Biel & Marcos (6) Flashback

Simplemente Biel: el reencuentro. "Él había conocido en aquellos años la profundidad de su condición sexual y de su cuerpo, así como las promesas que duraban lo que duraba la noche y el ardor de dos cuerpos dándose placer el uno al otro".

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Cuando era pequeño mi madrastra Marina me explicó una leyenda conmovedora: la vida y el ocaso de Stin McMill. En esa historia, un joven y guapísimo bailarín se enamoraba de una deslumbrante escultura del museo de la ciudad, un impresionante y esbelto atleta griego con mirada penetrante. McMill soñaba con encontrar al hombre que creía que vivía en la eterna inspiración de la escultura y, durante largos años, bailó y regaló coreografías llenas de pasión y entrega absoluta al efebo de mármol. McMill bailó y bailó... y su portentoso y juvenil cuerpo fue envejeciendo frente a su amor platónico. Pero la fuerza con que bailaba frente a él... jamás desapareció, hasta su ocaso en la vejez.

«Marina, ¿pero cómo un hombre puede enamorarse de una escultura de otro... hombre?», pregunté a Marina, siendo yo un niño, mientras ella me explicaba pacientemente la historia. Si mi padre nos hubiera escuchado, con Marina presentándome por vez primera el amor homosexual como concepto, ¡nos hubiera matado...!

«El amor no entiende de fronteras», respondió ella. Cada baile frente al atleta desnudo era un acto de entrega y amor. Una cópula trascendental. Todo el sudor que el efebo no podía darle emanaba de la porosa piel de Stin McMill... La conclusión de Marina era firme: «En el amor, como en la vida, sólo las buenas intenciones sirven, todo lo demás no nos lleva a amar o... a ser amados».

Pero, en aquel invierno de 2011, volviendo al presente de entonces, mi vida no se veía acompañada por el amor que yo, un joven de 25 años en la flor de su juventud, deseaba tener. En el amor, como en la vida, las sombras invaden los sentimientos y las almas más puras contaminándolas de... miedo y... venganza.

Amanecí entre los brazos de Héctor, recostado sobre su pecho desnudo. El vello castaño de sus pectorales y de su abdomen era mi más cálido refugio. Era un tío guapísimo. Un gigante de 24 años, con brazos y piernas de dios del Olimpo futbolístico. Con su piel oscurecida, pero sin perder los rasgos occidentales de su origen medio francés y, a la vez, esa herencia turco-musulmana que habitaba en su natural fuerza bruta y en la fogosidad con que me dominaba sin parar, pero sin renunciar nunca a la ternura del grandullón. ¡Era bruto y dulce a la vez! Me aparté de su pecho y lo miré silenciosamente, mientras él dormía, escuchando su respiración.

Un leve ronquido... Me apaciguaba tanto mirar a Héctor mientras dormía...

Dormía como Hércules en su lecho, despreocupado y feliz tras una noche movidita y bien fogosa conmigo, en nuestro dormitorio. Acaricié su flequillo castaño, revuelto y espigado, pasé mi mano por su frente, reseguí sus cejas oscuras y su nariz marcadamente griega y pasé mi dedo pulgar por sus dulces labios...

Mis caricias lo despertaron:

–Buenos días, Biel... –me regaló entreabriendo los ojos–. Ojalá siempre me despertaran así... acariciándome.

Con mi otra mano rozaba las líneas de su brazo fortachón. Héctor alzó sus manos tras mi espalda desnuda y me acarició el cabello:

–¿Estás bien? –me susurró.

Asentí con la cabeza, sonriéndole. Habíamos tenido una noche especialmente intensa. La libido de Héctor estaba tremendamente desatada y habíamos estado metidos en la faena hasta bien entrada la madrugada.

–Pero... –le esbocé– no te creas que vas a cabalgarme como anoche tan a menudo, grandullón... ¡Que uno tiene que trabajar!

Era lunes por la mañana. La tarde anterior Héctor había tenido partido en Barcino, un apoteósico match en que él había marcado dos de los cuatro goles que el Galaxy metió en la portería contraria. Un partido de oro para nuestro club. Para Héctor... había sido su mejor jornada desde su llegada al Olympic Galaxy. ¡Dos goles en un intervalo de menos de 15 minutos! La afición había quedado desbocada... y él... ¡él sí que estaba desbocado! Porque cuando los dos llegamos por la noche a Sant Joanet, saliendo del Olympos Stadium, sólo supo acercarse a mí y con sus manos juguetonas buscarme, buscarme, buscarme y... buscarme hasta conseguir desnudarme y hacerme suyo. Aquella última noche él era el rey. Y yo su más entregado súbdito. Era tanto el ardor y, a la vez, el amor que quería darme, que era absolutamente irresistible para mí. Y... así amanecimos, a la mañana siguiente.

Salté de la cama y fui a ponerme el albornoz negro y las zapatillas. Frente a mí, en una repisa de la ventana a un lado de la cama, vi la invitación a la boda de Hernán y Marcos. «26 de marzo de 2011», volví a leer la fecha. Un punto de no retorno. Después de todo... Marcos y Hernán... iban a casarse y yo debía continuar con mi vida.

Héctor salió del edredón y, con su natural exhibicionismo, paseó desnudo hasta mí, cogiéndome entre sus brazos por la espalda y absorbiendo cada centímetro de piel de mi cuello:

–No pienses más en ello, Biel... –me envolvió en sus brazos.

–No lo hago –dije, cortante, devolviendo la caja de la invitación a la repisa.

Pasé mi mano hacia atrás, tomando la mejilla de Héctor y besándolo. Me metió la lengua hasta el fondo...

–Gracias por estar aquí... –le dije.

Héctor, solapado a mí por detrás, me devolvió el agradecimiento con un sonoro lengüetazo en toda la boca y, agarrándome desde la espalda, bajó sus manazas a mi cintura y me desabrochó el albornoz...

–Estaba pensando que tú y yo... –me dijo, picarón, marcando su sonrisa blanca en su tez acaramelada.

–¡No, Héctor!

–Venga, Biel... –y empezó a besuquearme el cuello, y luego resiguió la erogénea línea que va del hombro a justo detrás de la oreja. ¡Buf! Eso me ponía bien perro...

–Héctor, ¡para!, son las ocho de la mañana... En dos horas tengo que estar en la universidad –y venga mordida en el lóbulo de la oreja–. Que tú los lunes libres en los entrenos hasta el mediodía no quiere decir que el resto no tengamos que volver a la faena...–y venga gruñido en el cuello– Va, venga, déjame ir a la ducha...

Héctor hacía caso omiso:

–Precisamente, porque vas a la ducha... Vamos a meternos tú y yo dentro...

–¡¡Héctor!!

–Ni te imaginas lo que puedo hacerte allí adentro... –Héctor me ponía a cien cuando me susurraba con sus labios pegado a mi oreja, mientras me acariciaba el leve vello bajo mi ombligo–, ¿no te apetece, eh...? Lo estás deseando, Biel... –preguntaba y se respondía a sí mismo, cachondo.

Tenía su verga empalmada medio encajonada entre mis nalgas. A ese paso me iba a hacer el amor ahí mismo en cuestión de segundos...

–Venga... –Héctor buscó mis labios, resiguiendo los suyos por la línea de mi mentón, absorbiendo cada centímetro de mi piel.

–Héctor... Héctor...

–Tienes tiempo de sobras hasta las 10... –y bajaba sus manazas a mi verga semierecta, tomando el cimbel en su palma y masajeándolo–. Y más si es para que te haga una vez más el amor... Déjame cogerte, Biel...

Tiempo de sobras... ¡Valiente afirmación! ¡El tiempo parecía detenerse junto a Héctor Dalahari! Mi mejor amante, amigo y confidente. La persona que más me había comprendido, y la persona que más se había colgado de mí. ¿Y qué era yo para él? En su apogeo futbolístico, yo era aquella persona que llenaba sus expectativas y sus anhelos en su privacidad, fuera de los focos y la fama. Él me decía que cada vez todo le iba mejor gracias a mí, estando a su lado...

Mañana de lunes. Día soleado de finales de febrero. Primavera anticipada...

A varios kilómetros de la casa de la playa en Sant Joanet, en el corazón urbano de la ciudad, dos hermanos se reencontraban tras un largo tiempo sin verse.

–¡Marcos, aquí! –Isabela Forné alzó su mano al ver entrar a su hermano Marcos en la cafetería del Real Club de Polo, en el centro de la ciudad.

Marcos, enfundado en una cazadora tejana y con una camiseta de algodón negro, radiante y brillante, sonrió y se dirigió de inmediato al centro del precioso salón modernista de esa selecta y snob institución.

–¡¡ISABELA!! –gritó a su hermana mayor, y se abrazaron largamente. Llevaban meses sin verse.

Isabela Forné, 37 años ya, madre de dos niños y atenta hermana de Marcos, había emigrado unos años atrás a Qatar con su marido Gerard, donde trabajaba para una importante multinacional.  Desde entonces, apenas veía a su hermano en ocasiones muy puntuales, alguna Navidad y algún mes de agosto en casa de Roderic y Joana, los encantadores padres de ambos hermanos.

–¡Dime! ¡Cuéntame! ¡Habla! –exclamó Marcos, emocionado, tomando asiento en la mesa– ¿Cómo están Joana y Gerard? ¿Se acuerdan de su tío? Si viera a la pequeña, ya no la reconocería...

–Desde luego que no la reconocerías... ¡¡Tu sobrina Joana va a cumplir 10 años ya!!

–Me tomas el pelo –respondió Marcos–, ¿¡tanto tiempo ha pasado ya!? Tengo la sensación que celebrábamos su octavo cumpleaños hace dos días y, ¡demonios!, ¡ya le falta menos para ser una mujercita!

–Jajaja... Para desgracia de esta pobre madre, así es... Y Gerard está en la edad tonta ya... ¡12 años...!

–Quién los tuviera... ¡La edad del pavo! –sonrió Marcos–. Respondiendo mal a todo y queriendo ser grande sin serlo... ¿me equivoco?

–Tus sobrinos te echan tanto de menos, Marcos... YO te hecho de menos... –Isabela posó su mano sobre la de su hermano–, pero por suerte tenemos... una boda a la vuelta de la esquina. Están deseando que llegue para volver a veros a Hernán y a ti. ¡La boda! ¡Dios mío, Marcos! Aún no me lo creo...

La esbelta Isabela Forné lo dijo con una enigmática sonrisa de oreja a oreja. ¡Sí, una boda!

–Sí, la boda... –expiró Forné, medio sonriente, medio fatigado–, ¡no sabes qué complicado es organizarlo todo!

–Me lo vas a contar a mí. Ya hace trece años de la mía... Pero bueno, siendo una boda gay, ¿será sencilla, no? –bromeó Isabela, dando un pequeño golpe de puño en el brazo cruzado de su hermano.

–¿Sencilla? ¡Cómo se nota que no apareces por Barcino últimamente! Va a ser la boda del año en la ciudad... ¡El alcalde casándonos en el mirador del Olympos Stadium y después banquete en la campiña! Ni te imaginas lo que nos va a costar... –y se echó a reír con Isabela a carcajada limpia–. A pesar de todo...

Isabela miró con dulzura a Marcos, con el profundo color verde de sus ojos, tan característicos de los Forné, y con su imponente y elegante figura, siendo mucho más alta que su hermano el cual, con su 1,75 m de estatura, en ese terreno no era nada del otro mundo. Porque, realmente, Forné, fuerte y complejo, era el "Vigoroso dios de proporciones humanas" que había citado tantas veces la prensa.

–Dímelo –soltó Isabela.

–A pesar de todo, Isabela... tengo tantas ganas de hacer realidad esto... Hernán, Hernán es...

–Tengo muchísimas ganas de conocerlo más en profundidad, ¡mucho más de lo poco que lo conozco ahora! Sé que cuando sea mi medio hermano lo podré hacer y sé que él va a ser un excelente tío para sus nuevos sobrinos.

–Sí... –suspiró Marcos, con la mirada brillante.

Pidieron un té y un croissant. La gente entraba y salía de la elegante cafetería-restaurant del club de polo. Marcos había citado allí a su hermana porque estaba hasta las narices de quedar con gente en cafeterías de la Rambla de la ciudad y ver a los fotógrafos agolparse al otro lado del cristal, en la ventana. Ahí estaban dentro de un espacio exclusivo y privado, sin prensa, un lugar que Marcos había odiado en otros tiempos, por lo que representaba de elitista y altanero, pero que ahora constituía un refugio perfecto en una época en que la prensa y los paparazzis no dejaban de seguirlo a él y a... Hernán Alonso.

–Hay una cosa que hace tiempo que tengo que pedirte, hermano –soltó Isabela tras sorber su taza de té.

–Suéltalo. Soy todo oídos –Marcos se recostó en la butaca.

–Nunca me has contado cómo os conocisteis tú y Hernán...

Marcos hizo una mueca de ignorancia, divertido y burlón:

–¿No lo hice...?

–¡No!

–Sí, mujer, hace dos Navidades... ¡Venga, lo recuerdo! Te lo conté...

–Eso se lo contarías a papá y mamá cuando les presentaste al bueno de Hernán. Pero a mí... no.

Marcos se hizo el misterioso. Esa era una buena historia.

–¡No tienes nada que hacer hasta el mediodía así que... cuéntalo todo! –exclamó Isabela, juguetona y ávida del cotilleo familiar.

–Esa sería una gran historia por escuchar –dijo una voz ajena, arroncada y anciana, con cierta e impasible frialdad.

Mercedes de Granados había aparecido detrás de Marcos, bien alzada sobre su bastón de piedra de jade negra, cubierta de un chal de visón oscuro. ¡Mujer entrometida!

–¡Doña Mercedes! –balbuceó Marcos, que se levantó para rendir cortesía a la anciana–. No sabía que era usted socia del club de polo...

Mercedes miró a Marcos patidifusa, sin dar crédito, con la boca entreabierta:

–¿De veras...? –respondió ella.

–Así es –dijo Marcos, con fina ironía.

–La familia de mi marido fue una de las fundadoras de este club de polo en Barcino, hace más de cien años, ¡¿cómo diablos no voy a ser socia?!

Y miró alrededor del gran salón de la cafetería, con aire despectivo:

–¡¡Camarero!!  ¡¡Mozo!! Acérqueme esa butaca a la mesa de estos jóvenes... –la viuda entró en acción. Se acercó un camarero y movió una butaca negra de la mesa de al lado a la de Marcos e Isabela que, atónitos, contemplaron la escena. ¡La mujer iba a sentarse con ellos!

Cuando le pusieron la butaca Mercedes se sentó con elegancia y sonrió a Isabela:

–Usted es, desde luego, la hermana de Forné.

–Isabela, sí. Un placer... ¿doña Mercedes?

–Isabela te presento a Mercedes de Granados –Marcos salvó la situación con la mínima buena educación que pudo sacar de tan embarazosa sorpresa.

Mercedes de Granados. Su nombre y apellido no merecía más presentación. Isabela ató todos los cabos y abrió sus ojos como platos.

Forné volvió a recuperar su asiento. Él y Mercedes eran viejos conocidos, desde aquella difícil jornada en el gimnasio de la Ciudad Deportiva del Olympic Galaxy en que Mercedes fue a buscarlo para... exigirle que volviera con su nieto [SUCEDIÓ EN EL CAPÍTULO XII de la PRIMERA PARTE: http://www.todorelatos.com/relato/97210/ ].

–¿Y bien...? –inquirió la anciana, manteniendo sus manos sobre su bastón–. Yo también quiero escuchar esa increíble, fascinante, emocionante y, no me cabe la menor duda, reprobable historia suya con el escritor...

–¿¡Reprobable!? –exclamó Isabela, contrariada. La situación era cómica y surrealista a la vez.

–Isabela... –respondió Marcos, mirando de refilón a la anciana–, según creo intuir, doña Mercedes no aprueba a Hernán...

–¿¡Y por qué debería hacerlo!? –preguntó la hermana, aún más contrariada, clavando su vista en Mercedes–. ¿Me he perdido algo o usted, señora, no pinta nada en las decisiones de mi hermano?

–¡Pinto todo! –respondió Mercedes, airada–. Mujer, usted no sabe quién soy yo... No acabé aceptando la homosexualidad de mi nieto Biel como para que el mejor candidato posible que tuvo para su corazón acabe con un escritor quintacolumnista, querida.

"Un escritor quintacolumnista...". Isabela se echó a reír, toda aquella situación la desbordaba. Surrealista...

–Doña Mercedes, es usted tan ácida y acusadora... –respondió Marcos–. Aún no es capaz de entender que la gente continúa con sus vidas y toma sus propias decisiones. En cuanto a Hernán... Hernán...

Manchester, noviembre de 2007

Tres años atrás...

Riiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiing.

El teléfono sonaba impertinente. Su timbre era desagradable en aquella fría mañana de noviembre.

Riiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiing.

La luz del día nublado penetraba por la cortina, desvelando el cuerpo desnudo de Marcos, tumbado boca a bajo, con la espalda y el culo descubiertos, con la sábana enredada entre sus poderosas piernas.

–¡NO, calla! –Marcos gritó al teléfono. Había sido una noche de desenfreno y no quería oír a nadie más...

Riiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiing.

Volvió a tumbarse y a tapar su cabeza con la almohada para no escuchar el lastimoso timbre del teléfono.

–¿No vas a cogerlo...? –susurró una voz de hombre, junto a Marcos.

Marcos sacó su cabeza de la almohada y, con los ojos entrecerrados, vio desnudo, junto a él, al chulazo con el que se había ido a la cama la noche anterior.

–¿¡Pero no te habías ido, tío...!? – exclamó Marcos.

Se levantó de golpe de la cama y descolgó el dichoso teléfono.

–¡SÍ! –gritó al interlocutor.

–¿Marcos?  –era la voz de su representante, Enrique García, al otro lado del teléfono– ¡Oh, te he despertado!

–Sí, y no sabes de qué pesadilla lo has hecho... –zanjó Marcos, mirando de refilón a la cama, donde el anónimo chico desnudo se desperezaba irguiendo sus brazos. ¡Qué brazos...! Pese a lo molesto de encontrarse por la mañana con el último putón de la larga lista de tíos a los que venía tirándose desde su llegada a Manchester, la verdad es que Marcos podía recrearse con el buen gusto que se gastaba con los tíos. Aquel anónimo chiquillo era guapísimo...

–¿ESTÁS AHÍ? –preguntó Enrique desde el otro lado del teléfono.

–Sí, perdona, estaba distraído... –respondió Marcos, sin dejar de mirar al chulazo que ahora, para más inri, se meneaba la polla... ¡en su propia cama!

–Te llamaba para avisarte que han cambiado la hora de la entrevista con el Times . La tienes dentro de una hora en Gronvehall Square.

–¡¡Dentro de una hora!! Joder, Enrique. ¿¡Y me avisas ahora!?

–¡Oye, a mí no me eches la culpa! Mira tu celular, que llevo toda la mañana, desde las 6 como mínimo, mandándote mensajes. ¿Dónde demonios estás?

–En mi apartamento –respondió, frío, mirando de reojo al chulazo de la cama. ¡Se estaba pajeando delante de sus morros!

–Pues arréglate rápido y bien guapo que en una hora tienes al periodista y al fotógrafo en Gronvehall Square. No hace falta que te diga que es una entrevista muy importante. Que es el Times , tío.

–Ya, ya... Sí, entiendo... –repitió Marcos–. No te preocupes, en una hora estaré allí. Gracias, Enrique.

Y colgó el teléfono en la mesita de noche, clavando ahora su mirada en el vergajo del chico de piel blanquecina pero de poderosas líneas y masa muscular, zumbándose la herramienta de su entrepierna:

– Discúlpame –dijo el chaval con un hilo de voz de niño pijo–, tengo por ritual pajearme a base de bien cada mañana. Si no me corro con mi leche por la mañana, no soy capaz de afrontar el día...

"Aaaaahm", suspiró mentalmente Marcos. Otro niñato más que desfilaba por su cama.

–¿Me ayudas? –soltó el chico con una sonrisa pícara, mordiéndose el labio inferior mientras se masturbaba con una mano y se pellizcaba las pelotas con la otra.

Marcos lo miró atónito y se dio media vuelta para abrir su armario y buscar un buen conjunto para ir a la entrevista con aquel dichoso periódico.

–¡Desde luego que no! Ya puedes ir largándote de mi casa y haz el favor de no correrte más en mis sábanas... –la voz de Marcos era fría y mecánica.

El chaval detuvo su acción, con la frente y el torso sudoroso, y miró conmovido a Forné:

–Pero... yo... pensaba... que... anoche...

–Dime, chico, ¿qué edad tienes? –preguntó Marcos, sacando ropa y más ropa del armario, de espaldas a la cama y sin mirar al chaval.

–22 años...

El chaval era bien guapo. Una criaturilla de gimnasio y natación, de 1,80 de estatura, pelo rubio y ojos azules. Cien por cien british.

–¿Y no deberías estar en la universidad a esta hora? ¿Estudiando? ¿O haciendo algo de provecho...?

–No estudio, soy nadador profesional en un club de natación de la ciudad. ¡Te lo conté anoche!

"Anoche...", pensó Marcos... Iba demasiado empinado y con un puntillo de alcohol como para procesar tan intrascendente información.

–¿Y tu nombre era...? –preguntó Marcos, siguiendo rebuscando dentro del armario.

–¡Danny! ¡¡Ya te lo dije, tío!! –el chico estaba decepcionado.

El joven efebo abandonó su postura, recostado en el almohadón de la cama, y se puso de rodillas en la cama, abatido.

Marcos se dio la vuelta y clavó sus ojazos verdes en el chaval:

–Óyeme, Danny. Seguramente tú y yo nos lo pasamos en grande anoche... no me cabe la menor duda...

–Marcos...

–...pero tengo que irme en cuestión de minutos y no me gusta tener a desconocidos en casa... ¡Coge tu ropa y lárgate!

–¡Já! ¡Desconocidos, dice...! No te parecía un desconocido mientras anoche me follabas sobre la encimera de tu cocina, ¡cabrón!

Y se cruzó de brazos, enfadado.

–Danny, cariño... –Marcos, en modo paternal, se acercó a la cama, se sentó y tomó la barbilla del joven–. ¿Qué te creíste anoche? ¿Qué porque filtreamos con la mirada en aquel pub y luego fuimos anónimamente hasta los lavabos, nos enrrollamos, y luego te montaste en mi coche rumbo a este apartamento para follar y follar, vamos a tener algo más...?

El chico tragó saliva, avergonzado y sonrojado.

–¿Y eso lo haces con todos los tíos...? –soltó Danny– ¿Esa es la vida de un futbolista armariado...?

Marcos miró a lo lejos, a su armario de la habitación. Cuántos secretos escondía...

–¿No crees que algún día te vas a llevar algún susto? –el chico siguió con su interrogatorio lleno de moral.

–¿¡Un susto!? –preguntó Marcos, contrariado.

–Si eres así con todos los tíos, de "aquí te pillo, aquí te mato", que no te sorprenda que un día alguno de ellos salga en algún panfleto sensacionalista contando tus... inclinaciones y tus gustos más calientes... ¿Me entiendes...?

–¿Sabes una cosa, Danny? –soltó Marcos, clavando su manaza en el muslo desnudo del chico–. A mí me importa una mierda que sepan que Marcos Forné es gay. Porque es lo que soy. Lo que sí me importa ahora es que cojas tu ropa del suelo, te vistas, y vuelvas a tu casa. ¡Tengo que irme en media hora, joder!

Marcos, furioso, se levantó de la cama. Estaba profundamente amargado. Llevaba una vida triste y errática. Desde que volvió a Manchester, una vez más, en agosto de 2004, para comenzar una nueva temporada con el club que lo había aupado desde los 16 hasta los 23 años, sus años más felices junto a Sandra Smith, desde que allí volvió... todo eran frivolidades. Del estadio de fútbol a la discoteca, de los pubs a los vestuarios y de los entrenamientos a la soledad (acompañada o no) de su dormitorio. Marcos había conocido en aquellos tres años la profundidad de su condición sexual y de su cuerpo. Las infinitas posibilidades tanto de su condición como de su cuerpo. Se había acostado con docenas de tíos. Había conocido lo que era hacer un trío, o follar desesperadamente a alguien en los lavabos de un pub como si se escapase allí el último minuto de su miserable vida. Había conocido en profundidad su cuerpo y, a la vez, la lujuriosa y -al mismo tiempo- peligrosa complejidad del cuerpo de un hombre. Se miraba al espejo y... no se reconocía. Marcos Forné, 28 años, el mejor delantero de su generación en toda Europa, máximo goleador de la Premier League británica y, sin embargo, un cuerpazo esculpido a base de mentiras y placeres efímeros. De falsas promesas de afecto, que duraban lo que duraba la noche y el ardor de dos cuerpos dándose placer el uno al otro.

No se reconocía... porque desde que Sandra murió y yo, Biel de Granados, lo abandoné, nada había vuelto a ser igual para él.

Una hora más tarde, Marcos cruzaba el hall de las galerías de Gronvehall Square, con un atrio modernísimo de columnas rojas y unas mesas de cafetería exterior perfectamente acondicionada. Vio una mampara de fotógrafo profesional junto a unas mesas. Allá donde estaban los focos, allá estaba su miserable destino.

El periodista y el fotógrafo lo vieron llegar a lo lejos. Deslumbrante. Tejanos oscuros y americana negra como la noche, camisa blanca desabotonada. Era un tremendo varón medio descamisado con el mínimo y preciso porte de elegancia. Lo que, más allá de los estadios y los goles, lo había hecho famoso en el mundo de las celebrities. Guapo, con buen gusto, con buena voz y palabras... Ese Marcos hecho personaje es el Marcos que él mismo había odiado toda su vida. Pero Marcos Forné estaba en ese punto... ¿de no retorno?

Entró en el atrio de Gronvehall Square y se quitó sus gafas de sol mientras caminaba con seguridad. Mostrar fuerza y temple, aunque todo sea fachada, es otro requisito imprescindible de alguien que ha construido el mayor personaje de su vida.

–Buah –suspiró el entrevistador, viendo a su entrevistado llegando a lo lejos–. Me temo que va a ser otro chuloputas del Manchester United con aire ibérico...

A los pocos segundos, Marcos estaba junto a ellos dos.

–¿Sóis los del Times ?

–Nosostros mismos –respondió un joven periodista–. Te presento a Lawrence, nuestro fotógrafo. Yo soy Hernán Alonso –estrechó su mano.

Marcos clavó su mirada en la serena presencia del entrevistador. El tal Hernán era algo más joven que él, tendría unos 26, un par de años menos que él. Era bien alto, medía 1,83 y lucía un perfecto cabello pelirrojo oscuro con una barba de algunos días pero delicadamente recortada.

–¿No eres muy joven para trabajar en el Times ? –sonrió Marcos, sin atisbo de impertinencia.

–Lo suficiente como para entrevistar a gente como tú –respondió Hernán, a quién sí que le molestó la pregunta.

Marcos parpadeó, avergonzado. Miró a su interlocutor. Se fijó en sus preciosos ojos. Suavemente oscuros, eran el contrapunto perfecto a su tez más clara.

–Discúlpame... ¿Hernán...? Sí... Esto... Era una broma simpática...

–Ya... ¿Comenzamos? –dijo Hernán, señalando a su entrevistado la silla de aquel rincón-cafetería del atrio-hall de Gronvehall Square. A aquella hora de la mañana apenas había gente comprando por el lugar...

Marcos obedeció y se sentó.

–Y sí... soy joven. Tengo 26 años –dijo, de repente, Hernán. Orgulloso.

Marcos apretó los labios y disimuló la risa.

–Hace siete años comencé mi carrera como escritor. He publicado poco en inglés y mucho en español. Y ahora colaboro con el Times haciendo entrevistas a personajes célebres de nuestra sociedad...

Marcos se acomodó la americana, algo incómodo en la silla, y tosió.

–¿Yo soy una celebridad?

–Eres el capitán del Manchester United y has ganado varias Ligas para tu club. Lo eres.

–No sabía que no eras inglés... –Marcos dedujo, por el acento de Hernán.

Hernán bajo la vista, algo molesto por un entrevistado que iba por libre y hacía sus propias preguntas... ¡sin haber comenzado aún la entrevista!

–Nací en Bilbao –dijo Hernán, ruborizado–, comencé mi carrera en Barcino, buscando a mi primer editor y hace cinco años probé suerte en Londres... Me han ido bien las cosas... pese a lo joven que soy –dijo con rentintín.

–¡Barcino! –suspiró Marcos– Nuestras vidas tienen muchos puntos en común...

Marcos ya se encontraba más cómodo y relajado:

–Disculpa mi ironía, amigo. Es... –Marcos se rascaba la ceja, algo avergonzado–... casi patológica.

Hernán sonrió. Eso le gustó a Marcos.

–Eres el entrevistador, adelante con las preguntas.

–Bien... Lawrence te irá haciendo fotos mientras hablas. Comencemos, pues...

Estuvieron una media hora charlando de todo, sobre su momento profesional en el Manchester, sobre su papel en el equipo y sobre cómo el fútbol ayuda a las personas a superar retos y creer en proyectos colectivos. También comentaron la importante dedicación humanitaria de Marcos Forné y sus campañas con la Unicef. Era el icono deportista de la lucha contra la pobreza infantil. Aparentemente... un hombre perfecto.

–Bien... –zanjó Hernán–, creo que tengo todo lo que quería saber...

–¡Perfecto! –exclamó Marcos con cara de niño satisfecho con ganas, no obstante, de irse ya.

–Aunque...

Hernán interrumpió el gesto de Marcos, que iba a levantarse ya de su silla.

–¿Sí...?

–Mi vocación de escritor, de cazador de vidas, me impide no dejarte ir sin... Esto es para una columna-entrevista del Times , cierto,  y todo será extremadamente correcto y británico, periodísticamente hablando. Pero llevo días preparándome esta entrevista contigo, estudiándome tu vida y no puedo...

Marcos se inclinó hacia su interlocutor, con las manos entrecruzadas:

–¿Qué quieres preguntarme, Hernán Alonso?

El recital de su nombre y apellido fue inquisidor.

–Desde un punto de vista argumental tu vida es... increíble. Fuiste un niño prodigio del fútbol con apenas 11 años. A los 16 años te separaron de tu familia para hacer tu gran carrera en Inglaterra. Vuelves a tu hogar, al Olympic Galaxy, de donde saliste adolescente, vuelves como adulto, y junto a tu compañera... Y... ¿Cómo has podido con todo lo vivido en estos años?

Hernán se había adentrado, definitivamente, en un terreno de intimidad. Un muro que no le sería fácil de franquear ante un Marcos... a la defensiva.

–¿Qué coño me acabas de preguntar? –dijo el futbolista, airado.

–Perdón, yo... –tartamudeó Hernán, confuso– creí ver cierta confianza en nuestra conversación... –explicó, apelando al tono distendido y dulcemente agradable en que se había desarrollado la entrevista.

–Te conozco de hace menos de una hora y me preguntas por mi exnovia muerta... Qué caradura –Marcos apartó la mirada, dirigiéndola al vacío, y se dispuso a levantarse.

–No te pregunto por esa chica, sino por ti y tus sentimientos, tus aspiraciones, tus... anhelos. Me interesa el corazón de las personas. Más que los personajes...

Marcos se levantó, disgustado:

–Ya he oído bastante. Si quiero que me entrevisten visceralmente ya pediré a mi agente que me busque a un periodista de cualquier panfleto sensacionalista. ¿¡Pero el Times !?

Hernán no comprendía como ese hombre pasaba tan rápidamente de la dulzura y la cálida atención a la ira y el disgusto.

–Discúlpame –Hernán, duro, se justificó–, creo que no he cruzado ninguna línea éticamente hablando...

–Éticamente, dices... –Marcos hacía aspavientos.

–No, en absoluto. Así que baja de esa nube en la que vives aislado en tu deslumbrante individualismo y respeta mi trabajo.

Marcos calló y clavó sus ojos verdes, prendidos por el fuego del infierno, en Hernán, que lo miraba sereno y relajado.

–Tengo que irme –contestó Marcos, más tranquilo, como reaccionando avergonzado a su súbito ataque.

Dio media vuelta y abandonó el lugar. Hernán se lo quedó mirando mientras el esbelto deportista desaparecía a lo lejos a paso ligero:

–Menudo mal humor gasta –comentó Lawrence, el fotógrafo, detrás de Hernán y recogiendo su cámara–. Si le llego a decir que soy del Chelsea, ¡nos mata! Jaja...

–No... –dijo Hernán, serio,  mirando a lo lejos–. Es que guarda grandes contradicciones en su interior...


Las semanas pasaban y Marcos estaba ahí, perdido en su desierto de sentimientos. Llegó a sentir que cuando marcaba un gol apoteósico... él era incapaz de escuchar los gritos de la afición. Su corazón había ensordecido. Fue a primeros de diciembre, con una fría lluvia cayendo sobre su cazadora marrón, cuando corrió a refugiarse desde el cercano parque de su barrio a su casa. Cerró la puerta  del apartamento con un golpe y se apoyó contra la pared, casi sin aliento. Sentía que se le iba toda el alma por la boca y que su corazón latía muy débil. Se reclinó torpemente en la barandilla de madera de la escalera que subía al desván del apartamento y fue lentamente avanzando, apoyada en ella, con la otra mano en el pecho, flaqueando. Sentía un terrible bajón y le fallaban todas las fuerzas. Llegó al desván, con un enorme ventanal en la bajante del tejado. Se sentó en el suelo, con las piernas cruzadas, y miró a través del cristal. Cada gota de agua que caía era una punzada en su roto corazón. Miró a lo lejos, a la ciudad fría que le acogía en su soledad. "No te muevas, no sientas, no hables". Se sentía preso de la soledad, sin la caricia o el abrazo amigo de alguien verdaderamente cercano a él, con la familia a miles de kilómetros. Y entonces... el llanto. El llanto en un hombre que nunca lloraba.

Llevaba aún puesta la cazadora, acurrucado en el suelo, y buscó su teléfono en el bolsillo. Buscó en la agenda de números y marcó.

Se secó las lágrimas antes de que alguien descolgara al otro lado de la línea:

–Oficina de Lluc de Granados, ¿dígame? –dijo con dulzura una voz conocida.

–¿Lucía? ¡Gracias a Dios que te encuentro! –exclamó Marcos, diciendo el nombre de la secretaria de la presidencia del Galaxy. ¡Tantos años al servicio del club...!

–¿Mar...cos...? –la secretaria del presidente Lluc de Granados reconoció la voz del futbolista.

–¡Lucía! –dijo él, con la voz algo entrecortada.

–¡¡Qué alegría oírte!! ¡¡Forné! ¡¡Buah!! ¡¡Menuda sorpresa!! ¿Qué, cómo... qué tal todo...?

–Bien, bien... ¡me alegra oírte también! ¿Todo bien por Barcino?

–¡Inmejorable! –contestó la secretaria–, ¡me he reincorporado al trabajo hace dos semanas después de mi baja de maternidad...!

Marcos sonrió para sí mismo:

–¡No! ¿Tercer niño, ya?

–¡Tercer niño!

–Me alegro de veras, Lucía... Oye... –Marcos hizo un silencio amargo– hay algo... algo... que tengo que pedirte...

–Sí, claro. Dímelo...

Marcos tragó saliva, aún tenía los ojos enrojecidos, y volvió a pasarse la mano por la mejilla para limpiar su llanto.

–Tú podrías... ¿tú podrías... facilitarme el teléfono de...

Cada gota que golpeaba el vidrio era una punzada en su roto corazón...

–¿Sí... Marcos? –insistió la secretaria de Lluc.

–Ahh... –dudó Marcos, con un escalofrío que recorrió toda su espalda–. Sí, perdona, no debería haber llamado...

–¿¡Marcos!? –insistió la voz de Lucía al otro lado del teléfono.

–Tengo que colgar, adiós Lucía...

–¡Marcos!

Y colgó. Marcos fue incapaz de pronunciar un nombre: Biel. Se echó hacia atrás, tumbándose sobre la fría madera, abriendo sus brazos en cruz, lanzando el teléfono a un rincón del desván. Cerró los ojos. No digas nada, no pienses, no hables...

Y, entonces, mi voz, la voz de Biel, resonó en el eco de su mente. Y soñó despierto, entrando en una letal somnolencia, como si todo fuera tal como su mente le dictaba:

»–Para… para, para… ¡Biel!… Detente.

–¿Qué ocurre, Marcos…?

–Detente, por favor.

–Mmm… Vale…

Marcos se perdió en mi mirada y yo... en la suya. Desnudos el uno junto al otro. Cuerpo con cuerpo. Piel con piel. Sudor contra sudor.

–¿Estás bien… Marcos...?

–Sí… –tragó saliva, con la respiración entrecortada, estábamos en medio de un coito frenético, acaricié su cabello con dulzura, comprensivo y paternal hacia él–, es sólo… –me susurró nervioso– es que me venía… me venía, Biel… Ya no recordaba lo fuerte que era estar contigo… –y sonrió, nervioso.

Una eyaculación precoz era un miedo que su portentoso cuerpo no podía permitirse. Pero su mente…

–No te preocupes… –le insistí, pasando mis dedos por su flequillo sudoroso, quitándole el sudor de la frente–. Te quiero. No te preocupes. ¡Te quiero…!

Con mi declaración y mi sonrisa le arranqué su sonrisa. Blanca y perfecta. Humilde. Sincera. Conquistadora. Seductora. Su boca, sus labios…

Posé mis labios sobre sus carnosos labios, los entreabrió e introduje mi lengua para juntarla con la suya.

–Te quiero… –pude susurrar entre nuestros leves jadeos.

Y venga lengüetazo…

–Te amo…

Y ahora una sorbida de saliva…

–Y te deseo...

Y un chupetón en toda la boca. Estábamos embadurnados cada uno del sudor del otro, y del nuestro propio.

–Prométeme una cosa, Biel.

Me acechó con su profunda mirada, hipnotizante y directa, un escalofrío recorrió nuestros cuerpos ardientes. Fuego y hielo.

–Dímelo.

–Prométeme que te quedarás siempre conmigo, Biel. Siempre a mi lado. Hasta el final.

Me miraba con unos ojos de corderito degollado... absolutamente irresistible. Entrecerraba sus párpados, en un gesto de nerviosismo y expectación. No lo mortifiqué con mi espera. Busqué su mano en mis nalgas, donde reposaban cómodamente, mientras esa mano maestra acariciaba el entorno de mi orto. La acompañé hasta mi rostro y empecé a besar las yemas de sus dedos, de una en una, lamiendo, chupando esos dedos mágicos, sin dejar de mirarlo a sus ojos profundos mientras los penetraba en mi boca, sin dejar de encender la llama de su deseo, que yo veía en sus ojos chispeantes y notaba bajo mis pelotas con su miembro en erección, otra vez:

–Nunca estarás solo. Nunca estaremos solos, mientras nos tengamos el uno al otro –le respondió mi voz.

Fuera de sí, me agarró por el cuello con su otra garra y me forzó a comerle la boca… una vez más.

–Jamás me cansaré de poseerte, Biel...

BRRRRRRRRRRUUUUUUUUB. BRRRRRUUUUUUUUUUUUUUUB. La vibración, bien revoltosa, del teléfono lanzado contra la pared del desván, sobresaltó el sueño húmedo y melancólico de Marcos. Notó que había tenido una polución en su entrepierna y se sonrojó en la soledad del ático, tumbado sobre la fría madera. La tormenta había amainado. BRRRRRRRUUUUUUUUUUUUUUB. BRRRRRRRRRUUUUUUUUUUUB.

–¿¡Sí!? –respondió algo molesto.

–¡Marcos! Soy Enrique –dijo su agente.

–¡Es mi día libre! ¿Qué quieres ahora?

–¿Puedes estar esta noche en Londres?

Desplazarse desde Manchester hasta la capital no entraba en sus planes festivos, precisamente...

Guardó silencio.

–¿¡Marcos!? ¿¡Hola!? Tío, te esperan en la fiesta de Henry Hausbwan... ¡¡no me falles!!

Hausbwan era un filántropo que se dedicaba a hacer fiestas en los restaurantes y discotecas de los rascacielos londinenses... Marcos se había hartado de ir a sus eventos...

–¡NO! –zanjó– ¡Déjame tranquilo, tío!

–¡Joder! Tienes que ir. ¡Es imperativo! –sentenció Enrique.

–Dame un motivo para ir...

–¿Dos millones de libras más para los pozos en Mauritania no son suficiente motivo...?

Los héroes caídos han de levantarse para seguir luchando...


La noche estaba en su punto más álgido. Henry Hausbwan había reunido a la crême de la crême de la sociedad londinense para su cóctel benéfico. Marcos se desplazó apresuradamente desde Manchester para estar como mínimo a las diez de la noche allí. Una nube de fotógrafos lo persiguió a la llegada del rascacielos en cuyo ático tenía lugar la fiesta. Sin problemas, sacó a relucir su mejor sonrisa para la prensa. Mantenerse como el hombre más deseado de la nación era una ardua tarea de imagen y... vacío. Un vacío muy profundo.

Entró en la impresionante sala de fiestas de la última planta del rascacielos, llena de centenares de personas, con varias barras sirviendo bebida y mesillas con manjares de todo tipo. Luz en penumbra, color y semioscuridad. Música ligera.

–¡Por fin llegaste! –exclamó Enrique García.

El representante de Marcos apareció frente a él, ansioso. Era un hombre de cuarenta y pocos años, muy lidiado en el mundo del famoseo y los deportes. Era el agente de varios futbolistas del Manchester y en su época ya había conseguido el contrato de repesca de Forné para el Galaxy, años atrás.

–Ven, hay alguien que quiere conocerte...

Enrique agarró de la muñeca a Marcos y lo llevó hasta el centro de la sala, donde conversaban Hausbwan, entrado ya en sus sesenta y muchos años, con varias mujeres.

–¡Aquí está el rey! –exclamó el filántropo–. Ya tardabas en dejarte caer por mis eventos, Forné...

Henry Hausbwan tenía un pelo blanco brillante y uno ojos azules bien vivarachos. Miraba a Marcos con descaro. El futbolista detectó desde la primera vez que se habían conocido que ese hombre bañado en millones era muy aficionado a pasar largos cruceros con efebos jóvenes y esculturales.

–Últimamente me da por no salir de la madriguera, Henry...

El hombre maduro rió algo escandalosamente. Era hiperexpresivo.

–Marcos... aquí tienes a una grandísima fan que quería conocerte hace ya muuuuuuucho tiempo. Ella es Helen Carter...

Y se dio la vuelta una fuerte mujer de en torno a cincuenta años, de piel fina y estilizada y ojos zafiro, con un liso cabello castaño recogido hacia atrás.

–¡Por fin, el dios! –declaró la mujer.

–Un placer saludarte, Helen –Marcos le estrechó la mano con varonil elegancia–. Aunque mucho me temo que no soy más que un simple mortal.

–Mortal o eterno, Marcos Forné... eres una leyenda –susurró la mujer con un tono de voz grave pero aterciopelado.

Helen Carter tenía un aire entre inglés y exótico. Y una mirada misteriosa que acechaba a su interlocutor con gran precisión.

–Eso lo dirá el tiempo. De momento, me limito a hacer mi trabajo lo mejor que puedo –Marcos se sacó los halagos de encima con ese gesto suyo, tan atractivo, de encoger fuertemente los hombros, proyectar su sonrisa perfecta y el brillo de sus ojos verdes. Se pasó la mano sobre su corto flequillo de ese atractivo cabello rubio grisáceo y cerró y abrió los ojos con despampanante hombría.

–Como nos derrites a todos... ¡Marcos! –exclamó Hausbwan, y pasó sus manos experimentadas de hombre maduro por el borde y la cremallera de la cazadora de piel de Marcos.

–¿Sigues siendo el soltero de oro de últimamente? –preguntó la exótica mujer, Helen.

–De momento me gusta ser dueño de mí mismo, por así decirlo...

–Marcos es un chico tímido aquí donde lo ven –exclamó Enrique García, haciéndose un hueco en la conversación.

Helen clavó sus ojos zafiro en los ojos verdes de Marcos:

–A mí no me pareces nada tímido...

–¿No? –preguntó Marcos, con una mueca de desinterés, mientras tomaba una copa.

–Creo que eres el tipo de hombre que sabe satisfacer a las mujeres más exigentes y... expertas –y Helen pestañeó sus ojos.

–Uy, uy, uy... Picarona... –rió Henry Hausbwan, con su afeminamiento maduro– ¡¡Cómo vas directamente al asunto!!

–Discúlpame, Marcos –Helen relajó el semblante–. Como puedes comprobar, soy mujer de bromas fáciles con ciertos temas. Ya ves que no soy nada decorosa.

–Al contrario, Helen. El decoro no es un valor deseable. En cuanto a mí, te sorprenderías de los flancos que soy capaz de satisfacer...

–Uooooo, Marcos, ¡eso ha sonado demasiado misterioso... incluso para ti! –y Hausbwan se echó a reír otra vez, algo histérico.

–Disculpadme, amigos –dijo Marcos con simpatía–, pero voy a darme una vuelta por aquí a ver a quién encuentro...

–Aquí te esperamos, man... –saludó Henry con la mano. ¡Era una auténtica locaza a sus casi setenta años!

Helen no apartó la vista de Marcos mientras se retiraba. La mujer, aunque madura, tenía un gran atractivo. Pero, si de Marcos dependía, ninguna mujer, ni aunque fuera la mismísima Afrodita, sería capaz de seducirle.

Marcos se dio un vuelo por la abarrotada sala de fiestas. Notó su garganta seca y fue a una barra cercana a pedir un buen Bloody Mary.

–Pónmelo bien cargado –ordenó al camarero, apoyándose con sus codos en la barra.

–¿Ahogando viejas penas...? –susurró una voz, a su derecha.

Marcos se giró hacia la voz. Era aquel dichoso periodista o escritor, ya no sabía qué era, que le había hecho sonrojarse en la entrevista de unas semanas atrás.

–Vaya... –esbozó Marcos, animado– Esta ciudad es un pueblo... ¡Menuda casualidad encontrarte por aquí...! ¿Alonso, no?

–Hernán Alonso –respondió el joven, sentado en un taburete giratorio de barra de bar, con sus pies apoyados en el el reposapiernas, y  apoyando sus firmes brazos en la barra.

–Ya recuerdo. No te hacía por estos lugares –respondió Forné, algo distante.

Marcos tomó su cóctel y le pegó un sorbo, sin apartar la vista de la barra, sin mirar a Hernán.

–No eres el único chico joven y guapo que merezca la pena invitar a un sarao de este tipo –soltó Hernán.

Tal declaración medio atacó el orgullo que Marcos realmente tenía, el concepto de su propia belleza y hombría. Marcos era alguien humilde y sencillo. Pero el  "saberse guapo" es algo que nunca te abandona cuando están toda la vida recordándotelo por tierra, mar y aire.

La curiosidad mató al gato. Y el gato, Forné, se giró hacia Hernán. Desde luego... el escritor era un espécimen bien atractivo. Aquella noche lucía una americana de un gris claro bien apretada sobre su fuerte espalda y sus firmes brazos, un color que resaltaba su tez clara de los mares del sur con sus rasgos morenos y su flequillo pelirrojo-castaño apuntado, con esa barba tan de machote y esa nariz aguileña de hombre firme y expeditivo. Hernán era, a todas luces, un tío guapo y bien puesto. Un aire rudo y macho que sorprendía cuando uno hablaba con él, tan delicado e intelectual...

Marcos le dio un buen repaso con la mirada, sin que Hernán se percatara.

–No publicaste la entrevista que me hiciste –le recriminó Marcos–. Tienes a mi representante que se sube por las paredes...

Hernán, sin mirar a Marcos, sorbió su copa, dirigiendo su vista al infinito artificial de ese lugar.

–No lo hice porque no me interesan las entrevistas que no muestran a las personas tal y como son.

–¿¡Perdona!? –preguntó Marcos, ofendido, girándose hacia su acompañante– ¿¡Me estás insultando delante de mi cara!?

–No. Te estoy diciendo que no publico nada de gente a la que no soy capaz de retratar como a mí me gustaría. Quemé las cintas de esa entrevista y le borré todas las fotos a Lawrence...

Hernán decía esto mientras garabateaba algo con su bolígrafo azul sobre el reposavasos del cóctel. Después, se dio media vuelta rodando sobre el taburete giratorio para bajar de él, se empujó con sus brazos desde la barra y se encaró a Marcos.

Marcos estaba estupefacto, helado, impactado... ¡Un chico atrevido, ese Hernán!

–... y para tu información –dijo Hernán, levantándose, antes de irse y dejar plantado a Marcos en la barra, con su cóctel en la mano–... dejé de trabajar en el Times esa misma semana. Voy a publicar mi primera novela en inglés antes de Navidad, y ya no tendré que tragarme infumables entrevistas donde la gente se comporta como lo que NO es.

Hernán se largó del lugar. Marcos tenía los ojos como platos, fuera de sí mismo, no dando crédito a lo que Hernán le echaba en cara: su FACHADA.

El futbolista, solo en la barra, tardó unos segundos en reaccionar, pero finalmente se puso en marcha, yendo al encuentro de Hernán, que se dirigía a la salida del lugar.

–¡Espera! –rebló Marcos con algo de fiereza, en su voz y... fiereza en la mano que agarró con fuerza el brazo de Hernán, que se sorprendió del gesto.

Hernán se giró hacia el chico que lo detenía con algo de brutalidad y lo miró extrañado:

–Perdona, machito, ¿¿¡¡me sueltas el brazo!!?? –dijo Hernán, ofendido.

Marcos recapacitó:

–Discúlpame... –y liberó el brazo del escritor, echándose medio metro hacia atrás, avergonzado–. Es que me has prendido con lo que me acabas de decir en la barra...

Realmente estaba avergonzado de su reacción airada, nada gentil y educada. Hernán se percató y puso remedio:

–Oye... –se acercó a Marcos–... Disculpa mi franqueza, pero... no soy tipo de medias tintas con otros tíos.

"Otros tíos". Eso encendió el radar de Marcos. Le pareció un atisbo de revelación íntima aunque... "¡tonterías!", pensó para sí mismo. Seguramente alguien tan guapo, masculino y rabiosamente varonil como Hernán no era... gay.

–Tal vez podamos quedar para hablar de todo tranquilamente... –susurró Marcos, con una sonrisa relajada y amistosa.

Hernán no era, en ningún caso, un tipo impresionable. El gran deportista quería "quedar" con él, un casi desconocido Hernán Alonso, y... sin embargo, Hernán lo afrontaba como si nada. El pelirrojo clavó sus ojos castaños en Marcos:

–Tal vez... –respondió.

Marcos se acercó al chico:

–¿Si me disculpo otra vez... tal vez podamos intentar ser... amigos? –Marcos extendió su cálida mano a Hernán; éste sí que se sorprendió de los visos de inocencia que desprendía la actitud de Marcos.

Realmente la personalidad del futbolista le descolocaba por completo: ¿cómo podía ser tan inocente y a la vez estar tan enfundado en su personaje convertido en dios?

–Disculpas aceptadas –Hernán tomó la mano de Marcos y la estrechó durante largos segundos...

Marcos sonrió, nervioso, y bajando la mirada, algo sonrojado.

–Y en cuanto a "quedar"... –Hernán clavó por completo su mirada en los ojos verdes de Marcos–... tienes mi número de teléfono apuntado en el reposavasos de la barra –y señaló con la mirada al fondo del local– Si te interesa... –dijo con visos de elegante seducción–, ve a buscarlo...

Quedada, teléfono, cita... ¡Uy! No, no... –pensaba Marcos–, ese chico no era tan superhetero como podría parecer...

Se despidieron con la mirada y Marcos fue corriendo a la barra donde unos minutos antes discutían. Rebuscó encima de la barra... ¡¡Nada!! El camarero ya debía haber retirado el cartón debajo de la copa. «¡¡Mierda!!» exclamó Marcos.

Se rascó el pelo, nervioso y gritó al empleado, atareado sirviendo a diez personas a la vez:

–¡¡Camarero!! –el camarero se volteó, contrariado–, ¿¡dónde tiras los reposavasos!?

El camarero flipó, viendo como el gran Marcos Forné se dirigía a él para preguntarle... ¿¡dónde tiraba los reposavasos usados!?

Con cara de sorpresa, el mozo le sacó una pequeña caja de cartón con un montón de reposavasos. Allí los iba tirando. Marcos, algo compulsivo, empezó a regirarlos, sacarlos y tirarlos. Tenía que encontrar el cartoncillo garabateado por Hernán...

Finalmente dio con su talismán: «Creo que necesitas hablar» -decía escrito uno de los cartones de reposavasos– «Llámame si lo necesitas: 555214765 (H. Alonso).»

Marcos sacudió el reposavasos, contento y sonriente, y lo besó, para metérselo en el bolsillo. Hernán... Alonso. Un talismán. Y tal vez... su salvador.


–Era el último en todo, ¡en todo! –exclamó Hernán, gesticulando con sus fuertes manos–, los chavales de la clase no me elegían para sus equipos y siempre acababa siendo el portero tonto al que le marcaban mil goles...

Marcos y Hernán cenaban en un elegante restaurante del centro de Londres, entre velas y cortinas de seda blanca... un lugar absolutamente perfecto y encantador. El joven escritor le estaba contando al futbolista sus desventuras en el recreo del instituto y su mala relación con el balón-pie... La historia de un antihéroe (Hernán) hablándole al héroe de medio mundo (Forné...).

–Así que... desde entonces... te juro que ODIÉ el fútbol...

Marcos sonrió:

–No puedo culparte por eso, Hernán. Yo he tenido muchos momentos en la vida en que he odiado mi profesión. Acabas siendo un poco esclavo de ella...

Hernán miró con ternura a Forné, hincó sus codos sobre la mesa y cruzó sus manos, acechándolo:

–¿Y ahora...? ¿Odias tu trabajo, Marcos?

Marcos dudó, entrecerró los ojos, se recostó sobre la silla y se recolocó la servilleta en su regazo:

–Yo... bueno... ha habido momentos mejores...

Hubo un silencio agradable en medio de la velada. Hernán clavó sus ojos castaños en la mirada relajada de Marcos.

–Ojalá siempre fuera así... –susurró el pelirrojo.

–Así... ¿cómo? –se mordió el labio, Marcos, expectante, sin dejar de mirar a Hernán.

–Siempre auténtico. Hay algo mágico... especial...

Marcos se acercó a Hernán, aunque una mesa los separaba:

–¿Sí...? –preguntó el futbolista.

–Hay algo especial en dos hombres que se miran a los ojos.

Marcos retrocedió en su acercamiento a Hernán. Aquello era demasiado revelador de sus condiciones pero, francamente, ¿a caso ya no sabían el uno del otro que eran hombres que amaban a hombres? Aun así, Marcos se incomodó.

–Discúlpame... –dijo Hernán, con una voz firme y directa–. No quería decir nada que te molestara...

–No, Hernán, no te disculpes... Soy yo...

Marcos empezó a hacer amago de irse, se retiró la servilleta del regazo. Iba a levantarse...

–No te vayas, por favor –le suplicó Hernán.

Marcos se quedó quieto e inmóvil en la silla, sonrojado.

–¿Por qué te da vergüenza mostrarte tal como eres en público? –inquirió el bueno de Hernán mirando a su alrededor...

Estaban rodeados de todo un restaurante qué sabía perfectamente quién era Forné... y en muy menor medida Hernán.

–No me da vergüenza...  es que... –susurró Marcos.

–¿Y por qué te sonrojas y hablas tan flojo?

–No hago tal cosa, Hernán...

Hernán se apretó los labios, sonriendo forzadamente. Tomó su copa de vino y bebió, dejando a Marcos en un incómodo silencio.

–¿¡Por qué no me crees nada de lo que te digo!? –preguntó Marcos, algo molesto.

–Lo siento, Marcos, no soy la clase de tipos que se dedica a acusar a otros tipos de vivir en el armario. No voy a hacerlo contigo, tampoco.

PUM. Eso fue una torta en toda regla. Un torpede a la línea de flotación de Forné... Marcos se molestó, pero luego relajó el semblante.

–Gracias por confirmarme que eres... –sonrió Marcos, tratando de quitar hierro a la situación.

–Por favor, dilo, ¡parece que tienes miedo! Sí, soy Hernán Alonso y soy homosexual. Y lo has sabido desde la primera vez que nos vimos en  la entrevista en Gronvehall Square; lo has sabido porque tú también lo eres y... Sólo un homosexual puede saber cuando otro hombre lo mira como un homosexual...

–¡Por favor, Hernán! Basta –se sonrojó Marcos.

–Venga... ¡estamos cenando después de que tomaras furtivamente mi número de teléfono! –sonrió Hernán, de oreja a oreja, se estaba burlando de Marcos–. Se acabó, Marcos... ha caído el telón y nadie te está mirando. Solamente... yo.

Marcos, enrojecido, no sabía qué decir...

–Dame tu mano –ordenó Hernán.

–¿Cómo? –medio tosió Marcos.

–Que me des tu mano.

Y Marcos, al principio miedoso y luego más confiado, extendió su mano sobre la mesa. Hernán la tomó con dulzura, y la abrió hacia él, mostrando su palma. Marcos miraba nervioso a un lado y otro. Tenía la falsa sensación que todo el mundo los estaba mirando. En realidad, la gente cenaba tranquilamente a su alrededor.

–Lo sabía... –susurró Hernán, leyendo las líneas de la mano de Marcos–. Eres un gigante introvertido.

–¿Gigante introvertido?

–Un hombre grande y valeroso a ojos de la mayoría del mundo, pero con un interior desconocido para todo el mundo...

Hernán hizo gesto de devolver la mano a Marcos y sonrió con afecto:

–Marcos Forné... No me interesa tu pasado, me interesa el hombre que tengo ahora mismo delante de mí...

Marcos tragó saliva. Hacía años que nadie le hablaba así.

De repente, Hernán se levantó de la mesa:

–¿¡A dónde vas!? –exclamó Marcos– No hemos acabado de cenar aún... –se sobresaltó.

–Sígueme –le ordenó Hernán.

Se dirigió a la caja y pagó la cena inacabada. Con un golpe de cabeza, el escritor señaló la salida. Se dirigieron al aparcamiento del restaurante y Hernán condujo a Marcos hasta su coche. La noche caía con gran peso sobre sus cuerpos.

–¡Un BMW descapotable! –rió Marcos al ver el coche de Hernán–. Amigo... serás un profeta de los sentimientos pero... ¡un buen coche que no te lo quiten!

–No te fijes en el coche, fíjate en su conductor –bromeó Hernán, mientras abría la puerta y se zambullía en el asiento de piloto. Marcos entró por la otra puerta y se acomodó.

–¿A dónde vamos...? –preguntó Marcos, nerviosísimo.

Hernán, cuya mirada brillaba de manera fulgurante, habló desde la serenidad:

–A donde seas libre...

Y el chico lanzó a toda pastilla el coche. En veinte minutos se situó en lo alto de un elevado mirador sobre la ciudad, que desbordaba la noche con sus luminarias y su incansable vida nocturna. No había nadie más allá. Sólo el asfalto, el coche y ellos dos, mirando a la ciudad infinita desde lo alto:

–¿Y aquí es donde traes a todas tus víctimas, eh? –bromeó Marcos.

–Nada parecido –respondió Hernán, algo ofendido–. Además, llevo un año sin tener "víctimas".

Marcos aún no se había atrevido a mirar a Hernán, pero dirigió una mirada de refilón para captar sus movimientos:

–Así... ¿no tienes pareja? –preguntó Forné.

–Corté hace un año con mi novio.

Novios... Hablar de eso ponía algo nervioso a Marcos. En realidad, vivía dentro de su armario interior.

–¿Llevabas mucho tiempo con él? –preguntó Marcos, más relajado. Se había reclinado tranquilamente en el respaldo del coche, con su cabeza algo ladeada hacia Hernán.

Hernán, con las manos sobre el volante, dirigía sus ojos a las luces de la ciudad, bajo el mirador:

–Un par de años... Pero él vivía en Madrid y yo aquí, en Inglaterra. Al final se volvió una relación a distancia y... –Hernán giró su rostro hacia Marcos– lo dejé ir... nos dejamos ir...

Marcos carraspeó un poco. Era su turno de confidencias:

–Hay algo que tengo que decirte, Hernán... No vivo tan en el armario como te pueda parecer...

–Ya... oye, no tienes que contarme nada si no quieres...

–¡No! Quiero decir que no me acuesto con tías ni nada de eso... Sandra... Sandra fue la primera y única mujer en mi vida –sus ojos se oscurecieron al hablar de su chica durante ocho años, ahora desaparecida por siempre jamás.

–Tuvo que ser duro –Hernán ladeó su cabeza, sobre el reposacabezas del asiento del piloto, hacia Marcos, relajado y distendido.

–Lo fue, en verdad.

–Así, por lo que me dices... te entiendes bien con...

–...hombres, sí –sonrió Marcos, relajado.

–¿Y crees de verdad que con eso basta para no estar en el armario? Dime una cosa, Marcos: ¿lo saben tus padres? ¿Lo sabe tu familia? Es el único indicador de si uno es libre o no.

Marcos guardó silencio. En verdad... sólo su hermana Isabela lo sabía. Jamás tuvo el valor de contarle a sus padres que tras romper con Sandra, su hijo cayó en los brazos de un joven como... Biel... Ah... Biel...

Hernán no necesitó respuesta de Marcos, lo captó todo al instante.

–¿Sabes...? –susurró el futbolista–. Es increíble la complicidad que tengo contigo... prácticamente no te conozco y sin embargo...

Hernán miró prendado a Marcos:

–Sí...

–... jamás nadie me había comprendido como tú lo has hecho...

–Y reconoce que el hecho de que quemara las cintas y todo rastro de aquella infumable entrevista, ¡te impactó! –rió Hernán.

Marcos exclamó a reír también.

Sus rostros quedaron muy cerca el uno del otro.

–Yo no sé si esto es lo correcto... –balbuceó Marcos.

–Nunca es lo correcto, pero es lo que es... –bromeó Hernán, roto por su dulzura, completamente adicto a ese dios llamado Marcos Forné... o tal vez era Forné que había caído rendido a la increíble y voluminosa personalidad de Hernán Alonso.

–¿Y crees que tiene remedio esta errática vida sentimental mía? –preguntó Marcos.

–Bésame y descúbrelo –dijo Hernán con su voz grave, pero con un hilo de ella... impactado por la situación.

Marcos alzó su mano y la llevó a la mejilla de Hernán, que cerró sus ojos, estremecido por el gesto. Forné acarició su algo espesa (aunque elegantemente recortada) barba. Tomó su rostro y... acercó sus labios a los labios de Hernán, con algo de torpeza. Había besado a docenas de tíos desde tres años atrás, pero besar, lo que se dice besar con... sentimiento... De eso ya hacía largo tiempo...

Dos largos minutos sin poder separar sus labios... Su respiración inundaba el ambiente del coche...

Se separaron casi jadeando, tenían ganas de más... de mucho más... Marcos había empezado a descender su mano por el cuello y luego el pecho de Hernán, hasta su entrepierna. Pero Hernán lo detuvo bruscamente:

–Ahora que he roto tu hechizo... –sonrió– déjame conocerte... a mi manera.


–¡Marcos! Es... –Isabela tenía lágrimas en los ojos– Es... ¡no sé qué decirte! Es tan... romántico todo lo que has contado...

–He tenido una gran suerte con Hernán –suspiró Marcos, relajado, jugando con un reposavasos de la mesa del café-restaurant del club de polo. Un reposavasos había sido su salvación, años atrás.

El sol ya marcaba casi el mediodía y penetraba con fuerza en el grandísimo café del club de polo barcinonés.

Mercedes de Granados había escuchado, encajonada entre Isabela y Marcos, toda la historia con atención. Más no había borrado de su cara ese rostro de incredulidad que casi siempre la acompañaba:

–¿Y qué me dice usted, doña Mercedes? –inquirió el futbolista a la anciana–. ¿Cree ahora que Hernán es digno de mí...?

Mercedes dio un golpe de bastón sobre el suelo:

–En asboluto... –y se levantó de la silla–. Cuanto más escucho, más me horrorizo de estas historias de gays... –e hizo una mueca de desaprobación.

–¡Doña Mercedes! –exclamó, medio indignada, medio divertida, Isabela Forné, la hermana de Marcos– ¿¡Cómo puede decir eso!? ¡Estamos en 2011, por Dios!

–¡No...! –Mercedes hizo un gesto de detención con su mano derecha–, nadie va a convencerme de lo contrario. ¡Soy una mujer de tradición! Aunque he de reconocer... –la anciana llevó su mano a su barbilla, como una juez sentenciando con ojos vivarachos– Forné... dígale a su prometido que tiene mi aprobación por haberlo sacado a usted de tan escandalosa promiscuidad... Y... Si me disculpan, creo que he visto a Dolors Gimpera entrando por la puerta. ¡Adiós!

Y con paso ligero y cubierta de su piel de visón, la dama se apartó de los hermanos Forné, que prácticamente no sabían si reír o llorar ante la intromisión de la anciana...


Los colores del atardecer inundaban el ático cuando Marcos abrió la puerta de su hogar.

–Hey, ¡ya tardabas en venir! –le soltó Hernán desde el fondo del loft, sin apartar la vista de su cuaderno, donde no dejaba de escribir incesantemente.

–Ya tenía ganas de llegar... –respondió Marcos, dejando las llaves en la cómoda del recibidor.

Se sacó su cazadora y la tiró al sofá, acercándose a su novio, que dibujaba su fuerte silueta frente a la ventana del ático, escribiendo diligentemente en su mesa de trabajo.

Marcos posó sus manos en los hombros de Hernán, que apartó por un momento la vista de sus papeles y alzó hacia atrás la mirada a su novio:

–Te he echado de menos –susurró Hernán.

–Y yo...

Marcos bajó su rostro y buscó los labios de Hernán, que besó con ternura mientras con su mano acariciaba su cabello pelirrojo oscuro.

–Te quiero –balbuceó Marcos mientras se medio separaba de la boca de Hernán.

–Voy a seguir con esto un rato más –respondió, simpático, Hernán– ¿No te importa, verdad?

–Tú mandas... –gruñó Marcos, que revolvió con su mano el cabello de Hernán.

Marcos tomó un taburete bajo el escritorio contiguo y lo situó detrás de la silla de Hernán. Se sentó y abrazó a Hernán desde la espalda. Sobó su cuello y olió toda su tez, para quedar tranquilamente suspendido de su cuerpo con sus brazos:

–Si no te importa –susurró Marcos al oído de Hernán–, estaré aquí contigo, viendo cómo escribes...

Hernán, con la mirada clavada en sus papeles manuscritos, sonrió con los labios cerrados. Satisfecho. No iba a rechazar la cálida presencia de Marcos junto a él, abrazado a él, mientras escribía...


En la historia de Stin McMill que Marina me contaba cuando era niño, el protagonista carecía de sombras en sus sentimientos. Sólo... amaba, bailaba, sentía, ¡vivía! «Porque la perfección exacta del hombre», me decía Marina, «no es el bien por sí mismo sino... la vivencia pura y perfecta del amor y la ausencia de deseos de dolor, miedo o venganza».

Sin embargo, alguien estaba a punto de infringir esa norma moral. A punto de darle la vuelta al orden equilibrado y benigno de nuestras fuerzas.

Una esbelta mujer se adentró en el lúgubre pasillo de aquel destartalado bloque de pisos en un suburbio de una ciudad del Este. Preguntó unas indicaciones al cochambroso portero, que lucía una camiseta blanca de tirantes con una grasienta mancha de aceite en el pecho. El portero le indicó. La mujer le pagó una suculenta cantidad de billetes. Al portero le brillaban los ojos. ¿Cómo negarse ante la presencia oscura de esa enigmática mujer? Enfundada en elegante cuero negro y con una mirada deliciosa.

La mujer siguió su camino. Imparable. Llegó hasta el final del pasillo, dio la vuelta a la esquina y avanzó hacia la otra punta del corredor. A cada paso frente a una puerta... gritos, lloros o televisores con el volumen a toda pastilla. Un lugar tétrico y para olvidar. Llegó, por fin, a la puerta que buscaba, la 74, y sacó un juego de llaves que parecían abrirlo todo, también esa puerta que parecía de papel.  Abrió sigilosamente y, con gran sigilo, entró en un pequeño salón con paredes grises y manchas de humedad y... SÍ, ahí estaba él, trabajando en su ordenador, operando con sus divisas, en ese zulo donde –creía él– nadie podía encontrarlo...

Karl se dio la vuelta nada más sentir una presencia intrusa en el pequeño piso. El corazón le latía a mil, del susto:

–¡NO! ¿¡De dónde coño has salido!? –exclamó.

El alemán llevaba unos pantalones negros con un elegante cinturón, si bien iba descamisado cintura para arriba, con camiseta blanca de tirantes, sacando a relucir sus musculosos brazos. La mujer lo miró con decisión, llevaba una bufanda que le cubría de nariz para abajo. Pero él la reconoció:

–¿¡Cómo me has encontrado!? –gimoteó Karl, algo asustado.

–Llevaba siete años esperando este momento... –dijo la voz femenina, sin atisbos de nervios ni inquietud. Serena y decidida. Con esa frialdad impasible sacó algo de su bolsillo.

–¡No...! –Karl ahogó su grito.

–Siete años esperando este momento...

–¡¡¡Por favor, no...!!! –el tiarrón se echó hacia atrás, chocando torpemente contra la mesa donde trabajaba.

–Se ha acabado el viaje, Karl Zimmer.

PUUUUUUM. No hay sonido más ensordecedor que el de la muerte cuando sale disparado en forma de bala desde un arma.

En el amor, como en la vida, las sombras invaden los sentimientos de las almas más puras, contaminándolas de... miedo y... venganza. Venganza ejecutada y completada en la forma de su sentencia final.

CONTINUARÁ...

Próximo capítulo… Biel & Marcos (7) Casados**