¡Ah, Biel! Luego, ¿estamos hablando de ti y de tu carrera o más bien hablamos de Biel…?
–¡Respóndeme tú, Garbella! ¡¡Dime!! ¿De veras has venido sólo a salvar el club y a Marina o hay algo más detrás de tu repentina vuelta?
Cesc se acercó a Marcos, ofendido y envalentonado:
–¿Qué coño estás insinuando, Marcos?
–¿A caso crees que soy gilipollas o qué? ¿Me ves cara de gilipollas, eh?
Saltaban chispas. Definitivamente, Marcos estaba violentamente desinhibido y… CELOSO.
–Venga, suéltalo si tan claro lo tienes…
–¡¡Sé que estás prendado de Biel!! Sé lo que pasó aquel día en que él me dejó, en Sant Joanet...
–Pareces saberlo todo, Marcos… –respondió Cesc, gruñendo.
–Y ahora estás aquí, esperando el momento perfecto para volver a tirártelo y quedarte con él, ¿me equivoco?
¡PAAAAAAAAM! Cesc clavó un repentino puñetazo en la cara de Marcos, que casi cayó al suelo. Cuando Marcos se reincorporó, se llevó los dedos al labio inferior. Le sangraba.
Cesc se arrepintió al instante de lo que acababa de hacer. Pero la sangre le hervía ante esas frívolas acusaciones del exnovio celoso…
–¿¡Pero tú qué te has creído!? ¿¡Eh!? Claro que ocurrió. Y por ese maldito error he pasado siete años de exilio forzado lejos del país. ¿De qué me acusas? ¿De amar a Biel? ¿No es ese tu mismo pecado, eh? En vez de portarte como una maricona celosa, ¿¡por qué no vas tras Biel, eh!?
¡PAAAAAAAM! Las palabras de Cesc y su primer ataque tuvieron su justa respuesta con un puñetazo del futbolista. Marcos se le tiró encima y lo arrastró por el escritorio. El ruido de los diversos objetos y accesorios cayendo al suelo alarmó a Lucía, que entró de inmediato.
–¡¡¡Chicos!!! –gritó– ¡¡¡PARAD!!! –la secretaria, bajita como un tapón, jamás había visto nada igual en su larga trayectoria de servicio al club. Y lo último que podía esperar era que Marcos y Cesc Garbella se liaran a hostias.
–¡Déjanos, Lucía! ¡Esto es un asunto entre hombres! –gritó Cesc.
La pelea de gallos: Forné, fuerte y compacto con su discreto 1,75 metros de estatura; Garbella, alto y de espaldas anchas con su 1,90. ¡La pelea estaba servida!
La secretaria aguardó sin abandonar el despacho. No iba a tolerar esa niñería. Ni del presidente interino ni del cocapitán del Galaxy.
Marcos se acercó a Cesc, con su labio goteando sangre, y le agarró con las manos por la solapa de la americana, a la altura del cuello:
–A tu pregunta, listillo Garbella, te diré que no voy tras Biel porque lo último que él espera de mí es que lo corteje con la mierda que está cayendo sobre su familia, ¿te enteras? Y porque, además, Biel y yo hemos vivido demasiadas cosas juntos como para embarcarnos otra vez en ese viaje, ¿me has entendido?
Respiraba de manera entrecortada y bruta. Cesc, a un palmo de su rostro, rugía por dentro.
–Pues si es así deja de acusarme injustamente de velar el lecho de Biel como una puta hiena que sueña con cogerlo. De mis sentimientos por él no me avergüenzo, Marcos: son justos y naturales. Pero si una cosa he comprendido en todos estos años es que sólo hay un hombre hecho para complementar a Biel, la única pieza que puede compenetrarse en su fragilidad y en su grandeza, y ése no es otro que el crío de 32 años que tengo ahora en mis narices.
El corazón le latía a mil, casi se mareaba. Marcos relajó la fuerza que con sus manos ejercía sobre el pecho de Cesc, agarrándole por el cuello de la chaqueta. Pestañeó, confuso:
–¿Lo dices… en serio? –dijo, casi llorando.
–No sé qué historia (o no historia) os traéis entre vosotros, Marcos… Pero ese chico sólo bebe los vientos por ti.
Marcos casi no podía respirar:
–Yo… yo… no… ¡no puedo, joder!
Sacó fuerza e ira, soltó a Garbella y le dio la espalda, moviéndose unos metros hacia la mampara de vidrio donde abarcar toda la Ciudad Deportiva del Galaxy.
Lucía, viendo que los dos machitos entraban en fase de ponderada calma, optó por salir del despacho y cerrar la puerta con discreción.
–¿Por qué no vas a poder? ¿Qué te lo impide? ¿Qué os lo impide? Sois dos hombres libres deseando entregarse el uno al otro… A pesar de vuestras circunstancias, a pesar de todo lo que está ocurriendo en esta endiablada ciudad, sois… dos hombres que se aman y se desean.
–No puedo, Cesc… No puedo.
–¿Y crees que lejos de Barcino lo superarás? ¿Tú solo o tirándote al primer niñato que se te acaramele en el afterparty de una celebración en el Este? ¡Venga, Forné! Que ya sois mayorcitos…
Marcos seguía de espaldas a Cesc, conteniendo al mismo tiempo ira y tristeza por igual:
–Tú no sabes lo que me pasa…
Aquello sonó demasiado críptico. Cesc se inquietó:
–¿Qué… te pasa? –preguntó, inocente.
Marcos sacudió la cabeza con los ojos cerrados. No podía contarlo. No iba a permitir que su secreto saliera a la luz.
–¡Nada, me pasa! –se dio la vuelta, sobreactuado, mostrando entereza–. Tienes razón, tal vez huir no sea la solución. Tal vez ha llegado el momento, simplemente, de dejarlo… dejar ir todo esto…
–Yo… –Cesc puso cara de no entender absolutamente nada–, no te sigo… Marcos.
–No importa. Sólo te voy a pedir una cosa, Cesc.
–Te he clavado un puñetazo y tú has hecho lo mismo. Estamos en tablas. Así que… habla por esa boca.
–Dame unas semanas de permiso.
–Unas semanas, ¿para qué?
–Hace tiempo que necesito hacer algo…
–Pero…
–¿Vas a dármelas o no?
–¡Marcos! ¡Eso es cosa de tu entrenador! Aquí en esta oficina somos empresarios. Berny y su equipo técnico son quienes deciden esas cosas ahí abajo –respondió señalando a la Ciudad Deportiva.
–¡Venga, tío! Tú mandas aquí. No quiero hablar de esto con el míster… Y él hará lo que tú le digas. Por favor…
La imagen del guapo de Forné con el labio roto y enrojecido le conmovió.
–Está bien. Lo haré. ¡Lo haré!
–Gracias, Cesc.
Marcos se metió las manos en los bolsillos y se dispuso a salir del despacho.
–¡Eh, Marcos! –le gritó Cesc antes de que saliera.
–¿Sí...?
–Lo que te he dicho de Biel y tú… lo creo completamente. Pero… Biel ya ha sufrido bastante. Hagas lo que hagas en el futuro… él ya no aguantará otro corazón roto más.
–No habrá tal corazón roto, Cesc. No merezco a Biel. No lo merezco. Y no hay que darle más vueltas. Adiós.
Triste y doloroso, aquel comentario fue una astilla dolorosa incluso para Cesc , que se había resignado ya hacía tiempo a la idea que mi cuerpo, mi mente y mi corazón sólo tenían un dueño. Pero Marcos… estaba convencido que ya no era digno de nadie.
Volvía a ser yo mismo. El Biel de mi adolescencia. El Biel al que poco le preocupaba el “qué dirán”. El Biel que se entretenía recogiendo hojas en el jardín, aspirando todo su delicioso y secreto olor enganchándolas a mi nariz y cerrando los ojos. Sintiendo cada nervio de la hoja. Metiéndolas en mi cesta y recolectando todo lo que me pareciera absolutamente asombroso y desconocido. Di la vuelta por la vereda trasera de la casa de mi abuela. Se me hacía extraño sentir, tras el muro de piedra y hormigón, el ruido de los coches en la calle. La casa de Mercedes de Granados se había convertido en nuestro santuario familiar desde el encarcelamiento de Marina. Yo apenas salía de allí dos veces por semana para ir a impartir mis clases en la facultad de Económicas, reunirme con la Dra. Howard y atender las tutorías de algunos alumnos. Fuera de eso, mi vida transcurría como la de un ser confinado entre esos muros que creaban un microuniverso singular. Y era extraño para mí sentir el latido tan fuerte de la ciudad solo con plantar mi mano en el muro y escuchar el pálpito urbano que ahora más que nunca odiaba con la cruzada mediática que había montada ahí fuera contra mi madrastra.
Acabé de recorrer la vereda recogiendo una docena de hojas del gran ciruelo que custodiaba la entrada a la salita que mi abuela tenía en el porche trasero de la casa y me metí dentro para pasar por esa agradable salita encarada hacia el oeste y que durante los meses de primavera era agradabilísima al ser la última estancia que recogía los últimos rayos del sol. Sabía que era el sitio predilecto de mi abuela para recibir visitas. Cuando pasé con mi cesta de mimbre llena de hojas y frutos del jardín no pude evitar hacer el chafardero y acercar la oreja a la puerta entreabierta de la salita. Mi abuela atendía una visita. Sonreí pensando lo activa que seguía siendo esa señorona de 88 años en medio de la sociedad, cuando tantas de su generación o bien habían fallecido ya o bien se mantenían recluidas en sus casas sin ver a nadie ante sus mutuas decadencias físicas. Pero para Mercedes de Granados la vejez era sinónimo de intrigas y chismes.
–Me parece una idea absolutamente disparatada. ¿Es seguro viajar allí?
Mi abuela estaba pontificando con alguien, dando sus consejos y advertencias. Se me escapó la risa.
–No veo porque no va a serlo, doña Mercedes…
Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. Esa voz cálida, esa respuesta, ese tono firme y convincente…
–¡¡Ah, ahí está!! –sentí que gritaba mi abuela desde la salita, reconociendo mi sombra tras la puerta entreabierta– ¡Entra de inmediato! ¡Biel, mira quién ha venido a vernos!
Se me hizo imposible no entrar. Caminé torpemente sobre mis propios pasos, con mi camisa de cuadros de franela, roja y azul, y mis vaqueros marrones, y ese cesto que no sabía dónde meterme…
Marcos se levantó nada más verme. Había permanecido sentado en el butacón frente a la mesilla del café de mi abuela y su señorona butaca negra. Me miró cálido y afable, aunque con algo de preocupación en sus ojos verdes, que percibí algo entelados.
Esa distancia amable que Forné mantenía hacia mí desde hacía meses, desde la detención de Marina así como desde la extraña e inexplicable ruptura con Hernán, me desencajaba y me rompía por dentro… Porque sí, era amable, era atento, era afectuoso y se interesaba por mí y mi estado de ánimo, pero desde una distancia que a veces me parecía glacial e inabarcable. Todo al mismo tiempo que mis sueños húmedos con él –algo de lo que me avergonzaba profundamente– habían vuelto a mi onírico y nocturno subconsciente.
–Qué bueno verte por aquí, Marcos.
Es lo único que se me ocurrió decir, dejando colgar la cesta de mimbre tras mi culo. Marcos miró qué tenía ahí. Decidí dejar de hacer el ridículo y planté la cesta llena de naturaleza muerta del jardín en el reposapiés que quedaba a mi derecha.
–Ah, las hojas de ciruelo… –recitó Mercedes ladeando la cabeza desde el sillón, sentada y apoyando su arrugada mano en su bastón– ¿Sabes que ese árbol fondón me lo regaló tu bisabuela, la madre de tu abuelo, el día en que me quedé viuda? ¡Ah! ¡Qué tiempos…!
–Vaya, no tenía ni idea… –tragué saliva. Me pareció una referencia fúnebre poco simpática, pese a que la abuela la relataba sin atisbo de tristeza, bien pancha.
Marcos seguía de píe, enfrente mío, como un pasmarote.
–Marcos nos deja por unas semanas.
Miré a mi abuela con los ojos abiertos como platos.
–Ha venido a despedirse…
–Ah, no… –balbuceé, no sabía qué decir.
Marcos, nervioso, plantó su mano en su cinturón marrón de cuero que estrechaba sus ajustados tejanos negros.
–Sí… la temporada ya ha acabado y Berny me ha adelantado el permiso vacacional. No ha sido un gran final de curso para el Galaxy…
–¿Y a dónde vas, si puede… saberse? –le respondí con media y tímida sonrisa.
–Esa es la mejor parte –se entrometió la abuela desde el sillón.
Marcos apartó la mirada de mí, nervioso, y carraspeó un poco.
–Voy a ver a mi hermana Isabela y a mi cuñado.
–¿¡Te vas a Qatar!? –no pude evitar exclamar.
Marcos respondió asintiendo con la cabeza, sin mirarme.
–Desde luego es de lo más inesperado –respondió la abuela por Marcos, chismosa–, no me parece un destino nada seguro para él. Ni para nadie. ¡Y en junio! Debe hacer un calor infernal. No se olvide beber el agua necesaria, Forné. Y llévese una escolta de guardaespaldas del club. Hable con Garbella. Hágalo de inmediato. ¡Qué inseguridad!
–Doña Mercedes… Creo que Qatar es bastante seguro si Isabela vive allí ya hace años –respondió Marcos, algo risueño.
Le devolví confidencialmente, de mirada a mirada, la sorna de aquella respuesta. Secretamente, unidos contra mi abuela…
–En fin… No he visto a mis sobrinos desde… errr… la boda o… bueno, el intento de ella –se llevó las manos hacia atrás, cruzándolas en su espalda, nervioso–, y tengo ganas de pasar tiempo con ellos y con mi hermana. ¿Deseas que te traiga algo de Doha, Biel? –preguntó, sabiendo de mi afán coleccionador de teteras orientales.
Me mordí la lengua.
–Ehhhhm… –pregunta insustancial para mí, ¡me había descolocado con lo de largarse así sin más a Qatar a ver a la hermana y los sobrinos!–, pues… no, nada, gracias.
–Biel está recogiendo hojas, flores y frutas silvestres para nuestra pequeña fiesta de Sant Joan, ¿sabe, Marcos? –mi abuela desvió la atención de la noticia que me había sacudido–. Está convencido que de alguna manera conseguiremos tener a Marina de vuelta a casa por la víspera del patrón. Y como creo que en esta familia se han acabado ya para siempre los grandes fastos públicos (o al menos mientras dure nuestra lapidación pública) bastará con una pequeña cena de verano… con nuestros allegados… ¿sabe?
La abuela habló con tono irónico y mordaz, arqueando las cejas mientras recordaba nuestro descrédito público de familia negra. A ella parecía importarle un pepino, en su cómoda situación de gran señora anciana.
–Qué agradable cometido –respondió Marcos con la misma reverencia con que esa mujer pontificaba.
–¿Estarás aquí por San Juan? –le pregunté, impaciente, con ojos de súplica.
Marcos sabía cuánto lo necesitaba en aquel momento…
Apretó sus labios en una mueca, lamentando lo que iba a decirme:
–Me temo que estaré fuera aún. Este… ehm… va a ser un viaje importante.
¿¡Un viaje importante!? Me heló por completo.
–Parece una idea repentina, ¿no? –le respondí, entristecido.
–Confieso que es una decisión repentina, sí –respondió tajante, mirándome atentamente a los ojos–, pero he estado pensando en irme lejos por un tiempo.
Se me encogió el corazón y un nudo en la garganta pareció contener mi respiración. No pude evitar una mueca de incomprensión y sorpresa.
Marcos me dio la espalda, se giró hacia la abuela y le extendió su mano para despedirse:
–Ha sido un placer, doña Mercedes. Confío que esté bien en estos días y ojalá se cumplan los buenos deseos de la familia para con Marina.
La abuela se limitó a estrecharle la mano con frialdad y mirarlo con condescendencia sabia y anciana.
Luego se acercó a mí:
–Me alegro que estés bien, Biel.
Sonreí tristemente por toda respuesta.
Me abrió su mano, y yo se la estreché, notando su calidez y su pulso firme.
Se lio un poco con mis dedos y, antes de dar un golpe de talón en el parqué para abandonar la salita, no pudo evitar poner su mano en mi cuello y acercar mi rostro hacia el suyo para besarme en la frente. El contacto de sus labios con mi piel… ¡Aaaahhh!
–Adiós, Biel. Cuídate mucho.
Y se largó de allí sin más, dejándome triste, abatido, confundido y descorazonado ante la perspectiva de tenerlo lejos, como él había sugerido «largo tiempo».
Mis ojos siguieron su vigoroso cuerpo hacia el pasillo, manteniéndolos firmemente en el horizonte vacío aun cuando ya se había ido sin más.
–Qué inoportuno todo –mi abuela interrumpió mi estado absorto–, parece que definitivamente Marcos Forné vuelve a emprender el vuelo…
Casi no pude escuchar lo que la anciana decía. Era como si todo mi oxígeno… se fuera con él.
–¡Lo tengo! –grité, con un cosquilleo de emoción en el estómago.
–¿Lo has notado?
–¡Desde luego que sí!
–¿Sí? –me sonrió emocionada.
–¡Madre mía! ¡Con semejante patada será futbolista, seguro!
–Para mayor regocijo de su papá…
Mi cuñada Laura me hizo poner mis manos sobre su barriga de embarazada. Ya iba a por los siete meses. Estaba tremendamente esférica, pero a la vez rabiosamente guapa, con su cabello rubio que se lo había dejado más largo que nunca, en esa melena perfecta. Entre el guapísimo de Lluc y la despampanante Laura… ¡Ese crío iba a ser un bellezón!
El teléfono vibró en mis pantalones. Me aparté de mi cuñada, recostada en el sofá del anticuado pero impresionante salón de Mercedes, y atendí a la llamada. En la pantalla sólo me aparecía un número desconocido. Atendí, igualmente.
Laura puso sus manos en su vientre, palpando las pataditas que le daba el bebé.
–¿Diga? –dije mientras le sonreía a Laura.
–No digas que soy yo –me respondió al otro lado un Cesc de voz muy grave.
Tragué saliva. Laura apenas percibió mi confusión.
–¿Perdón?
–¡Haz como si estuvieras hablando con la Dra. Howard!
Dudé unos segundos. Laura me miró desde el sofá, fiscalizando mis gestos…
–Ehhmm… ¡Sí, profesora! ¡No se preocupe! Dejé el informe listo en secretaria. Salvatella pasará mañana a recogerlo…
Me lo estaba inventando todo.
–Ahora sal de la casa de tu abuela –me ordenaba Cesc por el celular– ¡No digas nada!
–Claro, Dra. Howard… No creo que le importe que hayamos cotejado otras variables. Sí…
Dejé a mi cuñada en el salón y salí al atrio de entrada a la casa, con su columnata dórica que meses después de instalarme en casa de la abuela, aún me asustaba por su solemnidad.
Abrí la puerta y salí al jardín mediterráneo de Mercedes. La noche había caído sobre la ciudad.
–Sal por atrás, por la puerta del servicio, al callejón de las basuras. Encontrarás una moto con las llaves puestas. Arranca y sube hasta la Casa Granados.
–¡Cesc! ¿Qué diablos me estás pidiendo! –grité al celular.
–Hazme caso y sigue mis instrucciones. Súbete a la moto. Ponte el caso. Ve a la Casa Granados en las afueras. Te recojo allí en media hora. Adiós.
–Cesc, yo…
PIIIIIB, PIIIIIIB, PIIIIIIB
Me había colgado. La noche ya había caído sobre Barcino, aunque la brisa preestival y su aroma floral en el jardín lo inundaban todo. Era agradable. Pero Cesc me había sumergido en la inquietud.
Obedecí. En el callejón de la salida del servicio, encontré una espectacular moto Honda negra con las llaves puestas. Miré al fondo, al acceso a la Avenida Principal. El bullicio de coches era considerable. No sé si llegaría en media hora a las afueras de la ciudad, a la Casa Granados., con semejante tráfico de día laborable. Pero parecía no tener alternativa. Me enfundé el casco negro, irreconocible, y traté de dar con el camino correcto entre tanta calle, vía, avenida y rotonda gigante. Era jueves y la ciudad enloquecía en su hora punta del repliegue vespertino.
A eso de las 22:30 ya entraba por los bosques que daban al páramo donde se levantaba la casa familiar, ahora más solitaria que un espantapájaros ante nuestra estampida al corazón de Barcino junto a la abuela. No necesité acercarme al acceso a la casa. Un BMW negro me hizo ráfagas de luz en el borde de la carretera. El corazón se me salió del pecho. Me detuve. Era Cesc. Bajó la ventanilla y me habló:
–Corre, deja la moto ahí y sube –me señaló al asiento de copiloto, sin inmutarse bajo su cinturón.
Estaba asustado. Obedecí y me metí corriendo por la otra puerta. Mientras me abrochaba el cinturón del asiento, Cesc arrancó a toda mecha rumbo a las rondas periféricas de Barcino.
–¿Qué diantres está pasando, Cesc Garbella? –dije todo su nombre… ¡porque estaba realmente enfadado!
–Ahora te lo explico. Perdona que te haya sacado de ese modo de casa… Era AHORA o NUNCA.
–¿Te disculpas? ¡Gracias, Dios! ¿¡Pero cómo…? ¡¡UFF!! ¡¡A veces te cachetearía con tus endiablados misterios!! ¡ARG!
–Va, no me regañes. Esto tiene una buena razón. Ahora te cuento.
–Más te vale–respondí desde el asiento de copiloto, sin mirarle, perdiendo mi vista en el oscuro y nocturno paisaje que se revelaba a través de la ventana. Era inquietante la soledad nocturna de aquellos contornos de la gran ciudad.
De vez en cuando solo unas inquietantes luces de coches en dirección contraria (muy esporádicamente) nos deslumbraban en la cara con sus focos. La carretera aquella era bien solitaria.
–¿Estás bien? –me preguntó echándome un vistazo, apartando un momento la vista de la oscura carretera– Pareces algo decaído…
–No estoy decaído –respondí, algo infantil, reclinándome en el reposacabezas del asiento, cansado.
–Creo que esa cara tiene nombre y apellidos.
–No sigas, Cesc…
–¿A caso crees que no se te nota que la marcha de Marcos te ha afectado? ¡Venga, Biel! Que nos conocemos bien…
–No quiero hablar de ello…
Cesc guardó silencio unos segundos, centrando su atención en la carretera. Pero yo notaba que custodiaba un secreto que iba a afectarme todavía más a mi alicaído estado anímico.
–Qué raro que guardes silencio –le bromeé.
–No me tires de la lengua.
–¿Ha pasado algo?
Se concentraba mirando a la carretera. Otra ráfaga nos deslumbró.
–¡¡Cesc!!
–No sé si debo decírtelo, Biel…
–Ahora ya no tienes alternativa. ¡HABLA!
–Es…
–¡CESC, por favor!
–Marcos se va.
–Eso ya lo sé. Está en Qatar con Isabela y con sus sobrinos…
–No. Me refiero a que se va… de… “se va”.
–¿Cómo que se va? –me giré nervioso hacia el varonil conductor.
–¡Pues que se va, Biel! ¿Qué más puedo decirte?
–¿Pero…? ¿Qué? ¿Cómo?
–Cuando vuelva de Qatar va a abandonar el país. Me rogó el otro día que le liberase la cláusula de permanencia en el Galaxy.
Mi rostro mudó al mazazo del golpe imprevisto, quedando yo mudo.
–No sé qué decirle, Biel… Le engañé con tretas contractuales… diciéndole que no puede irse por lo que firmó. Pero basta que aporte su parte de la cláusula, en dinero, y tendrá vía libre.
Ladeé con la cabeza:
–A lo mejor es mejor así, Cesc…
–¿¡Cómo!? –Garbella casi saltó del asiento. Se volvió a agarrar con fuerza al volante.
–Que tal vez sea lo mejor… No puedo ver cómo sufre después de la marcha de Hernán y yo… en fin… yo casi que estoy mejor con esta vida de célibe que llevo últimamente.
Cesc sonrió, compasivo.
No volvimos a hablar más del tema. Centré toda mi atención en la extraña maniobra de Garbella. Se metió en las rondas de circunvalación de la ciudad. Íbamos en dirección a la Zona Franca, una gigantesca área industrial de polígonos manufactureros en la periferia sur de la ciudad.
–¿Vas a decirme a dónde vamos? –pregunté, finalmente.
–Llevo dos meses intentando desembarazarme de la escolta secreta que el inspector Bruguera me ha encasquetado.
–¿¡Qué!?
–Nos están siguiendo desde que detuvieron a Marina. Vosotros tenéis a la secreta en la puerta de la casa de doña Mercedes. Y yo en mi apartamento y en las oficinas del Galaxy. Estamos bajo vigilancia día y noche. No ha sido fácil eludirlos hasta hoy.
–Me tomas el pelo…
–Mañana en la universidad, cuando salgas de la facultad, fíjate en el coche rojo aparcado al final del paseo… y en los dos tipos que hay dentro.
–¿¿¡¡Qué!!?? –aquello me dejó petrificado.
–Bruguera quiere tenerlo todo controlado. Está resuelto a tener a Marina en prisión hasta que se haga el juicio. Y no va a permitir que nosotros busquemos maneras de sacarla. Y en prisión va a dejarla hasta el juicio…
–Eso es imposible. Marina no es ninguna amenaza. No hay peligro de fuga. Que le decreten arresto domiciliario hasta el juicio. ¡Maldita sea!
–La juez de momento hace caso a todo lo que le dice el inspector. Hasta hoy…
Me estaba asustando, y así se lo hice saber:
–Cesc: ¡me estás asustando!
–No te preocupes. Ya los tengo clichados. No nos sigue nadie. Esto que vamos a hacer sería delito si se llega a saber…
–Cesc, por favor…
–Bueno… no te hacen un monumento precisamente por tener pruebas incriminatorias ocultas a la justicia…
–¿Qué? ¿Estás hablando de…?
–Guardé todo aquel material, Biel. ¿O qué te creías? Todo lo que investigué de Karl [CAPÍTULO IX: http://www.todorelatos.com/relato/89107/ ] ¡Todo! De la muerte de tu padre. De Sandra… Todas aquellas pruebas que habrían puesto en peligro a Lluc por su estúpida colaboración con Karl durante aquellos malditos meses de 2004… están a buen reguardo.
–¡OH, Cesc! ¡No…!
–Hemos llegado.
El tipo, dulcemente calculador, paró el auto en un callejón húmedo y gris de un polígono industrial, lleno de una hilera de pequeños garajes con persianas metálicas… Aquello estaba desierto. Hasta la luz metálica de las farolas parecía amenazante.
Bajé del BMW, tembloroso, y seguí en todo momento a Garbella, que se sacó una llave del bolsillo de su americana negra aterciopelada.
Llegamos al fondo del callejón y metió la llave en un dispositivo electrónico, en la pared. La persiana subió mecánicamente. Yo estaba helado de la impresión, con la boca abierta.
–Y aquí está todo. Entra rápido.
Nos metimos en aquel garaje industrial. Cesc accionó el comando para cerrar por dentro la persiana. Encendió los fluorescentes, que parpadeaban tenuemente.
Delante de mí, estantes de cajas de información, papeles, cintas, grabaciones, discos compactos… Pruebas, absolutas e irrefutables, de toda una vida. Ahí estaba toda la vida de Karl documentada. Y todas nuestras vidas. Yo sabía que Cesc había sido siempre el más fiel guardián de mi padre, pero no hasta ese punto tan obsesivo. El tío también guardaba un pequeño arsenal de algunas armas, chips y dispositivos de seguridad. ¡Lo hubiera temido si no supiera el buen corazón que Cesc escondía bajo su pecho!
–Me dejas muerto, tío –fue toda la respuesta que pude dar.
–Llevaba años sin pisar este garaje –dijo, tranquilo–. Y cuando aterricé en el país tras la llamada de Lluc lo primero que hice fue tratar de venir aquí. Pero supe que me seguían. Esto acaba en manos del inspector Bruguera y… nos enchirona a todos por ocultación a la justicia.
–Perdona, enchironarte te enchironarán a ti, que eres el que tienes todo este tinglado montado –dije, simpático e irónico, repasando las estanterías que tenía frente a mí.
–Este tinglado, Biel… va a salvar a Marina.
Me giré hacia Cesc. Sonreí. Me sonrió. En el fondo, era nuestro total ángel de la guarda.
–Vamos a hacer llegar anónimamente a la juez un par de cajas de material. Ya verás.
–¿Material?
–El material… –tragó saliva– que demuestra quién preparó el asesinato de Edmond y de Sandra…
Bajé la mirada al suelo, triste. Jamás cicatrizaría la herida que me recordaba que mi padre me fue arrebatado por un capricho pasional de un hombre, y no por una voluntad ajena a nuestro control.
–Ahora… Ayúdame a copiar estos discos –me soltó Cesc sacándose una disquetera del bolsillo de la americana. ¡Maldito hombre increíble! – Vamos a sacar a Marina de la cárcel. Ella, pese a su error, no merece ese final. Traigámosla de vuelta…
Aquello me hizo venir ganas de llorar, ¡ojalá fuera cierto! ¡Ojalá lo consiguiéramos! ¡Bendito, Cesc! Me acerqué a él, al principio lento y tímidamente, para después lanzarme a abrazarlo, llorando, agradecido, triste, esperanzado…
–Gracias, Cesc. ¡Gracias, gracias, gracias…! –dije aprisionando mi voz contra su pecho, llorando desconsoladamente.
Me acogió en sus brazos y acarició mi cabello con dulzura.
–Ya está, Biel… Tranquilo, todo está bien… Vamos a acabar con esta pesadilla…
La muerte es un frío abrazo que te arrebata todo cuanto tienes. Un abrazo, también, es la puerta de la liberación porque, como dijo el escritor «Que ningún juez declare mi inocencia, porque, en este proceso a largo plazo buscaré solamente la sentencia a cadena perpetua del abrazo... definitivo, contra mi soledad».
CONTINUARÁ…