Biel & Marcos (8) Confesión

Simplemente Biel: la secuela. "Le sonreí, y él me sonrió con su dentadura blanca y perfecta, tan brillantemente marcada en su barba castaña semiespesa, y sus ojos chispeantes y oscuros... Se abalanzó encima de mi torso y fue a buscar mi boca para comérmela."

Para recuperar todos los capítulos de “Simplemente Biel”, pinchad en mi perfil: http://www.todorelatos.com/perfil/1374273/


La vida, como la muerte, es un tránsito en el que la oscuridad de los recuerdos nos persigue a cada vuelta que damos. La muerte de alguien, sin embargo, nos abre aquella brecha del perdón, el olvido y la compasión hacia los que nos hicieron tanto daño... hacia aquellos que hicieron que nuestras vidas jamás volvieran a ser como antes.

–No te muevas, Biel...

Sentí sus poderosas manos sobre mi espalda desnuda. Yo yacía tumbado boca abajo sobre su cama. Me acaban de despertar sus caricias en círculos sobre mi piel. Tenía mi pelo alborotado y mis ojos legañosos, lo miré parpadeando, combatiendo la luz que entraba por la ventana del loft.

–¿Pero qué hora es? –pregunté.

–Las diez de la mañana.

–¡Mierda! –hice fuerza para levantarme con mis brazos, pero él me aprisionó con su espalda posando toda su desnudez sobre mí, solapándose como un sándwich encima mío y cruzando sus brazos por mi torso sobre el colchón.

–Eh, eh, eh... Que es sábado y nadie nos espera, ¿no? –empezó a besarme los hombros, la nuca, la espalda, a pasear su lengua sobre mis sensitivos poros y a excitarme como sólo él sabía.

(Berlín, año 2001...)

–Venga, Karl –le respondí–, ¡llevamos encerrados aquí desde ayer! Va siendo hora de salir...

No me hizo caso. Karl empezó a acomodar su verga semierecta entre las nalgas de mi culo y clavó sus zarpas en mis hombros para acercar sus labios a mi oreja y lamérmela, y mordérmela... y susurrarme al oído, cachondo, como él solamente sabía...

–¿Qué otra cosa mejor podríamos hacer que quedarnos aquí follando sin parar? ¡Arrrrgh, Biel! –gruñó clavando su aliento en mi cuello, y apuntando su verga hacia mi ojete– ¡No me canso de cogerte! ¿Tú sabes que jamás había estado tanto tiempo con un mismo tío? ¡Y sin cansarme de gincar con él!

Ese tono bruto y hipersexual a la hora de tratar las relaciones, por aquel entonces, no me molestaba. Hasta ese momento había creído que Karl Zimmer  era un débil sentimental y dependiente escondido bajo una coraza de macho alfa, dominador y dominante, seguro de sí mismo y del control de sus más fieros y instintos sexuales y, en el fondo, animales. Desde hacerme el amor en el vestidor de una tienda de ropa hasta los baños del instituto, pasando por las interminables noches en su loft hasta las escapadas furtivas a la casa de esquí en la montaña, Karl era un inagotable torrente de esperma y cogidas llenas de indomable fiereza. Él me decía que su única misión era darme amor y calor...

–¡Qué pesado, Karl! –le respondí, burlón– ¡Ya me lo has dicho un millón de veces! Y cada vez te creo menos, ¿sabes? Porque he visto como vas mirando últimamente a algunos yogurines de la clase de 4º...

La polla de Karl se había acomodado perfectamente entre mis dos masas de carne, y se masturbaba en los muros que formaban mis nalgas. Mete y saca, arriba y abajo: sus veinte centímetros de mástil abriendo camino hacia mis entrañas con un juego precoital...

–Mmmm... –gimió Karl, mordiéndose sus labios enrojecidos y humedecidos–, a cada día que pasa tu culito de pasivazo crece y mejora, ¡cabrón!

Y me clavó una nalgada con sus manos. Yo me eché a reír ahogando mi risa en mi almohada.

–Oh, sí, Biel... eres el muerdealmohadas perfecto. Y este culito de 16 años cada vez se zampa mejor este pollón...

Karl estaba recostado sobre mis muslos y empitonado hacia mi culo, mientras reseguía mi columna vertebral con sus dedos, excitándome a cada caricia, a cada susurro repentino en sucesivas venidas a mi oreja...

De repente, sonó mi teléfono celular con una furia que me sobresaltó. Abrí mi brazo izquierdo hacia la mesita al lado de la cama para alcanzarlo. Karl me agarró:

–¡Epa! ¿Qué haces? ¡Hemos dicho que nada nos iba a interrumpir esta sábado!

–Vamos, Karl, a lo mejor es algo importante...

Karl me liberó y tomé el teléfono.

–¿Sí...?

–Buenos días, Biel.

Era la voz firme y dura de mi padre, Edmond de Granados. Su tono se había endurecido profundamente desde comienzos de año, cuando me pilló llegando a casa al final de la madrugada y le confesé no sólo mi relación con Karl sino, desde luego, mi condición homosexual. Ese día, al otro lado del teléfono, parecía firme y duro pero sereno, como controlando la situación...

–¿Puedes estar antes del mediodía en casa, por favor? Hay algo muy serio que he de explicarte...

Aquello sonó preocupante, si bien su voz era tranquila y pacífica. Le respondí con el susurro de un sí lacónico y dejé mi teléfono en la mesita.

Me di la vuelta en la cama, boca arriba, Karl recolocó sus piernas alrededor de mi cintura y sentó su culo encima de mi verga semierecta por la acción de sus masajes, el acomodamiento de su polla y todo su chorro de excitación y sudor ardiente.

–¿Qué ocurre? –me preguntó, sentado encima mío, y poniendo sus manos suavemente a lado y lado de mi abdomen. Me encantaba como me agarraba, en mi cuerpo frágil y entonces dulcemente delgado, con algunos huesos bien marcados en mi estilizada planta de muchachín de 16 años.

–Tengo que irme, Karl... Es mi padre y parece importante.

–Si viene de tu padre, muy bueno no puede ser... –ahora pasaba su mano alrededor de mi ombligo, acariciando mi recta e inexistente barriga, hundida en mi postura. Me encantaba..

–No digas eso. ¡Es un buen hombre! Algo anticuado, tal vez, pero... es mi padre...

Karl apartó su vista de mí. Es increíble lo terriblemente bueno que se presentaba ante mí. Un bruto animal que me daba amor, refugio y... protección...

–Está bien, pero no tardes...

Le sonreí, y él me sonrió con su dentadura blanca y perfecta, tan brillantemente marcada en su barba castaña semiespesa, y sus ojos chispeantes y oscuros... Se abalanzó encima de mi torso y fue a buscar mi boca para comérmela.

Juntamos nuestras lenguas, en un inacabable intercambio de fluidos.

–Vuelve para la hora de comer, pequeñín... –me susurró, cachondo, entre lamida y comida de boca–... tengo algo muy bueno preparado para tí.

Como se agarraba la polla, masturbándose mientras me besaba, dudé si se refería a su lefa o si realmente tenía pensado cocinar para mí aquel sábado...

–Nos vemos más tarde... –le devolví, picarón, antes de abandonar nuestro lecho lleno del sudor de toda la noche cabalgando e ir a recoger mi ropa para salir corriendo para mi casa al encuentro de mi padre.

«Nos vemos más tarde», le había respondido a Karl. Sin embargo, aquel día, mi padre me echaría por encima toda la caballería, toda la auténtica verdad de Karl. Pruebas, indicios y comprobaciones irrefutables de la doble vida de ese muchacho dos años mayor que yo, del último curso del instituto, que me ponía a cien sólo con mirarme a los ojos y morder su labio. Mi padre sabía que por mi corazón entregado sería incapaz de convencerme de dejar a ese tío, así que usó métodos más sofisticados y solapó en el día a día de Karl a una agencia de detectives a la caza de una vida de dudoso orden. Fotos, grabaciones... Aquel día, el auténtico Karl Zimmer, el que me engañaba con docenas de tíos a lo ancho y largo de Berlín, se me reveló ante mis ojos. Fue el final. O el principio de un final... que había culminado con su asesinato repentino, casi diez años después de conocernos.

En algún lugar de Prunella, 26 de marzo de 2011.

–¡Eh! ¡¡Aquí!! –agité mis manos con todas mis fuerzas, buscando detener a ese endiablado autobús que se iba sin mí.

Tras abandonar la casa familiar de los Forné, en efecto, no había encontrado el Jaguar de Héctor. «Biel… cuando vuelvas, ya NO me encontrarás aquí fuera», me había dicho refugiado entre sus brazos. Héctor... ¡él pensaba que aquel reencuentro con Marcos iba a ser definitivo! ¡Qué estúpido por mi parte!

Así que no tuve más remedio que bajar hasta la plaza del pueblo a buscar la parada del autobús. No estaba dispuesto a llamar a nadie, ni a Paco, el chófer, ni a nadie de mi familia. No quería ver a nadie. Marcos iba a casarse con Hernán Alonso. Ya estaba todo hecho y decidido. Y yo había irrumpido tontamente, el día de su boda, en la casa de soltero de Marcos, a profesarle mis sentimientos... en vano. Salí de la granja de los Forné llorando y queriendo huir de este mundo...

–¡¡Deténgase!! –me puse delante del autobús para detenerlo.

Me había puesto la capucha de mi sudadera gris cubriendo mi cabeza, ¡¡estaba harto de que todo el mundo me mirara y me identificara como Biel de Granados, expresidente del Galaxy, actual vice, niño prodigio y bla bla bla!! ¡¡Harto!!

El conductor del bus abrió la puerta corredera:

–Muchacho, ¡esta parada ha sido anulada!

–¿¡Cómo!? –pregunté indignado, con los ojos aún llorosos y mi flequillo claro cubriendo toda mi frente, despeinado e irreconocible.

–Que ha sido anulada... no paro en Prunella, así que no me hagas perder más el tiempo...

Miré desafiante al conductor, un hombre de unos cincuenta años con prominente barriga cervecera y gafas de sol de chofer...

–¡Venga! Si casi no llevas a nadie dentro –miré a cuatro ancianas subidas alternadamente en varios asientos del autobús–, ¿vas a Barcino?

El conductor se echó a reír algo exageradamente.

–¡Estamos a 80 kilómetros de Barcino, chaval! Éste es un autobús de línea que puede dejarte como mucho en la capital de comarca. Para allá voy, ¡anda, sube!

Cabizbajo, noté el tono de broma del conductor del autobús y me metí sin dudarlo. Saqué un billete de cincuenta euros, que era todo lo que llevaba en el bolsillo del pantalón tejano. ¡Al salir de Sant Joanet con Héctor no me había molestado ni en tomar la cartera, sólo el móvil y ese billete arrugado que debía llevar hacía semanas en el pantalón!

El conductor me miró irónico:

–¿Me estás vacilando, chaval? ¿Desde cuándo aceptamos billetes de 50 en los autobuses? ¿¡Es que no sabes leer!?

Y me señaló un cartel a un lado del espejo retrovisor: "No aceptamos cambio para billetes de más de 10 euros".

–Oye, tío –dije ya, cansado, y con los ojos enrojecidos–, pues te quedas el billete de 50 y ya está. Quiero moverme de aquí, no más.

Le tiré el billete sobre la tiquetera y me fui para los últimos asientos del autobús. Las cuatro ancianas que viajaban en ese momento en el vehículo me miraron como si fuera un intruso con pintas de dudosa reputación. Me tiré al último asiento, enfadado, apoyando mi cabeza en el cristal de la ventana, y metiendo mis manos en los bolsillos de la sudadera gris. Cerré los ojos y, con el traqueteo de la carretera y de ese antiguo autobús rural de línea comarcal, me olvidé por completo del paso del tiempo en ése, el más importante día en la vida de Marcos Forné.

No podía dejar de fustigarme por lo que acaba de vivir. Había confesado mi amor a Marcos. No había vuelta atrás. Era algo completo y definitivo. Y real. Pero, ¿a dónde me había llevado aquello? A ninguna parte. Marcos ya había elegido. Había elegido a Hernán. Me sentía absolutamente avergonzado. Pero, al mismo tiempo, me sentía... liberado. Sí, total y definitivamente liberado. A mis veinticinco años había llegado a la verdad. Rotunda y definitiva. Sentí que no volvería a dar a mi vida más sentido que el que da la verdad y la honestidad.

Mientras yo me redescubría por dentro, mi celular sonaba. Mi hermana Cris me llamaba. Una vez. Otra vez. Y otra. Y otra más... Miré la hora. Las once de la mañana. Era la hora del enlace en el Olympos Stadium, pero yo no podía volver a la ciudad sin más. No podía ver como el presente apisonaba mi futuro como una bestia y atenazaba mi frágil corazón. Debía salvarme del dolor, aunque sabía que toda lucha había llegado ya a un punto muerto. Pensé en Héctor y en su valentía de dejarme ir. ¿Jamás volvería a verlo? ¿Cómo explicaría a Lluc que su brillante delantero de nueva incorporación se piraba del país sin más, incumpliendo su contrato? ¿Cómo afrontar mi soledad sin él, en Sant Joanet? Mas... ahora debía caminar solo. En realidad, yo era un ignorante de todo cuánto estaba ocurriendo en ese momento. Nuestra vida, una vez más, estaba a punto de cambiar. Y esta vez, para siempre. En esa vía, ajeno a todos los acontecimientos, sentía en el hambriento cosquilleo de mi barriga que Biel volvía a ser... Biel...


–¡Eh, muchacho! ¡¡Eh!! –alguien me golpeaba el brazo– ¡Despierta, hemos llegado a la parada de destino!

Parpadeé y entreabrí los ojos. Me había quedado durmiendo, apoyando mi cabeza en el cristal de la ventana del autobús. El conductor barrigudo me miró extrañado, como reconociendo mi identidad.

–Mmm... Oye, ¡yo a ti te conozco!

Me recoloqué la capucha de la sudadera y me levanté del asiento.

–¡Ya me bajo! ¡Gracias! –dije por toda respuesta, saliendo a toda mecha.

Y avancé con el repique de la suela de mis bambas sobre el cochambroso suelo de aquel viejo autobús, en dirección a la puerta de salida.

Efectivamente, habíamos llegado a la capital de comarca, una encantadora ciudad catedralícia de no más de 30.000 habitantes, pero con larga y profunda historia. La estación de autobuses, con sus mamparas y cubiertas de color blanco clínico, me refugiaban de un sol de justicia. Eran poco menos que las dos de la tarde. El estómago me rugía como una fiera hambrienta. Hacía años que no había estado en aquella ciudad con encantador casco antiguo medieval y un elegante y modernista ensanche a su alrededor. Me dirigí a la plaza del mercado, lugar que tenía bien identificado desde que, de niño, mi padre me había llevado alguna vez por Navidad, en nuestras vacaciones en la casa de montaña en Santseny, a comprar figuras artesanas para el pesebre y troncos de tió para celebrar la fiesta navideña según las costumbres del país.

Busqué en los bolsillos interiores de la sudadera mis gafas de sol. Estaba notando como cada vez pasaba menos desapercibido entre la gente que circulaba por las calles del centro de la pequeña ciudad comarcana. Me planté las gafas, algo pasadas de moda, y me dirigí al primer bar que vi entre los arcos de la plaza.

–Bon dia –saludé nada más entrar al dueño, en la barra.

Me miró con cara seria, pidiéndome  con la mirada qué quería.

–¿Puedes hacerme un bocadillo de longaniza?

–¿Vas a pagar?

El tipo me miró con gran desconfianza. Menuda pinta debía tener yo... Llevaba las gafas puestas dentro del establecimiento. Debía parecer un friki o un loco, cuando no un joven perroflauta a la búsqueda de algo de caridad, con mi flequillo y cabello alborotado, la capucha medio cubriéndome y sí, esas gafas de sol tan noventeras.

–¡Mierda! –dije para mí mismo. Había dado 50 euros sin más a aquel chófer de autobús antipático. No se había dignado a darme cambio en billetes o monedas, siguiendo estrictamente la norma que colgaba a un lado del espejo retrovisor. ¡Y no llevaba mi cartera, ni tarjetas, ni nada! En ese momento, me sentía terriblemente pobre en dinero, aunque algo rico en autoestima y autodescubrimiento.

Tragué saliva y el dueño del bar, que estaba impaciente por atender la cocina custodiada por su mujer y servir al resto de clientela amontonada en la barra y en las mesas, empezó a fruncir el ceño y a arquear sus pobladas y espesas cejas negras. No estaba para bromas.

Carraspeé, ladeé la cabeza, confuso y pensé en qué hacer. Tomé mi celular entre mis manos pero... ¡No! Llamar a Cris, a Lluc, a Laura o a Marina no era una opción. No tenía ganas de ver a nadie.

–Tengo que pedirte que abandones el establecimiento si no vas a consumir –dijo con voz grave el hombre, señalándome la puerta.

Estaba en un callejón sin salida.

Me quité las gafas de sol y descubrí mi rostro retirándome la capucha de la sudadera y apartándome decididamente mi flequillo revuelto de mi frente. Lo hice mirando a la barra, sin atender al camarero. El tío mudó su piel a un blanco incredulidad.

–¡Coi! ¡Pero si eres...! ¿No? ¡Sí! ¡Hostia!

El hombre dibujó una sonrisa de oreja a oreja. Me inspeccionó toda la cara en un repaso exhaustivo. Sí, yo era Biel de Granados.

–¡Eh, Roser! –gritó a su esposa en la cocina– ¡Una plata de embutidos y quesos para Bie...!

–¡¡Shhhhut!! –le hice callar agarrándolo por el brazo que reposaba en la barra– ¡Calla, hombre! ¿Es que no puedo entrar en un bar sin ser reconocido? ¡Por Dios!

El hombre se sonrojó y me pidió disculpas. No daba crédito a que el menor de los Granados, efímero símbolo del gran club futbolístico del país, estaba en su bar.

–No se preocupe, presi . ¡Digo, vicepresi ! Que mi señora le prepara en un periquete una comida que se va a chupar los dedos...

Sonreí sinceramente, aunque con esfuerzo, y me dejé caer en un asiento redondo de la barra, posando mis manos sobre el frío metal de la  misma.

–Puedes tratarme de tú, por favor –dije cansado, pero amable.

–¿Ves ésto? –el hombre tomó unta tarjeta de al lado de la estantería de licores y bebidas, y me la mostró–, socio 78.301, esto se lleva en el corazón ¡Socio desde 1965! Y no todos los días sirve uno en su negocio a un miembro de la familia que salvó el club de la bancarrota hace diez años, ¡qué digo miembro! ¡Todo un expresidente del Galaxy!

Sonreí pacificado y tomé el carnet de socio del hombre.

–Josep Albert –dije con afecto, leyendo su nombre en el carnet de socio del Olympic Galaxy.

–Ése es mi nombre –respondió orgulloso, mirándome entusiasmado–. Pero puedes llamarme Pep.

–¿Sabes una cosa, Pep?

–¿Sí...?

–Cuando mi padre me forzó finalmente a venir a Barcino para comenzar la carrera en la universidad, viviendo junto a él, cerca de sus intereses en la capital y en el club, odiaba todo lo que este carnet representa –le mostré su propio carnet a la altura de mi rostro–, pero, ¿sabes una cosa? Yo que entonces, hace siete años, era aquel niño que siempre odié el fútbol, que sentí aquello del "marica el que no juegue" en los partidillos del colegio... yo que huía de todo lo que estuviera bañado de fama, dinero, glamour, focos... No te haces la idea de cómo, ¡de cuánto! he llegado a amar al club por todo lo que representó para mi padre. Ese Galaxy que nos llevó a momentos de gran infelicidad ha sido también... ha sido... yo...

El hombre me miraba boquiabierto. Roser, su esposa, apareció con la plata de embutidos, quesos y una buena cesta de pan y aceite y se quedó blanca sólo con verme. Miró a su marido buscando una confirmación a sus sospechas y se quedó allí, plantada, con media clientela del bar desatendida.

–Yo... –seguí–, encontré el amor gracias a este dichoso Galaxy por el que medio país pierde el culo, ¿sabéis?

–¡Pep! –gritó un nuevo cliente entrando por la puerta, que debía conocer bien al amo del bar al tratarlo con su diminutivo...– ¡Enciende la tele ahora mismo, pon las noticias! ¡Menuda bomba ha pasado en la capital!

¿Bomba? La esposa buscó rápidamente el mando de la tele que tenían al fondo del establecimiento y la encendió. Era la hora del noticiario. Conexión en directo de una periodista con el... ¡estadio del Galaxy!

Ya esperaba yo, una vez más ahogado en mi desánimo, la enésima crónica pastelosa de la boda del año en Barcino. Qué equivocado estaba...

Todo la clientela del bar se quedó enganchada a lo que estaban explicando en el televisor. Mi rostro mudó a la fría y terrorífica incredulidad de la pesadilla.

La periodista, en directo, relataba:

–"Seguimos instalados en las oficinas adyacentes al Olympos Stadium esperando la reacción oficial de Lluc de Granados, presidente del Olympic Galaxy, a la impresionante e inesperada detención y arresto de Marina Rodhenski, viuda de Granados, la gran matriarca de esta rica e influyente familia que ahora está bajo la total sospecha de las autoridades que, por el momento, mantienen un estricto secreto de sumario. Pese al secreto de sumario, diversos asistentes al enlace que debía celebrarse aquí entre el futbolista de la casa Marcos Forné y el escritor bilbaíno Hernán Alonso-Etxebarría han declarado a los medios de comunicación que el motivo de su arresto podría estar relacionado con la muerte de un joven de nombre alemán. Lamentamos no poder ofrecer más detalles, si bien se espera que la juez instructora del caso, adscrita a la Audiencia Provincial de Barcino, levante el secreto de sumario en las próximas horas".

Pep y su mujer clavaron sus ojos en mí. Yo tenía una cara de "Oh, Dios mío" total. Me llevé la mano a la boca, con los dedos temblorosos. Me eché unos pasos hacia atrás, para finalmente vencer la resistencia de la inmovilidad en que me había quedado y salir de allí corriendo, tomar el teléfono, localizar a mi familia, y bajar a Barcino lo antes posible.


–Ahí está –escuchó que le decía una voz distante, al otro lado de una vidriera transparente– ¡La viuda negra, ja!

Marina permanecía de pie, con los brazos cruzados, dentro de una celda de observación, tapada por la vertiente del pasillo con un cristal. La voz intrusa era la del inspector de policía que le había esposado y ordenado arresto inmediato en aquella fatídica mañana del 26 de marzo en el estadio del Galaxy.

Estaba serena, enfundada en un semimono de tela sintética gris, de dos piezas, pantalón y camiseta de manga larga. Incluso ese gris oscuro era capaz de hacer contraste con su tremenda cabellera negra, que ahora lucía suelta sobre sus hombros y espalda, con la frente despejada.

La mujer se mantuvo firme detrás del cristal, con los brazos cruzados, esbelta y delgada. Elegante pese a su atuendo de presidio moderno.

–¿Puedo preguntar que hago confinada de esta manera y aislada si ya he declarado mi culpabilidad en los cargos de que se me imputan? –preguntó con cierta frialdad.

El inspector, un hombre alto y ahora vestido con su camisa negra y sus pantalones de pinza, con sus placas colgando del cinturón, miró desafiante a la atractiva mujer de 54 años:

–Hasta que la juez no ordene lo contrario es usted considerada una presa de alto riesgo.

–¿¡Alto riesgo!?

–Creemos que no sólo tenía los medios suficientes para escapar del país y fingir su desaparición sino que sigue siendo usted muy peligrosa.

–Eso es una absoluta locura. ¡Por Dios, si me he declarado culpable al minuto uno de cruzar los muros de este penal!

–Sí, señora. Pero aún debe responder a muchas preguntas más.

Marina se encaró hacia el cristal trasparente que le separaba del inspector. Leyó con precisión la placa numeraria del inspector, sobre la solapa del bolsillo de la camisa negra, y su nombre: "S. J. Bruguera".

–Inspector... Bruguera –dijo ella con la voz algo melosa, leyendo el identificador de ese tipo–, ¿puede decirme cuándo voy a poder ver a mis hijos ?

–Se lo advierto señora –el inspector se encaró igualmente hacia el cristal–, no voy a ser nada condescendiente con usted. Ha sido usted una total y absoluta tortura para nuestra unidad durante años. La pieza que siempre nos faltó, por la que nos ha desvelado tantas noches, tantos días sin resolver vínculos, conexiones, indicios... todos mudos y sin salida, verdaderos callejones sin salida.

–¿Años? ¿¡De qué demonios me habla!? Sí, lo confieso, yo asesiné a Karl Zimmer. ¡Hace unas semanas! ¡Lo hice y no voy a esconderme! ¡Lo hice! Y por una buena razón. Y espero tener oportunidad de decirle a esa juez qué motivos me llevaron a tomar esa drástica decisión que va a destrozar a mi familia pero, al mismo tiempo, va a salvarla de ese loco demente.

La voz de Marina se quebró con un amago de llanto.

El inspector Bruguera tomó cierta distancia de la mampara de vidrio y contempló a Marina como a un trofeo de caza. Un trofeo que se le había resistido arduamente.

–Qué segura se ve en su papel de gran matriarca de los Granados. Pero ha sido usted una maldita rata escurridiza. ¿Cree que soy gilipollas o qué? ¿¡Eh!? ¿¡Qué se cree!? ¡Bastarda!

Los gritos del inspector, severos y duros, no fueron amortiguados por el cristal que los separaba. Marina tembló del espasmo al oír esos gritos.

–¡Fría mujer! ¡Supimos al poco de la muerte de Edmond de Granados, en 2004, que aquello no fue muerte natural o infarto! ¡UN ASESINATO fue! ¿Puede decirme algo?

Marina bajó la cabeza, mareada.

–Y esa muchacha, Sandra Smith... Puede que la pobre estuviera a más de 1.000 kilómetros de Barcino cuando murió pero los tentáculos de ese misterioso accidente de tráfico apuntan en una única dirección...

–¿Qué me está contando? –Marina volvió a cruzarse de brazos, enfadada pero muy cansada, con las fuerzas que le flaqueaban. Sólo le habían dado un pequeño bizcocho de pan y una loncha de queso desde su detención.

–Y ese chico contrabandista... Desde luego que era una perla, Karl Zimmer, pero un pobre diablo que traficaba con droga o armas, y al fin y al cabo, SÍ, la guinda del pastel... ¡es que encima fue amante de su hijastro pequeño!

–¿¡A dónde quiere llegar!?

–Usted era la pieza que nos faltaba, maldita bastarda. Edmond de Granados, Sandra Smith, Karl Zimmer... fueron víctimas de una endiablada mujer que quería todo el patrimonio de su marido. ¡SÍ! Víctimas de la despechada madrastra que luchaba por separar a su pequeño de su posición de mando al frente del holding heredado desestabilizando a la famosa y breve pareja de éste y... finalmente, la perversa y descorazonada media madre que asesina al novio de juventud de ese hijastro pequeño, un puto contrabandista que seguía amando a su hijastro, sólo por vil crueldad y sadismo. Edmond, Sandra, Karl... Y lo que no hemos descubierto aún. ¡Pero ya la tenemos aquí, entre rejas!

Marina se mareó. Iba a desmayarse del impacto de toda la información que estaba recibiendo.

–Sí, sí... siga con el papelón de su vida, mujer. A lo mejor gana el Óscar por su interpretación pero le puedo asegurar que de aquí no la va a sacar ni el Espíritu Santo. Al menos yo voy a encargarme como policía integro y comprometido en defensa de nuestra seguridad que eso sea así.

Bruguera, el inspector con fama de exigentes métodos de intimidación psicológica, abandonó el lugar dejando en una amarga y horrible soledad a Marina. Aquello era una pesadilla y fueron varios los instantes en que pensó que todo era eso... una pesadilla. Sola y aislada, no pudo más que recogerse en sus brazos y sentarse contra la pared.


Finalmente, Paco pudo venir a recogerme con el Audi familiar a la ciudad comarcana en que me encontraba aislado o... casi, solamente con mi teléfono. Sin dinero ni más medios que mi voz para volver a Barcino. Reencontrarme con el chófer de la familia fue como estar ya con mi familia. Le saqué al bueno de Paco toda la información que el pobre hombre tenía, que era más bien poca. Me explicó exactamente qué había pasado durante la boda, cómo ésta había quedado fríamente interrumpida con la entrada de la policía en el salón de actos del mirador del estadio, y cómo Marcos había acompañado a mis hermanos Lluc y Cristina hasta las dependencias donde habían trasladado a Marina. Aquello me descolocó, porque se me hizo cruda la imagen de Hernán quedando, contra su voluntad y aún la de Marcos, plantado en la ceremonia por circunstancias tan sórdidas. Según Paco, Laura, custodiada por mi abuela, no había resistido la presión y había tenido un pequeño ataque de ansiedad. En fin, ¡aquello era la hecatombe! Traté de camino de hablar con alguien de mi casa, pero todos los teléfonos comunicaban... Finalmente llamaron a Paco por el sistema de radiovigilancia del Audi para que me llevara hasta la casa familiar de Mercedes de Granados en el centro de Barcino.

Efectivamente, mi señora abuela, en sus estancias en Barcino, orgullosa de no pernoctar en la casa de su hijo en las afueras, la casa también de Marina, había decidido mantener  siempre la vieja y suntuosa casa urbana de los Granados en el centro de la ciudad. Una preciosa finca con jardín rodeada por avenidas y calles importantes, con su bosque mediterráneo aprisionado en el centro de la ciudad y por los muros de la calle y con un interior de infarto. Su vestíbulo de columnas blancas dóricas, sus tapices románticos y neomedievales, sus moquetas rojas y grises... La Vil·la Granados, que así se llamaba la urbanita casa, se había convertido en ese fatídico sábado de marzo en el cuartel general de los Granados. Allí me encontré con Lluc, con Cris, con Laura... No pude hacer más que abrazarlos. Y consolarnos mutuamente.

Después de que Laura se echara un rato a descansar del sobresalto, la abuela nos citó en la cocina, modernamente equipada pese a lo clásico y decimonónico de esa mansión a medio camino del romanticismo y el neoclasicismo. Vimos como, enfundada en un divertido delantal rosa, preparaba té y pastas. Yo, en mi vida, JAMÁS había visto a mi abuela haciendo labores de cocina...

–Tened –nos dijo poniendo en la gran encimera central de la cocina las tazas y los platos llenos de repostería casera–, tomad algo de fuerzas.

–¡No tengo hambre, abuela! –exclamó Cristina, aún con el precioso vestido que había elegido para la boda..

–No comer no hará que vuestra madrastra salga por arte de magia de entre las rejas...

Fiscalicé con algo de mirada de brujo a la abuela...

–Abuela, ¿de verdad tú tienes 88 años?

Estaba tan ágil, con delantal y manoplas, de un lado al otro de la cocina, regañando a la empleada cocinera a la que no le dejaba hacer nada, que parecía que había rejuvenecido.

–Sí, Biel... Y aquí seguimos... con doble ocho.

Lluc no apartaba la mirada del suelo, clavado en su silla.

–Esto es culpa mía –balbuceó repentinamente.

Nos quedamos mirándolo sin saber qué decirle. Yo sabía que Lluc vivía desde lo del zulo perdido de Ibiza con cierto mal de conciencia por no haber hecho... no sabía exactamente qué debería haber sido lo correcto. ¿No colaborar con Karl? ¿No secuestrarlo? O, más bien, ¿matarlo en cuánto tuvo la ocasión en vez de dejarlo vivo...?

–¡No más, Lluc! –gritó Cristina– Ya estoy harta de ese pasado que nunca desaparece. Marina se ha equivocado... ¡Maldita sea!

–No lo ha hecho –respondí yo, desafiante.

–Calla, Biel.

–No, Cris. ¿Por qué voy a callarme? ¿¡Marina ha hecho algo diferente de lo que deseábamos hacer cada uno de nosotros!? Yo lo intenté más... –iba a decir que no tuve valor; pero la versión oficial ante mis hermanos es que en aquel viaje furtivo de febrero junto a Garbella Karl no apareció por ninguna parte. Me callé.

–¿Me va a contar alguien qué hizo ese tal Karl? –interrumpió la abuela– ¿Dais por cierto de lo que acusan a vuestra loca madrastra?

–Abuela, no líes más las cosas... –dijo para sí mismo Lluc, con los ojos cerrados y sus dedos aprisionando sus pestañas, con gesto fruncido.

–¡Niños! –exclamó la mujer con su delantal rosa y su pelo blanco recogido en moño–. Estoy aquí cuidándoos porque sois mis tres únicos nietos. Hace un rato he hecho algo que en mi vida imaginaría que llegaría a hacer... consolar a la hermana de Marina, esa tal Katia, por teléfono, hablando con una agencia de viajes para buscarle unos billetes y tenerla aquí lo antes posible. ¡Haciéndome cargo de lo que es Marina y su vida, su familia! ¡Demonios! ¡SOY VUESTRA ABUELA! Contadme ahora mismo qué está pasando en esta familia o devolvedme el té y las pastas.

Fue tan dulce y auténtica que hasta Cristina se enterneció. Me miró con gesto compasivo de hermana y explicó a Mercedes de Granados la historia más increíble e insólita que uno pudiera escuchar, hasta dudar de darla por cierta, por novelesca. Por desgracia, esa turbia y negra realidad había golpeado nuestra familia. Cuando supo que su hijo Edmond no había muerto de un infarto sino de un crimen orquestado, maniobrado, planeado... por el que había sido el tipo que me robó mi virginidad... ¡¡ERA TODO DELIRANTE!!

La mujer empalideció, aunque se recuperó rápidamente, vieja loba como era desde su juventud,.

–¡Virgen Santísima! –exclamó al saberlo todo–, y luego dicen que las grandes familias somos ejemplos para la sociedad...

–¡¡¡Abuela!!! –le recriminé con sorna.

–Lluc, ¡Lluc, mírame! –la abuela dio la vuelta a la encimera y fue a encararse con un Lluc abatido–. ¡Eres el hombre de la casa! –ya estaba con sus antiguallas...– ¡Tienes que hacer algo! ¡Llama de inmediato a Francesc Garbella! ¡Mueve cielo y tierra! ¡Hay que sacar a Marina de la cárcel!

Escuchar el nombre de Cesc me sobresaltó. Esa posibilidad no se me había pasado por la cabeza. Mi abuela sabía bien que Garbella había sido uno de los pilares más sólidos en el éxito empresarial y profesional de nuestro padre. Gran amigo de la familia. Y de Marina...

–Ya está en camino, abuela... –contestó Lluc, demacrado.

–Bien, ¡bien! ¡Hay que salvar a esta familia! –la abuela se quitó el delantal y llamó a la asistenta del vestidor por el telefonillo interno de la cocina para que le preparan la ropa de calle– ¡Yo ya me pongo en marcha!

–¿A dónde vas, abuela?

–Voy a ver a Marina, tengo que decirle... ¡Oh, niños! Me he portado tan mal con ella durante tantos años... ¡¡Y ella vengó la muerte de vuestro padre!!

Estábamos los tres hermanos  parados a un lado de la encimera, con el té y las pastas, comiendo de manera desangelada. La abuela se había puesto el turbo.

–Abuela, por favor... No vas a ir a ninguna parte –dijo Lluc, fatigado y algo antipático–. Cris y yo apenas pudimos verla un minuto este mediodía. La juez que lleva el caso ha ordenado aislarla en estas primeras horas. No sé que están preparando contra ella... No te dejarán verla. Debemos esperar hasta mañana. Los abogados están negociando los términos de su confinamiento.

–¡Soy Mercedes de Granados! A mí me dejaran verla, por favor, que se han creído... ¡Será posible!

–Abuela... –Cris la tomó por el brazo, con más tacto y dulzura que Lluc–, Lluc tiene razón. ¿Qué vas a hacer? ¿Plantarte delante de la prisión y gritar  su inocencia a los cuatro vientos explicando cómo murió papá? ¿Eh?

La abuela se calmó y se apoyó en la encimera, algo fatigada.

–Está bien... –suspiró la anciana– Está bien... Pero os voy a pedir, ¡no! ¡Ordenar! una cosa... Os quedáis aquí conmigo, en mi casa. No os voy a dejar solos allí arriba en la Casa Granados... Os quedáis aquí en la ciudad. Conmigo.

–Abuela... –dije yo–, ¡pero si tienes la puerta de la casa infestada de cámaras y periodistas! En la Casa Granados estaremos más aislados...

–Me importa un carajo todo ese ejército de cucarachas removiendo en la basura... ¡Os quedáis aquí y no se hable más!

A mí los muros de la gran casa familiar en el centro de la ciudad, con sus cuadros y retratos, sus tapices y sus columnas... casi que se me caían encima ante la congoja y el horror de tener a Marina en prisión. Pero pensé que mi abuela sería, en aquella desidia tóxica en que vivíamos, un buen factor de unión para los tres hermanos.


Durante el resto del sábado la incomunicación con todo lo que estaba ocurriendo con Marina como procesada era total. Laura, después de relajarse de su ataque de ansiedad, y con una prescriptiva revisión del ginecólogo por el riesgo para su embarazo de apenas cuatro meses, se mostró desafiante y, como antigua abogada de los servicios jurídicos del Galaxy (antes de casarse con mi hermano), fue a ver a la juez responsable del caso de Marina para relajar los términos de su aislamiento y facilitar las visitas a la prisión.

Marcos había pasado gran parte del final de la tarde en la casa de Mercedes de Granados en el centro de Barcino, con nosotros. Pude preguntarle brevemente por Hernán. Según Marcos, el escritor había decidido volver a Prunella con sus padres, en la casa de los Forné, donde estaban alojados hasta hoy como huéspedes de la boda. Fue todo cuánto hablamos. El ambiente estaba enrarecido y yo no me atrevía casi a mirarlo, después de todo lo que le había soltado a primera hora de la mañana. Él me habló tranquilo, pero sin atisbo de confianza o confidencia. Como si nuestra conversación de la mañana no hubiera ocurrido. Marcos centró toda su atención en Lluc, cada vez más pálido y demacrado. Agradecí tenerlo como amigo de nuestra familia. Y mi corazón olvidó por unas horas todo lo demás.

A la mañana siguiente, mientras Lluc, Cristina, Laura y yo mismo nos reuníamos con el bufete de abogados que habíamos contratado para llevar todo aquel caso, y esperando la llegada a la ciudad (¡desde Argentina!) de Cesc Garbella para hacer frente a todo ese desaguisado, Marcos se desplazó discretamente hasta el Penal Nacional donde custodiaban a Marina. Con gran discreción, esquivando el cordón de la prensa, entró en aquel gigantesco edificio  de muros de hormigón gris, en las afueras de Barcino, con temblor y miedo, horrorizado por lo que Marina podía estar pasando en aquel momento.

Le hicieron entrar en una larguísima sala de visitas donde prisioneras (pues era la sección femenina del presidio) y visitantes se veían separados por otra mampara de cristal, pudiendo charlar mútuamente a través de un teléfono a lado y lado de la mampara.

Indicaron a Marcos que se sentara en el locutorio 17 y esperara. Llevaba una pequeña chaqueta de lana oscura que, sin embargo, no era capaz de combartir el frío de ese locutorio.

A los dos minutos unas carceleras hicieron entrar a Marina, que nada más ver a Marcos humedeció sus ojos negros, emocionada. Se sentó en su lado del locutorio, tomó el teléfono. Marcos hizo lo mismo. Se miraron fijamente a los ojos, varios segundos, sin decir nada.

–Gracias por venir, Marcos –susurró Marina, con los ojos vidriosos.

–No tienes que agradecerme nada.

A Marcos le salió el gesto instintivo de agarrar la mano de Marina, pero chocó tontamente contra el cristal que los separaba. Marina, que trató de recuperar la serenidad y firmeza con que había entrado en la prisión el día anterior, sonrió como pudo:

–Ésta parece la cárcel de cristal, viejo amigo –susurró la mujer.

Marcos le devolvió la  sonrisa. Su chispeante mirada de ojos verdes animó a Marina.

–Marcos... Te he llamado porque quiero que lo oigas de mis labios...

–Marina, no tienes que explicarme nada...

–Calla y escúchame. No tenemos mucho tiempo.

Marina alternó su vista a un lado y otro de la sala. Las vigilantes no le quitaban el ojo de encima.

–Supongo que hoy han comenzado a filtrar en los medios que soy la responsable de la muerte de Karl.

–Marina...

–Es verdad.

–Marina, ya te he dicho que...

–¡MARCOS!

El futbolista calló y bajó la mirada, acercándose al cristal con el auricular del teléfono bien pegado a su oreja.

–Es verdad que lo hice y...

–Marina... lo sé todo.

Marina movió los labios, mudamente, intentando decir algo que no le salía...

–¿¡Cómo!?

–Sé lo que hizo Karl.

–¿Lo sabes...?

–Lluc me lo explicó todo hace un año, aquella semana que fue a visitarme a Manchester. Quería que volviera a Barcino, al Galaxy... Pero me dijo que no sería capaz de contratarme hasta que supiera algo que había ignorado durante mucho tiempo. Me contó... me dijo porque él estaba en silla de ruedas. No fue una lesión de una pelea y una caída absurda como la familia explicásteis siete años atrás... Y a partir de ahí, Lluc volvió atrás en el tiempo. Y me lo contó todo... Sobre Edmond... Sobre Sandra...

Marina no daba crédito a lo que escuchaba.

–He de confesar que saberlo me destrozó en un primer momento pero... después... y pese a lo inquietante de tener a un hijo de puta como Karl Zimmer por el mundo respirando el aire que jamás Sandra volverá a respirar... sentí paz porque... Yo creí que, de alguna forma, no lo sé, fui responsable de lo que pasó con Sandra.

–¡¡Vayan terminando!! –gritó la carcelera situada a pocos metros de Marina.

–Se acaba el tiempo, Marcos... Has de saber que... Quieren inculparme a mí esos delitos.

Marcos quedó estupefacto:

–¿¡Qué!?

–El inspector que lleva el caso desde la policía cree que todos los crímenes de Karl los hice en realidad yo.

La voz de Marina temblaba, pero logró bandear una vez más la tristeza para sacar su fiera entereza.

Marcos no sabía cómo reaccionar.

–Eso es una locura, Marina –dijo por fin.

–¡Pero con Karl muerto... tal vez no pueda probarlo!

–¿¡Qué dices!? ¡Eso es imposible! Cesc Garbella te sacará de aquí. Lluc es testigo de todo lo que pasó. Él escuchó de los labios de ese maldito bastardo cómo orquestó la muerte de tu marido y de Sandra. ¿¡Qué locura es esa!?

–¡¡TERMINEN!! –gritó con voz grave la carcelera.

–Marcos, te digo que tal vez no puedan probarlo... Karl ha muerto. Yo misma lo maté. Él era la prueba viviente. Pero... tienes que prometerme una cosa.

–Marina, vas a salir de aquí...

–Podrían caerme décadas de confinamiento...

–¡¡No digas tonterías!! –exclamó con la voz rota, golpeado por la emoción.

–Cuida a Biel. Cuídalo, como amigo, como... quieras. Él es fuerte, pero ya perdió a su madre y ahora...

–¡¡¡Levántate mujer!!! ¡¡Te he dicho que terminaras ya!! –gritó de mala manera la vigilante, agarrando del brazo a Marina y llevándosela– A ver si te crees que porque seas ricachona vas a tener más privilegios que las demás...

Y la vigilante, ante los ojos estupefactos de Marcos, se llevó a una Marina que sólo pudo despedir a Marcos con una mirada de confianza.

Entonces... Marcos se sintió... profundamente solo.


Mediodía del peor domingo de nuestras vidas.

–¿Dónde está Biel? –fue lo primero que preguntó Francesc "Cesc" Garbella al reunirse con la familia en la casa de la viuda Granados.

–Creo que se ha ido a ver a la Dra. Howard –respondió Lluc, recogido como un deshecho en su silla de ruedas, con los hombros caídos y desaliñado. Su mujer, Laura, le tomó la mano y la acarició como sólo ella sabía–. Y Cris... se ha ido a visitar a unos amigos periodistas a ver si de una puñetera vez dejan de soltar la mierda que están soltando por televisión, radio y prensa...

–Lluc, tranquilo... tienes que relajarte... –trató de serenarlo Laura.

–Déjanos solos, Laura. Y cierra la puerta al salir.

Lluc habló con un tono seco a su esposa. Ésta obedeció, no sin antes devolver un beso en la frente a su marido, que tomó nota de la severidad de su tono y le pidió perdón en un susurro en la oreja.

–Hasta ahora, Cesc –saludó Laura al salir, pasando su mano por el hombro de Cesc y posando su otra mano en su vientre de embarazada.

Cesc dio unos pasos hacia Lluc, vestido de americana y pantalón negro sobre camisa azul cielo. Lluc estaba destrozado, con la mano en su frente, como cavilando y maldiciéndolo todo.

–Sabíamos que esto podía pasar... –fue lo primero que dijo Garbella al quedarse a solas con Lluc.

–¿El qué? –contestó Lluc, serio, por fin mirando a Cesc a los ojos– ¿Que Marina se saltaría el guión y mataría a ese capullo?

–Bueno –respondió Cesc, simpático, mirando de animar al joven, con gesto despreocupado y manos en sus bolsillos–, al fin y al cabo seguramente era lo que ese hijo de puta merecía. Morir por todo el mal que hizo.

–¡Joder! ¡Pero si vosotros no pudisteis dar con él! ¡Tú, Garbella, que eres el maestro de la intriga! ¡Y va Marina y...! ¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda! Todo se está hundiendo... La familia, el club, las empresas...

–No es cierto que Biel y yo no diéramos con Karl, Lluc... –confesó, por fin, Cesc, dejando caer su mirada a la moqueta del suelo.

–¿¡Qué!? ¿Qué coño dices?

–Dimos con Karl... Pero... no fuimos ni hábiles ni, al final, realmente quisimos ni pudimos acabar con él. Biel entendió que no era el camino.

–Pues Marina lo ha jodido todo.

–Ha hecho lo que debía, Lluc... Créeme.

–¿Cómo voy a sacarla de ahí, Cesc...? ¿¡Cómo!? No me había dado cuenta... –Lluc giró su silla de ruedas hacia el ventanal de la estancia, evitando que Cesc viera su llanto, su figura quedaba estampada frente a esas viejas cortinas marrones... Mercedes mantenía la casa con un furibundo estilo antiguo... digno de una mujer conservadora y de costumbres–. No me había dado cuenta hasta ahora de lo importante que es Marina en esta familia... hasta ahora... No puedo perderla, Cesc... ¡No puedo!

Garbella recortó toda la distancia que los separaba y, relajadamente, posó su mano sobre el hombro de Lluc.

–No vais a perderla. ¿Para eso me has llamado, no?

Lluc alzó la mirada a ese tiarrón de portentosa altura y anchas espaldas.

–Me he tragado 22 horas de vuelo, llevo dos días casi sin dormir, pero aquí estoy.

–No sabes cuánto te lo agradezco. Cesc... se está yendo todo a la mierda. ¡Si hasta he oído en la radio a un cabrón pidiendo que nos embarguen el club!

–La gente pasa de amar a odiar en un suspiro... Pero a mí eso no me preocuparía. Me preocupa Marina. Y con cierta mano diestra, con habilidad, salvaremos los muebles en el Galaxy y en el holding de tu padre.

–Eso espero, porque no tengo fuerzas para seguir al frente de todo eso –respondió Lluc, pálido y demacrado, llevándose la mano al mentón y volviendo a apartar la mirada.

–Fírmame el nombramiento y me voy ahora mismo para la Ciudad Deportiva y a reunirme con los abogados.

Cesc ofreció una carpeta a Lluc. Mi hermano volvió a mirar a Cesc, agradecido:

–Tío... esto que vas a hacer por nosotros... volver a Barcino... hacerte cargo de todo...

–¡Shhhit! Calla. Ya sabes que, aunque exiliado, nunca dejé de sentirme parte de esta familia. Y Marina... Edmond, ella y yo... vivimos tantas cosas juntos en el pasado...

–¿La sacarás, verdad? –preguntó Lluc con ojos de cachorro indefenso y asustado, firmando los poderes notariales que daban a Cesc Garbella el mando de todo nuestro imperio empresarial.

Cesc no quería responder con un sí firme. Sabía de los riesgos que había y, por la putrefacta trama que Karl Zimmer había montado en torno a sus crímenes, sospechaba que a Marina podían echarle encima las culpas del alemán. Así que asintió sin más, con timidez. Y con algo de miedo.

Ese era el bueno de Cesc Garbella. El administrador de mi padre, el durante años gerente del Galaxy, el fiel escudero de los Granados... ahora al frente de nuestra familia, excepcionalmente. Una operación de rescate con un final claramente incierto.

Entristecido, salió de aquella agradable aunque antigua salita y se dirigió a la escalera de caracol que descendía al vestíbulo, una escalera tapizada de colores vivos y diseños de Art Noveau . Se disponía a bajar cuando chocó con Mercedes. La anciana llevaba una bandeja con magdalenas para Lluc.

–¡Doña Mercedes! –exclamó el bueno de Cesc– ¡Está usted muy pizpireta a sus 88 años!

La mujer no se tomó a malas la broma, al contrario.

–Ya me acusaron otras veces de no hacerme cargo de mi familia en otros momentos críticos y no voy a tolerarlo más... –dijo, avispada.

–¡Nadie pensaría mal de usted!

–¿De veras? –inclinó la cabeza.

–De veras.

Quedaron en silencio. La anciana no se movía con su bandeja entre sus manos. Cesc inspeccionaba los gestos de la mujer...

–Disculpe pero... ¡¿estaba escuchando detrás de la puerta?!

Cesc lo preguntó entre serio e irónico.

–Por supuesto, tengo que estar preparada para todo cuánto está por venir a la desdichada historia de esta vieja familia. ¿Se cree que ya no sé a estas alturas quién es Karl Zimmer? Me he enterado de todo. Su historia con mi nieto... ¡¡menudo amante!!

Cesc frunció el ceño. Dudaba que Mercedes lo supiera todo... entre  otras cosas que ese amante había matado a su único hijo, Edmond.

La viuda Granados dejó la bandeja de magdalenas encima de un viejo mueble de madera de nogueral y se acercó al galán de 44 años. Era un milagro que ya no llevara bastón aunque, como Cesc había sospechado siempre, la fiera Mercedes de Granados iba a enterrar a toda su familia bajo esa apariencia de anciana achacosa. Y el bastón no era para ella nada más que un atuendo...

–Déjeme que le diga algo, Garbella... –dijo Mercedes con poca intención de esperar respuesta–, está bien que Marina, esa mujer a la que yo siempre he criticado como segunda esposa de mi hijo, matara a ese chulazo alemán... ¿Sabe por qué?

Cesc se había quedado helado ante esa revelación. La anciana estaba bastante bien informada...

–¿Por qué?

–Porque de lo contrario... ¡¡yo lo habría matado con mis propias manos!!

Y Mercedes hizo un gesto con sus viejas y arrugadas manos, un gesto de retorcimiento de un cuello invisible. Y se aplicaba con afán.

–Así que haga el favor de ir a sacarla en cuanto antes. ¡De inmediato!

El corazón de Cesc latió con intensidad ante esa discreta profesión de afecto hacia Marina por parte de una de sus más brillantes y enconadas críticas.

–A eso voy, doña Mercedes. Ah –dijo antes de tomar la escalera–, cuando vuelva su nieto Biel, dígale que vaya a verme a las oficinas del Galaxy.

Mercedes miró con mordacidad al despampanante hombre de negocios. "Viejos amantes nunca son suficientemente viejos", mordió para sus adentros, retomando la bandeja de magdalenas y metiéndose en el saloncito donde Lluc se escondía.


Llegué a las oficinas del Olympic Galaxy apresuradamente. Me sorprendí al ver a todo el mundo trabajando y atendiendo llamadas. Garbella había puesto a trabajar a todos en domingo. Era la única manera de evitar que el poderoso transatlántico del Galaxy se fuera a pique. Accionistas que estaban vendiendo sus acciones ante la desconfianza del pelotazo del escándalo familiar, periodistas que no dejaban de llamar y pedir información, abogados de viejos litigios con el club que buscaban carne muerta...

Saludé rápidamente a los recepcionistas y me zambullí en el ascensor hacia la planta de dirección y presidencia. Desfilé por los pasillos y por la gran oficina del cuerpo de administrativos con cierta circunspección, evitando ser observado con detenimiento. Todos los empleados me miraban. ¿Qué iba a ser de nosotros, los Granados, tras tremendo varapalo? Aquella verdad era muy dura de asumir para nuestra gente. Gente que no estaba al corriente de la cruda y fría realidad que se escondía tras el asesinato de Karl Zimmer. Llegué al área de la secretaría presidencial. Me abracé a Lucía. Ella no podía faltar allí, en un día como aquél. Se abrazó a mí nada más verme.

–¡Venga, Biel! ¡¡Ánimo!! ¡¡Yo sé que esto esconde una verdad que todo lo explica!! –me dijo la atenta secretaria de mi padre, mía durante mi breve presidencia, de Lluc y ahora de Cesc Garbella, susurrándome al oído y acariciando mi cabello maternalmente.

–Gracias Lucía –le respondí emocionado–. ¿Está Garbella ahí dentro?

–Lleva todo el día reuniéndose con gente y atendiendo llamadas. Ahora está libre. ¡Pasa!

Besé en la mejilla a la dulce Lucía, me planté frente al gran portón de madera de pino oscuro del despacho de presidencia y piqué con los nudillos, recolocándome mi juvenil chaleco de franela bajo mi americana gris y con la mochila negra cruzada tras mi espalda.

–Adelante –sentí que me decía la voz vigorosa de Francesc Garbella.

Abrí con algo de duda, pero sereno y liberado.

Entré con paso tímido, cerré el portón, y apoyé mi espalda contra la puerta. Cansado y abatido.

Cesc se levantó de la butaca, detrás del enorme escritorio, frente a la vidriera que hacía de envidiable mirador sobre la Ciudad Deportiva de nuestro club. Me miró compasivo. Tenía unas severas ojeras alrededor de sus ojos, después de un maratoniano vuelo desde la Argentina y una jornada sin fin en Barcino haciéndose cargo de todo... y del encausamiento de nuestra madrastra.

–Biel... –susurró con su voz varonil pero aterciopelada, sus ojos azules chispearon de emoción al verme.

Fue a mi encuentro, yo di unos pocos pasos lentamente, con mi mano colgada del tirante de la mochila cruzada, con la mirada algo perdida. Cesc me abrazó. Me abrazó con todo su ser. ¡Cuánto lo necesitaba! Me acogió en su poderoso torso de ese hombre de 1,90 de estatura, alto y esbelto, fuerte y estilizado. Me abrazó como al amigo, el hermano, el antiguo amante... acariciando mi cabello. Nos separamos. Él me acarició por el hombro y el brazo:

–No sabes... Biel... No sabes cuánto lo siento...

–Cesc, esto es... es todo tan... ¡¡imposible!!

–Os prometo que voy a hacer todo lo posible por ella...

–Lo sé, Cesc.

–¿La has visto? –le pregunté fijando mi mirada temblorosa en su cansada y sin embargo serena mirada de ojos claros.

Asintió.

–Marina es muy fuerte. Está de una pieza. Sorprendentemente. Es... es... increíble su entereza –habló con un escalofrío recorriéndole la espalda, le cayó como un peso de acero la imagen de Marina tras la mampara de vidrio de la sala de visitas de la prisión.

–Mató a Karl... –tragué saliva–, ¡oh, Cesc! ¡Si hubiésemos hecho lo que era debido aquella noche en Belarus! ¡¡Matarlo con nuestras propias manos!!

–¡Biel!

–¡¡¡Sí!!! Debimos acabar con esto entonces y para siempre...

Cesc me tomó del brazo y me condujo a sentarme en las butacas de visitas, en una esquina del despacho. Me senté mirando al vacío, balbuceando como pude mis sentimientos en aquel momento:

–Siento que tuve la oportunidad de cortar de raíz con todo esto y no lo hice.

–Biel, ¡ya está! Marina actuó por su cuenta porque a ella también le pesaba la indefensión de no haber tomado venganza por su cuenta al saber quien mató a vuestro padre.

Dejé caer mi cabeza, miré a mis dedos, pellizcándome el contorno de las uñas. Estaba abatido y algo ansioso, pese a la paz emocional que me había inundado desde mi confesión a Marcos.

–¡Oh, Cesc! Hice algo estúpido, ¿sabes? ¡Realmente estúpido! ¡Pero tan necesario!

Cesc frunció el ceño. Pese al cansancio relatado en su rostro, su flequillo rubio casual y revuelto, esas patillas algo más largas de lo habitual, su mentón tensionado... ¡Qué dulce parecía!

–No creo que pueda soportar más revelaciones oscuras en un día como hoy, Biel...

–No es una revelación oscura –negué con la cabeza, sin apartar la mirada de mi regazo, tímido y con la voz ronca.

–¿Y qué es, pues?

–No estaba en la boda...

–...Biel... ya sé lo doloroso que era para ti... Hablamos de ello antes de, en fin, nuestra última enganchada sexual –Cesc apartó su vista de mi, sonrojado y avergonzado, mordiéndose la uña del pulgar.

–No, Cesc. Aparté todo. Lo aparté. Alguien me hizo ver cual era la triste y a la vez auténtica verdad de esta vida mía tan...

Silencio. Alcé mi rostro cansado y mis ojos enrojecidos a Francesc Garbella, que centró su atención en mis gestos y mis palabras, relajado de escucharme, contento de tenerme ahí. Sentía que pese a mi fragilidad, en ese momento yo estaba irradiando una fuerza poderosa.

–Me presenté en casa de Marcos, en Prunella. Y... se lo conté todo. Todo lo que sentía... todo lo que siento por él. Pero... ahora que la boda no se celebró, ¡no sabes lo mal que me siento! Yo no quiero lastimar a Marcos. No quiero lastimar a Hernán...

Cesc, en la butaca de enfrente, a escasos centímetros de mí, posó su mano sobre mi rodilla:

–Eh, Biel, no vas a hacer nada de eso. Aunque hubieras estado en la boda ayer, la policía habría irrumpido la boda para detener a Marina. Ese inspector, esa unidad de la polícia... Estaban... demonios... ¡locos por apresarla! ¡¡Dicen de ella que es una fugitiva en potencia!! Que su fortuna es la fuente de muchos engaños, que es un peligro para la sociedad... ¡ARRG! Me hierve la sangre... ¡Maldita pesadilla!

–Es hora de decir toda la verdad, Cesc –dije sereno y seguro de mí mismo.

–Biel...

–Yo... soy un tipo que he cometido tantos errores en esta vida... Y sólo tengo veinticinco años. Pero... Voy a empezar de cero, ¿sabes? Cesc... Ayer, en aquel autobús perdido en el norte, me reencontré conmigo mismo. Tenía tanto frío... frío de estar a la intemperie descubriendo la verdad. Yo... sí, Karl ha muerto. Karl... mi primer novio... Y volvió a mi, a mi mente, a mi oído, volvió a mí lo que le dije aquel día en que me dirigí por última vez a su loft y le dije que iba a dejarlo. Que lo sabía todo. Que me había estado engañando... Que era un maldito mentiroso.

Cesc me escuchaba con un nudo en la garganta, emocionado.

–Fui a verlo, llorando, destrozado, yo era un chaval de 16 años... Estaba hecho polvo y le dije... "Karl, el mundo es demasiado frágil para soportar a gente que no dice la verdad. Hay demasiado en juego y la vida es demasiado corta como para mentir. Y tú... Karl... eres el peor tipo de persona en el mundo porque me has roto el corazón y me has perdido... para siempre".

Cesc quedó mudo.

–Ahora... –dijo por fin–, constanto lo que ya intuí en nuestro reencuentro, Biel... Te has hecho un hombre. Un hombre de verdad.

–Es hora de decir la verdad, Cesc –concluí–. Voy a luchar hasta el final, amigo, por todo lo que me importa en esta vida. Por todo.

Me levanté, me recoloqué la mochila cruzada, planté un beso en la mejilla de Cesc, inmóvil en la butaca gris, y me salí del despacho.

Seguía siendo débil, pero al mismo tiempo era más yo, más puro. Simplemente Biel... ese volvía a ser yo.


El domingo estaba llegando a su fin. Marcos llegó pasadas las ocho al apartamento que compartía con Hernán Alonso en el ensanche de Barcino. Entró discretamente, cerró la puerta y dejó las llaves en la repisa del recibidor. Cuando echó un vistazo al salón el corazón le dio un vuelco. Hernán estaba rodeado de paquetes y maletas.

Marcos quedó helado:

–¿Hernán...? ¿Qué haces...? ¿No estabas con tus padres y los míos en Prunella?

El pelirrojo se dio la vuelta. Estaba guardando papeles en una caja, sobre el escritorio. El chico tragó saliva y se metió las manos en los bolsillos traseros de sus vaqueros oscuros. Vestía un jersey de lana azul marina:

–Marcos, yo...

–¿Qué coño estás haciendo, Hernán? –volvió a preguntar Marcos, palplantado en el arco del recibidor al salón, con el rostro tensionado y el ceño fruncido.

Hernán Alonso guardó silencio por unos segundos, casi sin poder mirar a su prometido. Ladeó confusamente la cabeza.

–Me voy, Marcos.

–¿A dónde? ¿Qué...? ¿Cómo...? ¿Qué me estás contando? –tartamudeó el futbolista.

–Tengo que irme, Marcos. Vuelvo a Bilbao con mis padres en el avión de la medianoche. Volvieron a Barcino al mediodía. Me esperan en el hotel para irme con ellos.

Marcos encogió sus hombros y abrió sus manos, sin dar crédito a lo que oía. Picaron al timbre. Se sobresaltó.

–Es el mozo de mudanza, estaba a punto de llegar –señaló a Marcos. Pero Marcos no se movió.

Hernán fue a abrir la puerta, y entró el mozo y su ayudante a cargar un buen número de cajas de libros y de ropa, maletas y... en fin, todo el pequeño universo material de Hernán Alonso, 30 años, alto, barbudo y pelirrojo... ¿en busca nuevamente de la soltería?

–Hernán, yo... –balbuceó Marcos–. No entiendo nada, ¡para! ¡¡para!! –Marcos agarró a su novio del brazo, pues entregaba cajas y material a los mozos de mudanza.

–Marcos, no es momento... –zanjó Hernán, mirando a los empleados que entraban y salían con rapidez.

Marcos se llevó las manos a su frente y a su cabello, nervioso y sin dar crédito a lo que estaba viendo.

En menos de cinco minutos los mozos salieron del apartamento con toda la carga de Hernán.

–Hernán, por favor... dime por qué. ¡Dímelo!

Hernán bajó el rostro, dejó caer la mirada al suelo. Se miró su mano derecha, resiguió su anillo de prometido con sus dedos.

A Marcos una estaca se le clavó en el corazón, observando el lento pero decidido gesto de Hernán.

–Yo... –dijo el pelirrojo–. Al principio de nuestra relación pensé que no podría competir contra una novia muerta. Pero... he descubierto que contra lo que no puedo competir es contra un primer amor... vivo.

El escritor alzó la mirada, con firmeza, hacia Marcos. Se sacó el anillo de prometido que Marcos le había regalado un sereno día de enero, en el paso definitivo hacia su nunca celebrada boda. Alzó su brazo, con el anillo entre los dedos de su mano izquierda, y se acercó lentamente, tristemente, hacia Marcos, que lo tomó entre sus dedos como pudo, trastocado y pálido.

–Han sido los mejores cuatro años de mi vida, Marcos. Pero no puedo embarcarme en los cuarenta siguientes más infelices, junto a un hombre al que amo pero que no puede amarme...

–No digas eso, Hernán –Marcos ahogó su llanto, cabizbajo, avergonzado, incapaz de mirar a su hasta ahora prometido.

–...ojalá pudiera volver atrás y cambiarlo todo, y decirte aquel día en que empezamos a salir juntos y me contaste toda la verdad sobre Sandra y Biel... ojalá te hubiera dicho "Marcos, vuelve a Barcino y busca a Biel. Y acaba con tu sufrimiento".

–No sigas, Hernán... –Marcos cerraba los ojos, aprisionando las lágrimas y la tensión que revolucionaba su cuerpo y su mente.

–En el fondo siempre lo he sabido... Ojalá encuentres la felicidad, Marcos. Yo debo buscarla por mi cuenta.

Hernán avanzó unos pasos, dispuesto a abandonar por última vez el hogar común de ambos.

–Hernán, por favor, no te vayas... no me dejes solo... –las primeras lágrimas comenzaron a correr por la mejilla de Marcos, el hombre que nunca lloraba, el hombre que incluso en el día del funeral de Sandra Smith, destrozado y hundido, había mantenido una mirada de hielo, impertérrito y perdido– No me dejes solo... –sollozó como un niño.

–No estarás solo, Marcos... No estamos solos en esta vida... –dijo Hernán, a la altura del rostro de Marcos–. Ahora empieza nuestro camino más difícil. Ser, en verdad, nosotros. Te quiero... Sólo puedo decirte esto e... irme.

Y sólo pudo acariciar levemente su brazo con su mano. Dejándolo tras su espalda, avanzando decididamente hacia la salida del apartamento, para siempre. Marcos se mareó, reclinó su espalda contra la pared y se arrastró hacia el suelo, descendiendo levemente hacia él doblando sus piernas y echándose a llorar desconsoladamente como jamás en la vida había hecho, con la mano en el pecho, que le daba severos pinchazos.

La vida, como la muerte, es un tránsito en el que la oscuridad de los recuerdos nos persigue a cada vuelta que damos. Inquietante es el hecho, sin embargo, que tanto en la vida como en la muerte nuestro gran miedo es... el miedo a la soledad.

CONTINUARÁ...